sábado, 14 de enero de 2017

Cuatro reyes - Capítulo I



La vida en el desierto de Tâsox era dura. El calor, el viento, la arena, la falta de agua.... hacían que el desierto fuese un bello paisaje, pero un lugar peligroso para vivir.
Sin embargo, los habitantes del reino de Tâsox, descendientes de los Berebes y los llamados heraclianos (descendientes de los hijos del rey Heraclio, primer monarca de aquellas tierras), no imaginaban un lugar mejor para vivir. No preferían otras zonas de los cuatro reinos en los que asentarse. Sufrían como todos las inclemencias del desierto, pero habían nacido allí y estaban acostumbrados a ellas, así como a las medidas que se podían tomar para vivir mejor sin sufrir demasiado.
Además, las múltiples ciudades construidas sobre las arenas hacían la vida mucho más llevadera y no tan incómoda: las inclemencias del desierto sólo se sufrían cuando se estaba en él. Dentro de las murallas de cualquier ciudad se vivía mucho mejor: había sombra, pozos de agua, vegetación que crecía en los amplios zaguanes de los palacios y casonas, había mercado, huertos cubiertos, espectáculos, animación y ajetreo....
Y la ciudad más esplendorosa del reino de Tâsox era su capital, Medin, donde estaba el palacio real y donde su majestad Al-Jorat tenía su palacio y había instalado la corte.
Al-Jorat era un hombre bello y apuesto, de piel oscura. Vestía túnicas amplias, se tocaba con un turbante en la cabeza y llevaba una perilla y un bigote negrísimos, bien cuidados y recortados.
Lo llamaban “el rey hechicero”, ya que su reino era donde la orden de hechiceros había nacido y donde todavía permanecía. Era cierto que el rey Al-Jorat apenas realizaba hechizos, pues no conocía muchos. No había estudiado mucha hechicería, pero en cambio era un excelente fabricante de pociones y ungüentos. Por ello había adoptado la copa de oro cubierta de rubíes como el símbolo de su reino.
En Medin había barrios ricos, como correspondía a la corte del reino, pero también había barrios periféricos, que lindaban con las murallas, mucho más humildes y pobres. En uno de estos barrios vivía un anciano hechicero, llamado Eonor. Era un anciano de larga barba blanca, con una melena del mismo color. Vestía siempre túnicas de color púrpura y no llevaba otra cosa en los pies más que sandalias. Había sido antiguo profesor del rey Al-Jorat, cuando todavía era un muchacho, así que tenía una buena relación con el monarca, aunque no perteneciese a la corte propiamente dicha.
Eonor vivía de leer la buenaventura a las gentes más humildes de la ciudad, de vender pociones y filtros mágicos, de hacer hechizos y conjuros bajo pago. Si tenía suerte el pago eran unas pocas monedas de cobre y cuando el cliente no tenía dinero aceptaba unas hortalizas, unos dátiles o unas resmas de tela, lo que le hiciera falta y le pudieran pagar.
El día que nos ocupa Eonor llegó a su estudio de hechicero tan sólo unos minutos después de que amaneciera. Vivía en uno de los bloques de viviendas del barrio, pero tenía su estudio en la avenida del sur, bastante más concurrida. Además, muchas de las caravanas que venían del desierto, desde otras ciudades importantes como Batra o Pegno, pasaban por allí. Era una zona mucho más comercial.
Entró en la tienda, abriendo la vieja puerta de madera con una pesada llave. Estaba recién despertado, así que sus reflejos no eran muy finos todavía. Caminó por la estancia, tropezando con las cosas que había por el suelo, con los libros, tazas, cuencos, tarros de hierbas y especias.... Había incluso un par de sillas caídas, que levantó sin pensar muy bien qué hacían allí.
Fue cuando metió la sandalia en un cajón que había tirado en el suelo cuando se dio cuenta de que la tienda estaba muy desordenada.
Abrió los ojos del todo, buscando su jofaina de agua. Estaba sobre un soporte de madera labrado con formas geométricas y runas arcanas. Se lavó la cara con el agua fría, sufriendo un leve escalofrío y después se volvió para mirar su tienda, dejando que el agua le gotease por las mejillas y le calara la barba.
Su tienda estaba muy revuelta. Los armarios habían sido abiertos y todo su contenido se había volcado o, directamente, lo habían tirado al suelo. Habían sacado los cajones y rebuscado en su interior. Había hierbas, tazas, cuencos, túnicas, runas de hueso, naipes.... todo tirado por el suelo. Incluso había un rincón encharcado con un montón de frascos rotos, en una mezcla de diferentes pociones.
- ¿Pero qué diantres ha pasado aquí? – se preguntó el hechicero Eonor en voz alta.
Con cuidado de no pisar nada más cruzó la estancia y se fue a la trasera, donde tenía una sala de meditación, para atender a los clientes con casos más graves o más importantes. Un ambiente organizado y cuidadosamente preparado para mantener fuera las energías negativas era esencial para según qué casos. En aquella estancia, pequeña, tenía un par de sillones, un brasero de estaño para quemar esencias (como tila, incienso o asaúco) y una pequeña lámpara de aceite colgada del techo. Aprovechaba aquella habitación para almacenar sus viejos y valiosos libros de magia en una estantería resistente.
Los libros estaban todos por el suelo, tirados y maltratados.
Eonor se cayó al suelo, de rodillas, asombrado y dolorido al ver cómo habían tratado a sus pequeñas joyas. Para él, un hechicero de la vieja escuela, aquellos volúmenes eran un tesoro.
Escuchó ruido en la puerta y en la tienda e imaginó que su aprendiz de hechicero, Dímoras, había llegado. Eonor se levantó de un salto y se dirigió con paso firme a la tienda, a enfrentarse con Dímoras. No pensaba con mucha claridad y lo sabía, pero estaba muy enfadado con lo que había pasado en su tienda.
- ¡¡Dim!! – llamó, chillando, nada más verle al otro lado de la tienda, cerca de la puerta de entrada. – ¿¡¡Se puede saber qué murciélagos hiciste anoche al recoger la tienda!!?
Dímoras se quedó sobresaltado, por la irrupción de su maestro y por la acusación. Era un chico joven, de quince años, que llevaba tres al servicio del hechicero. Su relación era cordial, como la de un padre y un hijo, y por eso mismo Eonor le reñía a menudo, cuando el joven aprendiz hacía algo mal, no le salían las pociones o cuando sus hechizos le quemaban la punta de la barba a Eonor.
- Yo no he hecho nada, yumón – dijo Dim, defendiéndose. – Dejé la tienda recogida, como siempre....
- ¿¡¡Y cómo explicas esto entonces!!? – preguntó Eonor, señalando con un gesto del brazo la tienda entera.
- ¡Anoche yo solamente limpié y recogí todo, como siempre! – volvió a defenderse el aprendiz.
- ¿Cerraste la puerta? – preguntó su yumón.
- Claro, supongo que vos habréis tenido que usar la llave para entrar....
Eonor recordó que había tenido que hacerlo.
- Entonces es que alguien nos ha robado.... – dedujo el hechicero.
- ¿Quién, yumón? – preguntó Dim, extrañado. – Aquí no tenemos cosas de valor. Y lo único que lo tiene son cosas de hechicero: ¿qué hechicero robaría a otro?
- No lo sé, Dim, no lo sé.... Pero puede ser que algún ladronzuelo nos haya robado para vendérselo a otro hechicero....
Dímoras se reconoció que aquello tenía sentido.
- Pues yo no sé qué nos han podido robar: parece que todo está aquí mismo, tirado por el suelo.... – dijo el aprendiz.
- Tendremos que colocarlo todo, para ver si se han llevado algo y para ver si algo ha quedado inservible – dijo Eonor. Y acto seguido, los dos hechiceros (el yumón y el aprendiz) se pusieron manos a la obra.

Muchas cosas volvieron a su sitio, sin más problemas. Algunos tarros se habían roto y las hierbas que contenían se habían mezclado, así que Dim las barrió y lo recogió todo junto, para tirarlo: eran inservibles ya, pues sus propiedades se habían perdido. También había mucha loza y muchos cuencos y platos de arcilla rotos, que también tuvieron que tirar. Eonor descubrió que la pequeña ventana enrejada de madera que había en el evacuatorio estaba rota e imaginó que por allí se habían colado los ladrones. Tiró por el agujero del suelo que comunicaba con las cloacas la mezcla de hierbas que habían recogido de la tienda y cambió el ramillete de lavanda, que colgaba de una pared, para dar buen olor.
Después pasaron a la sala de meditación, a la biblioteca de la tienda. Recogieron todos los libros y los empezaron a colocar en la estantería que cubría la estrecha pared, de no más de tres metros. Cuando llevaban la mitad del trabajo Eonor se quedó quieto un momento, mirando los libros que ya estaban en los estantes y los que quedaban por el suelo, por colocar.
- Falta uno.
- ¿Qué? – Dim lo miró desde lo alto de la escalera móvil que usaban para colocar los libros en los estantes más altos.
- Falta un libro. Se lo han llevado.
- ¿Está seguro, yumón? No hemos visto que se hubiesen llevado nada de la tienda y aquí podría ser igual. Además faltan muchos libros por colocar....
- Lo sé, mi joven aprendiz, pero éste libro es el más grande y más gordo que tenemos, y se vería a primera vista tanto entre los que ya hemos colocado como entre los que siguen por el suelo.
- ¿Se refiere a....? – dijo Dímoras, sin poder seguir.
- Me refiero al grimorio de Kórac, exactamente.... – dijo Eonor, con tono tranquilo, dirigiéndose a su aprendiz. Pero realmente estaba nervioso, muy nervioso.
Su aprendiz, que no tenía que guardar las formas, resumió la situación con un fuerte exabrupto.
- ¡¡Guano de murciélago!!



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