UN MEJUNJE
MISTERIOSO
Al día siguiente, viernes
ya, los tres escuderos continuaron su viaje, después de haber dormido en el
monasterio. Continuaron su caminata bien descansados y alimentados, gracias a
la amabilidad de los frailes, que les dejaron buenas camas para dormir y les
sirvieron un buen desayuno cuando despertaron.
- ¡¡Viene alguien!! – avisó
Gadea, desde lo alto de una torre del castillo. La arquera había recibido la
orden de hacer las veces de vigía, desde lo alto de las torres, ya que era la
que mejor vista tenía, para vigilar la posible llegada de enemigos. Ahora que
sólo quedaban nueve habitantes en Astudillo (sin contar a la princesa Adelaida,
que estaba prisionera) tenían que protegerse bien.
- ¿Quién es? – preguntó
Romero, desde la muralla del castillo, desde abajo.
- ¡Son tres figuras! ¡Te
apuesto algo a que son niños! – dijo la arquera, poniéndose la mano en la
frente a modo de visera. – ¡No puedo reconocer quiénes son, pero parece que no
vienen armados! ¡Vienen por la carretera de la colina de Torre Marte!
- ¡Avisaré a la reina! –
dijo Romero, corriendo por la muralla para entrar al castillo. Fue hasta la Sala
del Trono y allí se encontró con su majestad la reina Guadalupe, con la infanta
Rosalinda y con fray Malaquías.
- ¿Sucede algo, Romero? –
preguntó la reina al ver llegar al herrero con tanta prisa y tan apurado.
- Sí, majestad. Gadea ha
visto venir hacia acá a tres extranjeros – informó. – Parecen tres niños,
majestad.
- ¿No sabemos quiénes son?
- Gadea no los ha
reconocido.
La reina se frotó la
barbilla, pensando.
- Puede que vengan a
rescatar a Adelaida.... – sugirió Rosalinda, escondiendo su alegría. Si la
princesa desaparecía de Astudillo, rescatada por sus súbditos de
Castillodenaipes, ella volvería a ser la candidata para ocupar ese puesto.
- No podemos permitirlo,
entonces – dijo la reina.
- Son niños, majestad –
dijo fray Malaquías, con tono tramposo. – Serán fáciles de echar de aquí....
- Ya me diréis cómo. No
tenemos ejército, y nuestras fuerzas militares son una arquera, un herrero y el
verdugo. Sin contar con ese aprendiz de mago metepatas....
- Enviemos al aprendiz,
para que los entretenga con sus hechizos y sus magias – dijo el fraile,
maquinando. – Me apuesto el hábito a que se quedan embobados y se olvidan de lo
que venían a hacer....
- ¿El hábito? ¿Estáis
seguro? – dijo la reina, con ojos fanáticos. Romero también lo observaba
ansioso. – ¡Yo me apuesto la corona!
- Era sólo una forma de
hablaaaaaar.... – dijo el fraile, con tono cansado.
- Si han venido a por su
princesa no se rendirán tan fácilmente – opinó Romero, con respeto,
recuperándose de su recaída anterior.
- Romero tiene razón.
Tenemos que prepararles una trampa o algo así.... – dijo la reina Guadalupe. De
repente sonrió, con los ojos brillantes. – ¡Ya está! Les pondremos una serie de
pruebas y les apostaremos algo a que no son capaces de pasarlas.
- ¿Qué pruebas? – preguntó
Rosalinda.
- ¡Lo que sea! Lo que se
nos ocurra a cada uno.... – dijo la reina, pensativa. – Hay que traer aquí al
aprendiz de mago para que los entretenga al principio, como ha dicho el padre
Malaquías. Así nos dará tiempo a los demás a pensar nuestra prueba....
- Iré a buscarle yo, madre
– se ofreció Rosalinda.
- Yo traeré aquí a los
demás, majestad, para que les explique usted el plan – dijo Romero, saliendo de
la Sala del Trono detrás de la infanta.
Mientras Romero llevaba a
todo el mundo a la Sala del Trono con la reina, Rosalinda fue hasta la puerta
que comunicaba el castillo con la torre del mago. Llamó a la puerta dando
puñetazos, hasta que el aprendiz contestó desde dentro.
- ¡¿Quién es?!
- Soy la infanta Rosalinda,
zopenco – contestó la muchacha, soberbia. – Ábreme la puerta.
- ¿Qué queréis, majestad? –
preguntó el aprendiz, solícito, una vez que abrió la puerta y se asomó por
ella. Tenía muy mala pinta, con anchas ojeras y los pelos grises despeinados.
Las gafas estaban sucias y las llevaba en la punta de la nariz.
- Tres invasores han venido
hasta aquí a rescatar a Adelaida – explicó la infanta. – Mi madre ha organizado
un plan para impedírselo y tú tienes que ser el primero que les ponga una
prueba que les entretenga un rato mientras los demás preparan sus pruebas –
Rosalinda sonreía, contenta. – ¿No lo ves? Es la oportunidad que queríamos para
que Adelaida se vaya del reino. Si los tres extranjeros pasan todas las pruebas
que les vamos a poner se llevarán a la princesa sin más problemas....
- Entonces.... ¿ya no
necesitáis que siga preparando una poción para matar a la princesa? – dijo el
aprendiz, triste.
- No, ya no hace falta. Si
ayudamos con disimulo a los extranjeros que vienen a por Adelaida se la
llevarán – dijo la infanta, con picardía. – Échales un hechizo o algo así, que
seguro que no te sale y así pueden pasar a la siguiente prueba. Ya me encargaré
yo de que consigan salvar a la dichosa princesita....
El aprendiz de mago se
quedó allí, quieto y silencioso. Estaba muy triste. ¡Con las ganas que él tenía
de demostrar que era un mago competente! Resulta que ahora ya no hacía falta
que siguiese investigando pociones, hasta conseguir que una le saliese bien....
- Un momento.... ¿Qué
habéis dicho de un hechizo? – preguntó de repente, dándose cuenta de lo que le
había dicho la infanta.
- Que en tu prueba les
eches un hechizo, para ver si son capaces de soportarlo. Como no te saldrá
bien, pasarán la prueba sin más....
- ¡Eso es! ¡El hechizo! –
dijo el aprendiz, animándose al instante. Se dio la vuelta para meterse de
nuevo en su torre, pero Rosalinda le agarró por la túnica morada y le hizo
detenerse.
- ¡¿Pero a dónde vas, mangurrián?! – le dijo Rosalinda. – Tienes que ir abajo, que los tres
extranjeros están a punto de llegar al castillo.
- Pero.... es que....
- ¡Que no! Que ya no tienes
nada que hacer ahí dentro. ¡Vamos! ¡A lo tuyo! Que me tienes contenta....
El aprendiz bajó corriendo
las escaleras, mientras refunfuñaba, enfadado. Tenía que ponerse a entretener a
unos extranjeros justo cuando se le había ocurrido cómo acabar con la princesa
Adelaida.
¡Un hechizo! Se había
obsesionado tanto con las pociones y los venenos que se había olvidado
completamente de los hechizos. Su maestro, el mago Jeremías, tenía un grueso
libro de hechizos. El aprendiz ya había leído unos cuantos y probado otros
muchos, sin éxito. Pero había uno que le gustaba mucho y que casi le salía: era
para hacer que los músculos del cuerpo se pusieran a bailar una lambada con los huesos del esqueleto.
Estaba seguro de que ése iba a funcionar.
Pero ahora no podía ir a
buscarlo y a prepararse para recitarlo, porque tenía que ponerles una prueba
estúpida a los extranjeros que llegaban al castillo. Tendría que darse prisa
con la prueba para poder volver corriendo a su torre y estudiar el hechizo....
El aprendiz se asomó a la
muralla del castillo, viendo que los tres extranjeros estaban ya allí. Los tres
iban vestidos como jóvenes escuderos, con una mochila a la espalda cada uno. Miraban
la entrada del castillo, que estaba cerrada y con el rastrillo bajado. Los vio
merodear alrededor del castillo, caminando hacia la entrada de las cocinas.
Así que corrió hacia las
cocinas, por los pasillos interiores, para esperarles allí.
- ¡Bienvenidos,
extranjeros! – dijo, con tono pomposo, abriéndoles la puerta. Los miró desde lo
alto de los dos escalones que daban acceso a la cocina y se sorprendió. – ¡Pero
si sois unos niños!
- Escuderos, si no le
importa – replicó María, con chulería. – Y déjenos pasar, que hemos venido a
por la princesa Adelaida – hizo intención de entrar pero el aprendiz se puso en
medio, para no dejarle pasar.
- Lo siento, pero no podéis
entrar.
Los tres niños se miraron.
Estaba claro que aquel hombre extraño (de pelo gris pero con cara de niño, con
gafas sucias y túnica morada) era algo mayor que ellos, pero tampoco tanto.
Además, los tres haciendo fuerza le podrían sin problemas. Sólo con la mirada
los tres llegaron a la misma conclusión, preparándose para entrar por la
fuerza.
- A ver, que tengo mucha
prisa y resulta que tengo que poneros una prueba – dijo el aprendiz de mago,
con voz cansada, mientras se volvía hacia la cocina, cogiendo al vuelo un
cuenco de barro, un poco de pimentón, azúcar glace, migas de pan de maíz y una pizca de vainilla. Llenó con agua
caliente de una olla que estaba al fuego el cuenco y metió todos los
ingredientes dentro, mezclándolos con su varita, como si fuera una cucharilla.
– Si adivináis qué lleva esta poción os dejaré pasar dentro del castillo.
- ¡Yo! ¡Yo lo probaré! –
dijo María, saltando de entusiasmo. Se volvió a sus amigos, segura de sí misma.
– Soy muy golosa, así que seguro que adivino todos los ingredientes....
La niña cogió el cuenco de
manos del aprendiz y miró el contenido de la sopa. Era un líquido muy aguado de
color rojo, con trocitos de algo flotando. No tenía un aspecto muy apetecible. María se lo llevó a
los labios y tomó un sorbo, saboreando el mejunje un instante.
- Lo rojo es pimentón, no
hay duda – dijo, segura. – Los trocitos no sé de qué son.... – volvió a tomar
un traguito, masticando con cuidado los tropezones.
– Es pan, yo creo. Trocitos y migas de pan.
- Muy bien – dijo el
aprendiz, aburrido, pensando solamente en el hechizo que tenía que encontrar en
el libro de su maestro.
- Está dulce, así que lleva
también azúcar – decía la niña en ese momento. – Y ya está.
- Falta un ingrediente –
dijo el aprendiz, dispuesto a darse la vuelta y cerrarles la puerta en las
narices. Si los escuderos no habían pasado la prueba se tendrían que volver a
su reino y él podría encargarse de asesinar a la princesa, demostrando que era
un buen mago.
- El caso es que me sabe a
algo más, pero no sé a qué.... – dijo María, tomando otro sorbito.
- Huele como a natillas –
intervino Sergio, intentando ayudar.
- ¡Eso es! Lleva vainilla
también, ¿a que sí?
El aprendiz se detuvo,
asombrado. Se dio la vuelta y tomó el cuenco de manos de la escudera.
- Sí señorita. Ésos eran
los ingredientes de la pócima. Ahora tenéis que seguir vuestro camino por el
castillo, según creo. Tenéis que pasar todavía unas cuantas pruebas más, y si
falláis alguna no llegaréis hasta la princesa Adelaida. Yo os acompañaría
gustoso, pero tengo que hacer cosas más importantes y muy urgentes. ¡Adiós!
El aprendiz de mago se
recogió la túnica y salió corriendo, de vuelta a su torre.
Los tres escuderos se
quedaron a la puerta de la cocina con los ojos como platos, asombrados, sin
entender muy bien lo que había pasado.
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