La vida en el
desierto de Tâsox era dura. El calor, el viento, la arena, la falta de agua....
hacían que el desierto fuese un bello paisaje, pero un lugar peligroso para
vivir.
Sin embargo,
los habitantes del reino de Tâsox, descendientes de los Berebes y los llamados
heraclianos (descendientes de los hijos del rey Heraclio, primer monarca de
aquellas tierras), no imaginaban un lugar mejor para vivir. No preferían otras
zonas de los cuatro reinos en los que asentarse. Sufrían como todos las inclemencias
del desierto, pero habían nacido allí y estaban acostumbrados a ellas, así como
a las medidas que se podían tomar para vivir mejor sin sufrir demasiado.
Además, las
múltiples ciudades construidas sobre las arenas hacían la vida mucho más
llevadera y no tan incómoda: las inclemencias del desierto sólo se sufrían
cuando se estaba en él. Dentro de las murallas de cualquier ciudad se vivía
mucho mejor: había sombra, pozos de agua, vegetación que crecía en los amplios
zaguanes de los palacios y casonas, había mercado, huertos cubiertos,
espectáculos, animación y ajetreo....
Y la ciudad
más esplendorosa del reino de Tâsox era su capital, Medin, donde estaba el
palacio real y donde su majestad Al-Jorat tenía su palacio y había instalado la
corte.
Al-Jorat era un
hombre bello y apuesto, de piel oscura. Vestía túnicas amplias, se tocaba con
un turbante en la cabeza y llevaba una perilla y un bigote negrísimos, bien
cuidados y recortados.
Lo llamaban
“el rey hechicero”, ya que su reino era donde la orden de hechiceros había
nacido y donde todavía permanecía. Era cierto que el rey Al-Jorat apenas
realizaba hechizos, pues no conocía muchos. No había estudiado mucha
hechicería, pero en cambio era un excelente fabricante de pociones y ungüentos.
Por ello había adoptado la copa de oro cubierta de rubíes como el símbolo de su
reino.
En Medin había
barrios ricos, como correspondía a la corte del reino, pero también había
barrios periféricos, que lindaban con las murallas, mucho más humildes y
pobres. En uno de estos barrios vivía un anciano hechicero, llamado Eonor. Era
un anciano de larga barba blanca, con una melena del mismo color. Vestía
siempre túnicas de color púrpura y no llevaba otra cosa en los pies más que
sandalias. Había sido antiguo profesor del rey Al-Jorat, cuando todavía era un
muchacho, así que tenía una buena relación con el monarca, aunque no
perteneciese a la corte propiamente dicha.
Eonor vivía de
leer la buenaventura a las gentes más humildes de la ciudad, de vender pociones
y filtros mágicos, de hacer hechizos y conjuros bajo pago. Si tenía suerte el
pago eran unas pocas monedas de cobre y cuando el cliente no tenía dinero
aceptaba unas hortalizas, unos dátiles o unas resmas de tela, lo que le hiciera
falta y le pudieran pagar.
El día que nos
ocupa Eonor llegó a su estudio de hechicero tan sólo unos minutos después de
que amaneciera. Vivía en uno de los bloques de viviendas del barrio, pero tenía
su estudio en la avenida del sur, bastante más concurrida. Además, muchas de
las caravanas que venían del desierto, desde otras ciudades importantes como
Batra o Pegno, pasaban por allí. Era una zona mucho más comercial.
Entró en la
tienda, abriendo la vieja puerta de madera con una pesada llave. Estaba recién
despertado, así que sus reflejos no eran muy finos todavía. Caminó por la
estancia, tropezando con las cosas que había por el suelo, con los libros,
tazas, cuencos, tarros de hierbas y especias.... Había incluso un par de sillas
caídas, que levantó sin pensar muy bien qué hacían allí.
Fue cuando
metió la sandalia en un cajón que había tirado en el suelo cuando se dio cuenta
de que la tienda estaba muy desordenada.
Abrió los ojos
del todo, buscando su jofaina de agua. Estaba sobre un soporte de madera
labrado con formas geométricas y runas arcanas. Se lavó la cara con el agua
fría, sufriendo un leve escalofrío y después se volvió para mirar su tienda,
dejando que el agua le gotease por las mejillas y le calara la barba.
Su tienda
estaba muy revuelta. Los armarios habían sido abiertos y todo su contenido se había
volcado o, directamente, lo habían tirado al suelo. Habían sacado los cajones y
rebuscado en su interior. Había hierbas, tazas, cuencos, túnicas, runas de
hueso, naipes.... todo tirado por el suelo. Incluso había un rincón encharcado
con un montón de frascos rotos, en una mezcla de diferentes pociones.
- ¿Pero qué
diantres ha pasado aquí? – se preguntó el hechicero Eonor en voz alta.
Con cuidado de
no pisar nada más cruzó la estancia y se fue a la trasera, donde tenía una sala
de meditación, para atender a los clientes con casos más graves o más importantes.
Un ambiente organizado y cuidadosamente preparado para mantener fuera las
energías negativas era esencial para según qué casos. En aquella estancia,
pequeña, tenía un par de sillones, un brasero de estaño para quemar esencias
(como tila, incienso o asaúco) y una pequeña lámpara de aceite colgada del
techo. Aprovechaba aquella habitación para almacenar sus viejos y valiosos
libros de magia en una estantería resistente.
Los libros
estaban todos por el suelo, tirados y maltratados.
Eonor se cayó
al suelo, de rodillas, asombrado y dolorido al ver cómo habían tratado a sus
pequeñas joyas. Para él, un hechicero de la vieja escuela, aquellos volúmenes
eran un tesoro.
Escuchó ruido
en la puerta y en la tienda e imaginó que su aprendiz de hechicero, Dímoras,
había llegado. Eonor se levantó de un salto y se dirigió con paso firme a la
tienda, a enfrentarse con Dímoras. No pensaba con mucha claridad y lo sabía,
pero estaba muy enfadado con lo que había pasado en su tienda.
- ¡¡Dim!! –
llamó, chillando, nada más verle al otro lado de la tienda, cerca de la puerta
de entrada. – ¿¡¡Se puede saber qué murciélagos hiciste anoche al recoger la
tienda!!?
Dímoras se
quedó sobresaltado, por la irrupción de su maestro y por la acusación. Era un
chico joven, de quince años, que llevaba tres al servicio del hechicero. Su
relación era cordial, como la de un padre y un hijo, y por eso mismo Eonor le
reñía a menudo, cuando el joven aprendiz hacía algo mal, no le salían las pociones
o cuando sus hechizos le quemaban la punta de la barba a Eonor.
- Yo no he
hecho nada, yumón – dijo Dim, defendiéndose.
– Dejé la tienda recogida, como siempre....
- ¿¡¡Y cómo
explicas esto entonces!!? – preguntó Eonor, señalando con un gesto del brazo la
tienda entera.
- ¡Anoche yo
solamente limpié y recogí todo, como siempre! – volvió a defenderse el
aprendiz.
- ¿Cerraste la
puerta? – preguntó su yumón.
- Claro,
supongo que vos habréis tenido que usar la llave para entrar....
Eonor recordó
que había tenido que hacerlo.
- Entonces es
que alguien nos ha robado.... – dedujo el hechicero.
- ¿Quién, yumón? – preguntó Dim, extrañado. – Aquí
no tenemos cosas de valor. Y lo único que lo tiene son cosas de hechicero: ¿qué
hechicero robaría a otro?
- No lo sé,
Dim, no lo sé.... Pero puede ser que algún ladronzuelo nos haya robado para
vendérselo a otro hechicero....
Dímoras se
reconoció que aquello tenía sentido.
- Pues yo no
sé qué nos han podido robar: parece que todo está aquí mismo, tirado por el
suelo.... – dijo el aprendiz.
- Tendremos
que colocarlo todo, para ver si se han llevado algo y para ver si algo ha
quedado inservible – dijo Eonor. Y acto seguido, los dos hechiceros (el yumón y el aprendiz) se pusieron manos a
la obra.
Muchas cosas
volvieron a su sitio, sin más problemas. Algunos tarros se habían roto y las
hierbas que contenían se habían mezclado, así que Dim las barrió y lo recogió
todo junto, para tirarlo: eran inservibles ya, pues sus propiedades se habían
perdido. También había mucha loza y muchos cuencos y platos de arcilla rotos,
que también tuvieron que tirar. Eonor descubrió que la pequeña ventana enrejada
de madera que había en el evacuatorio estaba rota e imaginó que por allí se
habían colado los ladrones. Tiró por el agujero del suelo que comunicaba con
las cloacas la mezcla de hierbas que habían recogido de la tienda y cambió el
ramillete de lavanda, que colgaba de una pared, para dar buen olor.
Después
pasaron a la sala de meditación, a la biblioteca de la tienda. Recogieron todos
los libros y los empezaron a colocar en la estantería que cubría la estrecha
pared, de no más de tres metros. Cuando llevaban la mitad del trabajo Eonor se
quedó quieto un momento, mirando los libros que ya estaban en los estantes y
los que quedaban por el suelo, por colocar.
- Falta uno.
- ¿Qué? – Dim
lo miró desde lo alto de la escalera móvil que usaban para colocar los libros
en los estantes más altos.
- Falta un
libro. Se lo han llevado.
- ¿Está
seguro, yumón? No hemos visto que se hubiesen
llevado nada de la tienda y aquí podría ser igual. Además faltan muchos libros
por colocar....
- Lo sé, mi
joven aprendiz, pero éste libro es el más grande y más gordo que tenemos, y se
vería a primera vista tanto entre los que ya hemos colocado como entre los que
siguen por el suelo.
- ¿Se refiere
a....? – dijo Dímoras, sin poder seguir.
- Me refiero
al grimorio de Kórac, exactamente.... – dijo Eonor, con tono tranquilo,
dirigiéndose a su aprendiz. Pero realmente estaba nervioso, muy nervioso.
Su aprendiz,
que no tenía que guardar las formas, resumió la situación con un fuerte
exabrupto.
- ¡¡Guano de
murciélago!!
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