UNA
ESPADA LEGENDARIA
- XII -
TRAVESÍA POR LAS MONTAÑAS
Drill
ascendió la falda de las montañas a paso vivo. Al principio el ascenso no fue
difícil, pues el desnivel no era exagerado. Más delante, a unos quinientos
metros de altura, la cuesta era más pronunciada y Drill continuó ascendiendo
por entre las rocas y los guijarros, jadeando y fatigándose.
Sin
embargo, el viejo mercenario no se detuvo. Había visto un hombre a caballo y su
instinto le decía que era Norrington. No podía dejarse atrapar. Así que subió y
subió durante todo el día, cansándose, notando cómo sus tobillos y sus rodillas
se hinchaban, gritando de dolor.
Lo
que Drill no podía saber era que Norrington llegó al pie de las montañas una
hora después de que le viese a lo lejos y que el enorme mercenario se había
detenido allí, sin empezar a subir. Norrington decidió que empezaría la caza al
día siguiente, con las primeras luces: no quería arriesgarse a media tarde,
acercándose el anochecer. El mercenario grande aprovechó para descansar y dejar
que su caballo descansara.
Drill,
al no poder saber esto, ascendió por la ladera durante toda la tarde y, cuando
se hizo definitivamente de noche, se tumbó bajo una encina y se quedó dormido
al instante, agotado. Lo que no sabía tampoco era que aquella ascensión
acelerada y fatigante le dio una ventaja sobre Norrington que agradecería los
días siguientes.
Norrington
dejó su caballo al pie de las montañas (no sé si atado o libre: yo al menos lo
hubiese dejado atado, para recuperarlo después) y ascendió a pie, despacio pero
sin pausa, a un ritmo constante. Buscaba el rastro del otro mercenario, y a
veces lo encontraba entre las piedras o en la hierba verde y fresca.
Drill
se despertó antes del amanecer, completamente repuesto. Las rodillas aún le
dolían un poco, pero estaba ya acostumbrado: la artritis era una vieja amiga.
Cuando el Sol despuntó por el horizonte, mi viejo yumón se puso en marcha, recogiendo la manta con la que había
dormido y volviendo a caminar, hacia las cimas.
Aquella
jornada los dos mercenarios no se vieron. La amplia ventaja que Drill sacaba a
Norrington y el abrupto paisaje impedían que hubiese contacto visual entre los
dos. Estaban todavía a baja altura, por debajo de los ochocientos metros, así
que el tiempo era agradable. En la montaña corría más el viento y hacía fresco,
en comparación con la llanura, pero seguía haciendo calor. Más arriba llegaría
el frío.
Norrington
se detuvo cuando empezó a oscurecer. No quería sufrir ningún accidente en la
oscuridad. El mercenario más joven confiaba en alcanzar a Drill durante el día
(estoy convencida de que Norrington creía que Drill estaba más cerca: si
hubiese sabido que más de quinientos metros les separaban se hubiese arriesgado
a seguir subiendo en la oscuridad).
Drill
buscó refugio acercándose a una parte de la ladera casi vertical, una zona de
roca pelada. Se acomodó en el suelo de roca cubierta todavía de hierba y se
apoyó en la pared de roca desnuda, usando su abrigo de paño como almohada,
hecho un bulto.
Entonces
escuchó un ruido. Era muy escandaloso, como un forcejeo entre la maleza: se
escuchaban jadeos, gruñidos y ruido de agitar de ramas. El mercenario se puso
en pie, alertado, y sacó su espada de la funda. Avanzó hacia el sonido, con
cuidado, sin saber qué iba a encontrar.
Entonces,
a unos tres metros de él, de entre unos arbustos salió un confuso montón de
pelos naranjas, dientes, garras y gruñidos. Eran varios zorros peleándose,
formando una bola en movimiento, rodando unos encima de otros, mordiéndose,
arañándose y gruñendo. Unos gañidos de dolor se escuchaban de fondo.
Drill
contempló, asombrado, la pelea entre los zorros. Al parecer, según pudo
entender él, eran tres zorros grandes atacando a uno más pequeño, que era el
que ladraba lastimeramente. Sin saber por qué lo hacía, Drill se acercó a la
batalla zorruna y los ahuyentó.
-
¡Eh! ¡Eh! ¡Fuera! ¡Fuera! – gritó, meneando la espada ante ellos, con fuerza.
Los zorros se separaron, asustados, mirando con fiereza al inoportuno humano.
Los tres más grandes se alejaron al trote, perdiéndose en la oscuridad. El más
pequeño se quedó a unos pasos de Drill, hecho una bola, gimoteando.
El
mercenario se acercó al zorrillo, curioso. El animal estaba temblando, llorando
con gañidos lastimeros. Una amplia herida (un mordisco) mostraba la carne entre
el pelaje del cuarto trasero izquierdo, sangrante. Drill sintió lástima por el
animal y se acercó del todo para observar la herida, acariciando el lomo del
zorrillo.
El
animal estaba tan asustado que no se movió. Se dejó acariciar, a pesar de ser
salvaje. Drill contempló la herida con ojo experto: era profunda y estaba muy
abierta, cubierta de tierra y hierbas. Los pelos rojizos se metían en ella. La
sangre goteaba de ella, manchando de rojo carmesí el suave pelaje rojizo.
Drill
se decidió a ayudar al animal herido y, a pesar de la creciente oscuridad, el
mercenario buscó unas hierbas que conocía, útiles para limpiar y cerrar
heridas. Recogió unas bellotas de una encina cercana y arrancó unas hojas de un
arbusto diminuto.
Las
hojas eran duras, como las del acebo, pero con forma de punta de lanza, verde
azuladas. Drill las colocó en una piedra plana que recogió y las empezó a
aplastar con la hoja del machete, puesta de plano. Mientras, masticó las
bellotas, escupiendo la pasta sobre el puré de hojas que iba consiguiendo. Con
el cuchillo lo mezcló todo y después se acercó con cuidado al zorrillo, que
seguía tendido en el suelo, temblando y quejándose.
Lavó
la herida derramando agua de su cantimplora sobre el costado del animal. Con el
cuchillo y con mucha delicadeza aplicó la pasta sobre la herida, haciendo que
el animalillo se estremeciera de dolor. La herida dejó de sangrar de inmediato
y Drill aseguró el emplasto sobre el cuerpo del raposo.
Se
quedó a su lado, en cuclillas, sonriendo tranquilamente. El zorrillo respiraba
más tranquilo, sin temblar. La cataplasma empezaba a hacer efecto y le aliviaba
el dolor, frenando la hemorragia y restañando poco a poco la herida. Al poco
tiempo pareció quedarse dormido, respirando pausadamente.
Drill
me aseguraría mucho después (cuando por fin volvimos a encontrarnos) que sintió
afecto por aquel animalillo. Poder curarle le hizo sentirse reconfortado por
dentro, le hizo sentirse bien consigo mismo y con el mundo desde hacía tiempo.
Aquella misión le estaba cansando y quemando demasiado, además de los últimos
dos años de inactividad. Estoy segura de que Drill sonrió con su sonrisa
bonachona e infantil mientras contemplaba al zorro herido.
Mi
viejo yumón volvió a la pared de roca
desnuda, para volver a acomodarse, con el abrigo hecho un bulto bajo la cabeza,
contra la roca. Entonces el zorrillo abrió sus ojos color miel y lo miró. Se
puso en pie, sin apoyar la pata herida, y cojeó despacio hacia él. Cuando llegó
se acomodó al lado de Drill, volviendo a adoptar la misma postura, con la
cabeza apoyada en las patas delanteras, cruzada una sobre la otra. Al poco rato
volvió a respirar tranquilamente, dormido.
Drill
se tapó con la manta que llevaba siempre en la mochila y cerró los ojos,
dispuesto a dormir.
A
la mañana siguiente, cuando los trinos de los pájaros lo despertaron, Drill
miró a su lado y no encontró al zorrillo herido. La hierba aplastada todavía
dibujaba su forma, mostrando el lecho donde había dormido, pero el animal no
estaba allí.
Drill
hizo una mueca, con pena, pero al instante se resignó. Al fin y al cabo era un
zorro silvestre, nada tenía con él ni lo ligaba a él.
Se
levantó, comió unas pocas bellotas que le habían sobrado de la noche y se puso
en marcha, después de recoger el sencillo “campamento”. Miró hacia las cumbres,
hacia donde se dirigía, y pensó que aquella noche le haría falta el abrigo para
dormir.
Drill
alcanzó la senda por entre las montañas aquella jornada, a unos mil quinientos
metros de altura. El viento soplaba más fuerte y más frío allí arriba, así que
Drill se puso el abrigo largo de paño. Continuó caminando, por la senda. El
avance se hizo más sencillo, pues el camino recorría la ladera de la montaña,
pero más llano. Aunque ascendía todavía no era como subir por la pura ladera de
la montaña.
Las
Montañas Rocco eran altas, pero también eran una cordillera ancha. Drill había pensado utilizar la senda para cruzarlas, ya
que el camino cruzaba varios pasos entre montañas, adentrándose en la
cordillera y saliendo al vecino reino de Darisedenalia. Haría más kilómetros,
pero serían más sencillos de recorrer y más cómodos.
Las
rodillas comenzaron a dolerle de nuevo: a pesar del cielo despejado y del gran
Sol de verano que brillaba en él, en aquella parte de la montaña hacía frío, y
sus gastadas y enfermas articulaciones se resentían.
El
zorrillo le sorprendió a medio día, cuando el Sol estaba en lo más alto de su
viaje por el cielo. El animal salió desde la ladera al camino de roca y arena,
saltando desde abajo. Se quedó agachado, mirando fijamente a Drill, que se
había detenido por la sorpresa. Cuando el mercenario reanudó la marcha,
sonriente, el zorrillo comenzó a andar, unos seis metros por delante de él.
Trotaba desacompasado, cojeando por la pata herida. De vez en cuando se volvía
para mirar al mercenario y si el humano le había recortado distancias pegaba
una corta carrera para alejarse. De la misma manera, si se había separado mucho
de él se detenía para esperarle.
Drill
sonrió, con su extraña mueca: el zorrillo por delante y él por detrás caminaban
parecido, ambos cojeando.
El mercenario
recorrió su camino durante todo el día precedido por el zorrillo. Cuando hizo
un alto dos horas después del mediodía, para tomar un almuerzo, le lanzó un par
de trozos de cecina al zorro, que los tomó con precaución, después de estar un
buen rato olisqueándolos, desconfiado.
-
No voy a hacerte nada, amiguito – le dijo, amable. El zorrillo dio un brinco,
asustado al escuchar su voz, mirando fijamente al humano con sus ojos color
miel. Después volvió a olisquear los trozos de carne, empujándolos con el
hocico, para al final comérselos.
Durante
días Drill recorrió las montañas Rocco de aquella manera, recorriendo la senda
que se adentraba en el corazón de la cordillera. El zorrillo andaba siempre
delante de él, alejado y manteniendo la distancia (aunque, según Drill, el
animal cada vez se acercaba un poco más a él).
Si
hacía unos días el frío había hecho acto de presencia, después de varias jornadas
de marcha, en las que habían ascendido más de mil metros, las bajas
temperaturas se hicieron las protagonistas. Drill me aseguró que durante el
día, mientras estaba en movimiento, el frío no era una molestia. El Sol
calentaba lo suficiente para hacer la marcha agradable. El problema era por la
noche, cuando se detenía a descansar y a dormir. El frío y el viento arrancaban
el calor del cuerpo. Drill se había acostumbrado a abrigarse con su abrigo
oscuro de paño y acostarse sobre la manta, para aislarse del frío del suelo.
Sin embargo, cuando el frío aumentó, Drill pasó a acostarse directamente sobre
el suelo, acurrucado contra la pared de roca o la ladera pelada, arrebujado en
su abrigo y tapado con la manta. Ni siquiera entonces el zorrillo se acercaba a
él.
-
¿No quieres acercarte? – le preguntaba por las noches. – Te hago un hueco
debajo de la manta, ¿eh? No te voy a molestar, no me muevo mucho cuando estoy
dormido....
El
zorrillo lo miraba siempre, fijamente, más con curiosidad que con gesto
retador.
Drill
no sabía que su perseguidor lo estaba pasando igual de mal. Norrington había
seguido las huellas del ladrón durante la ascensión por la ladera, hasta el
camino. Una vez en él, el fornido mercenario siguió por el camino, casi por
inercia: allí era más difícil seguir las pistas.
El
sendero era de roca desnuda, con alguna planta pequeña que crecía entre las
grietas. Había algunas piedras y algún trecho con arenilla, lo que permitía a
Norrington encontrar a veces alguna huella (fragmentos de ellas, en realidad).
El mercenario las seguía, pero no estaba seguro de que fueran las huellas de
Drill o de algún otro caminante que hubiese pasado por la senda sólo Sherpú
sabía cuándo.
El
frío también le afectaba, así que Norrington seguía incansable pero despacio a
su perseguido. Confiaba en ir recortando poco a poco las distancias con Drill,
que era más anciano y esperaba que se fuese cansando poco a poco. El mayor
problema, lo que estoy segura que le atormentaba, era que no podía estar seguro
de que Drill continuase por el camino siempre, aunque fuese lo más lógico. Norrington
podía perder su pista si el anciano mercenario decidía marchar campo a través,
por las empinadas laderas.
El
camino marchaba pegado a la ladera de las montañas, cada vez más verticales. A
la derecha estaba la ladera de roca, casi siempre vertical aunque a veces se
inclinara un poco hacia la diagonal (una diagonal muy pronunciada, estoy
segura). En el margen izquierdo seguía la ladera. A veces caía a pico y otras
veces bajaba en declive, directamente desde el borde del camino, hasta el fondo
del valle, donde Drill escuchaba todos los días un río caudaloso. La ladera
seguía cubierta de hierba (en aquella parte seca y amarillenta) y en las zonas
del camino en los que había una caída vertical al lado izquierdo, a veces había
árboles frondosos que iban desde la ladera (abajo, a seis metros) hasta el
borde del camino. Drill aprovechó para recoger frutas maduras y frescas.
Un
día Drill vio una vieja barraca de madera en la ladera de la montaña, en la pendiente
del lado izquierdo. Estaba medio derruida, con el tejado caído. La madera era
vieja y estaba seca, pues no había llovido en las montañas en todo el verano.
El mercenario aprovechó para bajar hasta ella. Era una cabaña pequeña, de un
par de metros de alto por seis de lado. El techo estaba caído y se había
partido y una pared se había venido abajo. Drill recogió tablas sueltas de la
pared y propinó un par de patadas a trozos del tejado, partiéndolo aún más.
Después hizo cuatro viajes para acarrear toda la leña hasta el camino.
Aquella
noche hizo un fuego, para calentarse. No sabía si el otro mercenario le estaba
siguiendo, y si era así si podía ver la hoguera, pero el frío era ya
insoportable por las noches y tenía que hacer algo para luchar contra él. Con
la hoguera ya montada y el fuego crepitando, el zorrillo salió de entre las
sombras y se acercó, con precaución y despacito, a las llamas. A un metro de
Drill y medio del fuego se detuvo, calentándose, sin apartar del mercenario sus
vivos ojillos del color de la miel y ribeteados de negro. Drill aprovechó para
inspeccionar la herida, desde lejos. El pegote que le había aplicado estaba
seco y se iba cayendo poco a poco. Aún quedaban cuajarones pegados al cuerpo
del zorro, allí donde la herida estaba todavía abierta, supuso. El resto de la
herida estaba cerrada, con la piel y la carne todavía débil y rosada, pero
estaba curada. El pelaje estaba algo sucio, con restos de la cataplasma, pero
el zorrillo caminaba ya resuelto, sin apenas cojear. Esa noche el animal durmió
pegado a la hoguera, muy cerca de Drill.
La
travesía por las montañas se alargó durante el resto del mes de octubre y parte
de noviembre. Drill se mantuvo por delante de Norrington toda la marcha. Los
dos mercenarios recorrieron las montañas y las peñas caminando sólo durante el
día, abrigándose y descansando por las noches. Los dos podían ver la columna de
humo que producía la hoguera del otro cada noche, en la lejanía. Fue la
confirmación de los peores temores de mi antiguo yumón: el otro mercenario le estaba siguiendo. Además, sirvió de
método para conocer la posición del otro y para calcular la distancia que los
separaba. Drill pudo comprobar que el otro mercenario estaba cada vez más
cerca.
El
zorrillo al que Drill había salvado se acostumbró a dormir cerca del viejo
mercenario. Viajaba ya a su lado, alejado un par de metros, y a veces incluso
se dejaba acariciar. Drill aprovechaba para limpiar y vigilar de cerca la
herida.
-
Allí está otra vez – dijo Drill, mirando hacia atrás. Detrás del pico que el
camino rodeaba (y que habían circunvalado durante la tarde) se podía ver la
columna de humo de la hoguera de Norrington. Drill no estaba asustado (al menos
eso me aseguró, y yo le creo) pero le preocupaba ver tan cerca a su
perseguidor. El zorrillo le miró mientras hablaba. Mi viejo yumón se había acostumbrado a hablar con
él. – Más cerca que ayer.
El
animal no emitió ningún sonido, mirando fijamente al mercenario. A Drill le
parecía siempre que el raposo le escuchaba con atención, atento a sus palabras.
Le parecía que le comprendía perfectamente.
-
Mientras sigamos en las montañas no creo que nos alcance – siguió el
mercenario, pasando la mirada de la fina columna de humo al zorrillo. – Lo malo
será cuando salgamos de la cordillera y volvamos al llano.
Los
días seguían pasando y el camino adosado a las laderas comenzaba a bajar, poco
a poco, con una pendiente muy suave, al igual que al inicio. Estaban saliendo
de la cordillera.
Si
los dos mercenarios hubiesen seguido el mismo ritmo Drill hubiese salido antes
de las Montañas Rocco y habría podido orientarse y prepararse para escapar o
esconderse. Pero lo que ocurrió, probablemente debido a que Norrington descansó
menos tiempo por las noches o a que alargó sus caminatas durante el anochecer,
fue lo siguiente: el
día veintisiete de noviembre Drill llegó al final del camino, encontrándose
abruptamente con un precipicio. Los últimos tres días el camino que estaban
recorriendo para cruzar las montañas se había ido acercando al fondo del valle,
corriendo cerca del río que había abajo. De esta manera, cuando el camino
desapareció de forma abrupta, el río se transformó en una cascada. Abajo el
agua se remansaba en un pequeño lago. Alrededor había picos escabrosos.
Delante, Drill pudo ver la llanura, al fin. Estaba ya en el reino de
Darisedenalia.
-
Vamos a tener que descolgarnos por aquí – dijo Drill, haciendo que el zorrillo
lo mirase. El mercenario se arrodilló al borde del barranco, mirando el fondo.
Estaba a unos trescientos metros, después de la pared vertical, rugosa y con
varios salientes. – ¡Venga! No hay que perder tiempo....
El
viejo mercenario sacó un pañuelo de tela de la mochila e hizo un hatillo con
él. Se lo colgó en bandolera, cogió al zorrillo y lo metió dentro. El raposo no
se inmutó y se dejó hacer. Después, Drill se descolgó por el borde, apoyándose
en el vientre, buscando apoyo con los pies, sin mirar. Cuando las punteras de
sus botas de ante encontraron un resquicio en la roca se apoyó en ellas,
saliendo completamente a la pared, agarrándose con los dedos en los pequeños
salientes y en los estrechos resquicios. Poco a poco fue descendiendo.
-
¡¡Drill!! – escuchó sobre su cabeza, alarmándose. Perdió pie, pero lo recuperó
al instante. Miró hacia arriba, imaginando lo que iba a ver.
El
joven y corpulento mercenario estaba en lo alto del barranco, mirando hacia
abajo. Mi antiguo yumón se
sorprendió, pues pensaba que su perseguidor estaba más lejos, después de
contemplar la columna de humo de la hoguera la noche pasada. El joven
mercenario apretaba los dientes, en una mueca fiera. Se echó al suelo y empezó
a descender por la pared vertical, con velocidad y poco cuidado. Drill
aceleró su descenso.
El
ruido de la cascada era atronador, a menos de cinco metros de la zona por la
que estaban bajando los dos mercenarios. El agua salpicaba de vez en cuando,
haciendo que los largos pelos de Drill se le pegaran en la cara. La roca se
volvía más resbaladiza.
Mi
viejo yumón miraba todo el rato hacia
arriba, donde podía ver a Norrington. Éste bajaba por la pared bastante rápido:
le empujaban la rabia y las ganas de atrapar al ladrón. Además, no tenía que
tener cuidado de no aplastar al zorrillo, como tenía que hacer Drill: el animal
viajaba en el hatillo que Drill llevaba a la espalda.
Drill
acabó llegando a una especie de cornisa que había a unos sesenta metros del
suelo. El viejo mercenario se detuvo, para recuperar el aliento. Los dedos de
las manos le dolían una barbaridad y estaban engarfiados. Las rodillas se le
estaban hinchando otra vez. Tomó aire, resignado, mirando hacia abajo. Al fondo
del barranco estaban las rocas que habían caído desde arriba Sherpú sabía
cuándo: algún movimiento de tierra había ocurrido allí hacía tiempo,
derrumbando la cima de las últimas colinas y el camino que recorría las Montañas
Rocco. Abajo había ahora una especie de anfiteatro natural, con forma de
semicírculo, formado por la pared de roca, la cascada y el resto de colinas
bajas del final de la cordillera que no habían caído. La salida del anfiteatro
conectaba con las llanuras de Darisedenalia. El río que surgía del lago bajo la
cascada también salía por allí.
-
¡¡Ya te tengo, maldito ladrón!! – aulló encima de él.
Drill
se sorprendió, pero no se movió. Estaba muy cansado, los dedos de sus manos
estaban agarrotados y matándole de dolor. Sus piernas apenas podían sostenerle.
Sólo esperaba no caerse de la cornisa (y si podía, tirar desde allí arriba a su
joven y corpulento perseguidor).
Norrington
bajó hasta la cornisa, a un par de metros de Drill. Se puso de espaldas al muro
y avanzó de lateral, mientras intentaba sacar la espada de su funda. Su cara
estaba tensa, enfadado. El sudor perlaba su frente.
El
zorrillo entonces saltó del hatillo en el que se encontraba, cayendo sobre el
pecho de Norrington y mordiéndole la mano con la que estaba sacando la espada.
El joven mercenario aulló de dolor y sacudió la mano, olvidándose de su arma.
La espada, a medio salir de la funda, se cayó al vacío por su propio peso,
haciendo molinetes. Drill tragó saliva mientras la veía caer.
Mi
antiguo yumón se alejó de Norrington,
por la cornisa, hacia la cascada. Allí la roca estaba más húmeda, a tres metros
de la caída de agua, pero Drill pudo ver más asideros. Miró hacia Norrington,
que seguía agitando la mano para soltarse del zorro. Drill tenía miedo de que
el mercenario acabara golpeando al pequeño raposo contra la pared de roca, así
que se olvidó de bajar y silbó fuertemente.
-
¡Suéltale! ¡Ven aquí! ¡Olvídate de él! – dijo mi yumón, hablando con el zorrillo.
El
animal, sorprendentemente, le escuchó y le hizo caso, soltando al joven
mercenario. Se apoyó en el pecho de Norrington, saltó al suelo y trotó por la
cornisa hasta llegar a los pies de Drill.
Entonces
Norrington, cegado por el dolor y la ira, se lanzó sobre Drill, corriendo como
pudo por la estrecha cornisa (no entiendo cómo se mantuvo sobre ella y no se despeñó:
Drill me dijo que no tenía más de un palmo de anchura). El corpulento
mercenario chocó contra Drill y le separó de la pared. El zorrillo volvió a
saltar y le mordió en la pantorrilla izquierda.
Drill
me asegura que no recuerda muy bien lo que pasó. Recuerda las salpicaduras de
la cascada, el aire frío de la montaña, la sensación de sus pies perdiendo el
contacto con la roca, el forcejeo con Norrington....
Los
tres, en un confuso abrazo, cayeron al vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario