A pesar de que
ya era tarde y los cuerpos ya habían sido retirados, Marta se sintió incómoda en
el arco del puente de Alcántara, a tiro de piedra de la ciudad medieval de
Toledo.
Como había
ocurrido en la sala de autopsias, Justo parecía encontrarse cómodo y en su
elemento. Marta empezaba a entender por qué aquel hombre de aspecto tan normal
(tan insulso, quizá) era uno de los mejores agentes de la ACPEX.
Marta caminó
por el lugar, mirando alrededor, intentando no fijarse en los charcos de
sangre, práctica-mente secos, que había en el empedrado. Justo, por su parte,
iba de uno a otro, sin levantar la vista del suelo. Marta se dirigió al murete
de piedra que había en lo alto del terraplén de la orilla del río, observando
atentamente el dibujo que había allí.
Era
exactamente igual que el que habían visto en las fotos que el forense les había
enseñado en Madrid y que el que Justo había visto y fotografiado con el móvil
en Ávila.
- Es igual,
¿verdad? – le preguntó Justo desde la espalda. Marta se giró y le asintió. El
hombre se acercó con paso calmado, sacando el móvil del bolsillo de la
gabardina (que no se había quitado a pesar del calor) y se lo pasó a la mujer,
para que los comparara.
- Siete
rombos, cada uno de ellos formado por tres distintos concéntricos, podríamos
decir – explicó Marta, paso a paso, comparando la fotografía del móvil de Justo
con el dibujo hecho con sangre del muro de piedra, – unidos por líneas bastas
que unen los vértices de los diferentes rombos. Abajo hay una especie de nudo
entre cuatro rombos y arriba una línea en zig-zag
con los tres restantes.
- Y la línea
se corta cuando sigue hacia la izquierda – terminó Justo, mirando por encima
del hombro de Marta. – Exactamente iguales. Parecen dibujados por la misma
persona.
- O criatura....
– musitó Marta.
Justo rió
ligeramente, sin ánimo de ofender.
- ¿Qué le
parece tan gracioso? – se quejó la mujer, algo picada en su amor propio. –
Estos asesinatos, tan parecidos unos a otros, separados unos de otros por
tantos kilómetros, bien pueden haber sido realizados por alguna criatura.... Es
la opinión del general.
- El general
Muriel Maíllo siempre se pone en lo peor – explicó Justo, con paciencia. – Es
su trabajo. Para eso estamos los investigadores de campo, para demostrar que nos
enfrentamos a un simple caso de homicidio o que el general tiene razón y es un
apocalipsis de proporciones bíblicas. Por ahora nada indica que las causas de
estos asesinatos sean de origen paranormal: todo puede deberse a la macabra
labor de los seguidores de una secta algo descarriada.
Marta lo pensó
con calma: al fin y al cabo estaba allí para aprender. Se dio cuenta de que
Justo tenía razón.
- Y entonces,
¿ahora qué hacemos? – preguntó Marta.
Justo miró su
reloj y suspiró.
- Yo propongo
que vayamos a comer algo: son las siete y hemos venido hasta Toledo sin comer.
Con el estómago lleno veremos las cosas más claras.... – el hombre cogió de
nuevo su móvil de manos de la chica y lo guardó en el bolsillo. Después
caminaron los dos juntos y pasaron por debajo de la cinta amarilla para
abandonar la escena del crimen. – Después, y lamentándolo mucho, tendremos que
ir al depósito, a ver qué nos cuentan de las autopsias de las víctimas. Va a
tener que pasar por lo mismo otra vez.
- Supongo que
es la única forma de acostumbrarse.... – suspiró Marta. Justo sonrió a su lado.
* * * * * *
Silvia Manso
Poncela se estiró sin ningún reparo en medio de la calle, cuando salió de la
oficina de turismo de Segovia. Había sido un día muy largo y muy atareado, y su
espalda le pedía a gritos un respiro.
- Vaya día –
le dijo su amiga y compañera de trabajo Lucía Morales Guisado, que estaba en la
calle a su lado. – Pensé que no terminábamos nunca.
- Ya te digo –
contestó Silvia Manso Poncela, moviendo el cuello con cuidado de un lado para
otro. Había estado todo el día de pie, atendiendo a los turistas que aquel
sábado se habían acercado a Segovia para visitarla, inclinada sobre el
mostrador de la oficina de turismo y sobre los mapas y folletos que entregaba a
los visitantes. Tenía el cuello molido y la espalda doblada, así que lo único
que tenía ganas de hacer era irse a casa y tumbarse en el sofá. Ya decidiría si
veía la tele, se echaba a dormir o qué otra opción, pero lo que estaba claro
era que quería tumbarse y descansar.
- ¿Vamos a
tomar algo antes de irnos a casa? – propuso en ese momento su amiga Lucía
Morales Guisado, como si hubiese leído el pensamiento de Silvia y quisiese
borrarle las ideas de descanso que tenía en mente.
-
¡Buuufff....! No, tía, lo siento.... Lo que me apetece es irme a casa a
descansar.... Estoy molida....
- ¡Vamos! –
rogó Lucía Morales, con voz de súplica. – Sólo una caña, en el bar de Luis. Así
le vemos y charlamos un rato – suplicó su amiga, haciendo que Silvia sonriese:
Lucía estaba coladita por Luis y llevaba todo el verano realizando diversas estratagemas
para quedarse con él. – Una caña, sólo eso, media hora como mucho, lo prometo.
Silvia
suspiró.
- Está
bieeeen.... – aceptó, con tono de mala gana, aunque la verdad era que Luis le
caía muy bien (se conocían desde los quince años) y no le importaría tomarse
una caña antes de irse a casa: a lo mejor la cerveza le ayudaba a quedarse
dormida antes.... No sabía por qué sería, pero llevaba toda la tarde con un
mareo terrible. Hacía mucho calor en la calle, pero en la oficina de turismo,
gracias al aire acondicionado, se estaba bastante fresco. No estaba segura de
cuál era la causa, pero el resultado era que su cabeza parecía dar bandazos de
un lado a otro. Estaba completamente mareada.
- ¡Bien!
Gracias, tía. Te debo una – dijo Lucía, con una gran sonrisa de oreja a oreja.
- Me debes
muchas.... – bromeó Silvia, a pesar de que al volver a andar la cabeza había
vuelto a darle vueltas.
Las dos chicas
se detuvieron de repente en mitad de la plaza, delante del famoso acueducto. Un
hombre viejo, un vagabundo, vestido con ropas sucias y rotas, y con la cara
cubierta por la barba y una capa de suciedad, se había acercado a ellas y se
había plantado delante, a menos de un metro, mirándolas con ojos fanáticos.
- Mi señora,
soy vuestro humilde siervo.... – dijo, con voz cascada y rastrera, fijando los
ojos en Silvia. La chica lo miró con repugnancia, sin escuchar realmente lo que
le había dicho: bastante tenía con no vomitar al olerle.
- Vamos,
Silvia.... – dijo Lucía, cogiendo a su amiga del brazo y tirando de ella
delicadamente, para rodear al mendigo y poder largarse al bar de Luis. Pero el
mendigo no dejaba de mirar a Silvia.
- Me postro
ante usted y me humillo ante el canal que todo lo puede – dijo en ese momento
el mendigo, echándose al suelo de rodillas y encogiéndose hasta tener la cara
en el suelo, en una reverencia exagerada. Las dos chicas lo miraron cada vez
más asombradas y asustadas. – Ruego vuestra misericordia y os ofrezco mi ayuda,
mi señora....
Las dos chicas
rodearon al vagabundo encogido en el suelo y siguieron su camino, inquietas,
pero sin mirarle más.
- Joder, qué
tío más raro.... – empezó a decir Lucía, cuando se habían separado de él unos
metros. Entonces Silvia se detuvo, vacilante en medio de la plaza.
Empezó a
balancearse de un lado a otro, perdiendo el sentido. Sufrió un mareo terrible,
como si su cerebro hubiese naufragado en un mar agitado dentro de su cráneo.
Los ojos se le pusieron en blanco y cayó todo lo larga que era en el suelo
adoquinado de la plaza frente al acueducto.
- ¡¡Silvia!! –
se alarmó su amiga Lucía, acercándose a ella, arrodillándose a su lado para
darle la vuelta y mirarle la cara, tomándole el pulso en el cuello. Silvia no
temblaba ni tenía convulsiones, simplemente se había desvanecido, perdiendo el
sentido. Lucía le notaba la piel caliente (como si tuviera fiebre) y la cara
estaba más oscura que antes, volviéndose casi negra. Lucía se asustó, pensando
que su amiga había dejado de respirar, pero entonces se dio cuenta de que el
pecho de Silvia seguía moviéndose arriba y abajo, acompasado con la respiración
constante y normal.
Atenta a su
amiga, Lucía no se dio cuenta de que el mendigo se había incorporado y se
alejaba de allí a toda prisa, sin quitar ojo de Silvia, lanzando agradecimientos
y plegarias hacia lo alto.
- ¡¡Ayuda!!
¡¡Ayuda, por favor!! – pidió Lucía, todavía en el suelo con la cabeza de su amiga
Silvia en el regazo. Varias personas que caminaban por la calle (hacía buen
tiempo, era sábado y los bares y terrazas estaban abiertos) se acercaron a ver
qué ocurría y a echar una mano.
Pero en ese
momento Silvia abrió los ojos.
Aunque ya no
parecían los suyos.
Eran
completamente rojos, con el iris de un tono dorado brillante. Su cara y su
cuello se habían vuelto muy oscuros, con un tono grisáceo o negro, como si de
repente se hubiese cubierto de una fina capa de petróleo, como si se hubiese
extendido por la piel crema de Nivea, pero de color negro. Lucía notaba el
calor que desprendía su cuerpo.
Silvia (el
cuerpo de Silvia, al menos, manejado por quien fuese) se puso en pie y miró
alrededor, algo confusa. Sin embargo su cara estaba seria, con los ojos
abiertos desmesuradamente, enseñando ligeramente los dientes. Lucía se asustó,
pero no fue capaz de moverse, quedándose de rodillas en el suelo.
La que antes
fue Silvia giró en redondo, mirando a los transeúntes que se habían ido
acercando: todos se habían frenado en el sitio, cuando la chica de mirada tan
extraña se había levantado del suelo de un brinco.
- Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre – murmuró, con una voz extraña que no correspondía con la
de Silvia.
- ¿Qué? –
farfulló Lucía, completamente desorientada y aterrorizada. No entendía qué le
había ocurrido a su amiga, pero cada vez parecía peor.
La chica del
rostro oscuro se dio media vuelta y miró a la chica arrodillada en el suelo, que
hasta hacía unos segundos (cuando no había perdido la conciencia ni el control
de su cuerpo) era su amiga. La contempló durante unos segundos, quieta y
tranquila, y luego se acercó a ella de tres zancadas, a una velocidad pasmosa.
Cuando llegó hasta ella le atizó una patada brutal en la cara.
Lucía se vio
lanzada hacia atrás, mientras notaba una explosión en su boca. Notó un dolor
horrible en los dientes, notó la sangre que salía de su labio abierto
derramarse por su barbilla y por el cuello, empapando el pecho de la camiseta.
La gente de la calle, los pocos que se habían acercado para ver si podían
ayudar, se asustaron ante tan violento ataque, y salieron corriendo cuando la
chica que estaba de pie siguió pateando a la otra, que sangraba tirada en el
suelo de adoquines.
Los testigos
huyeron corriendo en todas direcciones, gritando asustados, llamando a gritos a
la policía, mientras la que antes fuera Silvia aprovechaba que Lucía estaba
tendida en el suelo para lanzarle patadas terribles, en el vientre, en el pecho
y en la cabeza. Pronto la sangre corrió por los adoquines.
- ¡¡Prest,
smrtnik tuzan. Atea Anäziak ireki. Vatra i sjena
biti zatim majstori tvoj pocetak od novi vrijeme. Du bederatzi konkistatzeko
ondoren zure munduko i zure arima. Ondoren, erre!! – gritaba una y otra vez, mientras
seguía pateando el cuerpo (el cadáver ya) de la que había sido su amiga.
De repente se
detuvo, como fulminada por un rayo. Se acuclilló al lado de la chica muerta y
mojó el dedo meñique de la mano izquierda en la sangre del suelo, poniéndose a
dibujar compulsivamente un ideograma al lado del cuerpo, en la piedra, con
trazos rápidos pero precisos, como si tuviera el dibujo grabado en la mente y
se limitara tan sólo a traspasarlo a la piedra.
* * * * * *
- Estamos ante
la misma situación – dijo Justo nada más salir de la sala de autopsias,
quitándose los guantes de látex. A su lado, Marta no tuvo que quitarse ningún
guante porque no había tenido intención de tocar ningún cadáver: incluso había
estado con las manos en los bolsillos del pantalón vaquero, para evitar que sus
manos tocaran por accidente cualquier parte de un cuerpo muerto. – Un chico
muerto a golpes en el cráneo contra un muro de piedra; una chica estrangulada y
con los ojos reventados; un mendigo con el cuello y la espalda rota al caer
desde una altura considerable. El mismo símbolo dibujado con sangre en la
piedra del muro.
Justo se quedó
callado, pasándose la mano por la boca y el mentón mal afeitado, pensativo.
Marta suspiró, sin saber qué más añadir. Empezaba a pensar que de nada servía
su presencia allí. Poco tenía para aportar.
Justo lo había
resumido todo muy bien. En todos los casos uno de los cadáveres había matado al
resto de las víctimas para suicidarse a continuación (habían encontrado
epiteliales de la chica de Toledo en las uñas del mendigo y Justo había llamado
al subinspector Mendoza, de Ávila, para preguntarle por algunos detalles más
del caso y éste le indicó que lo mismo ocurría con la chica que se había
lanzado desde la ventana de su casa: en sus uñas había restos de ADN de la
amiga que había muerto estrangulada). En los tres casos habían dibujado un
extraño símbolo o ideograma en una superficie cercana (el despachurrado en la
acera de Madrid y el mendigo de Toledo tenían la yema del dedo índice de la
mano izquierda tintada de sangre y la chica suicida de Ávila había dejado las
huellas de su mano izquierda en el rotulador permanente encontrado sobre la
alfombra del salón de su casa) y en los tres casos el dibujo era idéntico. El
tamaño variaba, pero las proporciones eran las mismas: como había dicho Marta
en el anterior instituto anatómico-forense, parecían dibujados por la misma
mano, algo que habían comprobado que no había sido así.
Aquello cada
vez apuntaba más a un caso paranormal.
- Yo creo
que.... – empezó a decir Marta.
- Ya lo sé –
la cortó Justo, la primera vez que le escuchaba un tono seco. – Todo indica a
sucesos paranormales, probablemente posesiones. Pero realmente no tenemos
ninguna confirmación que apoye esa hipótesis: por ahora todos los casos pueden
ser de simples homicidios. Horrorosos y muy bestias, pero homicidios al fin y
al cabo.
- ¿Y lo de los
ojos? – preguntó Marta, queriendo convencer al agente veterano y salirse con
la suya.
- Es el punto
que más sostiene su teoría – le concedió Justo, – pero también podría ser un
efecto secundario inducido por alguna clase de droga alucinógena, o una especie
de “maquillaje” que se ponen para cometer sus crímenes. Creo que aún no podemos
descartar la teoría de que se trata de asesinatos rituales de alguna especie de
secta, al menos mientras no tengamos los análisis toxicológicos de todas las
víctimas....
Marta tuvo que
asentir. Aunque le molestaba un poco, Justo tenía razón.
- ¿Vamos a
comisaría a ver lo del móvil? – preguntó, queriendo congraciarse con el agente
veterano.
El forense de
Toledo les había contado que la policía había encontrado un móvil cerca del
cadáver de la chica, que al parecer había registrado parte del ataque. Marta no
sabía cómo había sido posible, pero valía la pena revisarlo para ver si sacaban
algo en claro.
- Sí, es verdad,
vamos para allá.
Se acercaron
hasta la comisaría andando, callejeando por Toledo. La noche se acercaba,
aunque todavía el Sol mandaba en el cielo. Era lo que más le gustaba a Marta
del verano: había luz hasta muy tarde.
- Buenas
noches, soy el agente Díaz de la Jefatura Central de Homicidios y ésta es la
agente Velasco – los presentó Justo ante el policía de guardia en la recepción
de la comisaría, enseñando la acreditación. – Venimos por los asesinatos del
puente de Alcántara....
- Muy bien,
pasen por aquí y pregunten por el inspector Figuereo – les indicó el agente de
policía.
Los dos
miembros de la ACPEX accedieron a la comisaría por su cuenta, recorriendo un
pasillo que tenía varios despachos a ambos lados. Al fondo podían verse varias
mesas y cubículos, donde media docena de policías hormigueaban. Justo se detuvo
delante de una de las puertas de los despachos del pasillo, en la que una
pequeña placa rezaba FIGUEREO.
Llamó con los nudillos, y la puerta de aluminio y cristal resonó y se agitó en
el vano.
- ¡Pase! – se
escuchó una voz desde dentro. Justo obedeció y Marta lo siguió.
El despacho
era pequeño, aunque el inspector Figuereo lo tenía bien aprovechado: la
estantería tras su silla estaba repleta pero ordenada, había logrado sacar
espacio para colocar dos sillas cómodas delante de su mesa y hasta tenía una
fuente de agua de las de bidón y una mesa auxiliar donde descansaba una
cafetera barata y una torre de vasos blancos de plástico. Tenía hasta un ficus
colocado en una maceta grande en una esquina de la habitación.
El inspector
Figuereo era un hombre joven, de la misma edad que Marta, aproximadamente, unos
treinta y pocos años. No se podía decir que era guapo, pero tenía un rostro
agradable: ligeramente redondo, de ojos grandes y verdes, anchas cejas y
pómulos marcados. La barba estudiadamente descuidada le daba un aspecto más
juvenil y atractivo. Era ancho de hombros, aunque parecía delgado.
Estaba
hablando por teléfono cuando entraron (escuchando, más bien), así que les hizo
un gesto para que se sentaran en las dos sillas que tenía delante de él, al
otro lado de la mesa. Marta lo hizo al instante, pero Justo se quedó de pie,
curioseando, mirando los diplomas y fotos que tenía colgadas en la pared.
- Bien.... de
acuerdo.... – dijo al cabo de un rato, en el que siguió escuchando por el
teléfono, mientras miraba con interés al hombre con gabardina y sombrero (que
no se había quitado) que curioseaba por su despacho. – Pon al corriente a
Vázquez y que los de la científica te envíen el informe. Llámame mañana a casa
cuando lo tengas y comparamos los perfiles – guardó silencio un instante,
mirando a Justo fijamente, que se había vuelto hacia él. – Muy bien. Oye, te
dejo: tengo gente aquí esperando. Mañana hablamos. Cuídate, chaval.
El joven
inspector colgó el teléfono, volviéndose a mirar a los desconocidos que tenía
en el despacho.
- Discúlpenme,
pero era una llamada importante que no podía dejar a medias....
- Por
supuesto, inspector – dijo Justo, acercándose a la mesa y respondiendo con una
sonrisa franca a la que les había dedicado el joven inspector de policía. Y
sonrió aún más cuando le estrechó la mano y recibió un apretón de los que a él
le gustaban. – Deje que nos presente: soy Justo Díaz, de la Jefatura Central de
Homicidios. Ésta es mi compañera la agente Marta Velasco. Estamos aquí por los
asesinatos del puente de Alcántara....
- Algo
horrible – dijo el inspector, relajándose un poco al ver que por fin Justo se
sentaba en la silla libre que había al lado de Marta. – Yo conocía a la pareja
de chicos jóvenes: iban a casarse el año que viene....
Marta se llevó
la mano a la boca, horrorizada. Justo compuso una mueca sincera de pesar.
- Cuánto lo
lamento.... ¿Eran amigos suyos?
- En realidad
la chica era amiga de mi hermana... Los conocía de vista y de haber coincidido
con ellos en alguna fiesta. Poca cosa, pero suficiente para afectarle a uno....
- Claro –
reconoció Justo, amable.
- ¿Conocía
también al mendigo, inspector? – preguntó Marta, atreviéndose por vez primera a
intervenir en alguno de los interrogatorios que realizaba Justo. Quizá fuese
porque el inspector era de su edad, o porque era guapo (guapo no, pero sí
agradable a la vista) o porque parecía muy cercano. O, simplemente, porque
quería aclarar ya el origen de los asesinatos y ver quién tenía razón: ella o
Justo.
- Sí, también
de vista – respondió el inspector, ajeno a la mirada tensa que el agente maduro
le dedicó a la chica. – Solía vérsele por aquella orilla del río, pidiendo en
el puente o deambulando por ahí. No era alguien peligroso, ni mucho menos.
- ¿Sabe si
pertenecía a algún grupo organizado o a alguna congregación? – preguntó Marta.
Justo ya no disimuló y se giró abiertamente hacia ella, apenas inexpresivo.
Pero Marta sabía que aquello no le estaba gustando nada a su veterano compañero.
- No sé si la
entiendo, agente....
- A lo mejor
tenía un grupo de gente con la que se movía, o con la que se le podía ver por
ahí. ¿No pertenecía a ninguna parroquia o grupo religioso?
- ¿El viejo
Ezequiel? – se sorprendió el inspector Figuereo, sonriendo divertido. – De
ninguna manera. El único al que rendía culto era al vino – el inspector rió,
quizá con poco tacto. – Hace unos años iba con otro mendigo, un amigo, Paco
“Guillotina”, pero murió hace cuatro o cinco años de frío, en invierno. Quizá haga
ya seis años.... El caso es que Ezequiel “el Sucio”, como le conocen en el
barrio, no ha vuelto a ir con nadie. Siempre va solo.
- Ya veo.... –
murmuró Marta, intentando sacar algo en claro e imaginando las represalias que
Justo tomaría por aquel atrevimiento suyo.
- En realidad,
inspector Figuereo, estamos aquí porque en el depósito nos han dicho que se
encontró un móvil en la escena del crimen – explicó Justo. Su voz no indicaba
que se hubiese enfadado por la intromisión de Marta, aunque la chica no las
tenía todas consigo. – Al parecer el ataque quedó registrado, al menos en
parte.
- No –
contestó el inspector, poniéndose algo serio. – En parte no. Imaginamos que la
chica iba a hacerle una foto a su novio y por eso tenía el móvil en la mano,
encuadrando el lugar del ataque. Las últimas fotos que se hicieron con el móvil
registran la lucha entre el chico y Ezequiel “el Sucio” – explicó el inspector,
sorprendiendo a los dos agentes de la ACPEX. – Suponemos que la chica sufrió un
ataque de histeria al ver cómo atacaban a su prometido, porque después de casi
una docena de fotos el móvil se puso a grabar la escena.
Los tres
agentes de la ley se quedaron en silencio un instante, el inspector de policía
mirando alternativamente a cada uno de sus interlocutores y los dos agentes de
la ACPEX manteniéndole la mirada, algo impactados.
- Imagino que
han venido hasta aquí para saber si podían ver el vídeo.... – comentó al fin el
inspector Figuereo.
- Nos vendría
muy bien para nuestro informe.... – musitó Justo, – si no es molestia.
El joven
inspector asintió comprensivo y luego apretó un botón del intercomunicador que
tenía encima de la mesa, al lado del teléfono.
- Peláez,
tráigame por favor el teléfono móvil de la mujer asesinada en el puente de
Alcántara.
Al cabo de no
más de treinta segundos la puerta del despacho del inspector se abrió y entró
un hombre de estatura media, calvo y en mangas de camisa.
- Aquí tiene
inspector – dijo, entregándole el móvil a su superior. El aparato estaba metido
dentro de una bolsa de plástico para pruebas con cierre hermético.
- Muchas
gracias, Peláez.
- Gracias – le
murmuró Marta al agente, cuando salía de la habitación.
El inspector
Figuereo trasteó un poco con los botones y después les tendió el teléfono.
- Denle al play para verlo....
Marta lo cogió
y lo puso en marcha, Justo acercó su cabeza a la de ella, hasta rozarle la sien
con el estrecho ala de su sombrero. Los dos agentes de la ACPEX vieron el vídeo
a la vez.
En la imagen
aparecían el mendigo y el chico joven, agarrados y zarandeándose. El mendigo
agarraba al chico por la pechera de la camiseta, con ambas manos, y el chico
joven sujetaba las muñecas del mendigo, intentando separarse y evitar que
tirase de él. Se escuchaba sollozar a una mujer (Marta imaginó que era la chica,
la novia del chico que salía en escena, la que estaba grabando aquella terrible
pelea) y algunos farfulleos provenientes del mendigo, pero eran
incomprensibles.
Entonces, en
uno de los múltiples tirones y empujones que se daban los dos hombres, el
chico se soltó del mendigo y éste aprovechó para sacudirlo hacia el pretil de
piedra que separaba el camino del terraplén que bajaba hasta la orilla del río.
Le golpeó la cabeza contra la piedra y lo repitió, haciendo que la sangre
salpicara. Marta apartó la mirada y Justo resopló por la nariz, aunque siguió
mirando.
La imagen del
vídeo se ladeó y giró, para acabar reproduciendo una imagen fija del cielo azul
de verano. Marta imaginó que el móvil se había caído al suelo. Pero una imagen
terrorífica había podido verse antes de que el móvil se cayera de las manos de
la chica y girara hasta el suelo: el mendigo soltaba el cuerpo muerto del chico
y se volvía amenazadoramente hacia la chica.
La imagen
seguía fija, pero empezaron a escucharse gruñidos animales (del mendigo) y gritos de dolor y terror (de la chica). Marta no lo soportó más y
detuvo el vídeo.
El inspector
Figuereo tenía una cara muy seria. Miraba a los dos agentes, sereno pero con
cara de circunstancias. Marta sentía que las manos le temblaban y que estaba
muy nerviosa, así que dejó el móvil dentro de su bolsa en la mesa del
inspector.
- Espere, vuélvalo
a poner – pidió Justo, con voz tranquila y en tono bajo. Marta lo miró con cara
horrorizada, sintiendo repentinamente asco hacia el veterano agente. Justo la
miró y comprendió el gesto. – Solamente el final, no quiero volver a ver la
pelea. Déjeme escuchar una cosa.
- ¿Acaso no lo
ha oído ya? – se quejó Marta.
- Lo he oído,
pero no lo he escuchado – se excusó Justo, y parecía totalmente sincero. Marta
comprendió que la petición del veterano agente no era morbosa: los dos debían
escuchar el vídeo otra vez.
- ¿Cuándo? –
preguntó Marta, cogiendo otra vez el móvil y reproduciendo el vídeo de nuevo.
- Justo cuando
el móvil ha caído al suelo y sólo se ve el cielo....
Marta arrastró
la barra de reproducción hasta ese momento y pulsó el play de nuevo. Los tres agentes prestaron atención y escucharon
una voz grave, más bien un rumor, por detrás de los gemidos de angustia de la
chica.
- Párelo –
ordenó Justo, antes de que comenzasen los gritos de dolor de la víctima, y
Marta lo agradeció. – Póngalo otra vez, por favor.
Marta repitió
la operación y subió el volumen del móvil. La voz grave se escuchó mejor,
aunque las palabras no se entendían.
- No se
entiende lo que dice.... – dijo el inspector.
- Pero está
claro que es el mendigo el que habla – dijo Justo, pensativo. – No es la mujer
que aún permanece con vida. Es el mendigo, diciéndole algo a ella, antes de
matarla. ¿Qué puede ser?
- No lo sé. No
se le entiende.
- Parece algún
idioma extranjero – opinó Marta.
- No creo que
Ezequiel supiese hablar más que español, y lo hacía malamente.... – contradijo
el inspector Figuereo.
- Lo que está
claro es que el mendigo habla antes de atacar a la mujer y no lo hace en español
– resumió Justo. Después se dirigió al inspector. – ¿Podría aislar el sonido de
la grabación y hacerlo más claro? Quizá podamos llegar a entenderlo....
- Los de
audiovisuales podrán hacerlo, aunque hoy ya es tarde y mañana es domingo – se
lamentó el inspector. – Conozco bien a algunos de ellos, y hay un par que me
deben favores: si mañana tienen que hacer algún trabajo urgente les colaré esto
para que lo hagan, no le quepa duda. Pero todo depende de que tengan algo que
hacer....
- No se
preocupe – le calmó Justo, – tampoco tenemos tanta prisa. Volveremos el lunes
por aquí, si le parece bien, y si han podido rescatar el sonido lo
escucharemos.
- Muy bien –
contestó el inspector. En ese mismo momento sonó el móvil de Justo. Lo sacó del
bolsillo de la gabardina y con un gesto de disculpa se puso en pie y contestó a
la llamada, saliendo al pasillo. El inspector Figuereo y Marta se quedaron
solos.
- Es un caso
horrible – comentó el hombre. – Siento que se tengan que hacer caso de estas
cosas....
- Es nuestro trabajo
– contestó tímidamente Marta.
- Usted no
lleva mucho tiempo en él, ¿verdad? – dijo él con una sonrisa, cómplice y
amable. Marta sonrió aún más tímidamente y bajó la mirada.
- Se nota,
¿no?
- No se
preocupe. Los que nos dedicamos a estar a este lado de la ley y nos enfrentamos
a los que se salen del tiesto empezamos igual – dijo el inspector, comprensivo.
– Debe centrarse en la idea de atrapar al malnacido que es capaz de hacer esto
y verá cómo acaba soportando las barbaridades que se va a encontrar.
Marta asintió,
agradeciendo de verdad el consejo. Lo que no sabía el joven inspector era que,
en el trabajo de Marta (el que siempre había deseado y para el que creía
sentirse preparada), a menudo el responsable de los asesinatos y las
atrocidades era peor y daba más miedo que el propio asesinato.
La puerta del
despacho volvió a abrirse y Justo entró por el vano. No parecía muy contento.
- ¿Qué ha
pasado? – preguntó Marta, temiendo preguntar.
- Muchas
gracias por su tiempo, inspector, pero tenemos que dejarle de esta manera –
dijo Justo, mirando al inspector Figuereo, intentando formar una sonrisa agradable
y agradecida. Después se volvió hacia Marta. – Ha habido un asesinato en
Segovia y tenemos que ir a realizar el informe.
Justo había
utilizado un tono ligero, porque el inspector de policía podía oírlo, pero
Marta sabía que aquel asesinato tenía mucho que ver con los tres que ya
llevaban investigados.
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