UN MAGO QUE
VUELVE
Darío abrió la puerta y los
tres escuderos entraron apelotonados en la habitación. Había una cama pequeña,
una silla incómoda de madera y mimbre y una ventana con barrotes por la que
entraba la luz del sol poniente.
Y la princesa Adelaida estaba
en el centro de la habitación, de pie, atenta a los ruidos que llevaba
escuchando desde hacía un rato del otro lado de la puerta. Los tres niños, al
verla tan guapa y tan elegante, erguida en medio de la habitación, pusieron una
rodilla en tierra e hicieron una reverencia.
- Majestad – dijeron, con
respeto.
- ¿Quiénes sois? – preguntó
Adelaida.
- Somos tres jóvenes
escuderos de vuestro reino, alteza – dijo Darío, ya que María parecía haberse
quedado sin palabras ante la princesa, alucinada.
- Hemos venido a rescataros
– añadió Sergio.
- Muy bien – dijo Adelaida,
sonriendo ampliamente. – Os lo agradezco de corazón.
- Pues vamos, que se hace
tarde.... – murmuró María, saliendo de la habitación. Sus dos amigos y la
princesa la siguieron. Buscaron la estrecha escalera de caracol que les había
indicado el verdugo Bernabé y bajaron por ella a todo correr, deseando salir de
una vez de aquel castillo (sobre todo la princesa) y volver corriendo a su
hogar, en Marfil. Llegaron hasta una sala en la que todas las paredes tenían
colgadas cabezas disecadas de animales y había alfombras de piel de oso, de
lobo y de gato montés. Buscaron la puerta y salieron al vestíbulo del castillo.
Allí, al lado de la puerta de salida, vieron al verdugo.
- ¡Aquí la traemos! – gritó
María, alegre.
- ¡Ma.... Maj.... Majestad!
– tartamudeó el verdugo, viendo a Adelaida. Tragó saliva y continuó. – Me
alegro.... me alegro mucho de vernos.... ¡De veros!.... Me alegro mucho de
veros sana y salva, alteza....
- Yo también me alegro
mucho de verte, Bernabé – dijo la princesa Adelaida, sonriendo, mirando al
verdugo con intención, con una mirada atractiva cargada de significado. El
verdugo sostuvo la mirada un instante y luego tragó saliva, sonoramente. Los
tres escuderos rieron por lo bajinis,
divertidos.
- Eso es lo que te pasa a
ti cuando ves a Jacinto, ¿no? – dijo Darío con mala idea.
- ¡Cállate, tú! – respondió
María, dándole un puñetazo en el brazo.
- La puerta está
abierta.... deberíamos irnos – dijo Bernabé, con voz débil, sin poder dejar de
mirar a Adelaida.
- Vamos, pues – dijo la
princesa con decisión.
Salieron al patio del
castillo y corrieron hacia la puerta, que efectivamente estaba abierta, con el
rastrillo subido: “Lepre” había cumplido su parte de la apuesta. Fray Malaquías
y la reina Guadalupe también, pues había un gran carro tirado por dos buenos
caballos fuera del castillo, al lado de la puerta.
- ¡¡No podéis iros!! –
oyeron una voz que gritaba desde lo alto. Los tres escuderos, el verdugo
Bernabé y la princesa Adelaida pararon de correr y se giraron. Arriba, en uno
de los pasillos exteriores que unían las torres del castillo, estaba el fraile
Malaquías, con una gran cruz en las manos, alzada por encima de su cabeza. Era
una cruz de madera, muy alta y pesada. – ¡¡No podéis abandonar Astudillo con la
princesa!! ¡¡Adelaida es una santa!! ¡¡Aquí hace milagros!!
- ¿Pero qué dice usted? –
dijo María.
- ¡¡Padre Malaquías!! ¡¿Qué
pasa aquí?! – preguntó la reina Guadalupe, apareciendo en el mismo pasillo
exterior que el fraile pero saliendo a él por la otra torre. Con ella llegaban
la infanta Rosalinda, Romero el herrero, Maruja, “Lepre” y Gadea la arquera. Se
quedaron todos en grupo, algo alejados del fraile que parecía un poco loco.
- ¡¡Esos extranjeros
pretenden llevarse a la princesa Adelaida!! ¡¡Y no podemos permitírselo!! –
dijo el fraile, siguiendo con su papel. Quería liarla parda, montar un follón
bien gordo, a ver si el apocalipsis se decidía de una vez por todas a aparecer.
- ¿Por qué no? Han superado
todas las pruebas que les hemos puesto.... – dijo la reina, confusa.
- ¡¡La princesa Adelaida
curó a un leproso de su maligna enfermedad!! – gritó el fraile, fuera de sí. –
¡¡Es una santa!! ¡¡No puede abandonar su santuario!!
- ¡Pero si yo no hice nada!
– gritó Adelaida. – ¡Esa señora cogió una copa que estaba encima de la mesa, se
la bebió y se curó!
- ¡¡Sí!! ¡¡Es verdad!! –
dijo de repente otra voz. Todos miraron hacia allá y vieron al aprendiz de
mago, que apareció desde su torre en otro de los pasillos exteriores del
castillo. – ¡¡Y fui yo el que preparó aquella poción!! ¡¡Soy un mago de verdad
por fin!!
- ¡Pero tú lo que
pretendías era envenenar a la princesa, so memo! – dijo Rosalinda, harta de la
ineptitud del aprendiz de mago. – ¡Fallaste! ¡Conseguiste justo lo contrario de
lo que querías! ¡No eres un mago de verdad!
- ¡¿Pero qué está pasando
aquí?! – dijo el mago Jeremías, el mago del reino, el mago de verdad. El hombre
acababa de llegar de la reunión de la ALMYBAR y se había encontrado con aquel
desbarajuste.
- ¡¡Maestro!! ¡¡Por fin
habéis vuelto!! – gritó de alegría el aprendiz.
- ¡¡Marciano!! ¿Pero qué
haces ahí arriba?
- ¡Maestro, estaba deseando
que volviera! ¡Todos se han vuelto locos mientras usted estaba fuera y no
había manera de controlarlos! ¡Pero ahora verá, maestro! ¡¡Va a ver cómo me
convierto por fin en un mago de verdad!!
- ¿Qué vas a hacer,
Marciano, hijo? ¡¡Ten cuidado!!
El aprendiz de mago,
Marciano, se remangó la túnica y estiró los brazos hacia la princesa Adelaida,
mientras decía unas palabras mágicas:
“Ringoni circum puniceus,
manducate acetaria,
edunt dominorum,
oranges et
lemons”
- ¡¡Marciano!! ¡¡No!! –
gritó el mago Jeremías, reconociendo el hechizo mortal. De las manos del
aprendiz salieron unos rayos de color verde y rosa.
- ¡¡Ay, mi madre!! ¡¡Que se
quiere cargar a la princesa!! – gritó Rosalinda, recordando que el aprendiz de
mago había dicho algo de un hechizo para demostrarle a ella que podía cumplir
el encargo que le había ordenado hacía un par de días.
El hechizo voló como una
flecha disparada por Gadea hasta la princesa Adelaida, que no pudo hacer nada
por apartarse. Bernabé tampoco pudo reaccionar, asustado al ver que el hechizo
llegaba hasta su amada.
Pero el mago Jeremías hizo
honor a su cargo y se apareció delante de la princesa, haciendo un gesto con el
dorso de la mano, desviando el hechizo. Los rayos verdes y rosas volaron hasta las
torres del castillo, golpeando la cruz que sujetaba fray Malaquías, lanzándola
hacia lo alto. Los rayos rebotaron en la madera y acabaron cayendo en una
bandera del reino, que se incendió al instante. El fuego y el humo espantaron a
unas palomas, que volaron hacia lo alto de las torres, golpeando una de las
veletas del castillo. El gallo de metal cayó rebotando por los tejados,
espantando a un gato negro que había por allí. El felino saltó asustado,
maullando, cayendo sobre la espalda de la reina Guadalupe. Su majestad se
asustó, sacudiéndose encorvada. El gato se asustó más y se agarró con las uñas
al vestido de la reina, sin caerse. La infanta y los súbditos que la rodeaban
intentaron ayudarla, espantando al gato, montando una algarabía monumental.
El caso es que nadie vio
como la gran cruz de madera salía hacia arriba, girando sobre sí misma, para
caer otra vez en vertical hacia abajo.
- Ay, mierda.... – murmuró
fray Malaquías, resignado, viendo lo que se le venía encima.
La cruz cayó sobre él y le
aplastó, con un estruendo enorme y levantando una gran polvareda. El gato se
fue de allí, asustadísimo, y el resto de personajes miraron a su alrededor,
volviendo a la normalidad, comprobando cómo había acabado el pobre fraile.
Al final, el padre
Malaquías se había quedado sin su tan deseado apocalipsis.
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