UNA CONFUSIÓN
APESTOSA
La fiesta en el Gran Salón
del castillo había terminado, pero siguió en las tabernas de Astudillo durante
toda la noche.
En “La Tabla Redonda” se juntaron varios habitantes de la villa,
muchos de los cuales habían estado en la fiesta oficial en el castillo. Todos
celebraban la llegada de la princesa Adelaida al reino de Cerrato y aclamaban
su milagro. Pero quien más lo celebraba era “Lepre”.
La ex-leprosa no paraba de
bailar, de beber y de reír. Todo el mundo quería invitarla aquella noche a un
trago y ella se dejaba invitar. Llevaba una cogorza
muy grande, después de que media villa le hubiese invitado a vino en la
taberna.
- ¡¡Que viva la princesa
Adelaida!! – gritaba Romero el herrero.
- ¡¡Viva!! – respondía la
gente, alzando sus jarras de barro.
- ¡¡Que viva “Lepre”!! –
gritaba Maruja, la cotilla.
- ¡¡Que viva yo!! – gritaba
la aludida, con voz vacilante.
- ¡¡Viva!! – respondía el
resto de los habitantes del pueblo, alegres y contentos.
Bueno, no todos estaban
contentos. Bernabé, el verdugo, estaba sentado aparte, bebiendo zumo de
naranja, triste y apagado. Suspiraba cada poco, mirando por la ventana la
silueta oscura del castillo, que se recortaba en el cielo nocturno lleno de
estrellas.
- ¿Qué te pasa? ¿Estás
bien? – preguntó Romero, acercándose a la mesa y sentándose con su amigo.
- ¿Eh? Nada, nada.... Estoy
bien.... Sólo un poco cansado.... – mintió el verdugo.
- Te he visto muchas veces
cansado – dijo Romero – y no tienes esa cara tan intensa. Parece que te doliese
la tripa....
- No, estoy bien.... – dijo
Bernabé, con voz triste.
- Sólo te he visto así, con
esa pinta de cordero degollado, cuando te enamoras.... – dijo el herrero, con
acierto. – ¿Quién es esta vez?
- ¿Qué dices? – saltó
Bernabé, espabilándose de repente, ofendido. – ¿Enamorado? Anda, anda, no digas
bobadas....
- ¡La princesa! – dijo
Romero, que no había hecho caso de su amigo y había estado pensando. – ¡Es la
princesa Adelaida, ¿verdad?! ¡Anda, bribón! Menudo golfo estás hecho....
- ¡Ssssshh! – chistó el
verdugo, mandando callar a su amigo. – Te van a oír, escandaloso.... Sí, es
ella, me gusta, ¿y qué? No soy más que un verdugo y ella toda una señorita princesa....
– terminó Bernabé, triste.
Mientras Romero intentaba
consolar y animar a su amigo y Bernabé se ponía cada vez más triste y lo veía
todo cada vez más negro, la algarabía y el jolgorio crecían a su alrededor, en
la taberna.
- ¡Voy a volver a ser
médico! – decía “Lepre”, y todo el mundo en la taberna la jaleaba. – ¡Y voy a
curar a todos los leprosos del reino!
- ¡¡Viva “Lepre”!! – decía
la gente.
- ¡¡Viva yo!! – respondía
ella.
Francisco, el tabernero,
pasó en ese momento con una bandeja llena de cuencos con aceitunas. La gente
empezó a cogerlos y a comer de ellos. Alguien cogió uno y se lo tendió a
“Lepre”, que seguía subida encima de una mesa, donde todo el mundo podía verla.
- ¡Y le pediré a la
princesa Adelaida que me ayude con sus milagros a curar a la gente con enfermedades
más difíciles! – dijo, mientras cogía una aceituna del cuenco que le acercaban
y se la llevaba a la boca. – ¡Y acabaremos con el sarampión en Astudillo, la
gota, la viruela, el baile de San Vito, el mal de ojo, la miopía, la peste
negra....!
Y entonces la aceituna,
juguetona, se le atragantó en la garganta, a medio tragar. “Lepre” empezó a
ronquear, intentando respirar. Se empezó a poner azul y se llevó las manos al
cuello. Todo el mundo se asustó, empezando a chillar: era la segunda vez
aquella noche que veían morirse a aquella mujer.
“Lepre” no pudo respirar y
se cayó de la mesa hasta el suelo, como un muñeco de trapo. Todos en la taberna
se quedaron en silencio, mirándola caída en el suelo.
- Ha sido la peste.... –
murmuró alguien, asustado.
- ¡Ha nombrado a la peste y
la peste la ha matado! – gritó una mujer, histérica.
- ¡Es la peste! ¡La peste!
- ¡Vamos a morir todos!
- ¡La peste!
El pánico empezó a
extenderse y la gente salió corriendo de la taberna, gritando como locos,
extendiendo la noticia por todo Astudillo.
- Estoy bien, estoy
bien.... – decía “Lepre”, que con el golpe contra el suelo había escupido la
aceituna que casi la había asfixiado. Pero nadie la escuchó. El panadero, un hombre muy
grande y gordo, la golpeó con la rodilla en la cabeza al pasar por su lado,
mientras la mujer trataba de levantarse. Con el golpe quedó tendida en el
suelo, inconsciente: todo el mundo creyó que efectivamente había muerto.
Nadie podía parar aquello:
la gente salió de la taberna “La Tabla
Redonda” huyendo de la supuesta peste, intentando poder librarse de la
enfermedad. Los gritos de la gente que salía de la taberna despertaron a los
que ya dormían, asustándolos. El miedo a la enfermedad hizo que la gente
saltara de sus camas, hiciese sus hatillos a todo correr y abandonaran
Astudillo aquella misma noche.
Aquello fue un éxodo en
toda regla: la gente de Astudillo abandonó sus casas, llevándose todo lo que
pudieron cargar, alejándose cuanto pudieron de aquel foco de peste en que se
había convertido la villa.
De nada sirvieron los
intentos de la reina por convencer a sus súbditos de que nada pasaba en el
reino y de que la villa estaba libre de enfermedades: la gente no hizo caso y
se fue, además de los miembros del ejército, guardias reales, artesanos,
criados.... sólo quedó un puñado de habitantes en Astudillo.
A la mañana siguiente, la
villa apareció desierta. Si aquello no era el apocalipsis que esperaba fray
Malaquías, al menos se le parecía mucho.
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