lunes, 28 de abril de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 8


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- Sí señor. Ya estamos aquí. Todo parece transcurrir con normalidad. No ha ocurrido ningún evento en toda la mañana y no hemos encontrado ninguna pista. Nada.
Justo estaba apoyado en la fuente que había al lado de la basílica, en el centro del pueblo. Veía a Marta deambular por la plaza, cerca de la fuente y de él. Iba con el teléfono móvil pegado a la oreja y hacía gestos con las manos, intentando convencer al general Muriel Maíllo de lo que necesitaban. El veterano agente alternaba miradas entre Marta y la bella basílica.
Los dos agentes de la ACPEX estaban en El Burgo de Osma. Era lunes a mediodía y lucía un Sol brillante y caliente en medio del cielo azul y limpio. Habían pasado la noche en Segovia (en la misma pensión que la noche anterior) y habían viajado hasta El Burgo de Osma a primera hora de la mañana. Llevaban allí una hora y no habían encontrado pistas o rastros de que hubiese ocurrido algún asesinato violento.
Parecía que habían llegado a tiempo.
- No, señor. Estamos seguros de que la próxima posesión será aquí – dijo en ese momento Marta, haciendo que Justo volviese su mirada hacia ella. La gente de alrededor, que caminaba por la calle, no parecía prestarle atención. – Los dibujos que aparecen en todos los eventos coinciden exactamente con la disposición en un mapa de las ciudades en las que han ocurrido las posesiones. La siguiente del patrón era El Burgo de Osma.... – guardó silencio unos instantes, con cara seria y preocupada. – No, señor. No puede haber duda.... Estamos.... Por supuesto, señor, pero.... Muy bien.... Bien.... De acuerdo, pero.... – Marta suspiró, molesta y se separó del móvil, mostrándoselo a Justo. – Quiere hablar con usted.
El veterano agente se quedó un par de segundos mirando el teléfono y después levantó su mirada a Marta. La chica le hizo un gesto con el aparato, para que lo cogiera. Justo acabó haciéndolo y poniéndoselo en la oreja.
- ¿Sí, general?
- Justo, quiero que me confirme su plan de actuación – dijo el general, sin preámbulos, con voz autoritaria y seria.
- ¿Nuestro plan de actuación? – preguntó, sorprendido.
- Explíqueme qué han descubierto hasta ahora, por qué se encuentran en El Burgo de Osma y por qué necesitan un equipo de campo, como me ha solicitado la señora Velasco.
- Muy bien – contestó Justo, sin perder la calma, respirando hondo. – Hemos investigado los asesinatos de Ávila, Madrid, Toledo y Segovia, en ese orden. En todos ellos hemos descubierto que uno de los muertos atacó y mató de forma violenta al resto de víctimas, para suicidarse después, siempre arrojándose al vacío – Justo hablaba con profesionalidad, sin perder la calma. Marta estaba a su lado, escuchando todo lo que decía, nerviosísima y algo molesta, mordiéndose las uñas. – En todos los eventos hemos descubierto un dibujo, una especie de ideograma o símbolo, dibujado en la escena del crimen, con sangre. Todos los dibujos son idénticos, manteniendo las proporciones, a pesar de haber sido dibujados por diferentes manos. Como sabe, el dibujo es una serie de rayas y rombos concéntricos unidos entre sí por las rayas. La agente Velasco supuso que era una especie de mapa que indicaría el patrón de los eventos, de las posesiones. Por eso hemos venido aquí, ya que el siguiente rombo del patrón coincidía con El Burgo de Osma.
El general se mantuvo en silencio un instante.
- ¿Cree usted que nos enfrentamos a una serie de posesiones, entonces? ¿Posesiones infernales?
Justo suspiró profundamente antes de contestar.
- Creo que sí, general, a falta de una confirmación más precisa....
- ¿Y cómo hace tal afirmación entonces?
- Los agresores en todos los eventos han sufrido una transmutación física: esclerótica teñida de rojo, pérdida de la coloración propia en el iris y adquisición de una tonalidad dorada, oscurecimiento de la piel y del cuello, hasta casi alcanzar un color negro brillante como el del petróleo.... Todo indica a una serie de cambios físicos inducidos por el parásito de la posesión.
- ¿Y podemos confiar en la teoría de la señora Velasco? – preguntó el general, que no parecía inquieto ante la perspectiva de una oleada asesina de posesiones infernales por todo el país, aunque en realidad lo estaba. – Esa idea del mapa....
- Creo que sí, general. Al menos yo confío en ella – contestó Justo, convencido. Notó por el rabillo del ojo que Marta lo miraba con admiración y con agradecimiento.
- ¿Y del trabajo de la técnico Argüelles Martín? ¿Podemos confiar?
- ¿Se refiere a Mónica, la amiga de la agente Velasco? – preguntó Justo. – No la conozco, no puedo hacer un juicio válido. Sin embargo, la agente Velasco confía plenamente en ella. Además, usted conocerá a la técnico Argüelles mejor que yo: trata con ella a diario en la “Sala de Luces”.
El general guardó silencio. Justo lo conocía lo suficiente como para imaginárselo reflexionando, con los labios apretados y asintiendo en silencio.
- Comprendo. ¿Cree que realmente es necesaria la presencia de un equipo de campo en El Burgo de Osma, con ustedes?
- Creo que sí, general. Poco podemos hacer nosotros aquí, salvo llegar al lugar del crimen inmediatamente una vez se produzcan los asesinatos. En cambio, con un equipo de campo, podríamos peinar el pueblo y averiguar dónde se producirá el evento antes de que ocurra, con suerte....
- Bien, enviaré a alguien ahora mismo. No podemos perder tiempo: si el evento ocurre hoy mismo deben detenerlo y evitar más muertes – dijo el general, y Justo asintió sonriente. Marta también asintió, contenta. – Enviaré a un par de soldados de algún equipo de campo en la reserva. Les pondré en contacto con ustedes.
- Muchas gracias, general.
- No me fallen – se despidió el director de la ACPEX.
Justo colgó y le devolvió el móvil a su dueña.
- ¿Mandará un equipo de campo? – preguntó Marta, ilusionada. Cuando Justo asintió, ella gritó feliz. Después se puso seria. – ¿Y por qué ha tenido que hablar con usted para convencerse? Yo le había explicado perfectamente bien el caso....
- Amiga mía – contestó Justo, echando a andar hacia la terraza de un bar cercano – la vejez es un grado que hay que respetar....
Justo rió, alegre, y Marta lo siguió, sonriendo.

* * * * * *

Dio dos vueltas a la llave y entró en casa, completamente mareado. No tuvo tiempo ni de quitarse la chaqueta: simplemente tiró las llaves encima de la cómoda que había en el recibidor y corrió hacia el baño. Se puso de rodillas frente a la taza, levantó la tapa y se volcó dentro, agitándose por las arcadas. No vomitó, sólo fueron espasmos calientes que le abrasaron la garganta y la boca.
Se levantó al cabo de un rato, tirando inútilmente de la cadena. Se quitó la chaqueta por el pasillo y se la colgó del brazo, hecha un guiñapo más que doblada. Volvió al recibidor y cerró la puerta, que había dejado abierta de par en par, debido a las prisas. Tampoco importaba mucho: era el único que quedaba en el bloque. Tomás Requejo Bercianos debía ser el único imbécil que no estaba de vacaciones.
Pero aquel día se había vuelto pronto a casa: todos sus compañeros se lo habían dicho. Tenía muy mala cara. Tomás Requejo se puso la mano en la frente, para ver si tenía fiebre. Parecía que no. Solamente eran mareos, dolor de cabeza y ganas de vomitar.
Tomás Requejo Bercianos decidió que no tenía que pensar mucho. Se metió en la cama, con todas las persianas bajadas, para mantener fuera el magnífico Sol de verano que bañaba las calles de su pueblo.
Estaba convencido de que al cabo de un rato de sueño se sentiría mucho mejor.

* * * * * *

Apenas un par de horas y cuarenta minutos después, un todoterreno de la ACPEX se detuvo en el taller de la ITV, en la salida este del pueblo, delante del mísero R-11 de Justo. Del todoterreno se apearon dos personas, que caminaron con paso resuelto hacia Marta y Justo, que los esperaban apoyados en el coche de éste.
Los dos miembros del equipo de campo eran Soledad de las Moras Gutiérrez y Esteban Poncela Pérez. Eran dos agentes jóvenes, de la edad de Marta, aproximadamente, pero que llevaban todo su tiempo en la agencia en equipos de campo: su formación militar se lo había facilitado. Soledad de las Moras Gutiérrez (conocida por todos como Sole) era una mujer alta y ancha, con brazos musculosos y cara delgada y angulosa. Parecía una soldado seria y fría, por su aspecto, pero en realidad era agradable y solía sonreír con facilidad. Esteban Poncela Pérez era un tipo bajito y delgado, de músculos marcados y cara estirada y delgada. Tenía el pelo castaño y muy fino, siempre despeinado. Era callado y con eterna cara de susto.
- ¡Buenos días! ¡Bienvenidos! – saludó Marta, acercándose a ellos. Se estrechó las manos con los dos: Sole sonrió, cercana, y Esteban la miró con ojos abiertos y cara seria. – Éste es Justo Díaz Prieto, seguro que habéis oído hablar de él – presentó Marta y Justo les estrechó las manos: los apretones que recibió le gustaron.
- Gracias por venir.... – dijo el veterano agente.
- No hay de qué. Teníamos ganas de un poco de acción, la verdad: llevamos mucho tiempo en la reserva.... – respondió Sole. Esteban se limitó a asentir, silencioso.
- ¿Habéis traído equipo? – preguntó Justo, que ya había trabajado muchas veces con la gente de los equipos de campo: siempre venían acompañados de cachivaches y juguetitos. Eso (y disparar) era lo que más les gustaba....
- Sí, claro – contestó Sole, volviéndose a Esteban. Éste se dirigió al todoterreno y abrió el maletero, sacando una pesada maleta metálica y enseñándola. – Además de un medidor de ondas ectoplásmicas, hemos traído también un escáner láser de calor residual y un lector de radiación sulfúrica – explicó Sole, mientras Esteban se acercaba con el equipo. – El general nos indicó que podría tratarse de posesiones infernales....
- Bien hecho.
- ¿Por dónde empezamos? – preguntó Marta, entusiasmada.
- Vamos a poner en marcha todo esto, a ver si encontramos el rastro. Después actuaremos – explicó Sole, mientras Esteban, callado como siempre, abría la pesada maleta metálica y empezaba a ponerla en marcha. – Ya os avisaremos cuando haya que intervenir.
- Muy bien – contestó Marta, sonriente. Esteban colocó la maleta metálica en el suelo, escondida detrás del todoterreno, mientas pulsaba una serie de botones del teclado incorporado. Una pequeña pantalla oscura se iluminó con parábolas e hipérboles de color verde y amarillo. El soldado desplegó una pequeña antenita redonda de una esquina del tablero que contenía la maleta: inmediatamente comenzó a dar vueltas. Varios pilotos de colores se pusieron a parpadear. Por su parte, Sole había sacado otro aparato, con forma de cubo: tenía unos treinta centímetros de lado y era de metal pintado de negro mate. La soldado se alejó del taller de la ITV y se adentró en un pequeño campo que había detrás, colocando la máquina en el suelo. Desplegó una pequeña antena (un alambre extensible, como el de un transistor) y destapó un objetivo pequeño, del tamaño de una moneda de veinte céntimos. En la cara opuesta del objetivo había una entrada para un enchufe: allí insertó la entrada de un cable, conectado a un tablero pequeño. Sole calibró el aparato, de pie delante de él. Esteban dejó la maleta metálica y sacó del maletero otro aparato, del tamaño de un ordenador portátil de tamaño mediano. Tenía una pequeña pantalla y un teclado de plástico. Dos antenas como varillas metálicas salieron de las esquinas superiores y empezaron a girar, lentamente, mientras el soldado pulsaba algunos botones de vez en cuando y daba vueltas, caminando despacio por la zona. Cuando el aparato negro de Sole empezó a zumbar, la mujer desconectó el enchufe y lo dejó allí, leyendo las lecturas en el pequeño mando que llevaba en las manos.
Justo se acercó a Marta y la dirigió lejos de los soldados atareados sujetándole el codo, con firmeza.
- Ahora que el equipo de campo ha llegado y ha empezado a trabajar con sus máquinas, nosotros pintamos poco ya – le dijo, en un susurro. Marta se sorprendió. – Siempre ocurre igual. Se creen los amos de la investigación y los que solucionan todos los problemas. A mí nunca me ha importado dejarles creer que es así, porque la realidad es que cuando las cosas se vuelven complicadas, los que hacemos el análisis y lo resolvemos todo somos los investigadores. – Justo se volvió un momento para mirar a los dos nuevos miembros de la investigación, que seguían atareados con las máquinas. – Le aviso para que no se moleste y se enfrente a ellos: es mejor dejar que las cosas sigan su cauce....
Marta le asintió, demostrándole que lo había entendido. Y durante las siguientes siete horas fue lo que hicieron: dejar hacer a sus nuevos compañeros.

* * * * * *

Tomás Requejo Bercianos se despertó de repente. La cama estaba toda revuelta y él estaba sudando a chorros. Se bajó del colchón y caminó con paso vacilante hacia el baño, intentando tragar saliva, pero tenía la boca seca.
Había tenido un extraño sueño, en el que su cama estaba envuelta en llamas, pero él no salía de la habitación: se acurrucaba dentro del fuego y disfrutaba allí, mientras las llamas le lamían el cuerpo y le iban quemando poco a poco.
Llegó al baño y se lavó la cara con agua fría, que casi siseó en contacto con su piel: tenía muchísimo calor. Además, la cabeza le seguía dando vueltas y todavía le dolía un montón, casi más que antes. La siesta no le había servido para nada.
Se miró en el espejo con mayor detenimiento: le parecía que la piel de la cara estaba gris, aunque no podía ser. Tenía que ser cosa del mareo. Salió del baño y caminó hacia el salón, dando arcadas secas y calientes. Era imposible vomitar, pero seguía mareado.
Además, la cabeza le dolía como si tuviese una bola de plomo dentro del cerebro, empujando desde allí.
Se dejó caer en el sofá, notando que su piel quemaba. Por la ventana vio que era bastante tarde y que se estaba haciendo de noche. Los mareos se hicieron más violentos, y Tomás enterró la cara en uno de los cojines: la tela estaba fría y su cara estaba muy caliente.
Entonces, notó como si sus ojos explotaran, pero no fue una sensación dolorosa ni de pánico: todo parecía ir bien. Se irguió en el sofá hasta quedar sentado y miró alrededor: todo era conocido, pero como si lo mirase con los ojos de otra persona. Le parecía que miraba todo como en la pantalla de un cine. Se puso de pie (su cuerpo se puso de pie) y lo vio todo como el que sostiene una cámara delante de sí. Paseó por el salón (su cuerpo paseó por el salón) con pasos vacilantes, como si estuviese aprendiendo a andar. Mejor dicho, como si estuviese aprendiendo a andar con unos pies que no fuesen los suyos.
Entonces se dio cuenta de que él no manejaba sus pies ni sus piernas, a pesar de que se estaba moviendo.
Entonces fue consciente del calor que hacía dentro de su cuerpo, de que estaba recluido en un rincón de su cerebro, un rincón suave y cómodo, con una pantalla de cine en una de las paredes: la película que proyectaban era lo que veían sus ojos.
O los que antes habían sido sus ojos.
Alguien (una criatura, le dijo su cerebro) estaba manejando su cuerpo, con él todavía dentro. Notó el odio de la criatura, notó el calor que desprendía, notó su nerviosismo y su desconcierto. Pero aquello duró poco: enseguida tomó conciencia del lugar en el que estaba y del cuerpo que manejaba, para empezar a manejarlo con mayor seguridad, con movimientos más diestros y certeros.
Tomás notó que su cuerpo estaba sentenciado, que su estructura física aguantaría poco la presencia de aquella criatura. Aquel parásito ardiente.
Aquel demonio.
Poco tiempo podía usar su cuerpo aquel parásito y Tomás sentía que la criatura tenía una misión que cumplir. Tenía que matar.
Pero en su casa no había gente a quien matar. Eso desconcertaba a la criatura. Daba vueltas alrededor del sofá (usando el cuerpo de Tomás para ello), buscando a otros seres humanos en los alrededores, pero no los había.
Entonces Tomás sintió una sacudida, un escalofrío: la criatura usó sus ojos para mirar la puerta de la casa. Tomás vio su propia mano a través de la pantalla de cine en que se habían convertido sus ojos (unos ojos que se habían vuelto rojos y dorados, aunque él no podía saberlo) y contempló horrorizado cómo la mano giraba el picaporte y abría la puerta.
El demonio que había tomado posesión del cuerpo de Tomás sabía dónde podía encontrar gente a la que matar.
Y cómo llegar hasta ella.

* * * * * *

- ¡¡Tenemos una lectura!! – gritó Esteban, asustando al resto. Los otros tres compañeros se acercaron a él, que miraba el mando de color negro con ojos desorbitados.
- ¿Es del láser? – preguntó Sole, llegando hasta él y mirando también el mando.
- Sí – contestó Esteban, breve. Parecía que con la frase anterior había agotado todas sus palabras para el resto del día.
- ¿Qué es? – preguntó Marta, mirando el mando de color negro que Sole había enchufado aquella mañana al cubo metálico negro que seguía en mitad del campo.
- Es una lectura de calor residual – explicó la soldado, levantando la mirada y fijándola en Justo, en lugar de en Marta – Ha registrado una subida de temperatura de ciento veinte grados en un punto del pueblo.
En ese momento, el medidor de ondas ectoplásmicas que había dentro de la maleta metálica empezó a pitar, a la vez que un piloto bulboso de color amarillo parpadeaba incesantemente.
- Una fuga ectoplásmica.... – comentó Esteban.
- Es nuestro poseído – dijo Justo. Y nadie osó contradecirle.
- Muy bien, en marcha – dijo Sole, abriendo la puerta del todoterreno y montando en él, con el mando negro de la mano. Esteban cogió la pesada maleta metálica (Marta nunca imaginó que aquellos brazos tan delgados pudiesen con tanto peso) y la metió en el asiento de atrás, montando después en el asiento del copiloto. Marta y Justo montaron atrás, al lado de la maleta que no dejaba de parpadear y de emitir pitidos.
El todoterreno arrancó con un rugido y salió a la carretera que llegaba hasta el pueblo.

* * * * * *

Tomás Requejo Bercianos observó a través de la pantalla de cine que antes eran sus ojos cómo la criatura que había tomado posesión de su cuerpo salía por la puerta al descansillo. La criatura levantó la cabeza y olfateó el aire, buscando una víctima. Tomás no supo qué había olisqueado, pues hasta su nariz no llegó ningún olor: el demonio había utilizado sus fosas nasales para oler, pero el sentido del olfato de Tomás estaba recluido (igual que el resto de su ser) en aquella habitación suave y blanda, forrada de un extraño material blanco, salvo por la pared en la que colgaba la pantalla de cine por la que podía ver lo que la criatura miraba. Allí sólo olía a lavanda y ligeramente a lejía. El ambiente era templado y tranquilo.
La criatura salió a la calle y caminó por ella, ascendiendo por ella, buscando seres humanos. Tomás puso todo su empeño en detener a la bestia, intentando volver a controlar las que hasta hacía unos minutos habían sido sus piernas, pero fue inútil: simplemente podía ser una especie de macabro testigo de lo que la criatura iba a hacer.
Al fondo de la calle había un grupo de chicas, niñas de quince o dieciséis años, vestidas con camisetas de tirantes y pantaloncitos cortos, queriendo aparentar ser mucho más mayores de lo que en realidad eran. Tomás se esforzó por avisarlas, previniéndolas de lo que se les venía encima, pero fue inútil.
La criatura se acercó a las chicas, quedándose parado delante de ellas, mirándolas con detenimiento y curiosidad, con una sonrisa malévola en los labios de Tomás. Desde su prisión mental, el verdadero Tomás pudo notarlo.
- ¿Tú qué miras? – dijo una de las chicas, resuelta, intentando demostrar más valentía de la que en realidad sentía: Tomás pudo notarlo cuando la vio a través de la pantalla de cine. No era más que una niña que quería parecer mayor, asustada y nerviosa. Tomás sintió unas lágrimas que corrían por sus mejillas, llorando por ella, impotente.
Las chicas se dieron la vuelta, incómodas. La criatura no se inmutó, mirándolas todavía con deleite. Algunas de las niñas hicieron gestos de desagrado, envalentonadas, sintiéndose superiores a aquel tipo raro que las miraba desagradablemente.
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró la criatura, con voz tranquila. La voz resonó en la prisión mental en la que estaba Tomás. Quizá fue por compartir el mismo cuerpo y prácticamente la misma mente, pero Tomás entendió las palabras de la criatura, aunque estaban en un idioma completamente desconocido. A pesar de ello, no comprendió qué significaba aquel galimatías.
- ¿Qué dices? – preguntó la chica de antes, con desdén. Aquel tipo les parecía cada vez más raro, y aunque algunas todavía lo miraban con miedo, unas cuantas contuvieron risitas divertidas. Tomás deseó que no hubieran hecho eso....
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – repitió el demonio, usando las cuerdas vocales de Tomás, ligeramente modificadas, quemándose en el proceso. Después se lanzó hacia adelante.
Cogió por el cuello a una de las chicas más cercanas, haciendo que las demás gritasen del susto. La chica que había atrapado aulló de terror, aterrorizada. Cuando la criatura le quebró el cuello con las dos manos, el grito se truncó.
Tomás había cerrado los ojos para evitar ver el espantoso espectáculo, pero escuchó el sonido del cuello de la niña al romperse. Además, la prisión mental en la que se encontraba se había calentado cuando había comenzado el ataque y había empezado a oler a azufre. Ambas sensaciones eran horribles.
La criatura dejó caer el cuerpo lánguido y sin vida de la niña y alcanzó con dos zancadas largas (que cualquier cuerpo humano normal no hubiese podido hacer sin romperse la pelvis) a la que le había hablado. La cazó por el largo pelo rubio y tiró de él para agarrarla bien. Cuando la atrajo hacia sí con un tirón del pelo le atizó un rodillazo en el abdomen, dejando a la chica aterrorizada y sin respiración.
Con tranquilidad y delicadeza, colocó su mano (la mano de Tomás) en la nuca de la chica, para después golpearla varias veces, con fuerza y precisión, contra la pared de una de las casas de la calle. Mientras lo hacía no dejó de recitar su salmo:
- ¡¡Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!!
El resto de las chicas del grupo salieron corriendo en todas direcciones, gritando asustadas, pidiendo ayuda y llamando la atención de muchos más peatones que disfrutaban de la agradable noche de verano en la calle. El demonio sonrió: tenía a mano muchas más víctimas.

* * * * * *

El todoterreno llegó a la plaza de San Pedro, subiendo a toda leche por la calle Brasilia. Sole detuvo el coche al lado de la basílica. Bajaron los cuatro casi a la vez, Esteban pegado al lector de radiación sulfúrica, sosteniéndolo en las manos y sin quitar ojo de la pantalla.
- ¿Por dónde, Esteban? – preguntó Sole, mirando a su compañero. Éste levantó el brazo y señaló con el dedo estirado hacia la calle Mayor del pueblo. Los cuatro corrieron hacia allí.
- ¿Eso nos dará la situación exacta del poseído? – preguntó Marta mientras corrían.
- No, sólo nos indica una aproximación de su localización – explicó Sole a la carrera. – Las emanaciones sulfúricas se evaden con mucha facilidad, así que indicar el lugar exacto es muy difícil. Pero tenemos más pistas....
Era cierto. En dirección contraria a ellos venía corriendo mucha gente, asustada y gritando: parecía que hubiese encierro en el pueblo y ya hubiesen soltado a los toros.
Marta imaginó que el “animal” que estaba suelto era mucho peor que un toro, en muchos aspectos. Esteban se detuvo de repente y sus otros tres compañeros lo hicieron a su lado.
- Por aquí – dijo sin señalar a ninguna calle en concreto. Los demás miraron en derredor. Por aquella zona estaba el ente. Debían atraparlo para evitar el derramamiento de sangre y poder desentrañar alguno de los misterios de aquel caso.
- Quizá sea mejor que nos separemos – dijo Justo, tranquilo. – Puede ser más peligroso para nosotros, pero abarcaremos más espacio. Lleváis las armas, ¿verdad?
- Están en el todoterreno – contestó Sole, y Esteban le entregó el lector de radiación para ir corriendo hasta el coche y traer las armas. Los tres le esperaron, mientras unas cuantas personas más pasaban corriendo a su lado, huyendo. El soldado apenas tardó tres minutos en volver, con un fusil de asalto y una pistola automática para Sole y para él. – Muy bien. Esteban, tú vete con la chica. Yo iré con el agente Díaz. Usa las bengalas para avisarnos en caso de que lo encontréis. No nos conviene un héroe muerto....
Sole y Justo echaron a andar por la calle Mayor, por la que seguía llegando gente, aunque cada vez menos. Marta se quedó al lado de Esteban, con cara de circunstancias, apretando los labios y levantando las cejas.
- Bueno.... – dijo – ¿por dónde empezamos?
Esteban se quedó en silencio todavía un rato más y después le indicó con un gesto por dónde debían andar. Marta lo siguió con un leve resoplido resignado. Los dos caminaron por las callejuelas del centro de El Burgo de Osma, recorriendo la larga calle Pedro Soto hasta llegar a la calle Rodrigo Yusto. No encontraron ni rastro del poseído, aunque oyeron a bastante gente que huía corriendo y se cruzaron con un grupo casi al final de la calle, que subía a todo correr por ella hacia la calle Mayor.
En ese momento Esteban se puso en guardia, con su eterna cara de susto alerta, los ojos bulbosos sin perder ningún detalle de la calle. Sostenía el rifle con precisión y caminaba con cuidado, atento a cualquier peligro. Marta comprendió en aquel momento que su compañero podía ser alguien callado y aburrido, pero ella estaba segura con él: era un buen soldado.
Escucharon ruidos extraños en una calle cercana y subieron corriendo otra vez por la calle Pedro Soto para girar a la izquierda por la calle Cruz, de donde venían los ruidos. Sonaba como latas cayendo al suelo desde un lugar alto.
La calle estaba desierta, salvo por un montón de placas metálicas que había en el suelo al lado de una motocicleta volcada de costado. Esteban le tendió la bengala a Marta antes de entrar en la calle. El soldado avanzó con mucho cuidado, casi de cuclillas, con el rifle listo. Marta se quedó detrás de él, apretando con nerviosismo la bengala. La calle estaba extrañamente a oscuras.
Esteban llegó hasta la motocicleta volcada y comprobó los alrededores. No había nada. Se volvió a Marta y negó con la cabeza, volviendo hacia ella.
Entonces una sombra cayó tras él. Marta pudo entrever una figura humana, bastante alta y corpulenta. Tenía el aspecto de un hombre normal, salvo por el extraño tinte oscuro de su cara. Parecía que se la hubiese embadurnado con betún.
Marta no pudo avisar a su compañero: la persona que había aterrizado tras él le agarró por la nuca (con una mano que más parecía una garra) y le estrelló la cara contra la pared de la casa. Esteban aulló de dolor, con la cara aplastada girada hacia un lado y la nariz rota sangrándole. Apretó el gatillo del fusil, por reflejo, lanzando balas al suelo. Marta gritó, asustada, poniéndose de cuclillas y tapándose las orejas, llorando de miedo. El hombre misterioso golpeó una vez más a Esteban, dejando después que cayese al suelo. El soldado se rehizo allí y apuntó al hombre, disparándole en el pecho y el vientre.
El poseído se sacudió y sangró, al recibir las balas, pero no se inmutó. Le dedicó una patada en la sien a Esteban y después le pateó la mano, para desarmarle. El fusil cayó a su lado, a su alcance. Pero no lo cogió. Prefirió darle patadas y más patadas al hombre caído, en el pecho, en el abdomen y en la cabeza, con fuerza y con saña, hasta dejarle inconsciente. Una vez que Esteban estuvo caído en el suelo como un muñeco, el poseído se agachó a su lado, le cogió la cabeza con las dos manos y le quebró el cuello.
Marta se volvió a tapar las orejas y cerró los ojos, aterrada y crispada. Apretaba la bengala con la mano derecha y cuando fue consciente de ello la lanzó al suelo, encendiéndola. La bengala explotó con un resplandor rojo que iluminó toda la calle y fue visible en prácticamente todo el pueblo.
Con la luz rojiza de la bengala pudo ver al poseído, con los pies llenos de la sangre de Esteban, la cara y el cuello negros y los ojos rojos y dorados.
Unos ojos que la miraban a ella.
El poseído empezó a caminar hacia ella, con una sonrisa maligna en los labios. Marta sólo acertó a ponerse a temblar y a sollozar.



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