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Justo Díaz
Prieto bajó de su viejo coche, un R-11 inmaculado, limpio y muy bien cuidado.
Pasó por debajo de la cinta amarilla, sujetándose el sombrero para que no se lo
tirara, y enseñó su acreditación al policía que había en el portal. Era un
chico joven, que apenas dedicó un vistazo a la tarjeta que le mostró. El
resultado fue que le dejó pasar sin más vacilaciones.
Justo subió
las escaleras, con paso tranquilo, hasta el tercer piso. La policía había
desconectado el ascensor para que ningún vecino pudiese salir del bloque. Había
policías en cada descansillo de las escaleras, vigilando con el mismo
propósito.
Justo llegó
hasta el tercer piso y vio que la puerta del A estaba abierta y varios policías
pululaban por allí. Se dirigió hacia ella y volvió a sacar la cartera,
abriéndola para mostrar su acreditación de nuevo.
- No puede
pasar, señor – le dijo un policía que había en la puerta, bastante fornido y de
mirada inteligente.
- Soy de la Jefatura
Central de Homicidios – aseguró Justo Díaz Prieto, sin inmutarse: la falsa
acreditación lo aseguraba así. – Me han enviado para hacer una valoración del
suceso y ayudar a la policía local en lo posible....
El policía
miró la acreditación con mirada incrédula (Justo estaba tranquilo: aunque fuese
falsa estaba hecha por organismos oficiales) y lo dejó pasar al cabo de un
instante. Justo le agradeció con un gesto de la cabeza.
El apartamento
era un lío de hombres uniformados. Había también un par de personas (un hombre
y una mujer) de la policía científica, tomando muestras y fotografiando las
pruebas. Justo vio un cadáver en el suelo del salón, una mujer joven de pelo
rizado, dispuesto alrededor de la cabeza como una corona. Tenía la cara
amoratada y el cuello retorcido, con marcas rojas de dedos. Era evidente cómo
había muerto.
Al fondo del
salón había una ventana abierta, por la que se asomaba un policía. Justo se
acercó allí, con paso tranquilo, con cuidado de no pisar el cadáver, ni las
manchas de sangre ni otras posibles pruebas. Llegó hasta la ventana y sonrió
ligeramente al agente que estaba allí. El hombre, de aspecto insignificante, se
apartó para que el hombre mayor pudiese asomarse. Justo lo hizo y vio otro
cadáver, en la calle, reventado en la acera. Había más cinta amarilla y agentes
de la policía.
Estaba claro
que aquello se salía de lo normal en la rutina habitual de la pequeña ciudad.
La policía estaba volcada en ello.
Y, quizá, desconcertada.
- ¿Qué hace
usted aquí? – preguntó una voz a su espalda.
Justo se giró,
separándose de la ventana (el otro policía, el que antes estaba asomado, volvió
a mirar hacia abajo: parecía que el horrible espectáculo le entretenía),
mirando de frente al agente que le había hablado. Era un hombre de unos
cuarenta y pocos años, bien parecido, vestido con traje y mirada seria y dura.
El agente de
la ACPEX volvió a sacar su cartera y le mostró su acreditación falsa,
acompañándola con una sonrisa conciliadora.
- Soy Justo
Díaz, de la Jefatura Central de Homicidios. Me han enviado para hacer una
valoración general y para echarles una mano, si lo necesitan....
- ¿La jefatura
central de qué? – preguntó el policía (Justo pensó que era un subinspector),
cogiendo la cartera y mirando la acreditación de cerca. – ¿De qué cojones me
está hablando?
- Tenga mi
tarjeta – dijo Justo, sin perder la calma, tendiéndole un rectángulo de
cartulina. – El primer número es el mío personal. El segundo, el que aparece
con la extensión, es el de la oficina. Puede preguntar por mi superior, don
Alejandro Muriel Maíllo....
El policía de
traje miró la tarjeta con ojos incrédulos, se la guardó en el bolsillo de la
chaqueta y después volvió a mirar a Justo, con mirada poco amistosa.
- ¿Qué es lo
que quiere? – preguntó, molesto.
- Le diré lo
que no quiero: molestar. He venido a hacer mi informe, y a ayudar en la medida
que lo necesiten o que pueda – sonrió, pero el subinspector no le devolvió la
sonrisa. Dos o tres agentes de policía que había por allí le miraron también
con desdén. – Si puede informarme de lo que ha ocurrido aquí....
El subinspector
lo miró un instante más, sin hacer ningún gesto, para acabar suspirando y
señalar a un agente que había allí cerca.
- Ramírez,
venga aquí. Informe al señor.... – consultó la tarjeta que Justo le acababa de
entregar –....Díaz del suceso. Pero que no moleste.
Justo
reconoció al policía que estaba en la puerta del piso cuando él entró, el
hombre fornido de mirada inteligente. El tal Ramírez se acercó y miró a Justo
muy serio, pero le tendió la mano para que la estrechara. Justo lo hizo y
recibió un apretón fuerte y firme.
Como a él le
gustaba.
- Díaz, ¿no es
así? – preguntó. Tenía el semblante serio, pero no parecía molesto ni cabreado.
Simplemente aquella era su cara de serie, pensó Justo.
- Llámeme
Justo, si no le importa.
- Muy bien –
dijo el policía. Seguía serio, pero su voz era ligeramente amable. Justo no se
había equivocado al ver inteligencia en sus ojos. – ¿Qué es lo que quiere
saber?
Los dos
hombres pasearon por la sala, acercándose al cadáver en el que todavía se
atareaban los de la científica.
- Pues, por
ejemplo, ¿quién era la víctima?
- Se llamaba
Lorena Mazas Acebes. Ella no vivía aquí, la casa era de una amiga.
- ¿La otra
víctima? – aventuró Justo. Había sacado un pequeño bloc y estaba tomando unas
pocas notas.
- Sí –
contestó Ramírez, mirando hacia la ventana. – Ella se llamaba María del Carmen noséqué. Ésta era su casa. La tal Lorena
llamó a Urgencias pidiendo una ambulancia para una amiga suya que se encontraba
mal. La llamada se realizó desde esta casa, así que suponemos que la enferma era
la dueña del apartamento.
- ¿Saben qué
ocurrió aquí?
Ramírez negó
lentamente mientras miraba al suelo. Antes de hablar se volvió a Justo y lo
miró a la cara.
- Hasta que
los de la científica no recojan sus muestras y hagan su magia, no tendremos confirmación, aunque yo creo que la de la acera
estranguló a su amiga y después se tiró por la ventana, quizá se arrepintió. A
veces la gente hace barbaridades en un arranque de cólera y después se
arrepiente, cuando les vuelve la cordura....
Justo asintió.
- ¿Hay
testigos?
- Tres o
cuatro peatones dicen haberla visto tirarse – dijo Ramírez, con voz nada
convencida. – Para mí que ya la vieron en el suelo, pero la gente es muy
morbosa. Hay una anciana que hasta asegura que gritó algo antes de lanzarse al
vacío.
- ¿Qué dijo?
- La vieja no
lo sabe – contestó Ramírez, despectivo. – No lo entendió: dice que hablaba en extranjero.
La sonrisa
divertida de Ramírez se contagió a Justo, que anotó algo en el bloc y después
levantó la vista hacia la pared.
- ¿Y eso? –
dijo, señalando con el boli.
- Está pintado
con rotulador: los de la científica lo han encontrado por el suelo. Hemos
llamado a los de criptografía, a ver si reconocen el símbolo, pero no sabemos
qué es.
Justo sacó el
móvil del bolsillo de la gabardina (no le gustaban aquellos chismes, pero había acabado
reconociéndose que eran bastante útiles a veces) y le hizo una foto al extraño
símbolo que había dibujado con trazos fuertes sobre la pared pintada.
- Sólo espero
que no se trate de la marca de un asesino en serie.... – comentó Ramírez. El
tono de voz del policía fue lo que le puso la piel de gallina al agente de la
ACPEX.
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