jueves, 29 de diciembre de 2016

En la playa, bajo la zombrilla....



El disco sale de la mano del chico, alejándose de él hacia la derecha,  traza una curva cerrada en el aire, vuelve como si se tratara de un bumerán y se dirige planeando grácilmente hasta la mano del hombre mayor (¿el padre, quizá?). Éste agarra el disco con una sola mano, se lo acomoda en ella y se lo devuelve al chico (¿su hijo?), con un lanzamiento recto, lento, el disco planeando en el aire, como sostenido en él, ingrávido.
Suspiro y dirijo mi mirada hacia otro lado. Estoy rodeado de sombrillas y gente con poca ropa tomando el Sol. Bajo la sombrilla, a salvo, en la sombra, sudo sentado en la arena, resignado. Los faldones de la sombrilla se sacuden y restallan como una cometa danzando en el cielo.
Hace un calor de horno y el Sol brilla en el cielo sin misericordia, quemando poco a poco a la gente que se tumba en la arena, indiferente. Están encargando melanomas para el futuro, a unos quince años. Yo resoplo, sin entenderles, sintiéndome agobiado bajo la sombrilla, que al menos me da un respiro. Después miro a mi lado, a un par de metros, a la chica despampanante y de piel morena que crepita tumbada al Sol en su toalla rosa fucsia, y vuelvo a resoplar.
Menuda encerrona.
Llevo una semana en Gandía, con mi amigo Juan y mi amiga Nerea. Los dos tienen pareja y también están aquí: Leticia, la novia de Juan y Quique, el novio de Nerea. A mis amigos los quiero con locura y con sus parejas no tengo ningún problema: Leticia es una chica muy agradable, tranquila y callada con la que hablo de muchas cosas y Quique es un tipo divertido, algo “fantasma”, pero con el que tengo en común una pasión cinéfila que me hace soportarle. Con ellos cuatro estoy estupendamente.
Es con la sexta en discordia, la “tía buena” de pelo rubio y piel morena tumbada a mi lado, con la que tengo problemas.
Es Vanessa, una compañera de trabajo de Juan y conocida de Nerea. Los dos la convencieron para que viniera de vacaciones con nosotros, con la secreta intención de que acabáramos juntos.
Esta clase de encerronas no me gustan nada, pero es verdad que hace años que no salgo con nadie, y no me importaba tener una aventurilla con alguien en vacaciones. El apartamento es de tres habitaciones, yo duermo en el sofá y Vanessa en una cama para ella sola: no tenía reparos en que la compartiéramos durante doce días. Además, Vanessa es un verdadero pibón, una “tía buena” de libro: caderas anchas, melena rubia, piel morena, alta, piernas largas, ojos grandes, dentadura perfecta y blanca....
Pero no la soporto.
Es una tía superficial, simple y estúpida. Es tonta, cretina y muy creída. Además, le gustan los chulos de gimnasio, con unos abdominales llenos de bultos. Yo no soy ningún adefesio, pero mi vientre plano, mi piel pálida como un folio y mi interés por la ciencia/ficción, la fantasía, el cine palomitero y las novelas de terror de Stephen King no forman un paquete muy de su agrado.
Y lo de paquete lo digo en sentido estrictamente metafórico.
Así que llevo una semana, de miércoles a miércoles, en la playa con mis amigos, con sus parejas y con una rubia insoportable, pija y gritona, que me saca de quicio. Además, mis amigos al principio intentaban emparejarnos, tratar de que hiciéramos cosas juntos (bajar a por el pan, ir a la oficina de alquiler de coches a por el que teníamos reservado, recoger los pollos asados del restaurante donde les habíamos encargado, nos dejaban atrás juntos cuando paseábamos por la noche en el paseo marítimo....), así que los primeros días tuve que aguantarla casi todo el tiempo junto a mí.
Es inaguantable, pero creo que ella me soporta lo mismo que yo a ella: nada de nada.
Es un flaco consuelo, pero me vale saber que ella también se aburre.
Lo que pasa con una “tía buena” es que puede componérselas para no aburrirse. En seguida hace amigos, en la playa o en los bares, luciendo palmito, haciéndose la tonta o la interesante, o deslumbrando a todos con esos piños tan blancos que tiene.
Qué pedrada, madre mía....
Así que aquí estoy, jodido y aburrido. Mis amigos y sus novios están en el agua, aprovechando el mar como una piscina, plano y quieto como una balsa de aceite. Vanessa luce su bikini-tanga tumbada al Sol (estoy convencido de que lo hace a propósito, para provocarme, la muy....) y yo estoy sudando y abrasado bajo la sombrilla. A los paliduchos como yo nos encanta el Sol. Es una de nuestras torturas favoritas.
Creo que sólo he visto una piel más blanca que la mía: la que tienen los peces en el vientre.
Resoplo, mirando a la gente impasible sobre sus toallas. Envidio su resistencia al Sol. Envidio a la gente que los acompaña, con quien parece que se llevan bien. Envidio a cualquiera que no tenga que aguantar una “cita a ciegas” de doce días como la mía, en la que las dos partes no encajan, pero tienen que aguantar la cita entera, porque hasta el final no sale el tren que los devuelve a Madrid. Envidio incluso a Vanessa, que a pesar de que no me aguanta, está disfrutando de las vacaciones: Sol, mar, charlas con Juan y Nerea, mojitos por las noches en los bares y en la discoteca Pachá, sintiéndose observada y deseada por las decenas de musculitos con flequillo “frontón” que la miran con lascivia.
Debería aprovechar esta situación para escribir un relato. Mi editor me achucha últimamente para que publiquemos algo en alguna revista o en algún libro de relatos de varios autores. Resoplo otra vez: no quiero pensar en mi editor, estoy de vacaciones.
Además, casi le soporto menos que a Vanessa.
La rubia despampanante se gira en la toalla: sus nalgas se sacuden como dos apetitosos flanes. Pongo los ojos en blanco: ¿por qué no le habré caído bien? ¿Por qué una mujer como ella no puede sentirse atraída (simplemente interesada, tampoco pido más) por un tipo sencillo como yo? No soy un tío cachas, pero tengo conversación, soy comprensivo y sé vestir elegante. No haríamos mala pareja. Vanessa se pone boca arriba (este lado de su anatomía tampoco es desagradable a la vista, todo lo contrario) y sigue tumbada al Sol. Sus gafas de espejo tapan sus ojos azules, pero no han podido ocultar su mueca de disgusto al verme sentado bajo la sombrilla.
››No conseguiría ser interesante para una chica así ni aunque llegue el fin del mundo‹‹, pienso, compungido.
Escucho a un niño chillar y a una madre responderle, pero no hablo alemán así que no sé qué dicen. Suspiro, mirando hacia el oeste, viendo cómo el Sol se refleja en el mar plano y quieto. Otra persona grita y entonces caigo en la cuenta de que no ha parecido un grito de risa, sorpresa o alegría. Parecía de terror.
Empiezo a oír más gritos, encadenados. Arrugo el ceño y me quito las gafas de sol, inquieto y curioso. Veo una sombra que pasa a mi lado, al otro lado de la sombrilla inclinada, que camina por la arena con lentitud. Me giro hacia ella, a tiempo para ver cómo rebasa la sombrilla y se asoma dentro, mirándome de frente.
- ¡¡Joder!! – suelto, sin poder evitarlo. Si no fuese una locura, creería que una especie de cadáver andante me está mirando a sólo un par de palmos. La piel verdosa, con heridas que no sangran, los ojos sin párpados y la mirada opaca son indicios que me llevan a esa conclusión, aunque evidentemente es una locura.
Vanessa grita y el zombi (mi mente de escritor no puede darle otro calificativo más acertado) se abalanza hacia mi cara, como si el grito de la chica fuese el pistoletazo de salida para el buffet libre. Reacciono, con una velocidad y presteza que nunca hubiese imaginado: agarro la botella de agua que tengo bajo la sombrilla, sin mirar, y la coloco horizontal frente a mi atacante: sus dientes amarillos se cierran sobre el plástico, sin alcanzarme. Desde luego, la inteligencia de esa persona (¡¡es un zombi!!, ¿tanto te cuesta reconocerlo?) no es muy elevada, porque sigue mordiendo, dando dentelladas a la botella llena de agua, que resiste los mordiscos. Dos dientes se rompen y la encía sangra pus amarillento por los dos huecos que han dejado.
Esa cochinada me hace reaccionar. Vanessa sigue chillando, encogida en la toalla rosa fucsia, y sus gritos se me clavan en el cerebro. Empujo al zombi (por fin te has convencido, ¿eh?) usando la botella, tirándole de espaldas, y aprovecho el movimiento para ponerme de pie. El bicho cae en la arena y se mece como un caballito de madera, rodando con la espalda. Usando la botella, que aunque es de plástico pesa bastante al estar llena de agua, le golpeo en la cabeza, quebrando el hueso y destrozando lo poco que queda dentro del cráneo: todas las películas y libros dejan claro que aquella es la manera de acabar con un monstruo como éste. No tengo otras referencias y si están equivocadas me llevaría una decepción.
Pero parece que las películas, comics, libros e historias sobre zombis dicen la verdad: el bicho con la cabeza reventada a mis pies ya no se mueve. Vanessa sigue chillando, mirando al zombi con cara aterrorizada. Se le han caído las gafas, así que puedo verle los ojos, y cuando me lanza un par de miradas furtivas, puedo notar algo distinto en ellas, algo diferente a lo que he visto durante la semana que llevamos juntos: sorpresa por mi competencia y mi destreza.
Miro hacia levante, por donde sigue viniendo el aire que sigue sacudiendo las sombrillas: una horda de zombis parece salir del mar y remontar la arena de la playa, entrando entre las sombrillas y las toallas, arramplando con todo, cual jubilado en una feria de muestras.
- Joooder.... – murmuro. Es la misma palabra que pronuncié antes, pero tiene diez o doce matices diferentes a como la dije hace tan sólo un minuto. Pero es que han pasado muchas cosas en el último minuto.
La más relevante para mí y mi futuro, es comprobar que las cosas fantásticas que leo y de las que escribo pueden ser reales, y no sólo fruto de la imaginación de un escritor mediocre. La más importante para mí, en este momento, es la mirada interesada que Vanessa me ha lanzado en medio de su terror. Me noto hasta unos centímetros más alto y unos gramos de músculo más fuerte....
Entonces pienso en Juan, Leticia, Nerea y Quique. Y me vuelvo a desinflar.
- ¡¡¿Qué es esa cosa?!! – pregunta Vanessa, chillando, y su tono pijo ya no me parece tan insoportable.
- No te muevas de aquí – le digo, sintiéndome seguro de mí mismo, aunque si alguien pudiera verme desde dentro comprobaría que en realidad estoy cagado. Y mi seguridad personal es lo último que me preocupa: pienso en mis amigos y sus novios. – Voy a buscar a los demás.
- ¡¡¿Qué?!!
- Que si quieres sacar tu bonito culo de esta playa empieces a recoger tus cosas y te prepares: voy a buscar a los demás y nos largamos de aquí – contesto, poniéndome la camiseta de tirantes del demonio de Tasmania y desmontando la sombrilla. La parte cupular no me interesa y la dejo suelta en la arena, rodando por efecto del aire: me interesa más el mástil de metal, acabado en punta. Sintiendo que llevo una lanza de Neanderthal conmigo miro a Vanessa antes de irme. La encuentro mucho más guapa que los últimos días, fíjate. – Ten cuidado y prepárate. Tardo un minuto.
Echo a correr, no sin antes ver la cara de sorpresa de Vanessa. Parece que la sorprende mi verdadero yo, el que ni yo mismo sabía que existía. Toda la mierda que he visto en el cine, que he leído y que he escrito yo mismo, valen para algo.
Corro por la arena, en dirección al agua, pero en diagonal con respecto a la horda de muertos vivientes que caminan hacia las toallas. Quiero encontrar a mis amigos, pero alejarme lo más posible de aquellos monstruos caníbales que han vuelto a la vida. Me cruzo con un montón de gente asustada, que chilla, llora, sale corriendo o se queda bloqueada sin moverme del sitio. Me gustaría ayudarles (de verdad lo siento así) pero mis amigos tienen prioridad. Es duro pero es así.
Una de las leyes del Holocausto Zombi.
Llego a la orilla y durante un par de segundos (¿seguro que no han sido más? ¿No te ha parecido un siglo?) no les veo, asustado. Después los reconozco, un poco a mi izquierda, a no más de quince metros de un grupo de tres zombis que caminan/flotan hacia ellos.
- ¡¡Chicos!! – les llamo, gritando como nunca en toda mi vida. No es una exageración: la garganta me duele con sólo esa palabra. – ¡¡Eh!! ¡¡Chicos!! – los cuatro me oyen por fin y se giran, saludándome con la mano y sonriendo. ¿Es posible que no hayan visto ni oído nada? Sí, es posible: me doy la vuelta y veo que desde allí no se ve a la masa de zombis que han salido del agua y han empezado a devorar a los veraneantes. – ¡¡Salid de ahí!!
- ¿Por qué? – me pregunta Juan, poniéndose serio. – ¡¡Ven tú!!
- Me cago en la leche jodía.... – mascullo, cabreado, entrando en el agua, mojándome de nuevo el bañador (con lo que me jode llevarlo mojado....), luchando por llegar hasta mis amigos antes que los zombis que los acechan. Pienso en señalárselos, pero a lo peor es contraproducente: mis amigos pueden asustarse y desperdigarse. Y yo quiero que todos huyamos juntos. – ¡¡Salid del agua!!
- ¿Por qué? – Nerea parece seria, como Juan. Leticia también me mira igual (mi cara de ansiedad debe ser para una exposición de fotografías sobre las emociones humanas) y Quique me sonríe, superior: supongo que cree que es una de mis excentricidades.
- Porque nos tenemos que ir.... – digo, sin más explicaciones, llegando hasta ellos. El agua del mar nos llega por la cintura, todos me rodean en un semicírculo y desde allí podemos escuchar los gritos de la gente: ahora suenan más altos y más abundantes.
- ¿Qué pasa en la playa? – pregunta Nerea.
- Eso pasa – digo yo, adelantándome y lanceando a uno de los zombis, el que iba en cabeza, a tan sólo un par de pasos de la espalda de mi amigo Juan. La pica de la sombrilla atraviesa la cara y la cabeza del monstruo podrido y le detiene en seco. De un tirón saco la pica y me vuelvo a mis amigos y sus parejas, que me miran atónitos. – Hay que largarse de aquí ya....
- ¿Pero....? ¿Cómo....? – pregunta Quique.
- ¿Dónde está Vanessa? – pregunta Juan, temiéndose lo peor.
- Vanessa está a salvo, siempre que me haya hecho caso y que nos demos prisa – contesto, dándome la vuelta a mirar a Quique. – Por qué no dejas las preguntas inteligentes para cuando estemos en lugar seguro, ¿eh, lumbrera?
Encabezo la marcha, saliendo del agua, antes de que los otros dos zombis rezagados lleguen hasta nosotros. Mis amigos y sus parejas me siguen, atónitos y asustados, sin capacidad para razonar ni pensar. Yo me siento igual que ellos, desde luego, pero al menos yo me repongo lo suficiente como para ser operativo y funcional.
Soy práctico. Es una de mis virtudes. Es una pena que una chica como Vanessa no sea capaz de valorarla....
Aunque quizá sí, porque cuando llegamos a las toallas ha recogido todas las cosas de los seis y las ha metido en las bolsas y mochilas y la mirada que la rubia me lanza al verme llegar es de alivio. No de asco, ni de cansancio, ni de pereza: puro alivio. Incluso sonríe.
Aquello sí que me desconcierta, por un segundo, pero me repongo al instante para coger mi mochila, cargármela a la espalda y blandir la pica de la sombrilla, para golpear a un zombi que se había acercado demasiado a Leticia.
- Vámonos – digo sin más y los otros cinco asienten como uno solo. Nunca he sido un líder, ni he querido serlo, pero veo que en este caso soy el más adecuado. Sin quererlo ni pedirlo, lo acepto con humildad y encabezo la marcha de nuevo. A nuestro alrededor hay gente corriendo y chillando. Peor: nadie tan centrado como nosotros seis.
Los zombis de la playa están tras nosotros, entretenidos con sus víctimas tumbadas al Sol, despistadas por la tranquilidad de las vacaciones en la playa. Corremos por la arena y salimos de la playa, al paseo marítimo, y ahí me paro y me doy la vuelta, permitiéndome un momento de pausa, para comprobar la situación. Cientos de zombis siguen saliendo del agua (¿de dónde carajo salen? ¿víctimas de múltiples naufragios a lo largo de siglos de historia del Mare Nostrum?) y empiezan a tomar al asalto la playa. Aquello parece algo serio, desde luego.
- Tenemos que salir de la ciudad – comento.
- Entonces necesitamos un coche – dice Juan.
- Vamos a la oficina de alquiler – propone Vanessa, y su voz no me suena pija en absoluto. La rubia de mis desvelos seguro que tiene en mente el monovolumen de siete plazas que hemos alquilado días atrás, para viajar a Cullera o a Valencia. Con un coche como ése podríamos salir de Gandía y ponernos a salvo tierra adentro.
Aunque quizá, no habría ningún lugar donde ponerse a salvo en todo el país, si aquello iba a mucho más y no tenía fin.
- Cada problema a su tiempo – me digo y mis compañeros me miran extrañados. Después levanto la vista y me dirijo a ellos. – Iremos a por el coche, pero primero hay que pasar por el apartamento.
- ¿Para qué? ¿Para recoger las maletas? – se sorprende Quique.
- No: para prepararnos.
Me doy la vuelta y camino con prisa hacia el apartamento. Vamos todos juntos, en grupo. Los gritos en la playa siguen, pero las calles están desiertas: parece evidente que el origen de los zombis es el mar y que por ahora, quizá durante una hora, la ciudad está libre de ellos. Llegamos al apartamento en diez minutos y lo primero que les pido a los otros es que se pongan ropa cómoda, con la que puedan moverse rápido y correr. Todos nos cambiamos con rapidez y no puedo evitar fijarme en el pantalón cortísimo de Vanessa, en su top rosa que deja el ombligo al aire y en cómo se recoge la melena rubia en una coleta que le queda muy bien. Ya no me parece la chica superficial y quejica de estos días.
Una vez que estamos todos cambiados, con playeros y ropa cómoda, cojo la pica de la sombrilla y se la enseño.
- Si conseguimos llegar al coche rápido y salimos de aquí en cosa de una hora no tendremos muchos problemas, creo yo, pero tenéis que ir preparados – los cinco me escuchan como no han hecho en la semana de vacaciones que llevamos juntos. Incluso mis amigos, que sé que me quieren, me hacen poco caso normalmente. Pero en este momento todos me prestan atención. – Tenéis que buscar un arma.
- ¿Un arma? ¿Qué clase de arma? – pregunta Nerea.
- Como imagino que ninguno ha metido una escopeta en su maleta, a todos nos tendrá que servir con algo resistente que nos sirva para golpear a esas cosas en la cabeza – digo, terminando la frase mirando a Vanessa. Esperaba una mueca, un mohín de asco, un comentario de desagrado, pero simplemente me mira con confianza y asiente. Desde luego que no parece la misma y esa chica sí me empieza a gustar. Quizá porque yo no soy el mismo tampoco....
- Vamos a buscar, entonces.... – dice Quique, y se pone en marcha.
El apartamento es alquilado, así que allí tenemos pocas cosas nuestras. Nerea coge un rodillo que encuentra en la cocina, Juan y Quique dos candelabros feos que parecen de resistente bronce, Leticia un paraguas de viaje que siempre lleva en la maleta y Vanessa saca la barra de las cortinas de la ventana de su habitación y la sostiene con dos manos sopesándola. Tiene un buen aspecto con ella: parece que va a poder con todo lo que se cruce. No puedo evitar sonreír.
- Ya estamos, ¿no?
- En principio sí, pero será mejor que llenemos unas mochilas con comida y algo de ropa de recambio, aunque sea poca cosa. Si la cosa está bien, en cinco horas estamos en Madrid y allí no habrá problemas, pero como no sabemos cómo está la cosa en el interior, será mejor ir preparados – explico, sin tener que pensarlo mucho. Actúo como haría actuar a mis personajes si estuviese escribiendo un libro. Mis amigos y compañeros asienten y Vanessa toma la iniciativa, cogiendo mi mochila, la de Quique y la de Leticia y empieza a llenarlas con comida de la cocina, ayudada por la última. Además, en una de ellas meten camisetas y ropa interior para todos. – Hay revistas en el apartamento, ¿no?
- Sí.
- ¿Y cinta aislante?
- He visto cinta americana, de esa plateada en la cocina – me responde Juan.
- Cógela – le pido, mientras reúno revistas atrasadas con Nerea.
- Ayudaos unos a otros a poneros revistas así – explico, cuando los seis nos hemos reunido de nuevo en el salón: ayudado por Nerea, me abrazo el antebrazo izquierdo con una revista y la aseguramos con la cinta americana que ha encontrado Juan. – Ponéosla en el brazo que no sea dominante, para que os sirva de escudo, si uno de esos bichos se os echa encima.
- Para que podamos arrearle con la otra mano, ¿no? – pregunta Vanessa y yo la miro y asiento. Desde luego me mira de una forma muy distinta a como lo ha hecho los días anteriores y después me doy cuenta de que yo la veo de diferente manera también.
Nerea y Quique se ayudan a colocarse las revistas (la de Quique en el brazo derecho, es el único zurdo del grupo) y Juan y Leticia hacen lo mismo entre ellos. Vanessa termina de ayudarme con mi revista y yo después le ayudo a ella. Es agradable tenerla tan cerca y trabajar tan bien juntos.
- ¿Muy bien? ¿Todos listos? Pues entonces vamos a la oficina de alquiler de coches – digo cuando todos estamos en el salón preparados, con las mochilas a la espalda, los brazos forrados de revistas y las “armas” en la mano. – Vamos todos juntos, sin prisa pero sin pausa, sin separarnos.
Bajamos desde el segundo piso por las escaleras y llegamos al portal. Por la cristalera no vemos nada extraño en la calle, aunque sí que oímos gritos y chillidos, frenazos y ruido de choques entre coches. Parece que el caos empieza a cundir en la ciudad y no debería pillarnos allí.
- Vamos.
Quique tira de la puerta y sale el primero, encabezando la marcha. Leticia besa a Juan y sale detrás, seguida de cerca por su novio y mi mejor amigo. Nerea se vuelve a mirarme, sonriendo un poco nerviosa y después sale a la calle, con el rodillo de madera en la mano. Espero que Vanessa salga delante de mí, pero ella se gira y me mira. Desde luego es guapísima y está tremendísima, no sé cómo he podido desdeñarla antes. Desde luego he debido de ser un idiota.
Pero ella también ha recapacitado. Me mira con interés y con respeto, ahora por fin, Sonríe y me coge de la mano, la que tiene la revista. Sale del portal y tira de mí, para que vayamos juntos.
Quizá aquella fantástica situación, el Holocausto Zombi con el que siempre he bromeado y del que he escrito tres novelas, sea algo muy localizado, algo horrible pero que tendrá fácil solución. Quizá la policía o el ejército se hagan cargo del problema y lo atajen en unas pocas horas. Quizá no veamos nada de camino a Madrid y todo se limite a la playa de Gandía.
Pero si voy a estar acompañado por esta bellísima mujer, que me mira de esta manera, quizá prefiera que el Holocausto Zombi dure unos cuantos años....


lunes, 26 de diciembre de 2016

Cuatro Colores (6 de 6)



La mañana siguiente los cuatro corredores de cuatro colores distintos se despertaron casi al mismo tiempo. La mañana ya estaba algo avanzada, pero los cuatro se despertaron muy descansados y con fuerzas para seguir corriendo.
Los cuatro recordaban su encuentro con el Hombre de los Zapatos Rotos, un hombre extraño que sin embargo les había tratado con respeto y amabilidad. Sus consejos no les parecían una estupidez y los cuatro los tuvieron presentes durante toda la jornada.
Los cuatro corrieron ligeros, cruzándose con habitantes de los otros territorios, que los animaban y jaleaban, a pesar de ser los rivales de su corredor. Los cuatro saludaron y sonrieron, corriendo con más ganas. Aquel ambiente festivo y de hermandad era lo mejor de la carrera: tenía que haber un ganador, pero todo el país celebraría el campeón, sin importar de qué territorio fuese, y eso hacía que todos acabarían ganando.
El hombre rojo llegó a los pies de la escalera que llevaba a la cima de la colina, siendo aclamado por sus vecinos de la Montaña Magenta. Sabía que tenía por delante más de doscientos escalones, pero los empezó a subir con brío, con su perro saltando al lado.
Casi al mismo tiempo llegó al otro lado de la colina la mujer amarilla, acompañada por los vítores de sus convecinos del Arenal Soleado. Subió las escaleras amarillas saltando, acompasando la respiración.
Menos de dos minutos después llegó el chaval verde a su escalera, al pie de la colina. En aquella parte del camino blanco, cercana a la Pradera Extensa, había gente de su territorio, que lo jaleaban sin cesar. Sonriendo, animado, empezó a subir los escalones de dos en dos.
Al cabo de un poco tiempo, al otro lado de la colina, la chica azul llegó al inicio de su escalera, la que correspondía al Lago Turquesa. Una multitud de gente de su territorio la animaban con sus gritos de aliento y de orgullo. Sabía que todavía tenía que subir más de doscientos escalones, pero empezó con esfuerzo y sin detenerse.
El Sol se acercaba al horizonte, era el atardecer del segundo día de carrera, y los árbitros de la cima, acompañados por los representantes de los cuatro territorios, sabían que los corredores estaban cerca. Las noticias que corrían de boca en boca de los seguidores que había en la cima y a lo largo de las escaleras, dejaban clara una cosa: el ganador se decidiría prácticamente en el último escalón. Parecía que los cuatro corredores iban a llegar al Templo de
Oro con muy poca diferencia.
Y así fue, con tan poca diferencia entraron los cuatro corredores, jadeando y sudando, que los árbitros no tenían claro quién había entrado primero.
A la gente de los cuatro territorios que estaba allí le daba igual: todos gritaban y vitoreaban a los campeones. Habían llegado a la cima de la colina en dos días, recorriendo todo el camino blanco que la rodeaba, y aquello ya era una hazaña. Los campeones agradecían las muestras de apoyo y se abrazaron con los otros rivales, que habían acabado siendo compañeros.
- ¡Un momento! ¡¡Un momento!! – pidió atención el jefe del comité de árbitros. – Los jueces y árbitros hemos decidido una solución para este final de carrera que nadie nos esperábamos. Celebremos la fiesta que hoy corresponde, con motivo de nuestro aniversario, pero a partir de mañana, al amanecer, tres corredores más de cada territorio comenzarán de nuevo la carrera. Los corredores que ya están aquí en el Templo de Oro esperarán a sus compañeros y los primeros cuatro corredores de un color que se reúnan en la cima de la colina serán los ganadores y su territorio también lo será.
La gente aceptó de buen grado aquella solución y celebraron en la cima de la colina una fiesta que se recordó durante lustros.
Al día siguiente los nuevos corredores elegidos durante la noche empezaron la segunda parte de la carrera, para elegir al ganador.
Pero eso es otra historia....


viernes, 23 de diciembre de 2016

Cuatro Colores (5 de 6)



El día pasó rápido y llegó la noche. Ninguno de los cuatro corredores había llegado a la cima, así que la carrera seguía en marcha.
Hasta que no hubiera un ganador no podría terminar.
El hombre rojo había podido recuperar terreno después del imprevisto a la salida de su territorio y había llegado hasta la mitad, más o menos, de su recorrido. Estaba a los pies de la colina, en el inicio del sendero amarillo que subía hasta su cima. Había hecho una carrera muy intensa, para poder recuperar terreno, así que estaba muy cansado. No tenía intención de correr de noche.
Se sentó en el gran camino blanco, con su perro al lado, y sólo deseó descansar. No llevaba material encima para encender una hoguera ni nada parecido, así que se quedó allí a oscuras. Por eso, cuando escuchó los pasos que se acercaban, se alarmó un poco, al no ver de dónde venían ni quién era el que se acercaba.
¿Sería otro corredor? Parecía alguien caminando, no corriendo....
- ¿Quién se acerca? – preguntó al fin, algo nervioso. Su perro se había puesto de pie y gruñía.
- Sólo soy un caminante – le respondió una voz tranquila y agradable. – No quería asustarle, lo siento....
A la luz de la Luna el rojo pudo ver a un hombre pálido, vestido de negro de los pies a la cabeza. Llevaba puesto un sombrero de ala estrecha, con un ligero pico en la parte delantera y redondeado por detrás. Llevaba pantalones negros, camisa negra, abrigo negro de paño y unos zapatos negros rotos y deslustrados. Sonreía amablemente.
- ¿Quién es usted?
- Soy el Hombre de los Zapatos Rotos – contestó el extraño. – Sólo estoy de paso, no quiero molestar....
- Gente con el mismo color de piel que usted ya me ha molestado hoy – dijo el rojo, levantándose y sonando amenazador. El perro gruñó a sus pies.
- Pues yo le aseguro que no quiero molestarle – dijo el extraño, apoyando una rodilla en el camino, agachándose y acariciando al perro, que al instante dejó de gruñir y lamió la mano del Hombre de los Zapatos Rotos, que lo acarició y rascó con una sonrisa en los labios. – Aunque creo saber quién le ha molestado....
- Eran dos hombres con una piel muy extraña....
- No. Quien está detrás de todo esto en realidad es un Dharjûn – le contradijo el extranjero. – Esos dos hombres que vio sólo eran imágenes que había conjurado para entretenerle....
- ¿De veras? – se asombró el hombre rojo.
- Eso me temo. De aquí en adelante no vuelva a hacer caso a apariciones como ésa, y no se detenga por nada raro que vea en el camino – le aconsejó el Hombre de los Zapatos Rotos, irguiéndose de nuevo. – Y que tenga buena carrera....
- Gracias – dijo el rojo, atónito. Su perro movía la cola alegremente, mientras veía al extraño alejarse y desvanecerse en la oscuridad de la noche.
La mujer amarilla sí que había previsto que la carrera no acabara antes de hacerse de noche y sí que había llevado consigo unas astillas de madera y un par de troncos del arenal, para encender una hoguera.
Se había librado de las dos mujeres orondas poco antes del anochecer y no quiso seguir corriendo de noche. No estaba muy cansada, pues apenas había corrido: se había pasado la mayor parte del día caminando detrás de gente rara con la piel de color rosado. Pero no quería accidentes provocados por la oscuridad.
Estaba en el camino blanco pero al inicio de la escalera roja, que llevaba hasta la cima de la colina. Estaba más o menos a mitad de camino de su propia escalera, la amarilla, por la que tenía que subir para ganar la carrera. No sabía si todavía tenía posibilidades....
- ¡Ha de la hoguera! – escuchó desde la oscuridad. Se sobresaltó, aunque la voz era amistosa y tranquila. – ¿Puedo acercarme a calentarme un rato?
- Sí.... – dijo la mujer amarilla, con cierto miedo. Desde la oscuridad de la noche apareció, iluminado por las llamas, un hombre pálido, vestido de negro de los pies a la cabeza. Llevaba sombrero de ala estrecha, pantalones, camisa, abrigo de paño y zapatos, todos negros. Los zapatos, además, estaban rotos y deslustrados.
- Muchas gracias – sonrió el extraño, con amabilidad. – La verdad es que la noche es fría....
- Sí.... ¿Quién es usted? – la amarilla sonó desconfiada: gracias al fuego, había podido ver que el extraño tenía la piel del mismo tono que la gente que la había cortado el paso durante todo el día.
- Soy el Hombre de los Zapatos Rotos – dijo el recién llegado, acuclillado frente a la hoguera, calentándose las manos y el cuerpo. – No quiero molestarla, de verdad, sólo quería aprovechar su fuego para calentarme un poco. En seguida seguiré camino....
La amarilla no supo qué contestar. Aunque parecía de la misma raza que los ancianos y las mujeres orondas que había visto (y soportado) no la había ignorado como aquellos y la había tratado con amabilidad. Sonreía todo el rato y no era una sonrisa peligrosa que había que temer: era sincera.
- Creo que ha tenido problemas durante la carrera, ¿verdad? – dijo el extranjero.
- Sí, la verdad, alguno que otro – contestó la amarilla, y después recordó las veinte zancadas que se había visto obligada a dar, no sabía por qué ni por quién. – La verdad es que me han pasado cosas raras durante todo el día....
- Están pasando cosas raras en todo el camino blanco – dijo el Hombre de los Zapatos Rotos, poniéndose de pie y mirando a la corredora amarilla. – Le aconsejo que no haga caso a lo que vea en el camino mañana, y que no tema mostrarse desagradable con las personas que intenten molestarla: no son personas, en realidad.
- ¿Pues qué son?
- Manifestaciones o imágenes creadas por Zard, un mal bicho que ya conozco de hace tiempo.... – dijo el Hombre de los Zapatos Rotos, arrugando la cara. – En todo caso no le hará daño, sólo quiere molestar.
- ¿Y por qué a mí? – se quejó la mujer.
- Esto no va sólo contra usted – se encogió de hombros el extranjero. – Descanse para mañana. Y buena carrera....
- Gracias – dijo la mujer amarilla, viendo cómo el extraño seguía su camino, sin preocuparse por la oscuridad. Al poco, esa misma oscuridad se lo tragó.
Al pie de la escalera verde que llevaba a la cima de la colina estaba sentada la chica azul, la nadadora. Estaba cansadísima, después de haberse cambiado de sandalias en su territorio y haber vuelto al camino blanco para reemprender la carrera. Había hecho un gran esfuerzo para tratar de recuperar el tiempo y el terreno perdidos.
Llevaba más o menos la mitad del recorrido y se dijo que se merecía un buen descanso, así que se había echado sobre una manta que llevaba en un pequeño macuto y se había apoyado en los brazos cruzados, sabiendo que el sueño le atraparía pronto. La carrera continuaría a la mañana siguiente.
A medio camino entre estar despierta y dormida, escuchó unas pisadas cerca de ella, sobre los adoquines del gran camino. Abrió los ojos, asustada, y se puso de pie sobre la manta, alerta de repente, mirando a su alrededor. A un paso de ella había un hombre pálido, vestido completamente de negro de los pies a la cabeza. Lo que más destacaba de su vestimenta era un curioso sombrero de ala estrecha y sus zapatos, que estaban tremendamente rotos.
- ¡Perdone! – dijo, alzando las manos, y sonriendo con amabilidad. – Creí que estaba dormida. Pasé por su lado sin querer molestarla, creyendo que no se despertaría.
- ¡¿Quién es usted?!
- Soy el Hombre de los Zapatos Rotos – contestó, con una leve reverencia. – No soy corredor en esta carrera, pero también estoy recorriendo el gran camino blanco. Por lo menos de momento....
- ¿Y qué hace aquí?
- Ya le digo: caminar. Vuelva a dormirse, de verdad, yo seguiré mi camino. No quería molestarla....
La chica azul tenía sus dudas, pero la verdad era que el extranjero no parecía entrañar ningún peligro. Su sonrisa era sincera y amable y ya se alejaba, siguiendo el camino adoquinado. La nadadora volvió a sentarse en la manta, sin perderle de vista. El Hombre de los Zapatos Rotos se dio la vuelta, cuando estaba a unos tres metros.
- Perdone, una última cosa más: tenga cuidado mañana en el camino. Puede volver a encontrarse con gente rara o con alguna cosa extraña....
- ¿Cómo la nube azul que me hizo avanzar y detenerme sin que yo pudiera hacer nada? – preguntó, aliviada al poder contárselo a alguien.
- Supongo que sí – el Hombre de los Zapatos Rotos sonrió y se encogió de hombros. – Hay un tipo, un mal bicho, llamado Zard, que anda por aquí molestando a los corredores. Sólo le aviso para que, si ve algo raro, no se acerque ni lo toque: puede ser una trampa de ese Dharjûn....
- ¿Qué es un Dharjûn?
- Si no lo sabe es mejor que yo no se lo cuente: así podrá dormir – bromeó el extranjero. – Solamente tenga cuidado mañana. Y buena carrera.
- Gracias – dijo la chica azul. El Hombre de los Zapatos Rotos se despidió levantándose ligeramente el sombrero, se dio la vuelta y siguió su camino, por la oscuridad del camino blanco.
Mientras los otros tres corredores descansaban, el chaval verde seguía trotando por el gran camino blanco. Había perdido mucho tiempo al tener que volver a casa cuando le habían “comido” los mosquitos, y ahora quería seguir durante la noche. Estaba agotado, pero seguía trotando, medio dormido y casi sin fuerzas.
Cuando pasó por delante de la escalera que llevaba a la cima de la colina, la de color azul, casi se dio de bruces con un hombre que había en medio del camino. Casi se chocaron y el extraño le sujetó, impidiendo que cayera.
- ¡Epa! Tenga cuidado, joven, puede sufrir un accidente si sigue corriendo de noche....
- ¿Eh? ¿Quién es usted?
- Soy el Hombre de los Zapatos Rotos – contestó el extranjero. El verde se dio cuenta de que el hombre que le sujetaba era pálido e iba vestido de negro de los pies a la cabeza. Sonreía amablemente y cuando le ayudó a sentarse en el camino adoquinado el chaval se dio cuenta de que los zapatos del extraño eran de color negro y estaban muy rotos y deslustrados.
- ¿Qué hace aquí?
- Caminar – fue la sencilla respuesta. El extraño le acomodó en el suelo y le colocó para que durmiera a gusto. – Y usted no debería seguir de noche: está agotado y necesita descansar.
- Pero la carrera....
- La carrera seguirá mañana por la mañana – le dijo el Hombre de los Zapatos Rotos, con voz amable. – Lo que me recuerda una cosa: tenga cuidado con todo lo que vea, con todo lo que le parezca extraño. Hay un canalla que anda por ahí molestando a los corredores. No haga caso y tenga cuidado: limítese a correr.
El chaval verde asintió, mientras se le cerraban los ojos y se acomodaba en el suelo, quedando dormido casi al instante.
- Que tenga buena carrera....