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Mezthu salió de los árboles en los que
llevaba escondido desde media tarde acompañado de los Tres Jinetes. Iba
nervioso y un poco acobardado, mientras que sus acompañantes demonios estaban
eufóricos y enérgicos.
Se había escondido con ellos en el parque
del Faro Mayor y había esperado a que la noche ocupara su lugar en el mundo
para salir al aire libre.
Estaban cerca de la playa de los
Molinucos, una pequeña cala en la base del cabo Menor, al norte de la playa del
Sardinero. Allí era el lugar de la invocación, según había interpretado las
indicaciones del pergamino.
Antes de llegar a la playa había una
terraza artificial, adoquinada, desde la que bajaban unas escaleras de piedra
hasta la arena. En aquella terraza había una docena de chicos jóvenes, haciendo
botellón, en diferentes grupos. En la
arena quedaban un par de familias, que habían apurado su día de playa hasta los
últimos momentos del día. Mezthu esperaba que la playa estuviese vacía, pero no
le importaban los humanos: acompañado por los demonios no tenía a quién temer.
Mezthu guio al niño que había raptado
hacía unas horas, con una mano en la espalda, entre los omóplatos. Le llevó
hacia la playa, con firmeza pero con delicadeza también. El niño ya no lloraba
(lo había hecho durante toda la tarde) pero no paraba de sollozar.
Los Tres Jinetes se le adelantaron,
entrando al trote en la terraza adoquinada y en la playa. Al ver a semejantes
monstruos, los chicos y las familias se pusieron nerviosos, gritando asustados.
Todos quisieron huir de allí, pero los demonios se lo impidieron, imitando la
estrategia que habían hecho en Vitoria. Moviéndose en círculos, amenazando con
sus armas a los humanos (pero sin llegar a atacar a nadie) guiaron a la gente
en un grupo apretado hacia la playa, empujándoles con el pecho, aunque los
humanos intentaban no tocar el cuerpo de ninguno de los Jinetes: las úlceras
del jinete blanco, las heridas abiertas del rojo y el aspecto famélico del
jinete negro les repugnaban.
De todas formas los demonios dirigieron
a los humanos hasta la arena de la playa, como si fuesen ovejas. Los
mantuvieron juntos en medio de la playa, mientras Mezthu se dirigía al agua, a
la orilla, acompañado del niño, al que empujaba con una mano en la nuca.
Se detuvieron justo en la orilla, con
los pies a ras del agua. Mezthu, nervioso pero también ansioso, decidió no
pensar que lo que tenía delante de él era un niño: era un sacrificio. El último
sacrificio para llamar al Cuarto Jinete y consumar su venganza. Aquel maldito
monstruo, del que nadie sabía nada ni podía localizar, tenía los días contados.
No habría agujero (o zoológico) en el que pudiera esconderse cuando los Cuatro
Jinetes de Dhalea fuesen a por él.
Los demonios gruñían a su espalda y los
humanos se quejaban con voces asustadas o gritaban aterrorizados. El sacrificio
de rodillas delante de él no dejaba de sollozar. Mezthu sacó un cuchillo de
hoja estrecha y filo finísimo de la mochila y la tiró a un lado, mientras deseó
no perder la concentración con tantas distracciones emotivas.
En aquel momento sonó el ruido de un
motor aceleradísimo y el de unos neumáticos chirriando al frenar de golpe.
Mezthu no se giró para mirar quiénes eran: iba a empezar la invocación.
- Camper vegan
lindu voorm. Enquentelak miracun soort. Viguelion, viguelion, viguelion doorv. Exager
mee, Tetra Xinetet.
- ¡¡Ya ha empezado!! – gritó Julián, al
salir del coche. Corrió por la terraza adoquinada y bajó los escalones de un
salto, aterrizando en la arena de la playa y rodando por ella. Sofía corría
detrás de él, con la pistola de balas de plata también en la mano.
- ¡¡Hay que salvar a esa gente!! – gritó
Marcial, bajando a la arena de la playa corriendo, sujetando el fusil de asalto
en las manos. – ¡¡Y a ese niño!!
- Vegan. Voorm. Soort. Viguelion doorv. Ahegadar
tuum qetra onn. – continuó
Mezthu, haciendo caso omiso a los recién llegados. –
¡¡Exager mee, Tetra Xinetet!!
Alzó el cuchillo hacia su derecha, para
terminar la invocación clavándolo en el cuello del sacrificio. El Cuarto Jinete
exigía muerte para ser convocado. Pero antes de que pudiese bajar el cuchillo,
una espada le atravesó la nuca y le asomó por la garganta. Mezthu abrió los
ojos, asombrado, mirando hacia abajo, mirando la punta de la espada roja que le
había dado muerte. El Segundo Jinete se había deslizado detrás de él y le había
traicionado. El cuchillo estrecho le cayó de la mano y aterrizó en la arena.
La herida era horrorosamente dolorosa.
La espada se retiró y entonces notó el ardor de la quemadura demoníaca, que le
abrasaba todo el cuello y le subía hasta la barbilla y le bajaba al pecho.
Trató de tragar saliva y no pudo. Cayó hacia un lado y cuando llegó al suelo ya
estaba muerto.
La sangre del Qeneke bañó la arena cubierta por el borde de una ola y entonces el
mar cercano a la playa se revolvió, como si hirviera, iluminándose con una luz
roja que venía desde el fondo. Del mar embravecido surgió el Cuarto Jinete, con
un estampido que atronó el aire.
Era un demonio del mismo tamaño que sus
hermanos, de color pálido amarillento, como el color de los cadáveres. No se
le podía ver el rostro, porque el torso iba cubierto con una túnica negra, con
capucha, que le ocultaba. Tan sólo sobresalían sus manos, de dedos largos y con
garras, casi esqueléticas. En las manos llevaba su arma, una guadaña enorme. En
la hoja de la guadaña podía verse grabado su símbolo:
Los agentes de la ACPEX se quedaron inmóviles en sus sitios y Atticus
con ellos. No se esperaban aquel giro final de los acontecimientos, la traición
de los demonios hacia su invocador, ni esperaban que los cuatro se encontrasen.
Los Cuatro Jinetes trotaron por la arena, saludándose con alegría y con
seriedad. Volvían a estar juntos de nuevo. Tenían tan sólo unas pocas horas
para hacer lo que mejor se les daba hacer. Matar. Y además sin nadie que los
controlara.
El niño que había estado a punto de ser
el sacrificio salió corriendo, aprovechando que nadie se fijaba en él. Corrió
cerca de las rocas, queriendo salir de la playa. Julián fue hasta él y lo cogió
con los brazos, protegiéndole, escondiéndose con él entre las rocas del lado
derecho.
- Ven conmigo. Tranquilo, chaval,
tranquilo: no va a pasar nada.... – le susurró, con una calma que en realidad
no sentía. El niño enterró la cara en su camisa y se quedó con él.
- ¡¡¡Corred!!! ¡¡A qué esperáis!! – gritó
Marcial a los humanos de la playa. Los Cuatro Jinetes se habían reunido cerca
de la orilla y habían dejado a los humanos sin vigilancia durante un momento.
- ¡¡¡Nooo!!! – gritó Atticus desde la
terraza de adoquines. Aquella no era la mejor idea.
Pero los humanos no le escucharon:
vieron la oportunidad de huir y la aprovecharon. Pero en realidad nunca habían
tenido esa oportunidad: sólo lo parecía.
En cuanto el grupo se disgregó y todos
los humanos empezaron a correr hacia las escaleras de piedra, los Cuatro
Jinetes fueron tras ellos. Se dispusieron en una línea de ataque y cabalgaron
tras los humanos en fuga.
Los agentes de la ACPEX abrieron fuego.
Sofía y Marcial desde la playa y Arturo desde la terraza (al lado de Atticus)
empezaron a disparar a los demonios. Las balas de plata les impactaban y les
herían, pero no les detenían: eran demonios poderosos. Quizá muchos impactos o
en lugares muy estratégicos acabaran con ellos, pero no había tiempo para eso.
Los Jinetes dieron alcance a la multitud de humanos y los rebasaron,
blandiendo las armas al adelantarlos. Las flechas, los mandobles, los mazazos y
los cortes de la guadaña acabaron con una docena de humanos con la primera
carga. Los demás consiguieron huir.
Sofía se agachó, apoyó la rodilla
izquierda en la arena y vació un
cargador entero sobre el Jinete rojo, impidiéndole avanzar y dar caza a un
grupo de cinco chicas jóvenes. Éstas consiguieron alcanzar los escalones de
piedra y huir de la playa. Sofía se dio por satisfecha con aquello, mientras el
Jinete se le acercaba lentamente, al paso, disfrutando del momento. Levantó la
espada roja y Sofía se quedó rígida, esperando el mandoble. Pero Marcial
apareció, saltando a por el demonio, clavándole el cuchillo militar en el
pecho. El demonio rugió, se lo quitó de encima con un golpe del dorso de la
garra y le lanzó un tajo con la espada. Marcial cayó al suelo de espaldas,
inmóvil.
Arturo tiroteó al tercer Jinete, el
negro, que iba en el medio de la línea de carga. Este siguió hacia adelante,
mientras las balas le impactaban en el pecho y en los cuartos delanteros, sin
inmutarse, aunque redujo un poco la velocidad de carrera. Aun así acabó
llegando a la terraza adoquinada, salvó de un salto el pretil que la separaba
de la arena de la playa y durante el saltó descargó la maza sobre Arturo
Inguilán Sobrino, destrozándole la cabeza.
- Quédate aquí – le susurró Julián al
niño, que temblaba asustado. No quería dejarle solo escondido entre las rocas,
pero no tenía más remedio que hacerlo: tenía que salir a pelear con sus amigos
y compañeros.
Pero antes de que pudiese salir a la
arena de la playa, con la pistola en la mano y apuntando a los demonios, otra
figura salió de entre las rocas, a unos cinco metros de él, caminando con
tranquilidad. Iba desarmado, pero parecía creerse invencible.
- ¡¡Jinetes!! – aulló y su voz no era la de una
persona normal. Julián supo al instante que estaba ante un ente. – ¡¡No os
enfrentáis a adversarios dignos!! ¡¡Enfrentaos
a mí!!
Era un hombre normal y corriente, no muy
alto ni muy fuerte. Al contrario, parecía ser alguien flojo, con poca fuerza.
Pero Atticus supo que era un “disfraz”, como el que él mismo llevaba.
Sofía lo vio aparecer desde el otro lado
de la playa, inclinada sobre Marcial. El soldado tenía un corte superficial en
el hombro izquierdo: la espada roja no había penetrado en el cuerpo, sólo le
había hecho una herida, que también se había quemado hacia fuera. Olía un poco
a parrillada y Marcial se retorcía de dolor.
- ¿Quién es ése? – preguntó la mujer,
para nadie en concreto.
El Jinete blanco le disparó una flecha
al recién llegado. Ürk se inclinó hacia la derecha y la esquivó, sin mover los
pies del sitio. Después echó a andar, tranquilamente. El Jinete blanco volvió
a lanzarle otra flecha y ahora Ürk se inclinó hacia la izquierda, esquivándola,
sin dejar de andar. El Primer Jinete rugió de rabia y lanzó una tercera flecha.
Esta vez Ürk la atrapó al vuelo, con una floritura de las manos: la agarró con
fuerza, la volteó y se la lanzó de vuelta al demonio. El Jinete no lo esperaba
y su propia flecha se le clavó en un costado del vientre.
Fue el primer aullido de dolor que les
escucharon emitir a los Cuatro de Dhalea.
- Un poco de ayuda no me vendría
mal – dijo el guerrero. – Distráiganles....
- Eso es muy fácil de decir.... – dijo
Marcial, desde el suelo, con la voz dolorida. Sofía le puso una mano en la
cara, sonriendo con ternura.
- Tú quédate aquí. Volveré a por ti –
dijo Sofía, poniéndose en pie y caminando hacia los demonios.
››Si
puedes volver‹‹ pensaron los dos al mismo tiempo.
Sofía tiró la pistola descargada a la
arena y corrió hacia el Jinete rojo, el que tenía más cerca. Saltó sobre él,
agarrándose a su torso, notando la humedad y el olor de las heridas abiertas,
tratando de aguantar las arcadas. Al verla, Julián la imitó y corrió hacia el
Primer Jinete, que todavía se retorcía de dolor por el flechazo inesperado. Se
apoyó en sus cuartos traseros, como cuando iba al colegio de niño y saltaba el
potro en clase de gimnasia, y aterrizó sentado sobre su grupa. El Jinete inmediatamente
empezó a saltar, tratando de quitárselo de encima.
- ¡¡Esto es como un toro mecánico!! –
dijo Julián, bromeando a causa del miedo.
Atticus, un ser sin ningún tipo de
habilidad para la lucha, se vio influenciado por sus nuevos amigos y saltó a la
grupa del Jinete negro, el que había aterrizado en la terraza, cerca de él. Al
ser bajito no llegó hasta la espalda del demonio, pero quedó agarrado al cuerpo
del Jinete, que gruñó sorprendido y empezó a dar vueltas, tratando de librarse
de él.
Ürk sonrió, al comprobar que había
conseguido ayuda. Primero se fue a por el Jinete blanco, que ya estaba herido.
Llegó frente a él en el mismo momento que el demonio lanzó un zarpazo hacia
atrás y conseguía herir al hombre que tenía encima, quitándoselo de la grupa.
Ürk aprovechó la distracción para clavarle un cuchillo de piedra que había
estado construyendo durante toda la tarde, escondido entre las rocas de la
playa. Era de granito, lo más útil para enfrentarse a los Jinetes. Le apuñaló
en el pecho y le dejó dolorido, cayendo de rodillas.
Se desentendió de él y se volvió hacia
la mujer, que seguía agarrada al torso del Jinete rojo. Saltó con ligereza a su
espalda y le apuñaló con el cuchillo de piedra entre los hombros. El demonio
aulló y cayó de lado en la arena, revolviéndose de dolor. La mujer se soltó por
fin de él, reculando por la arena, asustada.
Ürk trotó por la playa y saltó el pretil
de la terraza adoquinada, aterrizando limpiamente al otro lado. Atticus ya
había caído al suelo y rodaba por él, escapando de los cascos del Tercer
Jinete, el negro. Ürk silbó para llamar su atención y cuando el demonio se
volvió hacia él saltó en el aire y le lanzó una cuchillada que le rajó la
garganta. Un líquido como el alquitrán salió por la herida, el Jinete se llevó las
garras al corte y cayó de rodillas en los adoquines.
Ürk se apoyó en el pretil y Atticus hizo
lo mismo, aunque a algo de distancia, mirándole admirado. El demonio Ürk no le
prestaba atención.
Miró hacia el centro de la playa, donde
el Cuarto Jinete, el Jinete pálido, al que todos llamaban Muerte, estaba allí
inmóvil, mirando desde las profundidades de su capucha al guerrero que había
aparecido de improviso.
- Lárgate de aquí y llévate a tus
hermanos contigo – le
ordenó Ürk, señalándole con el cuchillo de piedra. – O si no
te prometo que las pocas horas que podréis estar en esta dimensión se
convertirán por mi mano en los peores ratos de dolor que jamás habréis sufrido.
La Muerte pareció no inmutarse, pero al
final su capucha se inclinó en un asentimiento conforme.
- Muy bien – dijo, con una voz cavernosa. – No hay
problema. Al final acabaré alcanzándote. Al final acabo alcanzando a todos.
Levantó su mano huesuda y chasqueó los
dedos. Los Cuatro
Jinetes se esfumaron, apareciendo unas pequeñas hogueras rojas a sus pies, que
se fueron consumiendo poco a poco, dejando a los pocos segundos unas leves
manchas negras de chamusquina.
Se habían quedado solos en la playa.
Ürk apoyó el cuchillo de piedra en el
pretil y lo dejó allí. Se volvió hacia Atticus, porque notó que lo estaba
mirando.
- ¿Quién eres? – preguntó el ente,
meneando la cabeza, confundido.
Ürk se encogió de hombros.
- Soy Ürk. Digamos que soy una
especie de “amigo” del padre Beltrán
– fue la desconcertante respuesta. – Creo que le conoces, ¿no?
Atticus se quedó boquiabierto y sólo
pudo asentir con la cabeza.
- Es una lástima dejar esta
dimensión – dijo Ürk,
mirando alrededor, con cierto anhelo. – Un demonio puede hacer tantas
cosas aquí....
Después sonrió, malévolo y divertido.
- Buena suerte.
Los ojos chispearon un instante y el
color dorado de los iris desapareció, volviéndose de color castaño. El hombre
cayó al suelo, desmadejado, hasta que volvió a tomar posesión de sus músculos y
nervios, para poder volver a manejar su cuerpo. Agachado desde el suelo miró a
Atticus, con gesto desorientado.
- ¿Dónde estoy? – dijo Eugenio Martín
Arribas, volviendo de una especie de sueño que le había durado cuatro días.
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