UN MARTILLAZO
EFICAZ
María, Darío y Sergio
entraron al castillo de Astudillo por las cocinas, todavía un poco
desconcertados. No comprendían muy bien lo que había pasado con el mago del
reino (ellos en realidad no sabían que se habían enfrentado al aprendiz del
mago) y lo de las pruebas a las que se tendrían que enfrentar les había puesto
un poco nerviosos.
Los tres se habían esperado
que tuviesen que enfrentarse a alguna dificultad y que encontrasen resistencia
por parte de los habitantes del reino de Cerrato, pero al final se habían
encontrado el reino vacío y una serie de pruebas que tenían que superar. Si
todas eran como la primera lo tenían bastante fácil.
Los escuderos atravesaron
la cocina y salieron a un pasillo, que recorrieron hasta llegar al vestíbulo
del castillo. Era una sala circular muy grande, de la que salían muchos
pasillos y entradas con forma de arco a diversas escaleras.
- ¡Hola! – los saludó un
hombre grandote que había en medio de la sala. Iba vestido con una camisa
blanca y un mandil de cuero que le llegaba hasta los tobillos. Tenía el pelo
negro largo y ondulado peinado hacia atrás y un martillo grande en la mano.
Sonreía mucho, para tratarse de alguien que en teoría era su enemigo. – Habéis
pasado la prueba del aprendiz de mago, ¿verdad? Bueno, pues ahora os toca la
mía....
Los tres escuderos se
acercaron a él, con cautela. El hombre era muy amable, no los miraba con
desafío ni enemistad y les sonreía mucho.
- ¿Usted nos va a poner una
prueba? – preguntó María, con asombro.
- Sí.... ¿tan raro os
parece? – bromeó el hombre.
- Un poco.... – dijo Darío.
- Es usted muy amable
tratándose de nuestro enemigo – explicó María.
- ¡Ah! Bueno.... que seamos
de reinos diferentes, hayamos raptado a vuestra princesa, vosotros queráis
recuperarla y estemos enfrentados no nos convierte en enemigos – dijo el
hombre, sorprendentemente. – Soy Romero, el herrero del reino. Y, la verdad, lo
que hemos hecho con Adelaida me parece una verdadera faena. Ella es vuestra
princesa, y por mucho que la raptemos no se va a convertir en la nuestra....
Además, un muy buen amigo mío está enamorado de ella, y veo cómo sufre por
verla encerrada. Así que casi prefiero que consigáis llevárosla.
Los tres escuderos
sonrieron.
- Aunque, claro, la prueba
os la tengo que poner igualmente. Es una orden directa de mi reina – dijo el
herrero, encogiéndose de hombros, incapaz de saltarse aquél trámite. – Y me apuesto
mi martillo a que no sois capaces de pasarla....
- ¿El martillo? – preguntó
Darío.
- Sí. Me apuesto el
martillo a que no sois capaces de cumplirla. A los habitantes de Cerrato ya
sabéis que nos gusta apostar.... – explicó el herrero. – Bueno, ¿qué os
apostáis vosotros? Tiene que ser algo que me sirva, algo que pueda usar....
Los tres escuderos se
miraron, un poco asombrados. Aquel reino les desconcertaba. Ya sabían que los
habitantes del Cerrato apostaban compulsivamente, pero no imaginaban que en su
misión para rescatar a la princesa Adelaida ellos tuvieran que hacerlo. Además,
no sabían qué podían apostarse con el herrero. Al final, a Darío se le ocurrió
algo.
- ¡Uy! Creo que llevo unas
herraduras en mi mochila.... – dijo el niño, rebuscando. – Son de buen acero,
del caballero al que sirvo. Quizá le valgan.
- Están muy bien, me valen
como apuesta. Pues bueno, vamos a por la prueba....
Romero guió a los tres
escuderos hasta un caballete de madera que había colocado al lado de la pared.
Sobre el caballete, de los que se usaban para sostener tablas de madera para
usar de mesas o andamios improvisados, había clavado un trozo de madera ancho.
Había una punta colocada sobre el madero, larga y fina. Sólo el pico estaba
clavado en la madera, consiguiendo que la punta se mantuviera vertical.
- Tenéis que clavar la
punta de un solo martillazo – dijo el herrero, tendiendo a los niños el
martillo que llevaba en las manos. – Tan simple como eso.
Los tres niños se quedaron
mirando la punta durante un rato, en
silencio. Al fin Darío se volvió hacia sus dos amigos.
- Inténtalo tú, Sergio:
eres el más fuerte de los tres.
Sergio le miró y después a
María. Sus dos amigos le animaron con la mirada. El escudero se encogió de
hombros, se acercó al herrero, cogió el martillo de su mano y luego anduvo
hasta ponerse delante del caballete.
Sopesó el martillo en la
mano, mirando fijamente la punta, erguida sobre la madera. Calculó la distancia
y la fuerza, moviendo el martillo encima de la punta, sin tocarla. Sacó la
lengua, poniéndola entre los dientes, levantó el brazo hasta arriba y descargó
el golpe con todas sus fuerzas.
¡Pam!, hizo el martillo
contra la madera.
Sergio apartó el martillo y
los tres escuderos y el herrero se inclinaron para mirar. La punta había
desparecido, sólo se veía la cabeza asomar ligeramente sobre la superficie de
la madera.
- ¡Muy bien! – dijo Romero,
alegre de verdad. Sonrió a Sergio y le dio una palmada en la espalda. – Buen
golpe. Me habéis ganado el martillo limpiamente. Seguid por esas escaleras hasta
la siguiente prueba.
Los tres escuderos se
despidieron del simpático herrero y subieron contentos los escalones de piedra.
- ¡Buena suerte! – les
deseó Romero.
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