PALABRAS MÁGICAS
- XIV -
EN EL CALABOZO
Le
llevaron a un campamento provisional, que había en el llano, al lado de los
pies de las montañas. Allí había un escuadrón de doce soldados. Le presentaron
ante un sargento, al que trató de explicar que era un desertor y sólo quería
seguir su camino por Escaste, hasta el bosque de Haan, pero el sargento
escasteño tampoco le creyó.
Cuando
Drill me contó esta parte no noté rencor hacia aquellos soldados. Probablemente
mi antiguo yumón tampoco les hubiese
creído si la situación hubiese sido al contrario y hubiese sido él el que
hubiera encontrado un soldado enemigo dormido a su lado de las montañas.
Aquella
tarde le llevaron a un refugio de maderos, reforzado con barrotes y vigas de
hierro. Era una cabaña reconvertida en cuartel, para su uso durante la guerra.
Una parte de la construcción se utilizaba como prisión.
Le
ficharon (Drill se insultó mentalmente, esta vez por no haber escondido su
placa de mercenario), guardaron sus cosas y le llevaron a la zona de celdas. El
cuartel tenía una amplia sala en el frente, un recibidor ancho y una pequeña
habitación al otro lado con literas, como pudo ver de pasada cuando le metieron
allí. Era una construcción de una sola planta, así que le llevaron por un
pasillo hasta una sala anterior a los calabozos: allí había una amplia mesa, un
armario y una puerta que daba a otras dependencias del refugio. En aquella sala
fue donde le ficharon, guardaron sus cosas en el amplio armario y después le
llevaron por otra puerta estrecha a los calabozos. Había ocho celdas y sólo
había una ocupada. Un anciano decrépito estaba en ella y durante los primeros
momentos de Drill en la celda intentó hablar con él, pero el anciano no le contestó
(no le miró siquiera) así que mi yumón
desistió de entablar conversación.
Pasó
allí un día. Nadie le dijo ni le hizo nada. Simplemente le llevaron dos comidas
en escudillas más bien pequeñas (gachas con manzana por la mañana y filetes de
carne dura con una patata cocida por la tarde) pero nadie habló con él, ni el
soldado que le llevó la comida y recogió la escudilla vacía ni el anciano de la
otra celda (que solamente parecía repetir constantemente una letanía, en voz
muy baja).
Al
día siguiente, cuando despertó, el anciano estaba tendido en su catre y no se
movió en toda la mañana. Cuando el soldado entró a recoger la escudilla con las
gachas, encontró que la del anciano seguía sin tocar en el suelo de la celda.
Llamó a dos compañeros, entraron en la celda y encontraron al anciano muerto.
Se lo llevaron de allí y no dijeron nada a Drill. Ni siquiera le miraron.
Mi
antiguo yumón empezó a valorar la
posibilidad de escaparse. Más pronto o más tarde aparecería por allí alguien
con el rango suficiente como para hablar con él, algún teniente o algún
coronel, que se interesaría por su historia. Si tenía suerte y era convincente,
podría librarse al contarles la verdad. Pero mucho se temía que después de
haberles ganado por la mano aquel puesto fronterizo de las montañas, la noche
que participó en la “sabanada”, los soldados escasteños no estarían muy por la
labor de creer historias de mercenarios. Al fin y al cabo, como habían
expresado muy claramente los dos soldados que le habían encontrado dormido,
llevaba el uniforme del ejército enemigo. Ahí estaba toda la explicación que
necesitaban los posibles oficiales que se entrevistasen con él.
Los
barrotes eran resistentes, bien construidos por herreros hábiles y colocados en
el refugio de madera por carpinteros muy diestros. Imposible salir por allí. El
suelo era de madera muy gruesa y Drill estaba convencido de que la cabaña
estaba apoyada sobre el suelo, directamente: tendría que cavar si quería salir
por allí (eso contando con que fuese capaz de abrir un butrón atravesando la
dura madera). Sólo le quedaba la ventana, que estaba algo alta para su corta
estatura, pero podía ser un punto débil de la pared. Por lo que podía ver y
palpar de ella, era como los barrotes que lo rodeaban: resistentes y bien
instalados en el marco.
Pasó
la tarde y la noche, y nadie fue a verle (salvo el silencioso soldado que
siempre le llevaba la comida y recogía la escudilla vacía). Drill pasó la tarde
pensando en modos de desencajar los barrotes de la ventana, sin encontrar
ninguna solución.
El
tercer día recibió una visita, como había previsto. Fue un teniente, de
uniforme impoluto, buena planta y agradables maneras. Fue muy respetuoso con
él, aunque sus intenciones estaban claras desde el principio.
- Buenos
días le dé Sherpú, señor Drill – le saludó, plantado delante de su celda, con
los pies juntos y las manos enlazadas a la espalda.
-
Que se los dé igual a usted – contestó, incómodo,
pero decidido a ser igual de amable que
su interlocutor. No quería rebajarse, a pesar de estar en el calabozo.
-
Tengo entendido que su nombre es Bittor Drill, de oficio mercenario – dijo el
teniente. – Y por su emblema del brazo, su rango en el ejército bareniense era
sargento, ¿no es así?
-
Contra mis deseos, digo wen – aceptó
Drill.
-
¿Contra sus deseos? Explíqueme eso, se lo ruego....
-
Fui reclutado a la fuerza. Peleaba en la guerra sin ningún interés personal,
así que tampoco pretendía ganar la oficialidad, si a bien tiene.
-
Ya veo – asintió el teniente. – El ejército bareniense nunca ha sido famoso por
su enorme tamaño ni su riqueza de material, así que es normal que se debieran
hacer levas forzosas, le digo. Pero eso debieron haberlo pensado mejor antes de
iniciar este conflicto....
- No
estoy interesado en su guerra – le cortó Drill, alzando la mano,
arreglándoselas para no parecer descortés. – No me importa quién hizo qué ni
quién lo hizo antes.
-
Para no estar interesado en la guerra veo que ha participado en ella sin
escrúpulo ninguno, le digo.
-
He participado en ella, es verdad. Pero le aseguro que con bastantes
escrúpulos, wen le digo – dijo Drill,
llegando a mezclar la forma de expresarse en Escaste con sus propias costumbres
de Ülsher. – Sólo quiero seguir con mi misión, pues usted ya sabe que soy
mercenario. La guerra me pilló en medio.
- Ya
veo. Parecen juiciosas palabras, pero como comprenderá no puedo darles crédito
así como así – dijo el teniente, con voz ligera, aunque parecía un poco contrariado.
– Hemos de comprobar si de verdad usted no es un espía del reino de
Barenibomur. Cuando todo esté aclarado y se cumpla lo que usted asegura, le
soltaremos.
-
No creo que un espía que tratase de colarse tras sus líneas lo hiciese con el
uniforme del ejército enemigo, le digo – apuntó Drill, con vehemencia, tratando
de librarse.
-
Un espía torpe quizá sí – sonrió el teniente y se dio la vuelta, saliendo de
los calabozos y dejando a Drill allí solo.
Se
sentó en el catre y volvió a mirar a la ventana con barrotes. Se olvidó del
teniente escasteño y volvió a idear intentos de fuga.
Aquella
noche cenó huevos con verduras y un pedazo de pan que no estaba nada malo.
Cuando
el soldado fue a recoger la escudilla vacía le preguntó quién era el teniente
que había ido a verle, para saber qué importancia tenía en el ejército de
Escaste, pero como era costumbre el carcelero no intercambió palabras con él.
Se
hizo de noche y Drill se tendió en el catre. Las lunas debían de estar en fase
llena y el cielo despejado, porque una luz intensa se colaba por la ventana,
dibujando un deprimente juego de luces y sombras en el suelo de la celda.
Drill
escuchó unos fuertes golpes en la puerta del cuartel provisional. Debieron de
ser muy enérgicos para que pudiera oírlos desde la celda, atravesando todo el
cuartel y tantas salas. Imaginó que alguien abría la puerta y después escuchó
rumor de gritos o de palabras encendidas, en buen tono. No entendió lo que se
decía, pero pudo escuchar el barullo de las voces, que parecían discutir o
estar asustadas. Por lo menos había cierta agitación y nerviosismo en ellas.
Cuando
escuchó al carcelero levantarse y salir a paso vivo de la sala que había antes
de los calabozos Drill se incorporó en el catre y se puso en pie. Allí había
animación y no quería perdérsela por si podía aprovecharse de ella.
Y
vaya si se aprovechó, aunque nunca hubiese imaginado que fuera de aquella
forma.
Apoyado
en los barrotes de su celda, agarrado a ellos, intentando entender las palabras
que el carcelero intercambiaba con el recién llegado y con algún militar más,
vio de pronto que Ryngo aparecía por
la puerta que conectaba los calabozos con el puesto de guardia del carcelero.
Lo miró con sorpresa y luego con alegría.
- ¡Ryngo! – logró gritar, en susurros, muy
contento de ver al zorrillo. Éste le miró desde la puerta, en silencio, con
aquella mirada inteligente que Drill nunca hubiese esperado ver en ningún
animal (quizá en algún gato).
El
zorrillo se dio la vuelta y desapareció por la puerta. El mercenario le chistó,
tratando de no llamar la atención de los guardias, pero el zorrillo no volvió.
Al cabo de unos instantes escuchó un tintineo metálico que le dejó extrañado,
hasta que lo entendió todo al ver al zorrillo aparecer por la puerta otra vez,
esta vez con el manojo de llaves del carcelero colgado de un aro.
-
¡Bien! – le animó Drill. Ryngo llegó hasta
él y soltó el aro con las llaves. Antes de cogerlo Drill agarró al raposo,
cogiéndolo en brazos y dándole un corto pero intenso abrazo. Ryngo no hizo ningún sonido, consciente
de que la discreción era necesaria, pero le lamió la mejilla barbada un par de
veces. Después Drill lo dejó en el suelo y cogió el manojo de llaves. Probó
varias en la cerradura hasta que la cuarta abrió la puerta de su celda. Salió
de ella con ganas, cerrándola a su espalda, saliendo al puesto de guardia del
carcelero con precaución.
Estaba
vacío, el soldado seguía hablando con quien fuera en el amplio recibidor del
cuartel provisional. Ryngo saltó a
una silla de madera tapizada en cuero y se apoyó con las patas delanteras en el
borde de la mesa. Con el hocico señaló las llaves que Drill llevaba de la mano
(agarradas todas juntas para que no hiciesen ruido) y después señaló un hueco
en la mesa.
-
¿Las llaves estaban ahí? – preguntó el mercenario, con voz queda. El zorrillo
se limitó a menear la cola, sin dejar de mirarle. Drill colocó las llaves con
cuidado en la mesa: hicieron un leve ruido metálico, pero desde el recibidor
nadie pareció oírlo.
Drill
abrió el armario, cogió su mochila del ejército (la que había sido de Quentin
Rich) y se la colgó a la espalda. Mientras lo hacía observó un jubón de color
azul y unas calzas grises, que había en el armario. Supuso que eran del anciano
que había muerto y las cogió, pensando que le vendría bien quitarse de una vez
el uniforme del ejército y cambiarse de ropa. Después se detuvo un instante más
para coger su cinto con la espada y el cuchillo colgados y llevarse todas sus
cosas.
Ryngo le indicó una puerta que había en una pared de
la sala del guardia, que no había visto hacía unos días, cuando le llevaron a
su celda. Era una puerta estrecha y normal, con un vano que la rodeaba. Estaba
al lado de una estantería, casi en una esquina de la sala, en una zona en
penumbra: entre la sombra, la estantería y el vano era difícil verla si no se
sabía que estaba allí. Tenía gruesos cerrojos y grandes cerraduras, pero estaba
abierta: Ryngo la empujó con el
hocico, la abrió lo justo para colarse y salió por ella. Drill imaginó que el
raposo la había utilizado para entrar.
Salió
por la misma puerta y una vez en el exterior la cerró, para no levantar las sospechas
del guardia cuando volviese a su puesto.
Bajo
la luz de las dos lunas, Ryngo y
Drill salieron corriendo, tratando de alejarse del cuartel provisional y
escondiéndose entre la vegetación.