UNA FIESTA
VENENOSA
El resto de los guardias
reales contuvieron a la multitud y la calmaron como pudieron, dando alguna que
otra colleja. La reina Guadalupe, la infanta Rosalinda y el resto de
personalidades que estaban en el estrado de madera fueron conducidos y
protegidos por los guardias, de camino al castillo.
- La princesa debe
acompañarnos – dijo un guardia, acercándose al verdugo, que seguía protegiendo
a la princesa. Bernabé se apartó a un lado y dejó que Adelaida se fuese con el
guardia real. Adelaida lo miró antes de unirse al grupo de personalidades y
acompañarlas al castillo. Al verdugo le dio mucha pena separarse de la
princesa.
Mientras la normalidad
volvía a Astudillo y la gente del pueblo se calmaba y volvía a sus quehaceres
cotidianos, la reina y el resto de personalidades llegaron al castillo. Todas
las torres habían sido registradas y no se había encontrado a nadie que pudiese
haber disparado la flecha contra Adelaida.
- Siento mucho lo que ha
pasado, Adelaida – dijo la reina Guadalupe, cuando estuvieron a salvo en la Sala
del Trono. – Te aseguro que encontraremos al responsable. El resto de la gente
de Astudillo y del reino de Cerrato celebra tu llegada y te quiere y respeta – aseguró la reina, mientras Rosalinda contenía su enfado. – Espero que este
desafortunado incidente no te predisponga a estar contra nosotros.
- No os preocupéis,
majestad – dijo Adelaida, con tono suave. – Si me siento incómoda en vuestro
reino será por mi rapto y no tanto por el intento de asesinato del que he sido
víctima.
Todos guardaron un silencio
incómodo, después de las palabras cargadas de ironía de la princesa.
- Bueno, lo que corresponde
ahora es organizar una buena fiesta – dijo la reina, intentando mostrarse
alegre. – Vamos a dedicarte una gran fiesta de bienvenida, Adelaida, para que
veas que esperábamos tu llegada con ganas.
- Muchas gracias, supongo....
– dijo la princesa, confundida.
Rosalinda no pudo aguantar
más su cabreo y salió de la Sala del Trono, pisando fuerte y apretando los
puños. Agarró por la oreja al aprendiz de mago al salir y lo arrastró fuera de
la sala, hasta detenerse en uno de los corredores oscuros del castillo.
- ¡Ay, ay, ay, ay, ay!
¡Gracias, alteza! – dijo el aprendiz, una vez que lo soltó.
- El verdugo ha raptado a
la princesa, la princesa ha llegado a Astudillo y está aquí, vivita y coleando.
¿Cuándo vas a cumplir el encargo que te encomendé? – dijo Rosalinda, muy
enfadada.
- Esta noche, en la fiesta
que prepara la reina – dijo el aprendiz, sin pensar, queriendo librarse de la bronca. – Prepararé una poción, un
veneno, y se lo serviré a la princesa. No puede fallar....
- Eso espero – dijo
Rosalinda, marchándose de allí muy enfadada y haciéndose la digna.
Mientras se preparaba y
organizaba la fiesta en el Gran Salón del castillo, el aprendiz de mago se
encerró en su torre, para preparar el brebaje que acabaría con la vida de la
princesa Adelaida.
Mientras los cocineros de
la reina preparaban unos cochinillos y unos lechazos para asar, el aprendiz de
mago buscaba en sus estanterías larvas de mosca en escabeche y ojos de gato
para el bebedizo.
Mientras los cocineros
recogían frutas de los árboles del jardín para pelarlas y prepararlas en
almíbar para el postre, el aprendiz de mago recogía ortigas y cardos para la
poción.
Mientras los criados
bajaban a la bodega para buscar las botellas de buen vino que se servirían en
la fiesta por la noche, el aprendiz de mago exprimía caracoles para conseguir
un caldero de baba, para poder cocer la pócima.
Al fin la fiesta estuvo
lista y preparada y los invitados fueron llegando al castillo. El Gran Salón
del castillo estaba muy decorado y las mesas llenas de comida y bebida. Los
invitados empezaron a llenar el Gran Salón, hasta que entraron la reina, la
infanta y la nueva princesa de Cerrato: Adelaida.
- Venid, querida, os
presentaré a Sir Aquilino, un bravo y noble caballero de nuestro reino –
presentó la reina Guadalupe.
- Tanto gusto.... – dijo
Adelaida, amable.
- ¡No, hija! ¡Que no te dé
susto! – dijo Sir Aquilino, con voz alegre y sin dejar de sonreír con su
desdentada boca. Sir Aquilino era un caballero del reino que tenía ciento siete
años, era delgado como el palo de una escoba y tenía menos pelo que una. No
tenía dientes, era ciego de un ojo y más sordo que una tapia. Necesitaba bastón
para andar y si se ponía su antigua coraza (con la que guerreaba de joven) se
caía al suelo y quedaba boca arriba, sacudiendo los brazos y pataleando, como
las tortugas cuando les dan la vuelta. – ¡Tengo mala pinta, pero sigo siendo un
caballero hecho y derecho!
Y a continuación se le cayó
la cabeza hacia adelante, pegando la barbilla contra su pecho. Los ojos se le
cerraron, se le descolgó la mandíbula y empezó a resoplar, completamente
dormido.
- Es un hombre algo mayor –
explicó la reina Guadalupe, – y ya se sabe que la gente mayor necesita dormir
mucho. Pero descuida, hija, que será un marido excelente....
- ¿Marido? – se asustó
Adelaida.
- Ven, querida, ven. Éste
es tu sitio.... – la reina sentó a Adelaida a su lado derecho, mientras fray
Malaquías se sentaba a su lado izquierdo. Rosalinda tuvo que sentarse más allá,
enfadada, cruzando los brazos con fuerza y enfurruñándose, poniendo morros y
frunciendo el ceño, sin perder de vista a la princesa Adelaida.
¡Hay que ver cuánta tirria le tenía! Pero la infanta se
alegró un poco, al ver entrar en el Gran
Salón al aprendiz de mago.
- Princesa, os presento mis
respetos en nombre de mi maestro, el mago Jeremías – dijo el aprendiz,
haciéndose un lío con la reverencia, enganchándose con el mantel y tirando las
copas y la comida de los platos de oro. – ¡Perdón, perdón! Yo lo arreglo....
Rosalinda se pasó la mano
por la cara, abochornada. Cuando volvió a mirar suspiró, algo aliviada. El
aprendiz, a pesar de su torpeza, había tenido suerte: como había tirado los
platos y vasos por encima de la mesa, tuvo la excusa para colocar la copa con
el veneno frente a Adelaida, sin levantar sospechas.
- No os preocupéis – dijo
Adelaida, mientras el aprendiz pedía perdón. – No bebo alcohol, así que no se
ha perdido nada....
La música empezó a sonar, a
cargo de los trovadores que estaban en un rincón. Pichiglás hacía sus monerías
por entre las mesas, pedaleando sobre un monociclo: el juglar acabó
empotrándose de narices contra una pared del Gran Salón. Malabaristas y
saltimbanquis animaron la celebración, mientras sonaba la música y los
invitados iban de acá para allá, de la mesa de las viandas a la de las bebidas,
pasando por la de los dulces. Muchos habitantes de Astudillo se acercaron a la
mesa de las personalidades, saludando con timidez a la princesa Adelaida, que
correspondía a todo el mundo: a pesar de sentirse prisionera no había olvidado
sus compromisos como princesa, así que era amable con todo el mundo,
mostrándose respetuosa y educada. El verdugo Bernabé, que también estaba
invitado a la fiesta, recibió la admiración y las felicitaciones de mucha gente
de Astudillo: todos reconocían y agradecían que había sido él el que les había
traído una princesa al reino. Por su parte, Bernabé sólo miraba a Adelaida,
lejos en la mesa presidencial: la princesa lo miró en una ocasión y los dos se
saludaron desde lejos, con sonrisas tímidas. El verdugo después de aquello se
retiró a una pared, se apoyó allí y no dijo ni una palabra.
- ¡Un brindis por la
princesa Adelaida! – gritó Romero el herrero, desde el otro lado del Gran
Salón, alzando su copa de vino.
- ¡Por la princesa! –
brindaron todos los invitados, levantando sus copas y jarras con bebida.
Adelaida, sonriendo
amablemente, tomó la copa que el aprendiz había dejado delante de ella y la
alzó, para beber.
Gracias por este año. Laura
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