jueves, 17 de abril de 2014

Anäziak (9) - Capítulo 6

- 6 -

A pesar de que ya era tarde y los cuerpos ya habían sido retirados, Marta se sintió incómoda en el arco del puente de Alcántara, a tiro de piedra de la ciudad medieval de Toledo.
Como había ocurrido en la sala de autopsias, Justo parecía encontrarse cómodo y en su elemento. Marta empezaba a entender por qué aquel hombre de aspecto tan normal (tan insulso, quizá) era uno de los mejores agentes de la ACPEX.
Marta caminó por el lugar, mirando alrededor, intentando no fijarse en los charcos de sangre, práctica-mente secos, que había en el empedrado. Justo, por su parte, iba de uno a otro, sin levantar la vista del suelo. Marta se dirigió al murete de piedra que había en lo alto del terraplén de la orilla del río, observando atentamente el dibujo que había allí.
Era exactamente igual que el que habían visto en las fotos que el forense les había enseñado en Madrid y que el que Justo había visto y fotografiado con el móvil en Ávila.
- Es igual, ¿verdad? – le preguntó Justo desde la espalda. Marta se giró y le asintió. El hombre se acercó con paso calmado, sacando el móvil del bolsillo de la gabardina (que no se había quitado a pesar del calor) y se lo pasó a la mujer, para que los comparara.
- Siete rombos, cada uno de ellos formado por tres distintos concéntricos, podríamos decir – explicó Marta, paso a paso, comparando la fotografía del móvil de Justo con el dibujo hecho con sangre del muro de piedra, – unidos por líneas bastas que unen los vértices de los diferentes rombos. Abajo hay una especie de nudo entre cuatro rombos y arriba una línea en zig-zag con los tres restantes.


- Y la línea se corta cuando sigue hacia la izquierda – terminó Justo, mirando por encima del hombro de Marta. – Exactamente iguales. Parecen dibujados por la misma persona.
- O criatura.... – musitó Marta.
Justo rió ligeramente, sin ánimo de ofender.
- ¿Qué le parece tan gracioso? – se quejó la mujer, algo picada en su amor propio. – Estos asesinatos, tan parecidos unos a otros, separados unos de otros por tantos kilómetros, bien pueden haber sido realizados por alguna criatura.... Es la opinión del general.
- El general Muriel Maíllo siempre se pone en lo peor – explicó Justo, con paciencia. – Es su trabajo. Para eso estamos los investigadores de campo, para demostrar que nos enfrentamos a un simple caso de homicidio o que el general tiene razón y es un apocalipsis de proporciones bíblicas. Por ahora nada indica que las causas de estos asesinatos sean de origen paranormal: todo puede deberse a la macabra labor de los seguidores de una secta algo descarriada.
Marta lo pensó con calma: al fin y al cabo estaba allí para aprender. Se dio cuenta de que Justo tenía razón.
- Y entonces, ¿ahora qué hacemos? – preguntó Marta.
Justo miró su reloj y suspiró.
- Yo propongo que vayamos a comer algo: son las siete y hemos venido hasta Toledo sin comer. Con el estómago lleno veremos las cosas más claras.... – el hombre cogió de nuevo su móvil de manos de la chica y lo guardó en el bolsillo. Después caminaron los dos juntos y pasaron por debajo de la cinta amarilla para abandonar la escena del crimen. – Después, y lamentándolo mucho, tendremos que ir al depósito, a ver qué nos cuentan de las autopsias de las víctimas. Va a tener que pasar por lo mismo otra vez.
- Supongo que es la única forma de acostumbrarse.... – suspiró Marta. Justo sonrió a su lado.

* * * * * *

Silvia Manso Poncela se estiró sin ningún reparo en medio de la calle, cuando salió de la oficina de turismo de Segovia. Había sido un día muy largo y muy atareado, y su espalda le pedía a gritos un respiro.
- Vaya día – le dijo su amiga y compañera de trabajo Lucía Morales Guisado, que estaba en la calle a su lado. – Pensé que no terminábamos nunca.
- Ya te digo – contestó Silvia Manso Poncela, moviendo el cuello con cuidado de un lado para otro. Había estado todo el día de pie, atendiendo a los turistas que aquel sábado se habían acercado a Segovia para visitarla, inclinada sobre el mostrador de la oficina de turismo y sobre los mapas y folletos que entregaba a los visitantes. Tenía el cuello molido y la espalda doblada, así que lo único que tenía ganas de hacer era irse a casa y tumbarse en el sofá. Ya decidiría si veía la tele, se echaba a dormir o qué otra opción, pero lo que estaba claro era que quería tumbarse y descansar.
- ¿Vamos a tomar algo antes de irnos a casa? – propuso en ese momento su amiga Lucía Morales Guisado, como si hubiese leído el pensamiento de Silvia y quisiese borrarle las ideas de descanso que tenía en mente.
- ¡Buuufff....! No, tía, lo siento.... Lo que me apetece es irme a casa a descansar.... Estoy molida....
- ¡Vamos! – rogó Lucía Morales, con voz de súplica. – Sólo una caña, en el bar de Luis. Así le vemos y charlamos un rato – suplicó su amiga, haciendo que Silvia sonriese: Lucía estaba coladita por Luis y llevaba todo el verano realizando diversas estratagemas para quedarse con él. – Una caña, sólo eso, media hora como mucho, lo prometo.
Silvia suspiró.
- Está bieeeen.... – aceptó, con tono de mala gana, aunque la verdad era que Luis le caía muy bien (se conocían desde los quince años) y no le importaría tomarse una caña antes de irse a casa: a lo mejor la cerveza le ayudaba a quedarse dormida antes.... No sabía por qué sería, pero llevaba toda la tarde con un mareo terrible. Hacía mucho calor en la calle, pero en la oficina de turismo, gracias al aire acondicionado, se estaba bastante fresco. No estaba segura de cuál era la causa, pero el resultado era que su cabeza parecía dar bandazos de un lado a otro. Estaba completamente mareada.
- ¡Bien! Gracias, tía. Te debo una – dijo Lucía, con una gran sonrisa de oreja a oreja.
- Me debes muchas.... – bromeó Silvia, a pesar de que al volver a andar la cabeza había vuelto a darle vueltas.
Las dos chicas se detuvieron de repente en mitad de la plaza, delante del famoso acueducto. Un hombre viejo, un vagabundo, vestido con ropas sucias y rotas, y con la cara cubierta por la barba y una capa de suciedad, se había acercado a ellas y se había plantado delante, a menos de un metro, mirándolas con ojos fanáticos.
- Mi señora, soy vuestro humilde siervo.... – dijo, con voz cascada y rastrera, fijando los ojos en Silvia. La chica lo miró con repugnancia, sin escuchar realmente lo que le había dicho: bastante tenía con no vomitar al olerle.
- Vamos, Silvia.... – dijo Lucía, cogiendo a su amiga del brazo y tirando de ella delicadamente, para rodear al mendigo y poder largarse al bar de Luis. Pero el mendigo no dejaba de mirar a Silvia.
- Me postro ante usted y me humillo ante el canal que todo lo puede – dijo en ese momento el mendigo, echándose al suelo de rodillas y encogiéndose hasta tener la cara en el suelo, en una reverencia exagerada. Las dos chicas lo miraron cada vez más asombradas y asustadas. – Ruego vuestra misericordia y os ofrezco mi ayuda, mi señora....
Las dos chicas rodearon al vagabundo encogido en el suelo y siguieron su camino, inquietas, pero sin mirarle más.
- Joder, qué tío más raro.... – empezó a decir Lucía, cuando se habían separado de él unos metros. Entonces Silvia se detuvo, vacilante en medio de la plaza.
Empezó a balancearse de un lado a otro, perdiendo el sentido. Sufrió un mareo terrible, como si su cerebro hubiese naufragado en un mar agitado dentro de su cráneo. Los ojos se le pusieron en blanco y cayó todo lo larga que era en el suelo adoquinado de la plaza frente al acueducto.
- ¡¡Silvia!! – se alarmó su amiga Lucía, acercándose a ella, arrodillándose a su lado para darle la vuelta y mirarle la cara, tomándole el pulso en el cuello. Silvia no temblaba ni tenía convulsiones, simplemente se había desvanecido, perdiendo el sentido. Lucía le notaba la piel caliente (como si tuviera fiebre) y la cara estaba más oscura que antes, volviéndose casi negra. Lucía se asustó, pensando que su amiga había dejado de respirar, pero entonces se dio cuenta de que el pecho de Silvia seguía moviéndose arriba y abajo, acompasado con la respiración constante y normal.
Atenta a su amiga, Lucía no se dio cuenta de que el mendigo se había incorporado y se alejaba de allí a toda prisa, sin quitar ojo de Silvia, lanzando agradecimientos y plegarias hacia lo alto.
- ¡¡Ayuda!! ¡¡Ayuda, por favor!! – pidió Lucía, todavía en el suelo con la cabeza de su amiga Silvia en el regazo. Varias personas que caminaban por la calle (hacía buen tiempo, era sábado y los bares y terrazas estaban abiertos) se acercaron a ver qué ocurría y a echar una mano.
Pero en ese momento Silvia abrió los ojos.
Aunque ya no parecían los suyos.
Eran completamente rojos, con el iris de un tono dorado brillante. Su cara y su cuello se habían vuelto muy oscuros, con un tono grisáceo o negro, como si de repente se hubiese cubierto de una fina capa de petróleo, como si se hubiese extendido por la piel crema de Nivea, pero de color negro. Lucía notaba el calor que desprendía su cuerpo.
Silvia (el cuerpo de Silvia, al menos, manejado por quien fuese) se puso en pie y miró alrededor, algo confusa. Sin embargo su cara estaba seria, con los ojos abiertos desmesuradamente, enseñando ligeramente los dientes. Lucía se asustó, pero no fue capaz de moverse, quedándose de rodillas en el suelo.
La que antes fue Silvia giró en redondo, mirando a los transeúntes que se habían ido acercando: todos se habían frenado en el sitio, cuando la chica de mirada tan extraña se había levantado del suelo de un brinco.
- Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró, con una voz extraña que no correspondía con la de Silvia.
- ¿Qué? – farfulló Lucía, completamente desorientada y aterrorizada. No entendía qué le había ocurrido a su amiga, pero cada vez parecía peor.
La chica del rostro oscuro se dio media vuelta y miró a la chica arrodillada en el suelo, que hasta hacía unos segundos (cuando no había perdido la conciencia ni el control de su cuerpo) era su amiga. La contempló durante unos segundos, quieta y tranquila, y luego se acercó a ella de tres zancadas, a una velocidad pasmosa. Cuando llegó hasta ella le atizó una patada brutal en la cara.
Lucía se vio lanzada hacia atrás, mientras notaba una explosión en su boca. Notó un dolor horrible en los dientes, notó la sangre que salía de su labio abierto derramarse por su barbilla y por el cuello, empapando el pecho de la camiseta. La gente de la calle, los pocos que se habían acercado para ver si podían ayudar, se asustaron ante tan violento ataque, y salieron corriendo cuando la chica que estaba de pie siguió pateando a la otra, que sangraba tirada en el suelo de adoquines.
Los testigos huyeron corriendo en todas direcciones, gritando asustados, llamando a gritos a la policía, mientras la que antes fuera Silvia aprovechaba que Lucía estaba tendida en el suelo para lanzarle patadas terribles, en el vientre, en el pecho y en la cabeza. Pronto la sangre corrió por los adoquines.
- ¡¡Prest, smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!! – gritaba una y otra vez, mientras seguía pateando el cuerpo (el cadáver ya) de la que había sido su amiga.
De repente se detuvo, como fulminada por un rayo. Se acuclilló al lado de la chica muerta y mojó el dedo meñique de la mano izquierda en la sangre del suelo, poniéndose a dibujar compulsivamente un ideograma al lado del cuerpo, en la piedra, con trazos rápidos pero precisos, como si tuviera el dibujo grabado en la mente y se limitara tan sólo a traspasarlo a la piedra.

* * * * * *

- Estamos ante la misma situación – dijo Justo nada más salir de la sala de autopsias, quitándose los guantes de látex. A su lado, Marta no tuvo que quitarse ningún guante porque no había tenido intención de tocar ningún cadáver: incluso había estado con las manos en los bolsillos del pantalón vaquero, para evitar que sus manos tocaran por accidente cualquier parte de un cuerpo muerto. – Un chico muerto a golpes en el cráneo contra un muro de piedra; una chica estrangulada y con los ojos reventados; un mendigo con el cuello y la espalda rota al caer desde una altura considerable. El mismo símbolo dibujado con sangre en la piedra del muro.
Justo se quedó callado, pasándose la mano por la boca y el mentón mal afeitado, pensativo. Marta suspiró, sin saber qué más añadir. Empezaba a pensar que de nada servía su presencia allí. Poco tenía para aportar.
Justo lo había resumido todo muy bien. En todos los casos uno de los cadáveres había matado al resto de las víctimas para suicidarse a continuación (habían encontrado epiteliales de la chica de Toledo en las uñas del mendigo y Justo había llamado al subinspector Mendoza, de Ávila, para preguntarle por algunos detalles más del caso y éste le indicó que lo mismo ocurría con la chica que se había lanzado desde la ventana de su casa: en sus uñas había restos de ADN de la amiga que había muerto estrangulada). En los tres casos habían dibujado un extraño símbolo o ideograma en una superficie cercana (el despachurrado en la acera de Madrid y el mendigo de Toledo tenían la yema del dedo índice de la mano izquierda tintada de sangre y la chica suicida de Ávila había dejado las huellas de su mano izquierda en el rotulador permanente encontrado sobre la alfombra del salón de su casa) y en los tres casos el dibujo era idéntico. El tamaño variaba, pero las proporciones eran las mismas: como había dicho Marta en el anterior instituto anatómico-forense, parecían dibujados por la misma mano, algo que habían comprobado que no había sido así.
Aquello cada vez apuntaba más a un caso paranormal.
- Yo creo que.... – empezó a decir Marta.
- Ya lo sé – la cortó Justo, la primera vez que le escuchaba un tono seco. – Todo indica a sucesos paranormales, probablemente posesiones. Pero realmente no tenemos ninguna confirmación que apoye esa hipótesis: por ahora todos los casos pueden ser de simples homicidios. Horrorosos y muy bestias, pero homicidios al fin y al cabo.
- ¿Y lo de los ojos? – preguntó Marta, queriendo convencer al agente veterano y salirse con la suya.
- Es el punto que más sostiene su teoría – le concedió Justo, – pero también podría ser un efecto secundario inducido por alguna clase de droga alucinógena, o una especie de “maquillaje” que se ponen para cometer sus crímenes. Creo que aún no podemos descartar la teoría de que se trata de asesinatos rituales de alguna especie de secta, al menos mientras no tengamos los análisis toxicológicos de todas las víctimas....
Marta tuvo que asentir. Aunque le molestaba un poco, Justo tenía razón.
- ¿Vamos a comisaría a ver lo del móvil? – preguntó, queriendo congraciarse con el agente veterano.
El forense de Toledo les había contado que la policía había encontrado un móvil cerca del cadáver de la chica, que al parecer había registrado parte del ataque. Marta no sabía cómo había sido posible, pero valía la pena revisarlo para ver si sacaban algo en claro.
- Sí, es verdad, vamos para allá.
Se acercaron hasta la comisaría andando, callejeando por Toledo. La noche se acercaba, aunque todavía el Sol mandaba en el cielo. Era lo que más le gustaba a Marta del verano: había luz hasta muy tarde.
- Buenas noches, soy el agente Díaz de la Jefatura Central de Homicidios y ésta es la agente Velasco – los presentó Justo ante el policía de guardia en la recepción de la comisaría, enseñando la acreditación. – Venimos por los asesinatos del puente de Alcántara....
- Muy bien, pasen por aquí y pregunten por el inspector Figuereo – les indicó el agente de policía.
Los dos miembros de la ACPEX accedieron a la comisaría por su cuenta, recorriendo un pasillo que tenía varios despachos a ambos lados. Al fondo podían verse varias mesas y cubículos, donde media docena de policías hormigueaban. Justo se detuvo delante de una de las puertas de los despachos del pasillo, en la que una pequeña placa rezaba FIGUEREO. Llamó con los nudillos, y la puerta de aluminio y cristal resonó y se agitó en el vano.
- ¡Pase! – se escuchó una voz desde dentro. Justo obedeció y Marta lo siguió.
El despacho era pequeño, aunque el inspector Figuereo lo tenía bien aprovechado: la estantería tras su silla estaba repleta pero ordenada, había logrado sacar espacio para colocar dos sillas cómodas delante de su mesa y hasta tenía una fuente de agua de las de bidón y una mesa auxiliar donde descansaba una cafetera barata y una torre de vasos blancos de plástico. Tenía hasta un ficus colocado en una maceta grande en una esquina de la habitación.
El inspector Figuereo era un hombre joven, de la misma edad que Marta, aproximadamente, unos treinta y pocos años. No se podía decir que era guapo, pero tenía un rostro agradable: ligeramente redondo, de ojos grandes y verdes, anchas cejas y pómulos marcados. La barba estudiadamente descuidada le daba un aspecto más juvenil y atractivo. Era ancho de hombros, aunque parecía delgado.
Estaba hablando por teléfono cuando entraron (escuchando, más bien), así que les hizo un gesto para que se sentaran en las dos sillas que tenía delante de él, al otro lado de la mesa. Marta lo hizo al instante, pero Justo se quedó de pie, curioseando, mirando los diplomas y fotos que tenía colgadas en la pared.
- Bien.... de acuerdo.... – dijo al cabo de un rato, en el que siguió escuchando por el teléfono, mientras miraba con interés al hombre con gabardina y sombrero (que no se había quitado) que curioseaba por su despacho. – Pon al corriente a Vázquez y que los de la científica te envíen el informe. Llámame mañana a casa cuando lo tengas y comparamos los perfiles – guardó silencio un instante, mirando a Justo fijamente, que se había vuelto hacia él. – Muy bien. Oye, te dejo: tengo gente aquí esperando. Mañana hablamos. Cuídate, chaval.
El joven inspector colgó el teléfono, volviéndose a mirar a los desconocidos que tenía en el despacho.
- Discúlpenme, pero era una llamada importante que no podía dejar a medias....
- Por supuesto, inspector – dijo Justo, acercándose a la mesa y respondiendo con una sonrisa franca a la que les había dedicado el joven inspector de policía. Y sonrió aún más cuando le estrechó la mano y recibió un apretón de los que a él le gustaban. – Deje que nos presente: soy Justo Díaz, de la Jefatura Central de Homicidios. Ésta es mi compañera la agente Marta Velasco. Estamos aquí por los asesinatos del puente de Alcántara....
- Algo horrible – dijo el inspector, relajándose un poco al ver que por fin Justo se sentaba en la silla libre que había al lado de Marta. – Yo conocía a la pareja de chicos jóvenes: iban a casarse el año que viene....
Marta se llevó la mano a la boca, horrorizada. Justo compuso una mueca sincera de pesar.
- Cuánto lo lamento.... ¿Eran amigos suyos?
- En realidad la chica era amiga de mi hermana... Los conocía de vista y de haber coincidido con ellos en alguna fiesta. Poca cosa, pero suficiente para afectarle a uno....
- Claro – reconoció Justo, amable.
- ¿Conocía también al mendigo, inspector? – preguntó Marta, atreviéndose por vez primera a intervenir en alguno de los interrogatorios que realizaba Justo. Quizá fuese porque el inspector era de su edad, o porque era guapo (guapo no, pero sí agradable a la vista) o porque parecía muy cercano. O, simplemente, porque quería aclarar ya el origen de los asesinatos y ver quién tenía razón: ella o Justo.
- Sí, también de vista – respondió el inspector, ajeno a la mirada tensa que el agente maduro le dedicó a la chica. – Solía vérsele por aquella orilla del río, pidiendo en el puente o deambulando por ahí. No era alguien peligroso, ni mucho menos.
- ¿Sabe si pertenecía a algún grupo organizado o a alguna congregación? – preguntó Marta. Justo ya no disimuló y se giró abiertamente hacia ella, apenas inexpresivo. Pero Marta sabía que aquello no le estaba gustando nada a su veterano compañero.
- No sé si la entiendo, agente....
- A lo mejor tenía un grupo de gente con la que se movía, o con la que se le podía ver por ahí. ¿No pertenecía a ninguna parroquia o grupo religioso?
- ¿El viejo Ezequiel? – se sorprendió el inspector Figuereo, sonriendo divertido. – De ninguna manera. El único al que rendía culto era al vino – el inspector rió, quizá con poco tacto. – Hace unos años iba con otro mendigo, un amigo, Paco “Guillotina”, pero murió hace cuatro o cinco años de frío, en invierno. Quizá haga ya seis años.... El caso es que Ezequiel “el Sucio”, como le conocen en el barrio, no ha vuelto a ir con nadie. Siempre va solo.
- Ya veo.... – murmuró Marta, intentando sacar algo en claro e imaginando las represalias que Justo tomaría por aquel atrevimiento suyo.
- En realidad, inspector Figuereo, estamos aquí porque en el depósito nos han dicho que se encontró un móvil en la escena del crimen – explicó Justo. Su voz no indicaba que se hubiese enfadado por la intromisión de Marta, aunque la chica no las tenía todas consigo. – Al parecer el ataque quedó registrado, al menos en parte.
- No – contestó el inspector, poniéndose algo serio. – En parte no. Imaginamos que la chica iba a hacerle una foto a su novio y por eso tenía el móvil en la mano, encuadrando el lugar del ataque. Las últimas fotos que se hicieron con el móvil registran la lucha entre el chico y Ezequiel “el Sucio” – explicó el inspector, sorprendiendo a los dos agentes de la ACPEX. – Suponemos que la chica sufrió un ataque de histeria al ver cómo atacaban a su prometido, porque después de casi una docena de fotos el móvil se puso a grabar la escena.
Los tres agentes de la ley se quedaron en silencio un instante, el inspector de policía mirando alternativamente a cada uno de sus interlocutores y los dos agentes de la ACPEX manteniéndole la mirada, algo impactados.
- Imagino que han venido hasta aquí para saber si podían ver el vídeo.... – comentó al fin el inspector Figuereo.
- Nos vendría muy bien para nuestro informe.... – musitó Justo, – si no es molestia.
El joven inspector asintió comprensivo y luego apretó un botón del intercomunicador que tenía encima de la mesa, al lado del teléfono.
- Peláez, tráigame por favor el teléfono móvil de la mujer asesinada en el puente de Alcántara.
Al cabo de no más de treinta segundos la puerta del despacho del inspector se abrió y entró un hombre de estatura media, calvo y en mangas de camisa.
- Aquí tiene inspector – dijo, entregándole el móvil a su superior. El aparato estaba metido dentro de una bolsa de plástico para pruebas con cierre hermético.
- Muchas gracias, Peláez.
- Gracias – le murmuró Marta al agente, cuando salía de la habitación.
El inspector Figuereo trasteó un poco con los botones y después les tendió el teléfono.
- Denle al play para verlo....
Marta lo cogió y lo puso en marcha, Justo acercó su cabeza a la de ella, hasta rozarle la sien con el estrecho ala de su sombrero. Los dos agentes de la ACPEX vieron el vídeo a la vez.
En la imagen aparecían el mendigo y el chico joven, agarrados y zarandeándose. El mendigo agarraba al chico por la pechera de la camiseta, con ambas manos, y el chico joven sujetaba las muñecas del mendigo, intentando separarse y evitar que tirase de él. Se escuchaba sollozar a una mujer (Marta imaginó que era la chica, la novia del chico que salía en escena, la que estaba grabando aquella terrible pelea) y algunos farfulleos provenientes del mendigo, pero eran incomprensibles.
Entonces, en uno de los múltiples tirones y empujones que se daban los dos hombres, el chico se soltó del mendigo y éste aprovechó para sacudirlo hacia el pretil de piedra que separaba el camino del terraplén que bajaba hasta la orilla del río. Le golpeó la cabeza contra la piedra y lo repitió, haciendo que la sangre salpicara. Marta apartó la mirada y Justo resopló por la nariz, aunque siguió mirando.
La imagen del vídeo se ladeó y giró, para acabar reproduciendo una imagen fija del cielo azul de verano. Marta imaginó que el móvil se había caído al suelo. Pero una imagen terrorífica había podido verse antes de que el móvil se cayera de las manos de la chica y girara hasta el suelo: el mendigo soltaba el cuerpo muerto del chico y se volvía amenazadoramente hacia la chica.
La imagen seguía fija, pero empezaron a escucharse gruñidos animales (del mendigo) y gritos de dolor y terror (de la chica). Marta no lo soportó más y detuvo el vídeo.
El inspector Figuereo tenía una cara muy seria. Miraba a los dos agentes, sereno pero con cara de circunstancias. Marta sentía que las manos le temblaban y que estaba muy nerviosa, así que dejó el móvil dentro de su bolsa en la mesa del inspector.
- Espere, vuélvalo a poner – pidió Justo, con voz tranquila y en tono bajo. Marta lo miró con cara horrorizada, sintiendo repentinamente asco hacia el veterano agente. Justo la miró y comprendió el gesto. – Solamente el final, no quiero volver a ver la pelea. Déjeme escuchar una cosa.
- ¿Acaso no lo ha oído ya? – se quejó Marta.
- Lo he oído, pero no lo he escuchado – se excusó Justo, y parecía totalmente sincero. Marta comprendió que la petición del veterano agente no era morbosa: los dos debían escuchar el vídeo otra vez.
- ¿Cuándo? – preguntó Marta, cogiendo otra vez el móvil y reproduciendo el vídeo de nuevo.
- Justo cuando el móvil ha caído al suelo y sólo se ve el cielo....
Marta arrastró la barra de reproducción hasta ese momento y pulsó el play de nuevo. Los tres agentes prestaron atención y escucharon una voz grave, más bien un rumor, por detrás de los gemidos de angustia de la chica.
- Párelo – ordenó Justo, antes de que comenzasen los gritos de dolor de la víctima, y Marta lo agradeció. – Póngalo otra vez, por favor.
Marta repitió la operación y subió el volumen del móvil. La voz grave se escuchó mejor, aunque las palabras no se entendían.
- No se entiende lo que dice.... – dijo el inspector.
- Pero está claro que es el mendigo el que habla – dijo Justo, pensativo. – No es la mujer que aún permanece con vida. Es el mendigo, diciéndole algo a ella, antes de matarla. ¿Qué puede ser?
- No lo sé. No se le entiende.
- Parece algún idioma extranjero – opinó Marta.
- No creo que Ezequiel supiese hablar más que español, y lo hacía malamente.... – contradijo el inspector Figuereo.
- Lo que está claro es que el mendigo habla antes de atacar a la mujer y no lo hace en español – resumió Justo. Después se dirigió al inspector. – ¿Podría aislar el sonido de la grabación y hacerlo más claro? Quizá podamos llegar a entenderlo....
- Los de audiovisuales podrán hacerlo, aunque hoy ya es tarde y mañana es domingo – se lamentó el inspector. – Conozco bien a algunos de ellos, y hay un par que me deben favores: si mañana tienen que hacer algún trabajo urgente les colaré esto para que lo hagan, no le quepa duda. Pero todo depende de que tengan algo que hacer....
- No se preocupe – le calmó Justo, – tampoco tenemos tanta prisa. Volveremos el lunes por aquí, si le parece bien, y si han podido rescatar el sonido lo escucharemos.
- Muy bien – contestó el inspector. En ese mismo momento sonó el móvil de Justo. Lo sacó del bolsillo de la gabardina y con un gesto de disculpa se puso en pie y contestó a la llamada, saliendo al pasillo. El inspector Figuereo y Marta se quedaron solos.
- Es un caso horrible – comentó el hombre. – Siento que se tengan que hacer caso de estas cosas....
- Es nuestro trabajo – contestó tímidamente Marta.
- Usted no lleva mucho tiempo en él, ¿verdad? – dijo él con una sonrisa, cómplice y amable. Marta sonrió aún más tímidamente y bajó la mirada.
- Se nota, ¿no?
- No se preocupe. Los que nos dedicamos a estar a este lado de la ley y nos enfrentamos a los que se salen del tiesto empezamos igual – dijo el inspector, comprensivo. – Debe centrarse en la idea de atrapar al malnacido que es capaz de hacer esto y verá cómo acaba soportando las barbaridades que se va a encontrar.
Marta asintió, agradeciendo de verdad el consejo. Lo que no sabía el joven inspector era que, en el trabajo de Marta (el que siempre había deseado y para el que creía sentirse preparada), a menudo el responsable de los asesinatos y las atrocidades era peor y daba más miedo que el propio asesinato.
La puerta del despacho volvió a abrirse y Justo entró por el vano. No parecía muy contento.
- ¿Qué ha pasado? – preguntó Marta, temiendo preguntar.
- Muchas gracias por su tiempo, inspector, pero tenemos que dejarle de esta manera – dijo Justo, mirando al inspector Figuereo, intentando formar una sonrisa agradable y agradecida. Después se volvió hacia Marta. – Ha habido un asesinato en Segovia y tenemos que ir a realizar el informe.
Justo había utilizado un tono ligero, porque el inspector de policía podía oírlo, pero Marta sabía que aquel asesinato tenía mucho que ver con los tres que ya llevaban investigados.



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