lunes, 7 de abril de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 2



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El bullicio en la ciudad era mayúsculo. El ruido de los motores de coches, furgonetas de reparto, motocicletas y camiones lo inundaba todo. El trompeteo de los claxon aturdía los sentidos. El humo de los tubos de escape llenaba el ambiente, por el que hormigueaban multitud de peatones, corriendo a sus quehaceres.
Desde el ventanal de su oficina del piso treinta y seis, el general Muriel Maíllo observaba el nivel de la calle con desinterés. Estaba encerrado en aquel edificio de hormigón y cristal, apartado del mundo, pero lo prefería así. Mucha gente consideraría el mundo de fuera como el “mundo real”, pero él sabía (a la fuerza) que lo real se investigaba allí dentro.
El Sol, en su trayectoria descendente en busca del horizonte, salió desde detrás de otro rascacielos, iluminando de pronto la fachada de ventanales del edificio de cuarenta y siete plantas, haciendo que todo el cristal y el acero relumbraran como si de diamantes se tratara. El general se apartó de la cristalera, cubriéndose la cara con la mano, protegiéndose del Sol. Aquel era su mayor aliado....
En aquel momento sonaron unos golpes leves en la puerta. El general se dio la vuelta, dejando al Sol detrás de él (pero sin olvidarle del todo: ya había demasiada oscuridad en los asuntos que manejaba allí dentro), esperando.
- Pase – invitó, con su voz grave pero juvenil.
La puerta se abrió y un hombre vestido con pantalón azul y camisa blanca se asomó por el hueco. Llevaba gafas de montura cuadrada, pequeñas y unos auriculares colocados en el cuello.
- General, tenemos un nuevo “rojo”.
- ¿Sí? – inquirió el general. Un nuevo punto rojo en el panel de la “Sala de Luces” no era algo extraordinario. Al contrario, por eso estaban ellos allí.
- Ha aparecido en una zona libre de nubes azules – explicó el técnico, abriendo por completo la puerta y colocándose en el vano, erguido. Parecía nervioso, así que el general lo miró con más atención. – Ha parpadeado varias veces hasta que se ha quedado fijo.
El general apretó las mandíbulas.
- ¿Han comprobado la instalación? – preguntó, tenso.
- Sí, señor. Tres veces. No hay fallos – explicó el técnico. – El parpadeo ha sido cosa de las paraalarmas.
El general Muriel Maíllo apretó los labios hasta formar una línea con ellos y respiró hondo.
- Vamos – dijo al final, simplemente. Salió de su despacho con decisión, precedido por el técnico, que caminaba con paso rápido y nervioso.
Caminaron por el pasillo, el técnico delante, nervioso, y el general detrás, serio. Un parpadeo de un “rojo” no era algo bueno.
Dejaron atrás los dos ascensores gemelos que había en el centro de la planta, dirigiéndose por un pasillo con dependencias a ambos lados, sin aligerar el paso. Entraron en una sala grande, una sala de reuniones, con una mesa de madera pesada y una docena de butacas a ambos lados. Estaba vacía y la gran pantalla de televisión en la cabecera de la mesa, frente a la puerta, estaba apagada. Pero los dos hombres no habían entrado allí por eso.
Llegaron hasta una pared forrada de madera y movieron un panel, dejando al descubierto otro ascensor, ordinario, con las puertas de metal inoxidable, mate, sin adornos. Poca gente sabía que aquel ascensor estaba allí.
Y eso era lo que se pretendía.
El general Muriel Maíllo sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta y la pasó por un lector óptico. Los dos hombres esperaron pacientemente a que las puertas se abrieran, cosa que hicieron en silencio después de que se escuchara un pitido seco. Entraron sin decirse una palabra.
El general miró hacia el tablero, en el que sólo había tres botones, de color rojo: uno era un círculo, otro un cuadrado y el tercero un triángulo. El general pulsó este último. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a ascender, con ligereza.
El general miró los números que marcaba el ascensor, suspirando con fuerza, preocupado y tenso. Un parpadeo en una de las luces rojas, fuera de las nubes azules de actividad paranormal sólo podía significar una cosa.
Una posesión.
La Agencia para el Control Paranormal de Entes Extraños (o ACPEX) se encargaba de vigilar el territorio nacional, a la búsqueda de acontecimientos paranormales. La mayoría de las veces eran tan sólo restos de ectoplasmas o fantasmas (los que, en la jerga de la agencia, se llamaban “humos”) aunque a veces habían seguido el rastro de algún corpóreo (manifestaciones físicas de criaturas, que en la agencia se llamaban “encarnados”).
El verano pasado, sin ir más lejos, la agencia había perdido a un grupo de campo y a uno de sus técnicos más prometedores en un intento de colonización por parte de un gran grupo de “encarnados”. Nadie sabía de dónde habían salido ni qué los había detenido, pero hubo muchas bajas en un pequeño pueblo llamado Castrejón de los Tarancos. Algunos de los corpóreos habían escapado y seguían dando guerra a la agencia, pero parecía que la amenaza estaba prácticamente controlada.
De todas formas, las luces rojas parpadeantes no tenían que ver ni con ectoplasmas ni con “encarnados”, no eran ni una cosa ni otra, y lo eran todo a la vez.
El ascensor llegó a su destino y el general y el técnico salieron de él. Esta vez el general tomó la iniciativa y marchaba delante. Sacó otra tarjeta del bolsillo de la chaqueta y la introdujo en una ranura del marco metálico de la ancha puerta por la que querían entrar. Después introdujo un código personal en un teclado adosado al marco metálico y esperó. La puerta se abrió al cabo de un instante, el general la empujó y entró con decisión y con gesto adusto. Un guardia de seguridad fuertemente armado que había al otro lado se cuadró al verle entrar.
La “Sala de Luces” estaba llena de técnicos, cada uno delante de su consola, tocado con unos auriculares y hablando por comunicación telefónica. Todos los técnicos atendían a sus ordenadores, tecleando rápidamente. Atendían a los cuerpos de seguridad del estado de diferentes partes de España o a los equipos de campo que estaban destinados sobre el terreno en ese mismo momento. El general sabía que, en un mes normal, la ACPEX se encargaba de entre doce y quince casos diferentes.
Delante de los cubículos de los técnicos, cubriendo una pared entera de la sala, había una pantalla de plasma, cubierta por múltiples puntos de luz de diferentes colores, que eran los que daban nombre a la sala. Los había verdes, amarillos y rojos, y también había amplias franjas de diferentes calibres de color azul, todos encima de un gran mapa del territorio nacional. Las luces rojas mostraban los “puntos calientes”, zonas en las que se había registrado la presencia de actividad paranormal; las luces amarillas representaban las zonas de investigación, aquellos puntos en los que los equipos de campo estaban investigando; las luces verdes mostraban lugares ya investigados que estaban fuera de peligro, ya fuera porque el aviso de entes para-normales había sido falso o porque se había neutralizado la amenaza. Las franjas azules, que en la agencia llamaban nubes, mostraban amplias zonas donde la actividad paranormal era habitual: en estas zonas era donde solían aparecer los puntos rojos.
- ¿Dónde está? – preguntó el general, deteniéndose delante de la barandilla con forma de tubo que había delante de la pantalla, a unos tres metros.
- Allí, señor – dijo el técnico, señalándole el nuevo “punto caliente” con un láser.
- Haga que un técnico lo señale – pidió el general, con la voz firme pero no enfadada. Su acompañante se apresuró a obedecerle, acercándose a una mujer que estaba en una consola cercana. Le transmitió la petición del general y la mujer se puso a teclear en su consola. Al instante aparecieron dos circunferencias concéntricas de color verde rodeando el nuevo punto rojo de la pantalla.
El general lo observó detenidamente.
- No está dentro de ninguna nube azul, ni tenemos constancia de que en esa misma zona haya habido presencia paranormal recientemente – empezó a decir, con un tono mezcla de resumen y de pregunta. – El nuevo “punto caliente” ha parpadeado repetidas veces hasta quedarse fijo. Y no ha habido fallos en la pantalla.
- No señor – contestó el técnico que le había acompañado allí.
- ¿Están totalmente seguros? – inquirió el general. No es que no se fiara de su gente, es que debían estar completamente seguros de que se enfrentaban a una posesión.
Las posesiones de cuerpos no eran unas nuevas conocidas para los miembros de la ACPEX. Todos los años la agencia mandaba a un equipo de campo a Lalín, en la provincia de Pontevedra, para que investigara y sirviera de cuerpo de seguridad añadido. En el santuario de O Corpiño, durante los días 23 y 24 de junio, se recibían a decenas de personas que pretendían ser curadas del mal de ojo y para que les practicasen exorcismos. Los párrocos de la iglesia tienen permiso del Vaticano para realizar dichos ritos. Nunca había habido problemas, aunque algún año los miembros de la ACPEX habían tenido que reducir a algún lugareño, aquejado de extraños síntomas: oscurecimiento de la piel, extraños ataques violentos, acompañados de extrema fuerza, balbuceos....
También era común en la agencia la aparición de puntos rojos parpadeantes, signo de posesión, en Agramonte, en un antiguo sanatorio de tuberculosos. La leyenda afirma que el director practicaba misas negras y al parecer algunos espectros permanecen allí, tomando posesión de los cuerpos de los vivos de vez en cuando. Los equipos de trabajo de campo y las investigaciones de los técnicos en las oficinas centrales nunca habían encontrado rastro de ningún poseído, a pesar de la periódica aparición de puntos rojos parpadeantes. Lo que sí era cierto era el alto número de suicidios que se podían registrar en aquella zona.
Además de todas estas manifestaciones, a veces surgían evidencias de posesiones infernales, que la ACPEX investigaba con dedicación, casi siempre en colaboración con la Iglesia católica. En opinión del general Muriel Maíllo, las posesiones eran quizá la manifestación paranormal más peligrosa: en el caso de los “humos” no había casi peligro real para la población, y los ritos de limpieza de un lugar o de expulsión de un espectro eran algo sencillo; los “encarnados” eran algo raro (que se lo digan a los habitantes que quedan en Castrejón, pensó con ironía) y aunque apareciesen de vez en cuando, no eran más que animales (criaturas sería la palabra exacta) asustados que atacaban a la población para defenderse. Salvo excepciones muy puntuales, el trabajo se limitaba a cazar a un animal peligroso, como si de un oso o un lobo descarriado se tratara.
Pero las posesiones eran una mezcla entre una cosa y otra. En una posesión, un ente ectoplásmico (un ser celestial con buenas intenciones, un demonio malvado o un fantasma neutral) toma posesión del cuerpo real de otra criatura (en este caso, de un humano) para llevar a cabo una misión. Así, una posesión es una mezcla de un “humo” (el parásito) y un “encarnado” (el huésped). En una posesión, los agentes de la ACPEX deben enfrentarse a ambas manifestaciones paranormales.
- Estamos seguros, señor – contestó el técnico que le había acompañado hasta la “Sala de Luces”. – Cumple todas las especificaciones de una posesión.
- ¿Quién hizo las lecturas? – preguntó el general.
- Marta fue quien las hizo – dijo el técnico, señalando a la mujer que había señalado el “punto caliente” en el mapa con los círculos verdes desde el ordenador.
- El punto rojo apareció a las 14:37 de esta tarde – comenzó a informar la mujer, poniéndose en pie y acercándose al general, que seguía apoyado en la barandilla con forma de tubo, mirando fijamente la pantalla de plasma. – Surgió en una zona libre de nubes azules. Inmediatamente se localizó su posición y se registró en los discos de control. Al instante se apagó, así que guardamos y cerramos el archivo. Pero el punto rojo volvió a aparecer a los pocos segundos y se mantuvo allí, parpadeando durante un rato hasta que se puso fijo.
- ¿Realizó usted todas las operaciones? – preguntó el general, sin volverse hacia la mujer.
- Sí señor. Informé a mi superior de lo que había ocurrido, pero fui yo la que realizó todo el protocolo – contestó Marta.
- ¿Cuántas veces parpadeó? – preguntó el general, y esta vez sí que se volvió a mirar a la mujer.
Marta tragó saliva. No era la primera vez que hablaba con el general Muriel Maíllo (en realidad tenía un trato cercano y cordial con él), pero la situación le ponía nerviosa. Sabía que el director de la agencia era un hombre serio y exigente, pero también sabía que no era un ogro. Aún así tragó saliva y pensó bien la respuesta, algo inquieta.
- No podría decirlo con seguridad, señor, pero creo que fue más de cinco veces – contestó al fin, con la voz no del todo segura. – Seis o siete veces....
El general asintió, satisfecho, volviéndose a mirar hacia la pantalla de plasma. Parecía preocupado y cabreado a partes iguales. Marta estaba más tranquila, pues sabía que no estaba enfadado con ella, precisamente.
- Mierda.... – musitó el general, sorprendiendo al técnico y a Marta, que seguían a su lado.
El general miraba fijamente el pequeño grupo de píxeles que formaban el punto rojo rodeado por dos circunferencias verdes. Apretó los dientes, molesto.
Su intuición le decía que aquello no había hecho más que empezar.
Y su intuición nunca le fallaba.


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