jueves, 30 de octubre de 2014

Arrieros Somos y en Astudillo Nos Encontraremos - XVII




UN MARTILLAZO EFICAZ
 
María, Darío y Sergio entraron al castillo de Astudillo por las cocinas, todavía un poco desconcertados. No comprendían muy bien lo que había pasado con el mago del reino (ellos en realidad no sabían que se habían enfrentado al aprendiz del mago) y lo de las pruebas a las que se tendrían que enfrentar les había puesto un poco nerviosos.
Los tres se habían esperado que tuviesen que enfrentarse a alguna dificultad y que encontrasen resistencia por parte de los habitantes del reino de Cerrato, pero al final se habían encontrado el reino vacío y una serie de pruebas que tenían que superar. Si todas eran como la primera lo tenían bastante fácil.
Los escuderos atravesaron la cocina y salieron a un pasillo, que recorrieron hasta llegar al vestíbulo del castillo. Era una sala circular muy grande, de la que salían muchos pasillos y entradas con forma de arco a diversas escaleras.
- ¡Hola! – los saludó un hombre grandote que había en medio de la sala. Iba vestido con una camisa blanca y un mandil de cuero que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el pelo negro largo y ondulado peinado hacia atrás y un martillo grande en la mano. Sonreía mucho, para tratarse de alguien que en teoría era su enemigo. – Habéis pasado la prueba del aprendiz de mago, ¿verdad? Bueno, pues ahora os toca la mía....
Los tres escuderos se acercaron a él, con cautela. El hombre era muy amable, no los miraba con desafío ni enemistad y les sonreía mucho.
- ¿Usted nos va a poner una prueba? – preguntó María, con asombro.
- Sí.... ¿tan raro os parece? – bromeó el hombre.
- Un poco.... – dijo Darío.
- Es usted muy amable tratándose de nuestro enemigo – explicó María.
- ¡Ah! Bueno.... que seamos de reinos diferentes, hayamos raptado a vuestra princesa, vosotros queráis recuperarla y estemos enfrentados no nos convierte en enemigos – dijo el hombre, sorprendentemente. – Soy Romero, el herrero del reino. Y, la verdad, lo que hemos hecho con Adelaida me parece una verdadera faena. Ella es vuestra princesa, y por mucho que la raptemos no se va a convertir en la nuestra.... Además, un muy buen amigo mío está enamorado de ella, y veo cómo sufre por verla encerrada. Así que casi prefiero que consigáis llevárosla.
Los tres escuderos sonrieron.
- Aunque, claro, la prueba os la tengo que poner igualmente. Es una orden directa de mi reina – dijo el herrero, encogiéndose de hombros, incapaz de saltarse aquél trámite. – Y me apuesto mi martillo a que no sois capaces de pasarla....
- ¿El martillo? – preguntó Darío.
- Sí. Me apuesto el martillo a que no sois capaces de cumplirla. A los habitantes de Cerrato ya sabéis que nos gusta apostar.... – explicó el herrero. – Bueno, ¿qué os apostáis vosotros? Tiene que ser algo que me sirva, algo que pueda usar....
Los tres escuderos se miraron, un poco asombrados. Aquel reino les desconcertaba. Ya sabían que los habitantes del Cerrato apostaban compulsivamente, pero no imaginaban que en su misión para rescatar a la princesa Adelaida ellos tuvieran que hacerlo. Además, no sabían qué podían apostarse con el herrero. Al final, a Darío se le ocurrió algo.
- ¡Uy! Creo que llevo unas herraduras en mi mochila.... – dijo el niño, rebuscando. – Son de buen acero, del caballero al que sirvo. Quizá le valgan.
- Están muy bien, me valen como apuesta. Pues bueno, vamos a por la prueba....
Romero guió a los tres escuderos hasta un caballete de madera que había colocado al lado de la pared. Sobre el caballete, de los que se usaban para sostener tablas de madera para usar de mesas o andamios improvisados, había clavado un trozo de madera ancho. Había una punta colocada sobre el madero, larga y fina. Sólo el pico estaba clavado en la madera, consiguiendo que la punta se mantuviera vertical.
- Tenéis que clavar la punta de un solo martillazo – dijo el herrero, tendiendo a los niños el martillo que llevaba en las manos. – Tan simple como eso.
Los tres niños se quedaron mirando la punta durante un  rato, en silencio. Al fin Darío se volvió hacia sus dos amigos.
- Inténtalo tú, Sergio: eres el más fuerte de los tres.
Sergio le miró y después a María. Sus dos amigos le animaron con la mirada. El escudero se encogió de hombros, se acercó al herrero, cogió el martillo de su mano y luego anduvo hasta ponerse delante del caballete.
Sopesó el martillo en la mano, mirando fijamente la punta, erguida sobre la madera. Calculó la distancia y la fuerza, moviendo el martillo encima de la punta, sin tocarla. Sacó la lengua, poniéndola entre los dientes, levantó el brazo hasta arriba y descargó el golpe con todas sus fuerzas.
¡Pam!, hizo el martillo contra la madera.
Sergio apartó el martillo y los tres escuderos y el herrero se inclinaron para mirar. La punta había desparecido, sólo se veía la cabeza asomar ligeramente sobre la superficie de la madera.
- ¡Muy bien! – dijo Romero, alegre de verdad. Sonrió a Sergio y le dio una palmada en la espalda. – Buen golpe. Me habéis ganado el martillo limpiamente. Seguid por esas escaleras hasta la siguiente prueba.
Los tres escuderos se despidieron del simpático herrero y subieron contentos los escalones de piedra.
- ¡Buena suerte! – les deseó Romero.

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