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3 -
- ¿Se
encuentra bien, señor?
Se quitó la
mano de la cara y miró a quien le había hablado. Era aquel conserje peruano o
ecuatoriano tan agradable. Ramón o Román, no estaba seguro.
- Sí, sí,
estoy bien – contestó sonriendo con amabilidad, aunque en realidad no sentía
eso: estaba jodido, le dolía muchísimo la cabeza y en lugar de sonreír y hablar
educadamente tenía unos irrefrenables deseos de agarrar a aquel sudaca de mierda y romperle la cabeza
contra el mostrador de la conserjería. – Sólo ha sido un dolor de cabeza
pasajero....
Ramón (o
Román, seguía sin poder acordarse) le sonrió y asintió, comprensivo, dejándole
a su aire y volviendo al otro lado del mostrador.
Heriberto
Langa Romanillos siguió su camino, con paso algo inseguro, pero en la dirección
correcta. No entendía lo que le había pasado antes (lo del dolor de cabeza no,
llevaba todo el día igual: lo que le había sorprendido era el cabreo con el
conserje) pero se alegraba de que hubiese sido una sensación pasajera. Él no
era violento, nunca lo había sido, y además aquel conserje era siempre muy
amable con todos los que trabajaban en la oficina. Por otra parte, no se
consideraba racista, así que seguía sin entender aquel arrebato violento y
xenófobo de hacía un momento. Respiró hondo, intentando que la pelota de plomo
que le pesaba dentro de la cabeza se aligerase, sin conseguirlo. Por lo menos,
pensó algo aliviado, el dolor punzante se había calmado.
Heriberto
continuó por el pasillo, cada vez con paso más seguro. Llevaba todo el día con
un dolor de cabeza terrible, que había empeorado después de comer. No sabía si
se debía a las copas de vino que había tomado (demasiadas, se dijo) o a haber comido con su ex-mujer. O a ambas
cosas, ya que si había bebido mucho vino había sido por soportar mejor a la
mala bruja que hasta hacía unos pocos meses había sido su mujer.
Llegó a la
sala de reuniones e intentó sacarse de la cabeza a la arpía de su ex,
intentando concentrarse en lo que allí se iba a tratar. El futuro del proyecto
estaba en juego, acompañado del trabajo de cientos de empleados. Eso sí que le
hacía tener sudores fríos, y no los terribles dolores de cabeza de aquel día:
Heriberto era un rico y acaudalado empresario, dueño de una quinta parte de la
empresa NeviComp, que fabricaba componentes para dispositivos de telefonía
móvil y ordenadores portátiles, además de algunos dispositivos electrónicos
utilísimos en el desarrollo de misiles nucleares y armas inteligentes. A pesar
de todo su dinero, su ex-mujer, su ex-amante (más joven que su ex-mujer), su
actual amante (más joven que su ex-amante y mucho más joven que su ex-mujer),
sus tres coches, su apartamento en el centro de Madrid, su casa en la sierra y
su chalet en la playa, era un buen hombre. La idea de que cientos de personas
se fueran a la calle por una mala gestión de los socios hacía que la camisa
(carísima, de Gucci) no le llegara al cuello.
En la
acogedora sala (forrada de maderas nobles, con varios cuadros carísimos de arte
moderno que no comprendía, enmoquetada en un tono gris perla y con un gran
ventanal que dejaba entrar la luz de la media tarde para que iluminase la
amplia mesa de reuniones) ya estaban los demás socios: otros cuatro hombres
como él, temerosos de Dios, ricos hasta la náusea, divorciados, con el
colesterol alto y algún que otro amago de infarto, charlando de pie al lado de
la amplia ventana. Sólo faltaba el sexto hombre, el presidente de la compañía,
un títere elegido a dedo por ellos cinco.
Se acercó a la
ventana, notando que la pelota de plomo que llevaba en la cabeza desde que se
había despertado se ponía al rojo vivo, volviéndole a provocar un dolor de
cabeza punzante y ardiente. Se llevó la mano a la cara, presionándose los ojos
con los dedos.
- ....y la
demanda está en alza. Por eso es muy importante que la producción no descienda,
aunque simplemente se mantenga – escuchó, mientras llegaba hasta el grupo de
socios. – Heriberto, ¿estás bien?
Heriberto se
quitó los dedos de los ojos y miró a sus compañeros. Tras las estrellitas de
color blanco que aparecieron delante de sus ojos pudo ver a Jorge Antúnez
Losada y Miguel Andrés Rovira Sanz, dos compañeros de la junta. Los dos le
miraban con curiosidad.
- Solamente es
un dolor de cabeza puñetero que me está dando la tarde.... – contestó,
forzándose a sonreír. Mientras, en su cabeza, se formaban imágenes en las que
apuñalaba con saña a sus dos compañeros, utilizando la pluma de oro que llevaba
en el bolsillo de la camisa.
- Mal momento
para un dolor de cabeza....
- Toda la
razón.... – contestó Heriberto, intentando borrar los horribles pensamientos
que su cerebro había invocado. El dolor de cabeza pasó repentinamente, aunque
la bola de plomo seguía pesando y presionando dentro de su cerebro.
- Vamos,
tampoco es para tanto – intervino Miguel Andrés Rovira Sanz, con su siempre
flemática compostura. – La situación se podrá resolver con bastante facilidad,
ya veréis como no hay tanto problema....
- Me encanta
tu optimismo, Rovira, pero las cosas no son tan sencillas.... la situación está
muy mal....
- Muy mal....
– musitó Heriberto. En realidad no estaba dando la razón a Jorge Antúnez
Losada. Heriberto tenía otras cosas en la cabeza.
* * * * * *
- ¡¡Otro punto
rojo!! – anunció Marta Velasco Iglesias, la técnico que había registrado la
aparición del primer punto parpadeante aquella misma tarde. – Esta vez es en Madrid....
¡También parpadea!
- ¡¡No lo
pierda de vista!! – aulló el general Muriel Maíllo, avanzando desde el fondo de
la “Sala de Luces” con decisión. – ¡¡Márquelo, monitorícelo y analice el
sistema!! ¡¡Quiero confirmación de que es un aviso real y no un fallo que se ha
repetido!!
El general
llegó como un tren mercancías a la barandilla que había delante de la pantalla,
y que no permitía acercarse a ella más cerca de tres metros. Muriel Maíllo no
quitaba la vista del grupo de luces que formaban el nuevo punto, parpadeando
con una cadencia lenta, dentro de la comunidad de Madrid. El general contuvo el
aliento: parecía que el punto se encontraba dentro de la capital.
- No hay
errores en el sistema, señor – contestó Marta Velasco Iglesias, después de
poner en marcha el motor de análisis del sistema y comprobar el resultado en su
consola. – El parpadeo es normal.
- Vuelva a
comprobarlo.... – pidió el general, con voz queda. Las dos circunferencias
verdes aparecieron en la pantalla, rodeando el nuevo punto rojo, que parpadeó
una vez más y se detuvo, quedándose fijo. Siete
veces, pensó el general. Ha
parpadeado siete veces.
- Muy bien,
señor – contestó Marta Velasco Iglesias, volviendo a teclear en su ordenador,
volviendo a analizar el sistema en busca de fallos.
- Está situado
en Madrid, en el barrio de Fuencarral – dijo otro técnico, tres cubículos más a
la izquierda del de Marta.
El general
Muriel Maíllo consultó su reloj de pulsera, calculando las horas que separaban
el primer evento de aquel último. Tan
sólo han pasado algo más de tres horas....
El general se
dio la vuelta, dejando de mirar la pantalla que poca información le podía dar
ya, dirigiéndose a la consola de Marta Velasco Iglesias y deteniéndose allí,
mirando la pantalla del ordenador de la técnico.
- No hay
fallos, señor.... – dijo la mujer, con voz tímida. El general se mantuvo
inmóvil durante un momento y luego asintió, la boca apretada bajo el mostacho
gris.
- Bien. Vuelva
a hacer un análisis, esta vez de toda la interfaz, y comuníqueme el resultado en
cuanto termine.... – ordenó, con la voz
grave y serena, pero con los ojos preocupados. Después se dio la vuelta y
salió de la sala.
Marta Velasco
Iglesias lo miró marchar y después se volvió a mirar al técnico que estaba tres
cubículos más a la izquierda que el suyo. El hombre le estaba mirando, algo
nervioso, pero consiguió sonreír hacia ella y le dedicó un asentimiento de ánimo. La
mujer se levantó y caminó por el pasillo que había frente a la pantalla de
luces: a ambos lados tenía filas y filas de terminales ocupados por técnicos
trabajando: tan sólo una cuarta parte de ellos había presenciado la aparición
del último punto rojo.
La técnico se
detuvo en otro terminal, atendido por una mujer bajita con grandes gafas
cuadradas.
- Mónica,
¿puedes hacer tú el análisis de la interfaz? – preguntó. La otra mujer asintió,
sin cambiar el gesto de la cara. – ¡Muchas gracias! Te debo una....
Y salió de la
sala, en pos del general.
- ¡General!
¡General! ¡Señor! – lo llamó desde lejos, antes de alcanzarle. El general bajó
el ritmo de sus zancadas, pero no se detuvo. Marta lo alcanzó después de la
carrera, poniéndose a su lado y manteniendo el ritmo gracias a sus largas
piernas. – Señor, tengo que hablar con usted.
- ¿Ya ha hecho
el análisis que le he pedido? – replicó el general. Normalmente era alguien
exigente pero amable: Marta imaginó lo preocupado que estaba.
- Está en
ello, señor.... – contestó, sin mentir demasiado. – Tengo que hablarle sobre
lo que está ocurriendo....
- ¿Y qué está
ocurriendo? – preguntó el general, mirándola un instante, sin dejar de andar,
con tono de broma. – Yo aún no lo sé....
Marta sonrió a
su vez, a la par que el general.
- Bueno, creo
que puedo imaginar qué ocurre.... – admitió la mujer, con humildad.
El general
sonrió ligeramente, mirando hacia adelante, para que Marta no pudiese verlo.
Marta Velasco
Iglesias era una de las técnicos con mejor historial de la agencia, el general
lo sabía bien. Lo sabía porque llevaba mucho tiempo observándola y, desde hacía
un par de meses, investigándola. El departamento de personal llevaba dos meses
haciendo una evaluación interna para seleccionar un grupo de agentes (no más de
ocho, pero no menos de cinco) para ascenderlos a investigadores de campo a
jornada completa. El general, como director de la agencia y uno de los agentes
que más trato tenía con todo el personal, formaba parte de la comisión
evaluadora. Marta Velasco Iglesias era una de las candidatas mejor
posicionadas.
- ¿Y qué cree
que ocurre? – preguntó.
Marta tomó
aire intensamente antes de contestar.
- Tenemos dos
posibles posesiones en poco más de tres horas – empezó a enumerar. – Han
ocurrido en una zona cercana: una en la provincia de Ávila y otra en Madrid.
Creo que nos podemos encontrar ante una ola de posesiones. Y si tenemos buena
suerte no serán infernales.
- ¿Una ola? –
preguntó el general, algo asombrado. Había bajado el ritmo de sus pasos:
seguían andando por los pasillos de la ACPEX, pero bastante más despacio. – Dos
eventos aislados y sin relación confirmada no parecen suficientes para
calificarlos de una ola de posesiones....
- Es cierto,
señor....
- Y además,
¿infernales? – comentó, con sorna. – No caiga en histerismos propios del populacho,
señora Velasco. No es adecuado hacer conjeturas sin una base sólida
fundamentada en pruebas....
- Por eso creo
que lo correcto sería enviar a un equipo de investigadores a recopilar datos y
pruebas sobre las.... presuntas posesiones....
- ¿Y qué cree
que pretendo hacer? – comentó el general, deteniéndose en el pasillo. No
sonreía, pero sus ojos parecían risueños al mirar a la técnico.
- Supongo que
iba a decidir quién sería el agente más adecuado, consultando los listados de
misiones para ver quién está destinado en alguna de ellas y quién está
libre.... – dijo Marta, nerviosa. Tragó saliva y se la jugó. – Querría ser la
designada, señor.
- ¿Usted? – se
asombró el general, aunque no demasiado. Como Marta miraba al suelo se permitió
otra sonrisa fugaz. Después volvió a echar a andar, siendo seguido por la
mujer. – Usted no tiene experiencia de campo, tan sólo es una técnica de la
“Sala de Luces”. Admito que es muy buena en su trabajo, pero....
- He trabajado
en tres casos como agente de apoyo – se defendió Marta, sabiendo cuáles eran
sus logros y usándolos. – Sé que no es lo mismo que trabajar como investigadora
o en un equipo de campo, pero recibí muy buenas evaluaciones de los agentes que
fueron mis superiores.
- Recibí los
informes, señora Velasco – aceptó el general, en realidad divertido con
aquello. Ya había tomado una decisión hacía rato, pero quería comprobar una
cosa. – Y sus notables resultados le ayudarán a participar en algún caso más
como agente de apoyo y quizá en unos años logre llegar a investigadora de
campo.
- Señor, con
el debido respeto, yo he sido quien ha recibido los dos avisos, y quien los ha
investigado en primera instancia – dijo Marta, defendiéndose. – Sé que eso no
convierte el caso en mío, pero al menos podría servir para que siguiera
trabajando en él, aunque fuese como “agente de oficina” – dijo Marta, usando el
apelativo que se usaba en la agencia para designar a los agente de apoyo, los
que ayudaban a los agentes de verdad que investigaban en el terreno.
- Creo que no
podrá ser.... – dijo el general deteniéndose otra vez. Marta lo hizo a su lado,
sin poder evitar una mirada decepcionada y enfadada. – Las cosas en la ACPEX no
se hacen así. Este caso no será suyo, lo lamento. Tengo que comprobar si el
agente Justo Díaz Prieto está libre: él será el encargado. Usted sólo lo
asistirá en el terreno.
Marta tardó un
instante en darse cuenta de lo que significaban las palabras del general.
Entonces lo miró con los ojos abiertos y una sonrisa alegre en los labios.
- ¿Cómo dice?
- Usted
figurará como agente de apoyo, aunque trabaje en el terreno con el agente Díaz
Prieto. Seguirá sus órdenes y aceptará su liderazgo....
- ¡Por
supuesto, por supuesto! – saltó Marta, loca de contenta, incapaz de contenerse
y lanzándose a abrazar al general. – ¡Gracias, señor!
- Pero antes –
dijo el general con su grave voz, poniéndose serio, logrando mantener su
sonrisa escondida – debe responderme a una pregunta. Y debe responderme bien,
señora Velasco....
- Adelante –
dijo Marta, sin que se le pasara por alto que su superior no había utilizado el
término “agente” para referirse a ella. Todavía no.
- ¿Por qué
tiene tanto interés en ser agente de campo tan pronto? ¿Por qué no esperar a
seguir el ritmo normal para ascender hasta llegar a ser investigadora? –
inquirió el general, muy serio. No quería cometer los mismos errores que con el
agente Guijarro Teso.
Marta lo pensó
un instante antes de contestar, resistiendo la mirada certera del general
Muriel Maíllo.
- Sé que soy
buena en este trabajo y que puedo hacerlo mejor siendo investigadora –
respondió al final. – No es tan fácil para una mujer ascender en ningún
trabajo, pero para una mujer que empieza como técnico en esta agencia es mucho
más difícil. Sólo quiero hacer méritos para poder ascender. Quiero llegar a lo
más alto en la ACPEX.
El general
Muriel Maíllo casi suspiró tranquilo al escuchar la respuesta.
- Me alegra
oír que tan sólo se trata de su obsesión por ascender lo que la empuja –
comentó, con ironía. Al menos aquella motivación, aunque moralmente discutible,
era sincera. – Si hubiese contestado otra cosa, quizá más sentimental, hubiese
dudado. El caso es del agente Díaz Prieto, y suyo.
Marta no pudo
contenerse y volvió a abrazar al general Muriel Maíllo.
* * * * * *
- ....por lo
tanto, es imposible no despedir a algunos trabajadores. La cuestión es que sean
los menos posibles.
Los otros tres
socios mayoritarios y el presidente de la compañía asintieron. El cuarto socio
no respondió a la reciente intervención de Jorge Antúnez Losada.
Heriberto se
sentía mucho peor que hacía un rato, antes de que empezase la reunión. Mientras
esperaba que llegase el presidente no dejó de sentir aquel peso en la cabeza,
la bola de plomo que le presionaba desde dentro, pero al menos no sufrió
ninguno de aquellos dolores punzantes y puntuales. Cuando el presidente llegó y
se sentaron a la mesa de juntas, todo siguió bien.
Pero desde
hacía unos minutos, la bola de plomo se había vuelto a calentar al rojo vivo,
haciendo que la cabeza le reventase de dolor. Le molestaban las intervenciones
de los hombres que estaban con él, le molestaba la luz que entraba por el amplio
ventanal, le molestaba el frío del agua que se había servido en el vaso vacío
que tenía ante él y que había bebido intentando aliviar el dolor de cabeza que
le desgarraba el cerebro.
Se apretó los
ojos con los dedos, clavándose las uñas en los párpados, pero era tal el dolor
de cabeza que ni siquiera las notó hincándose en la delgada capa de piel.
- Parece que
no hay más que hablar. Es evidente que los despidos son prácticamente inevitables
– intervenía en ese momento el presidente de la compañía. Heriberto se quitó
los dedos de los ojos y lo miró. Nunca había odiado tanto a una persona como en
ese momento. Si hubiese podido le hubiese pateado la cara, aunque no sabía por
qué. – Lo que debemos hacer es decidir de qué departamento.
- El más
numeroso es el departamento contable – intervino Miguel Andrés Rovira Sanz,
sentado a su derecha. – Podemos eliminar veinte empleados sin problema.
- Con otros
diez empleados menos creo que sería suficiente y capearíamos el temporal.... –
opinó otro socio, Guillermo Barrado González.
- Podrían ser
de fabricación – opinó Jorge Antúnez Losada. – Dos o tres de cada línea de
producción....
- Podría ser
una solución – dijo el presidente, visiblemente aliviado por lo fácil que se
había resuelto todo. – Ahora sólo queda votar....
Todos los
miembros de la mesa alzaron la mano, de acuerdo. Todos menos Heriberto.
- Heriberto.
¿Se encuentra bien? – se interesó el presidente.
Heriberto (el
cuerpo del que antes era Heriberto) se quitó la mano de los ojos y miró a los
presentes con sus nuevos ojos rojos, de iris dorados.
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre.
- ¿Qué? – dijo
el presidente, atónito.
- ¿Qué cojones
te pasa? – bromeó Antúnez Losada, riendo.
En ese
instante llamaron a la puerta y el conserje ecuatoriano entró en la sala,
empujando una mesa con el servicio del café. Heriberto lo vio y (la pequeña
parte consciente que todavía quedaba de él) se dio cuenta de que lo que se
había apoderado de él se enfurecía.
Saltó encima
de la mesa y corrió a cuatro patas por ella, a toda velocidad, en una mezcla de
simio y guepardo. Saltó al suelo, al lado de la mesa del café. Cogió la
cafetera de cristal y golpeó en la cara del conserje, rompiéndolas (cafetera y
cara) y quemando al hombre con el café recién hecho. Con los restos de la
cafetera en la mano, mientras el conserje gritaba desde el suelo con las manos
en la cara, la bestia con el cuerpo de Heriberto se volvió hacia el presidente
y le rajó el cuello con el filo del cristal. El hombre empezó a sangrar sobre
la mesa mientras el resto de socios se ponían en pie, asustados y alarmados.
- ¡¡Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!! – aulló, lanzándose hacia ellos con las
manos por delante.
Con ansias de
matarlos a todos.
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