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El bullicio en
la ciudad era mayúsculo. El ruido de los motores de coches, furgonetas de
reparto, motocicletas y camiones lo inundaba todo. El trompeteo de los claxon
aturdía los sentidos. El humo de los tubos de escape llenaba el ambiente, por
el que hormigueaban multitud de peatones, corriendo a sus quehaceres.
Desde el
ventanal de su oficina del piso treinta y seis, el general Muriel Maíllo
observaba el nivel de la calle con desinterés. Estaba encerrado en aquel
edificio de hormigón y cristal, apartado del mundo, pero lo prefería así. Mucha
gente consideraría el mundo de fuera como el “mundo real”, pero él sabía (a la
fuerza) que lo real se investigaba allí dentro.
El Sol, en su
trayectoria descendente en busca del horizonte, salió desde detrás de otro
rascacielos, iluminando de pronto la fachada de ventanales del edificio de cuarenta
y siete plantas, haciendo que todo el cristal y el acero relumbraran como si de
diamantes se tratara. El general se apartó de la cristalera, cubriéndose la
cara con la mano, protegiéndose del Sol. Aquel era su mayor aliado....
En aquel
momento sonaron unos golpes leves en la puerta. El general se dio la vuelta,
dejando al Sol detrás de él (pero sin olvidarle del todo: ya había demasiada
oscuridad en los asuntos que manejaba allí dentro), esperando.
- Pase –
invitó, con su voz grave pero juvenil.
La puerta se
abrió y un hombre vestido con pantalón azul y camisa blanca se asomó por el
hueco. Llevaba gafas de montura cuadrada, pequeñas y unos auriculares colocados
en el cuello.
- General,
tenemos un nuevo “rojo”.
- ¿Sí? –
inquirió el general. Un nuevo punto rojo en el panel de la “Sala de Luces” no
era algo extraordinario. Al contrario, por eso estaban ellos allí.
- Ha aparecido
en una zona libre de nubes azules – explicó el técnico, abriendo por completo
la puerta y colocándose en el vano, erguido. Parecía nervioso, así que el
general lo miró con más atención. – Ha parpadeado varias veces hasta que se ha
quedado fijo.
El general
apretó las mandíbulas.
- ¿Han
comprobado la instalación? – preguntó, tenso.
- Sí, señor.
Tres veces. No hay fallos – explicó el técnico. – El parpadeo ha sido cosa de
las paraalarmas.
El general
Muriel Maíllo apretó los labios hasta formar una línea con ellos y respiró
hondo.
- Vamos – dijo
al final, simplemente. Salió de su despacho con decisión, precedido por el
técnico, que caminaba con paso rápido y nervioso.
Caminaron por
el pasillo, el técnico delante, nervioso, y el general detrás, serio. Un
parpadeo de un “rojo” no era algo bueno.
Dejaron atrás
los dos ascensores gemelos que había en el centro de la planta, dirigiéndose
por un pasillo con dependencias a ambos lados, sin aligerar el paso. Entraron
en una sala grande, una sala de reuniones, con una mesa de madera pesada y una
docena de butacas a ambos lados. Estaba vacía y la gran pantalla de televisión
en la cabecera de la mesa, frente a la puerta, estaba apagada. Pero los dos
hombres no habían entrado allí por eso.
Llegaron hasta
una pared forrada de madera y movieron un panel, dejando al descubierto otro
ascensor, ordinario, con las puertas de metal inoxidable, mate, sin adornos.
Poca gente sabía que aquel ascensor estaba allí.
Y eso era lo
que se pretendía.
El general
Muriel Maíllo sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta y la pasó por un
lector óptico. Los dos hombres esperaron pacientemente a que las puertas se
abrieran, cosa que hicieron en silencio después de que se escuchara un pitido
seco. Entraron sin decirse una palabra.
El general
miró hacia el tablero, en el que sólo había tres botones, de color rojo: uno
era un círculo, otro un cuadrado y el tercero un triángulo. El general pulsó
este último. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a ascender, con
ligereza.
El general
miró los números que marcaba el ascensor, suspirando con fuerza, preocupado y
tenso. Un parpadeo en una de las luces rojas, fuera de las nubes azules de
actividad paranormal sólo podía significar una cosa.
Una posesión.
La Agencia
para el Control Paranormal de Entes Extraños (o ACPEX) se encargaba de vigilar
el territorio nacional, a la búsqueda de acontecimientos paranormales. La
mayoría de las veces eran tan sólo restos de ectoplasmas o fantasmas (los que,
en la jerga de la agencia, se llamaban “humos”)
aunque a veces habían seguido el rastro de algún corpóreo (manifestaciones
físicas de criaturas, que en la agencia se llamaban “encarnados”).
El verano
pasado, sin ir más lejos, la agencia había perdido a un grupo de campo y a uno
de sus técnicos más prometedores en un intento de colonización por parte de un
gran grupo de “encarnados”. Nadie
sabía de dónde habían salido ni qué los había detenido, pero hubo muchas bajas
en un pequeño pueblo llamado Castrejón de los Tarancos. Algunos de los
corpóreos habían escapado y seguían dando guerra a la agencia, pero parecía que
la amenaza estaba prácticamente controlada.
De todas
formas, las luces rojas parpadeantes no tenían que ver ni con ectoplasmas ni
con “encarnados”, no eran ni una cosa
ni otra, y lo eran todo a la vez.
El ascensor
llegó a su destino y el general y el técnico salieron de él. Esta vez el
general tomó la iniciativa y marchaba delante. Sacó otra tarjeta del bolsillo
de la chaqueta y la introdujo en una ranura del marco metálico de la ancha
puerta por la que querían entrar. Después introdujo un código personal en un
teclado adosado al marco metálico y esperó. La puerta se abrió al cabo de un
instante, el general la empujó y entró con decisión y con gesto adusto. Un
guardia de seguridad fuertemente armado que había al otro lado se cuadró al
verle entrar.
La “Sala de
Luces” estaba llena de técnicos, cada uno delante de su consola, tocado con unos
auriculares y hablando por comunicación telefónica. Todos los técnicos atendían
a sus ordenadores, tecleando rápidamente. Atendían a los cuerpos de seguridad
del estado de diferentes partes de España o a los equipos de campo que estaban
destinados sobre el terreno en ese mismo momento. El general sabía que, en un
mes normal, la ACPEX se encargaba de entre doce y quince casos diferentes.
Delante de los
cubículos de los técnicos, cubriendo una pared entera de la sala, había una
pantalla de plasma, cubierta por múltiples puntos de luz de diferentes colores,
que eran los que daban nombre a la sala. Los había verdes, amarillos y rojos, y
también había amplias franjas de diferentes calibres de color azul, todos
encima de un gran mapa del territorio nacional. Las luces rojas mostraban los “puntos calientes”, zonas en las que se
había registrado la presencia de actividad paranormal; las luces amarillas
representaban las zonas de investigación, aquellos puntos en los que los
equipos de campo estaban investigando; las luces verdes mostraban lugares ya
investigados que estaban fuera de peligro, ya fuera porque el aviso de entes
para-normales había sido falso o porque se había neutralizado la amenaza. Las
franjas azules, que en la agencia llamaban nubes, mostraban amplias zonas donde
la actividad paranormal era habitual: en estas zonas era donde solían aparecer
los puntos rojos.
- ¿Dónde está?
– preguntó el general, deteniéndose delante de la barandilla con forma de tubo
que había delante de la pantalla, a unos tres metros.
- Allí, señor
– dijo el técnico, señalándole el nuevo “punto
caliente” con un láser.
- Haga que un
técnico lo señale – pidió el general, con la voz firme pero no enfadada. Su
acompañante se apresuró a obedecerle, acercándose a una mujer que estaba en una
consola cercana. Le transmitió la petición del general y la mujer se puso a
teclear en su consola. Al instante aparecieron dos circunferencias
concéntricas de color verde rodeando el nuevo punto rojo de la pantalla.
El general lo
observó detenidamente.
- No está
dentro de ninguna nube azul, ni tenemos constancia de que en esa misma zona
haya habido presencia paranormal recientemente – empezó a decir, con un tono
mezcla de resumen y de pregunta. – El nuevo “punto caliente” ha parpadeado repetidas veces hasta quedarse fijo.
Y no ha habido fallos en la pantalla.
- No señor –
contestó el técnico que le había acompañado allí.
- ¿Están
totalmente seguros? – inquirió el general. No es que no se fiara de su gente,
es que debían estar completamente seguros de que se enfrentaban a una posesión.
Las posesiones
de cuerpos no eran unas nuevas conocidas para los miembros de la ACPEX. Todos
los años la agencia mandaba a un equipo de campo a Lalín, en la provincia de
Pontevedra, para que investigara y sirviera de cuerpo de seguridad añadido. En
el santuario de O Corpiño, durante los días 23 y 24 de junio, se recibían a decenas
de personas que pretendían ser curadas del mal de ojo y para que les practicasen
exorcismos. Los párrocos de la iglesia tienen permiso del Vaticano para
realizar dichos ritos. Nunca había habido problemas, aunque algún año los
miembros de la ACPEX habían tenido que reducir a algún lugareño, aquejado de
extraños síntomas: oscurecimiento de la piel, extraños ataques violentos,
acompañados de extrema fuerza, balbuceos....
También era
común en la agencia la aparición de puntos rojos parpadeantes, signo de
posesión, en Agramonte, en un antiguo sanatorio de tuberculosos. La leyenda
afirma que el director practicaba misas negras y al parecer algunos espectros
permanecen allí, tomando posesión de los cuerpos de los vivos de vez en
cuando. Los equipos de trabajo de campo y las investigaciones de los técnicos
en las oficinas centrales nunca habían encontrado rastro de ningún poseído, a
pesar de la periódica aparición de puntos rojos parpadeantes. Lo que sí era
cierto era el alto número de suicidios que se podían registrar en aquella zona.
Además de
todas estas manifestaciones, a veces surgían evidencias de posesiones
infernales, que la ACPEX investigaba con dedicación, casi siempre en
colaboración con la Iglesia católica. En opinión del general Muriel Maíllo, las
posesiones eran quizá la manifestación paranormal más peligrosa: en el caso de
los “humos” no había casi peligro
real para la población, y los ritos de limpieza de un lugar o de expulsión de
un espectro eran algo sencillo; los “encarnados”
eran algo raro (que se lo digan a los
habitantes que quedan en Castrejón, pensó con ironía) y aunque apareciesen
de vez en cuando, no eran más que animales (criaturas
sería la palabra exacta) asustados que atacaban a la población para defenderse.
Salvo excepciones muy puntuales, el trabajo se limitaba a cazar a un animal
peligroso, como si de un oso o un lobo descarriado se tratara.
Pero las
posesiones eran una mezcla entre una cosa y otra. En una posesión, un ente
ectoplásmico (un ser celestial con buenas intenciones, un demonio malvado o un
fantasma neutral) toma posesión del cuerpo real de otra criatura (en este caso,
de un humano) para llevar a cabo una misión. Así, una posesión es una mezcla de
un “humo” (el parásito) y un “encarnado” (el huésped). En una
posesión, los agentes de la ACPEX deben enfrentarse a ambas manifestaciones
paranormales.
- Estamos
seguros, señor – contestó el técnico que le había acompañado hasta la “Sala de Luces”. – Cumple todas las especificaciones de una posesión.
- ¿Quién hizo
las lecturas? – preguntó el general.
- Marta fue
quien las hizo – dijo el técnico, señalando a la mujer que había señalado el “punto caliente” en el mapa con los
círculos verdes desde el ordenador.
- El punto
rojo apareció a las 14:37 de esta tarde – comenzó a informar la mujer,
poniéndose en pie y acercándose al general, que seguía apoyado en la barandilla
con forma de tubo, mirando fijamente la pantalla de plasma. – Surgió en una zona libre de nubes azules. Inmediatamente se
localizó su posición y se registró en los discos de control. Al instante se
apagó, así que guardamos y cerramos el archivo. Pero el punto rojo volvió a
aparecer a los pocos segundos y se mantuvo allí, parpadeando durante un rato
hasta que se puso fijo.
- ¿Realizó
usted todas las operaciones? – preguntó el general, sin volverse hacia la
mujer.
- Sí señor.
Informé a mi superior de lo que había ocurrido, pero fui yo la que realizó todo
el protocolo – contestó Marta.
- ¿Cuántas
veces parpadeó? – preguntó el general, y esta vez sí que se volvió a mirar a la
mujer.
Marta tragó
saliva. No era la primera vez que hablaba con el general Muriel Maíllo (en
realidad tenía un trato cercano y cordial con él), pero la situación le ponía
nerviosa. Sabía que el director de la agencia era un hombre serio y exigente,
pero también sabía que no era un ogro. Aún así tragó saliva y pensó bien la
respuesta, algo inquieta.
- No podría
decirlo con seguridad, señor, pero creo que fue más de cinco veces – contestó
al fin, con la voz no del todo segura. – Seis o siete veces....
El general
asintió, satisfecho, volviéndose a mirar hacia la pantalla de plasma. Parecía
preocupado y cabreado a partes iguales. Marta estaba más tranquila, pues sabía
que no estaba enfadado con ella, precisamente.
- Mierda.... –
musitó el general, sorprendiendo al técnico y a Marta, que seguían a su lado.
El general
miraba fijamente el pequeño grupo de píxeles que formaban el punto rojo rodeado
por dos circunferencias verdes. Apretó los dientes, molesto.
Su intuición
le decía que aquello no había hecho más que empezar.
Y su intuición
nunca le fallaba.
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