UN DISPARO
CERTERO
Bernabé, Adelaida y Chichinabo entraron en Astudillo por la
puerta norte de la muralla. La gente, allí congregada y apretada a los dos
lados de la calle, empezó a chillar, contenta y alegre. Los vitoreaban. La
princesa y el verdugo se miraron, sorprendidos. El mulo no miró a nadie,
indiferente.
Un poco más allá, al lado
izquierdo, había una tribuna de madera engalanada con los colores de la corte.
Sobre ella estaban la reina Guadalupe, la infanta Rosalinda, fray Malaquías, el
aprendiz de mago, Sir Aquilino y otros nobles del reino. La reina Guadalupe se
volvió hacia su confesor, que se acercó a ella para escuchar lo que le decía.
- Al final no ha sido tan
malo que el secreto se haya hecho público – dijo la reina y el fraile asintió,
sonriendo como un zorro. – La gente adora a Adelaida y la han recibido como se
merece....
Rosalinda, que alcanzó a
oír lo que su madre había dicho, apretó los dientes con furia. Miró de reojo al
aprendiz, sentado lejos de ella, y esperó que aquel mago de pacotilla tuviese
todo bien preparado.
- ¡Bienvenida, Adelaida! –
dijo la reina Guadalupe, poniéndose en pie y abriendo los brazos, hacia la
princesa montada en el mulo. La reina estaba sonriente y contenta: veía a su
pueblo alegre desde hacía mucho tiempo. – Espero que el viaje haya sido cómodo
y de tu agrado. Siéntete como en tu casa, pues el reino de Cerrato será tu
hogar a partir de ahora.
La gente de Astudillo
rompió a gritar, lanzando vítores a su reina y a su nueva princesa.
- ¿Por qué necesitáis una
princesa, majestad? – dijo la princesa Adelaida, guardando la compostura. A
pesar de estar prisionera, mantenía sus modales y toda su dignidad. En verdad
era una princesa hecha y derecha.
- ¿Por qué? – se sorprendió la reina. – Para que las jóvenes doncellas del reino tengan a alguien en quien
fijarse, para poder llegar a ser como ella. Para que los caballeros del reino
tengan a alguien en nombre de quien ir a matar dragones o cazar brujas en los
reinos bárbaros del norte. Para que en las fiestas de la primavera la gente de
Astudillo tenga a quien regalar sus coronas de flores y de mimbre. Para que los
pintores del reino tengan a alguien bello a quien pintar, que ya estamos hartos
de tanto bodegón.
- Pero, para todo eso, ¿no
tenéis ya una infanta grácil y bella? – dijo Adelaida, señalando a Rosalinda
con un movimiento de cabeza.
- Oh, sí, Rosalinda es nuestra
infanta – dijo Guadalupe, posando su mano en el antebrazo de su hija, en un
gesto maternal. – Pero es una bastarda, ¿sabéis? No puede llegar a ser una
princesa nunca....
Rosalinda enrojeció de ira,
otra vez (y van....). Se volvió con un gesto brusco hacia el aprendiz, que
miraba embobado el vuelo de una mariposa. El muchacho, al sentir la mirada
cabreada de la infanta volvió en sí, asintió nervioso, haciendo que sus gafas
se deslizaran hasta la punta de su nariz. Cuando quiso colocárselas perdió la
varita, que se le cayó al suelo de madera del estrado. Se agachó a por ella, la
recogió y se enderezó, con todos los pelos alborotados, mirando a la infanta
sin parar de asentir. Después se dio la vuelta y miró hacia lo alto de una de
las torres del castillo, haciendo un gesto torpe con la mano de la varita.
Gadea, que llevaba apostada
allí desde primera hora de la mañana, tensó un poco más la cuerda del arco,
manteniendo el blanco. Desde que Adelaida se había detenido delante del estrado
de la reina, montada en el mulo, la arquera la había apuntado con la flecha,
sin moverse ni temblar. Gadea inspiró profundamente y mantuvo el aire en sus
pulmones, fijando el blanco. Después, soltó la flecha.
El proyectil viajó certero
hacia abajo, apuntando siempre a la princesa Adelaida. Ni el aire la desvió, ni
perdió fuerza. Fue un disparo magnífico de Gadea.
- ¡Ahí va! ¡Una flecha! –
dijo Maruja, la campesina cotilla, señalando la flecha. Todo el público la miró
acercarse, asombrados, con la boca abierta.
Bernabé reaccionó, sin
saber muy bien de dónde le vino la rapidez y la motivación para hacerlo.
Levantó su hacha de doble hoja y la puso delante de la princesa Adelaida. La
flecha rebotó con fuerza en la hoja de acero, desviándose de su destino,
yéndose a clavar en el respaldo alto del trono de madera en el que estaba
sentada la infanta Rosalinda en el estrado. La muchacha se agachó, asustada,
viendo cómo la flecha temblaba, clavada donde antes había estado reposada su
cabeza.
- Esto ya sé de dónde
viene, de las torres del castillo. Seguro que es cosa de la conspiración de los
duendes del reino Pompadejabón, que siempre nos han tenido envidia. Además, he
oído por ahí, que un duende marqués perdió todo su oro en los casinos de la
villa y exigió que se lo devolvieran, cosa que el dueño del casino se negó a
hacer, por supuesto, faltaría más, pero el marqués sigue enfadado y puede que
haya querido vengarse, cosa que hicieron ya con los reyes del reino
Flanconnata.... – habló y habló Maruja, haciendo corrillo entre la gente del público.
Otros ciudadanos gritaron
del susto, otros de rabia y otros de sorpresa. La gente del pueblo empezó a
asustarse, corriendo en todas direcciones, empujándose y tirándose al suelo.
Hubo tirones de pelo y mordiscos en las orejas. El fraile Malaquías se frotó
las manos, pensando que el apocalipsis empezaba allí mismo. Bernabé bajó a
Adelaida de su mulo y la protegió con su cuerpo. La reina Guadalupe se puso en
pie y chilló, con su poderosa voz.
- ¡A ver! ¡Que nadie se
asuste! ¡No ha pasado nada! – la gente de Astudillo se detuvo, apabullados por
los gritos de su reina. – ¡Guardias! ¡Rastread las torres del castillo!
¡Deprisa!
Un destacamento de guardias
reales corrió al castillo, buscando en todas las torres al arquero que había
atentado contra la princesa Adelaida. Pero Gadea era muy buena soldado y ya se
había ido de allí después de hacer el disparo.
Los guardias del reino no
encontraron a nadie.
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