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8 -
- Sí señor. Ya
estamos aquí. Todo parece transcurrir con normalidad. No ha ocurrido ningún
evento en toda la mañana y no hemos encontrado ninguna pista. Nada.
Justo estaba
apoyado en la fuente que había al lado de la basílica, en el centro del pueblo.
Veía a Marta deambular por la plaza, cerca de la fuente y de él. Iba con el
teléfono móvil pegado a la oreja y hacía gestos con las manos, intentando
convencer al general Muriel Maíllo de lo que necesitaban. El veterano agente
alternaba miradas entre Marta y la bella basílica.
Los dos
agentes de la ACPEX estaban en El Burgo de Osma. Era lunes a mediodía y lucía
un Sol brillante y caliente en medio del cielo azul y limpio. Habían pasado la
noche en Segovia (en la misma pensión que la noche anterior) y habían viajado
hasta El Burgo de Osma a primera hora de la mañana. Llevaban allí una hora y no
habían encontrado pistas o rastros de que hubiese ocurrido algún asesinato
violento.
Parecía que
habían llegado a tiempo.
- No, señor.
Estamos seguros de que la próxima posesión será aquí – dijo en ese momento
Marta, haciendo que Justo volviese su mirada hacia ella. La gente de alrededor,
que caminaba por la calle, no parecía prestarle atención. – Los dibujos que
aparecen en todos los eventos coinciden exactamente con la disposición en un
mapa de las ciudades en las que han ocurrido las posesiones. La siguiente del
patrón era El Burgo de Osma.... – guardó silencio unos instantes, con cara
seria y preocupada. – No, señor. No puede haber duda.... Estamos.... Por supuesto,
señor, pero.... Muy bien.... Bien.... De acuerdo, pero.... – Marta suspiró,
molesta y se separó del móvil, mostrándoselo a Justo. – Quiere hablar con
usted.
El veterano
agente se quedó un par de segundos mirando el teléfono y después levantó su mirada
a Marta. La chica le hizo un gesto con el aparato, para que lo cogiera. Justo
acabó haciéndolo y poniéndoselo en la oreja.
- ¿Sí,
general?
- Justo,
quiero que me confirme su plan de actuación – dijo el general, sin preámbulos,
con voz autoritaria y seria.
- ¿Nuestro
plan de actuación? – preguntó, sorprendido.
- Explíqueme
qué han descubierto hasta ahora, por qué se encuentran en El Burgo de Osma y
por qué necesitan un equipo de campo, como me ha solicitado la señora Velasco.
- Muy bien –
contestó Justo, sin perder la calma, respirando hondo. – Hemos investigado los
asesinatos de Ávila, Madrid, Toledo y Segovia, en ese orden. En todos ellos
hemos descubierto que uno de los muertos atacó y mató de forma violenta al
resto de víctimas, para suicidarse después, siempre arrojándose al vacío –
Justo hablaba con profesionalidad, sin perder la calma. Marta estaba a su lado,
escuchando todo lo que decía, nerviosísima y algo molesta, mordiéndose las
uñas. – En todos los eventos hemos descubierto un dibujo, una especie de
ideograma o símbolo, dibujado en la escena del crimen, con sangre. Todos los
dibujos son idénticos, manteniendo las proporciones, a pesar de haber sido
dibujados por diferentes manos. Como sabe, el dibujo es una serie de rayas y
rombos concéntricos unidos entre sí por las rayas. La agente Velasco supuso que
era una especie de mapa que indicaría el patrón de los eventos, de las
posesiones. Por eso hemos venido aquí, ya que el siguiente rombo del patrón
coincidía con El Burgo de Osma.
El general se
mantuvo en silencio un instante.
- ¿Cree usted
que nos enfrentamos a una serie de posesiones, entonces? ¿Posesiones infernales?
Justo suspiró
profundamente antes de contestar.
- Creo que sí,
general, a falta de una confirmación más precisa....
- ¿Y cómo hace
tal afirmación entonces?
- Los
agresores en todos los eventos han sufrido una transmutación física:
esclerótica teñida de rojo, pérdida de la coloración propia en el iris y
adquisición de una tonalidad dorada, oscurecimiento de la piel y del cuello, hasta
casi alcanzar un color negro brillante como el del petróleo.... Todo indica a
una serie de cambios físicos inducidos por el parásito de la posesión.
- ¿Y podemos
confiar en la teoría de la señora Velasco? – preguntó el general, que no
parecía inquieto ante la perspectiva de una oleada asesina de posesiones infernales
por todo el país, aunque en realidad lo estaba. – Esa idea del mapa....
- Creo que sí,
general. Al menos yo confío en ella – contestó Justo, convencido. Notó por el
rabillo del ojo que Marta lo miraba con admiración y con agradecimiento.
- ¿Y del
trabajo de la técnico Argüelles Martín? ¿Podemos confiar?
- ¿Se refiere
a Mónica, la amiga de la agente Velasco? – preguntó Justo. – No la conozco, no
puedo hacer un juicio válido. Sin embargo, la agente Velasco confía plenamente
en ella. Además, usted conocerá a la técnico Argüelles mejor que yo: trata con
ella a diario en la “Sala de Luces”.
El general
guardó silencio. Justo lo conocía lo suficiente como para imaginárselo
reflexionando, con los labios apretados y asintiendo en silencio.
- Comprendo.
¿Cree que realmente es necesaria la presencia de un equipo de campo en El Burgo
de Osma, con ustedes?
- Creo que sí,
general. Poco podemos hacer nosotros aquí, salvo llegar al lugar del crimen
inmediatamente una vez se produzcan los asesinatos. En cambio, con un equipo de
campo, podríamos peinar el pueblo y averiguar dónde se producirá el evento
antes de que ocurra, con suerte....
- Bien,
enviaré a alguien ahora mismo. No podemos perder tiempo: si el evento ocurre
hoy mismo deben detenerlo y evitar más muertes – dijo el general, y Justo
asintió sonriente. Marta también asintió, contenta. – Enviaré a un par de
soldados de algún equipo de campo en la reserva. Les pondré en contacto con
ustedes.
- Muchas gracias,
general.
- No me fallen
– se despidió el director de la ACPEX.
Justo colgó y
le devolvió el móvil a su dueña.
- ¿Mandará un
equipo de campo? – preguntó Marta, ilusionada. Cuando Justo asintió, ella gritó
feliz. Después se puso seria. – ¿Y por qué ha tenido que hablar con usted para
convencerse? Yo le había explicado perfectamente bien el caso....
- Amiga mía –
contestó Justo, echando a andar hacia la terraza de un bar cercano – la vejez
es un grado que hay que respetar....
Justo rió,
alegre, y Marta lo siguió, sonriendo.
* * * * * *
Dio dos
vueltas a la llave y entró en casa, completamente mareado. No tuvo tiempo ni de
quitarse la chaqueta: simplemente tiró las llaves encima de la cómoda que había
en el recibidor y corrió hacia el baño. Se puso de rodillas frente a la taza,
levantó la tapa y se volcó dentro, agitándose por las arcadas. No vomitó, sólo
fueron espasmos calientes que le abrasaron la garganta y la boca.
Se levantó al
cabo de un rato, tirando inútilmente de la cadena. Se quitó la chaqueta por el
pasillo y se la colgó del brazo, hecha un guiñapo más que doblada. Volvió al
recibidor y cerró la puerta, que había dejado abierta de par en par, debido a
las prisas. Tampoco importaba mucho: era el único que quedaba en el bloque.
Tomás Requejo Bercianos debía ser el único imbécil que no estaba de vacaciones.
Pero aquel día
se había vuelto pronto a casa: todos sus compañeros se lo habían dicho. Tenía
muy mala cara. Tomás Requejo se puso la mano en la frente, para ver si tenía
fiebre. Parecía que no. Solamente eran mareos, dolor de cabeza y ganas de
vomitar.
Tomás Requejo
Bercianos decidió que no tenía que pensar mucho. Se metió en la cama, con todas
las persianas bajadas, para mantener fuera el magnífico Sol de verano que
bañaba las calles de su pueblo.
Estaba
convencido de que al cabo de un rato de sueño se sentiría mucho mejor.
* * * * * *
Apenas un par
de horas y cuarenta minutos después, un todoterreno de la ACPEX se detuvo en el
taller de la ITV, en la salida este del pueblo, delante del mísero R-11 de
Justo. Del todoterreno se apearon dos personas, que caminaron con paso
resuelto hacia Marta y Justo, que los esperaban apoyados en el coche de éste.
Los dos miembros del equipo de campo eran Soledad de las Moras Gutiérrez
y Esteban Poncela Pérez. Eran dos agentes jóvenes, de la edad de Marta,
aproximadamente, pero que llevaban todo su tiempo en la agencia en equipos de
campo: su formación militar se lo había facilitado. Soledad de las Moras
Gutiérrez (conocida por todos como Sole) era una mujer alta y ancha, con brazos
musculosos y cara delgada y angulosa. Parecía una soldado seria y fría, por su
aspecto, pero en realidad era agradable y solía sonreír con facilidad. Esteban
Poncela Pérez era un tipo bajito y delgado, de músculos marcados y cara estirada
y delgada. Tenía el pelo castaño y muy fino, siempre despeinado. Era callado y
con eterna cara de susto.
- ¡Buenos días! ¡Bienvenidos! –
saludó Marta, acercándose a ellos. Se estrechó las manos con los dos: Sole
sonrió, cercana, y Esteban la miró con ojos abiertos y cara seria. – Éste es
Justo Díaz Prieto, seguro que habéis oído hablar de él – presentó Marta y Justo les estrechó
las manos: los apretones que recibió le gustaron.
- Gracias por
venir.... – dijo el veterano agente.
- No hay de qué.
Teníamos ganas de un poco de acción, la verdad: llevamos mucho tiempo en la
reserva.... – respondió Sole. Esteban se limitó a asentir, silencioso.
- ¿Habéis
traído equipo? – preguntó Justo, que ya había trabajado muchas veces con la
gente de los equipos de campo: siempre venían acompañados de cachivaches y juguetitos. Eso (y disparar) era lo que más les gustaba....
- Sí, claro –
contestó Sole, volviéndose a Esteban. Éste se dirigió al todoterreno y abrió el
maletero, sacando una pesada maleta metálica y enseñándola. – Además de un
medidor de ondas ectoplásmicas, hemos traído también un escáner láser de calor
residual y un lector de radiación sulfúrica – explicó Sole, mientras Esteban se
acercaba con el equipo. – El general nos indicó que podría tratarse de
posesiones infernales....
- Bien hecho.
- ¿Por dónde
empezamos? – preguntó Marta, entusiasmada.
- Vamos a
poner en marcha todo esto, a ver si encontramos el rastro. Después actuaremos –
explicó Sole, mientras Esteban, callado como siempre, abría la pesada maleta
metálica y empezaba a ponerla en marcha. – Ya os avisaremos cuando haya que
intervenir.
- Muy bien –
contestó Marta, sonriente. Esteban colocó la maleta metálica en el suelo,
escondida detrás del todoterreno, mientas pulsaba una serie de botones del
teclado incorporado. Una pequeña pantalla oscura se iluminó con parábolas e
hipérboles de color verde y amarillo. El soldado desplegó una pequeña antenita
redonda de una esquina del tablero que contenía la maleta: inmediatamente
comenzó a dar vueltas. Varios pilotos de colores se pusieron a parpadear. Por
su parte, Sole había sacado otro aparato, con forma de cubo: tenía unos treinta
centímetros de lado y era de metal pintado de negro mate. La soldado se alejó
del taller de la ITV y se adentró en un pequeño campo que había detrás,
colocando la máquina en el suelo. Desplegó una pequeña antena (un alambre
extensible, como el de un transistor) y destapó un objetivo pequeño, del tamaño
de una moneda de veinte céntimos. En la cara opuesta del objetivo había una
entrada para un enchufe: allí insertó la entrada de un cable, conectado a un
tablero pequeño. Sole calibró el aparato, de pie delante de él. Esteban dejó la
maleta metálica y sacó del maletero otro aparato, del tamaño de un ordenador
portátil de tamaño mediano. Tenía una pequeña pantalla y un teclado de
plástico. Dos antenas como varillas metálicas salieron de las esquinas
superiores y empezaron a girar, lentamente, mientras el soldado pulsaba algunos
botones de vez en cuando y daba vueltas, caminando despacio por la zona. Cuando
el aparato negro de Sole empezó a zumbar, la mujer desconectó el enchufe y lo
dejó allí, leyendo las lecturas en el pequeño mando que llevaba en las manos.
Justo se
acercó a Marta y la dirigió lejos de los soldados atareados sujetándole el
codo, con firmeza.
- Ahora que el
equipo de campo ha llegado y ha empezado a trabajar con sus máquinas, nosotros
pintamos poco ya – le dijo, en un susurro. Marta se sorprendió. – Siempre
ocurre igual. Se creen los amos de la investigación y los que solucionan todos
los problemas. A mí nunca me ha importado dejarles creer que es así, porque la
realidad es que cuando las cosas se vuelven complicadas, los que hacemos el
análisis y lo resolvemos todo somos los investigadores. – Justo se volvió un momento
para mirar a los dos nuevos miembros de la investigación, que seguían atareados
con las máquinas. – Le aviso para que no se moleste y se enfrente a ellos: es
mejor dejar que las cosas sigan su cauce....
Marta le
asintió, demostrándole que lo había entendido. Y durante las siguientes siete
horas fue lo que hicieron: dejar hacer a sus nuevos compañeros.
* * * * * *
Tomás Requejo
Bercianos se despertó de repente. La cama estaba toda revuelta y él estaba
sudando a chorros. Se bajó del colchón y caminó con paso vacilante hacia el
baño, intentando tragar saliva, pero tenía la boca seca.
Había tenido
un extraño sueño, en el que su cama estaba envuelta en llamas, pero él no salía
de la habitación: se acurrucaba dentro del fuego y disfrutaba allí, mientras las
llamas le lamían el cuerpo y le iban quemando poco a poco.
Llegó al baño
y se lavó la cara con agua fría, que casi siseó en contacto con su piel: tenía
muchísimo calor. Además, la cabeza le seguía dando vueltas y todavía le dolía
un montón, casi más que antes. La siesta no le había servido para nada.
Se miró en el
espejo con mayor detenimiento: le parecía que la piel de la cara estaba gris,
aunque no podía ser. Tenía que ser cosa del mareo. Salió del baño y caminó
hacia el salón, dando arcadas secas y calientes. Era imposible vomitar, pero
seguía mareado.
Además, la
cabeza le dolía como si tuviese una bola de plomo dentro del cerebro, empujando
desde allí.
Se dejó caer
en el sofá, notando que su piel quemaba. Por la ventana vio que era bastante
tarde y que se estaba haciendo de noche. Los mareos se hicieron más violentos,
y Tomás enterró la cara en uno de los cojines: la tela estaba fría y su cara
estaba muy caliente.
Entonces, notó
como si sus ojos explotaran, pero no fue una sensación dolorosa ni de pánico:
todo parecía ir bien. Se irguió en el sofá hasta quedar sentado y miró
alrededor: todo era conocido, pero como si lo mirase con los ojos de otra
persona. Le parecía que miraba todo como en la pantalla de un cine. Se puso de
pie (su cuerpo se puso de pie) y lo
vio todo como el que sostiene una cámara delante de sí. Paseó por el salón (su cuerpo paseó por el salón) con pasos
vacilantes, como si estuviese aprendiendo a andar. Mejor dicho, como si
estuviese aprendiendo a andar con unos pies que no fuesen los suyos.
Entonces se
dio cuenta de que él no manejaba sus pies ni sus piernas, a pesar de que se
estaba moviendo.
Entonces fue
consciente del calor que hacía dentro de su cuerpo, de que estaba recluido en
un rincón de su cerebro, un rincón suave y cómodo, con una pantalla de cine en
una de las paredes: la película que proyectaban era lo que veían sus ojos.
O los que
antes habían sido sus ojos.
Alguien (una criatura, le dijo su cerebro) estaba
manejando su cuerpo, con él todavía dentro. Notó el odio de la criatura, notó
el calor que desprendía, notó su nerviosismo y su desconcierto. Pero aquello
duró poco: enseguida tomó conciencia del lugar en el que estaba y del cuerpo
que manejaba, para empezar a manejarlo con mayor seguridad, con movimientos más
diestros y certeros.
Tomás notó que
su cuerpo estaba sentenciado, que su estructura física aguantaría poco la
presencia de aquella criatura. Aquel parásito ardiente.
Aquel demonio.
Poco tiempo
podía usar su cuerpo aquel parásito y Tomás sentía que la criatura tenía una
misión que cumplir. Tenía que matar.
Pero en su
casa no había gente a quien matar. Eso desconcertaba a la criatura. Daba
vueltas alrededor del sofá (usando el cuerpo de Tomás para ello), buscando a
otros seres humanos en los alrededores, pero no los había.
Entonces Tomás
sintió una sacudida, un escalofrío: la criatura usó sus ojos para mirar la
puerta de la casa. Tomás vio su propia mano a través de la pantalla de cine en
que se habían convertido sus ojos (unos ojos que se habían vuelto rojos y dorados,
aunque él no podía saberlo) y contempló horrorizado cómo la mano giraba el
picaporte y abría la puerta.
El demonio que
había tomado posesión del cuerpo de Tomás sabía dónde podía encontrar gente a
la que matar.
Y cómo llegar
hasta ella.
* * * * * *
- ¡¡Tenemos
una lectura!! – gritó Esteban, asustando al resto. Los otros tres compañeros se
acercaron a él, que miraba el mando de color negro con ojos desorbitados.
- ¿Es del
láser? – preguntó Sole, llegando hasta él y mirando también el mando.
- Sí – contestó
Esteban, breve. Parecía que con la frase anterior había agotado todas sus
palabras para el resto del día.
- ¿Qué es? –
preguntó Marta, mirando el mando de color negro que Sole había enchufado
aquella mañana al cubo metálico negro que seguía en mitad del campo.
- Es una
lectura de calor residual – explicó la soldado, levantando la mirada y
fijándola en Justo, en lugar de en Marta – Ha registrado una subida de
temperatura de ciento veinte grados en un punto del pueblo.
En ese
momento, el medidor de ondas ectoplásmicas que había dentro de la maleta
metálica empezó a pitar, a la vez que un piloto bulboso de color amarillo
parpadeaba incesantemente.
- Una fuga ectoplásmica....
– comentó Esteban.
- Es nuestro
poseído – dijo Justo. Y nadie osó contradecirle.
- Muy bien, en
marcha – dijo Sole, abriendo la puerta del todoterreno y montando en él, con el
mando negro de la mano. Esteban cogió la pesada maleta metálica (Marta nunca
imaginó que aquellos brazos tan delgados pudiesen con tanto peso) y la metió en
el asiento de atrás, montando después en el asiento del copiloto. Marta y Justo
montaron atrás, al lado de la maleta que no dejaba de parpadear y de emitir
pitidos.
El todoterreno
arrancó con un rugido y salió a la carretera que llegaba hasta el pueblo.
* * * * * *
Tomás Requejo Bercianos observó a través
de la pantalla de cine que antes eran sus ojos
cómo la criatura que había tomado posesión de su cuerpo salía por la puerta al
descansillo. La criatura levantó la cabeza y olfateó el aire, buscando una
víctima. Tomás no supo qué había olisqueado, pues hasta su nariz no llegó
ningún olor: el demonio había utilizado sus fosas nasales para oler, pero el
sentido del olfato de Tomás estaba recluido (igual que el resto de su ser) en
aquella habitación suave y blanda, forrada de un extraño material blanco, salvo
por la pared en la que colgaba la pantalla de cine por la que podía ver lo que
la criatura miraba. Allí sólo olía a lavanda y ligeramente a lejía. El ambiente
era templado y tranquilo.
La criatura
salió a la calle y caminó por ella, ascendiendo por ella, buscando seres
humanos. Tomás puso todo su empeño en detener a la bestia, intentando volver a
controlar las que hasta hacía unos minutos habían sido sus piernas, pero fue
inútil: simplemente podía ser una especie de macabro testigo de lo que la
criatura iba a hacer.
Al fondo de la
calle había un grupo de chicas, niñas de quince o dieciséis años, vestidas con
camisetas de tirantes y pantaloncitos cortos, queriendo aparentar ser mucho más
mayores de lo que en realidad eran. Tomás se esforzó por avisarlas,
previniéndolas de lo que se les venía encima, pero fue inútil.
La criatura se
acercó a las chicas, quedándose parado delante de ellas, mirándolas con
detenimiento y curiosidad, con una sonrisa malévola en los labios de Tomás.
Desde su prisión mental, el verdadero Tomás pudo notarlo.
- ¿Tú qué
miras? – dijo una de las chicas, resuelta, intentando demostrar más valentía de
la que en realidad sentía: Tomás pudo notarlo cuando la vio a través de la
pantalla de cine. No era más que una niña que quería parecer mayor, asustada y
nerviosa. Tomás sintió unas lágrimas que corrían por sus mejillas, llorando por
ella, impotente.
Las chicas se
dieron la vuelta, incómodas. La criatura no se inmutó, mirándolas todavía con deleite.
Algunas de las niñas hicieron gestos de desagrado, envalentonadas, sintiéndose
superiores a aquel tipo raro que las miraba desagradablemente.
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró la criatura, con voz tranquila. La voz resonó en
la prisión mental en la que estaba Tomás. Quizá fue por compartir el mismo
cuerpo y prácticamente la misma mente, pero Tomás entendió las palabras de la
criatura, aunque estaban en un idioma completamente desconocido. A pesar de
ello, no comprendió qué significaba aquel galimatías.
- ¿Qué dices?
– preguntó la chica de antes, con desdén. Aquel tipo les parecía cada vez más
raro, y aunque algunas todavía lo miraban con miedo, unas cuantas contuvieron
risitas divertidas. Tomás deseó que no hubieran hecho eso....
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – repitió el demonio, usando las cuerdas vocales de Tomás,
ligeramente modificadas, quemándose en el proceso. Después se lanzó hacia
adelante.
Cogió por el
cuello a una de las chicas más cercanas, haciendo que las demás gritasen del
susto. La chica que había atrapado aulló de terror, aterrorizada. Cuando la
criatura le quebró el cuello con las dos manos, el grito se truncó.
Tomás había
cerrado los ojos para evitar ver el espantoso espectáculo, pero escuchó el
sonido del cuello de la niña al romperse. Además, la prisión mental en la que
se encontraba se había calentado cuando había comenzado el ataque y había
empezado a oler a azufre. Ambas sensaciones eran horribles.
La criatura dejó caer el cuerpo lánguido y sin vida de la niña y alcanzó
con dos zancadas largas (que cualquier cuerpo humano normal no hubiese podido
hacer sin romperse la pelvis) a la que le había hablado. La cazó por el largo
pelo rubio y tiró de él para agarrarla bien. Cuando la atrajo hacia sí con un
tirón del pelo le atizó un rodillazo en el abdomen, dejando a la chica
aterrorizada y sin respiración.
Con tranquilidad y delicadeza, colocó su mano (la mano de Tomás) en la nuca de la chica, para después golpearla
varias veces, con fuerza y precisión, contra la pared de una de las casas de la
calle. Mientras lo hacía no dejó de recitar su salmo:
- ¡¡Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!!
El resto de las chicas del grupo salieron corriendo en todas
direcciones, gritando asustadas, pidiendo ayuda y llamando la atención de
muchos más peatones que disfrutaban de la agradable noche de verano en la
calle. El demonio sonrió: tenía a mano muchas más víctimas.
* * * * * *
El todoterreno llegó a la plaza de San Pedro, subiendo a toda leche por
la calle Brasilia. Sole detuvo el coche al lado de la basílica. Bajaron los
cuatro casi a la vez, Esteban pegado al lector de radiación sulfúrica,
sosteniéndolo en las manos y sin quitar ojo de la pantalla.
- ¿Por dónde, Esteban? – preguntó Sole, mirando a su compañero. Éste
levantó el brazo y señaló con el dedo estirado hacia la calle Mayor del pueblo.
Los cuatro corrieron hacia allí.
- ¿Eso nos dará la situación exacta del poseído? – preguntó Marta
mientras corrían.
- No, sólo nos indica una aproximación de su localización – explicó Sole
a la carrera. – Las emanaciones sulfúricas se evaden con mucha facilidad, así
que indicar el lugar exacto es muy difícil. Pero tenemos más pistas....
Era cierto. En dirección contraria a ellos venía corriendo mucha gente,
asustada y gritando: parecía que hubiese encierro en el pueblo y ya hubiesen
soltado a los toros.
Marta imaginó que el “animal” que estaba suelto era mucho peor que un
toro, en muchos aspectos. Esteban se detuvo de repente y sus otros tres
compañeros lo hicieron a su lado.
- Por aquí – dijo sin señalar a ninguna calle en concreto. Los demás
miraron en derredor. Por aquella zona estaba el ente. Debían atraparlo para
evitar el derramamiento de sangre y poder desentrañar alguno de los misterios
de aquel caso.
- Quizá sea mejor que nos separemos – dijo Justo, tranquilo. – Puede ser
más peligroso para nosotros, pero abarcaremos más espacio. Lleváis las armas,
¿verdad?
- Están en el todoterreno – contestó Sole, y Esteban le entregó el
lector de radiación para ir corriendo hasta el coche y traer las armas. Los
tres le esperaron, mientras unas cuantas personas más pasaban corriendo a su
lado, huyendo. El soldado apenas tardó tres minutos en volver, con un fusil de
asalto y una pistola automática para Sole y para él. – Muy bien. Esteban, tú
vete con la chica. Yo iré con el agente Díaz. Usa las bengalas para avisarnos
en caso de que lo encontréis. No nos conviene un héroe muerto....
Sole y Justo echaron a andar por la calle Mayor, por la que seguía
llegando gente, aunque cada vez menos. Marta se quedó al lado de Esteban, con
cara de circunstancias, apretando los labios y levantando las cejas.
- Bueno.... – dijo – ¿por dónde empezamos?
Esteban se quedó en silencio todavía un rato más y después le indicó con
un gesto por dónde debían andar. Marta lo siguió con un leve resoplido
resignado. Los dos caminaron por las callejuelas del centro de El Burgo de
Osma, recorriendo la larga calle Pedro Soto hasta llegar a la calle Rodrigo
Yusto. No encontraron ni rastro del poseído, aunque oyeron a bastante gente que
huía corriendo y se cruzaron con un grupo casi al final de la calle, que subía
a todo correr por ella hacia la calle Mayor.
En ese momento Esteban se puso en guardia, con su eterna cara de susto
alerta, los ojos bulbosos sin perder ningún detalle de la calle. Sostenía el
rifle con precisión y caminaba con cuidado, atento a cualquier peligro. Marta
comprendió en aquel momento que su compañero podía ser alguien callado y
aburrido, pero ella estaba segura con él: era un buen soldado.
Escucharon ruidos extraños en una calle cercana y subieron corriendo
otra vez por la calle Pedro Soto para girar a la izquierda por la calle Cruz,
de donde venían los ruidos. Sonaba como latas cayendo al suelo desde un lugar
alto.
La calle estaba desierta, salvo por un montón de placas metálicas que
había en el suelo al lado de una motocicleta volcada de costado. Esteban le
tendió la bengala a Marta antes de entrar en la calle. El soldado avanzó con
mucho cuidado, casi de cuclillas, con el rifle listo. Marta se quedó detrás de
él, apretando con nerviosismo la bengala. La calle estaba extrañamente a
oscuras.
Esteban llegó hasta la motocicleta volcada y comprobó los alrededores.
No había nada. Se volvió a Marta y negó con la cabeza, volviendo hacia ella.
Entonces una sombra cayó tras él. Marta pudo entrever una figura humana,
bastante alta y corpulenta. Tenía el aspecto de un hombre normal, salvo por el
extraño tinte oscuro de su cara. Parecía que se la hubiese embadurnado con
betún.
Marta no pudo avisar a su compañero: la persona que había aterrizado
tras él le agarró por la nuca (con una mano que más parecía una garra) y le
estrelló la cara contra la pared de la casa. Esteban aulló de dolor, con la
cara aplastada girada hacia un lado y la nariz rota sangrándole. Apretó el
gatillo del fusil, por reflejo, lanzando balas al suelo. Marta gritó, asustada,
poniéndose de cuclillas y tapándose las orejas, llorando de miedo. El hombre
misterioso golpeó una vez más a Esteban, dejando después que cayese al suelo.
El soldado se rehizo allí y apuntó al hombre, disparándole en el pecho y el
vientre.
El poseído se sacudió y sangró, al recibir las balas, pero no se inmutó.
Le dedicó una patada en la sien a Esteban y después le pateó la mano, para
desarmarle. El fusil cayó a su lado, a su alcance. Pero no lo cogió. Prefirió
darle patadas y más patadas al hombre caído, en el pecho, en el abdomen y en la
cabeza, con fuerza y con saña, hasta dejarle inconsciente. Una vez que Esteban
estuvo caído en el suelo como un muñeco, el poseído se agachó a su lado, le
cogió la cabeza con las dos manos y le quebró el cuello.
Marta se volvió a tapar las orejas y cerró los ojos, aterrada y
crispada. Apretaba la bengala con la mano derecha y cuando fue consciente de
ello la lanzó al suelo, encendiéndola. La bengala explotó con un resplandor
rojo que iluminó toda la calle y fue visible en prácticamente todo el pueblo.
Con la luz rojiza de la bengala pudo ver al poseído, con los pies llenos
de la sangre de Esteban, la cara y el cuello negros y los ojos rojos y dorados.
Unos ojos que la miraban a ella.
El poseído empezó a caminar hacia ella, con una sonrisa maligna en los
labios. Marta sólo acertó a ponerse a temblar y a sollozar.
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