El solsticio de primavera cayó en
viernes.
Los cuatro corredores estaban en la
salida, cada uno en su territorio, preparados bastante antes del alba, que era
el momento oficial para el comienzo de la carrera. El hombre rojo daba saltitos,
muy serio; el chaval verde daba carreras cortas, en el sitio, subiendo mucho
las rodillas; la chica azul flexionaba las piernas y se encogía para luego
estirarse del todo, haciendo círculos con los brazos y con el cuello; la mujer
amarilla estaba inmóvil, respirando con lentitud, concentrada.
Con cada uno de los cuatro estaban dos
árbitros de otro territorio, que habían ido hasta allí la noche antes. De esa
forma se aseguraba la salida correcta.
El Sol asomó su arco superior por el
horizonte y los árbitros dieron la salida. Los cuatro corredores, cada uno
desde su lugar, echaron a correr. La carrera había comenzado.
El chaval verde salió corriendo a toda
velocidad, recorrió el corto trecho de adoquines verdes y salió al gran camino
blanco, torció a la derecha y comenzó a rodear la colina, siguiendo el camino.
No encontró obstáculos ni problemas, sólo gente de su territorio que estaba a
los lados del camino blanco y le jaleaban. El chaval verde los saludó,
sonriendo, bajando el ritmo y corriendo ligero pero sin agotarse.
Por delante de él salió la mujer
amarilla, desde su trecho de adoquines amarillos. Salió al camino blanco y
corrió por él, descalza, como solía hacerlo en el arenal. Su correr era muy
fluido, muy elástico, y el público que la rodeaba, a ambos lados del camino, la
animaba y la admiraba a partes iguales.
Más adelante, desde la salida de su
territorio, la chica azul salió corriendo al camino blanco. Sabía que su
carrera no sería muy profesional ni muy deportiva, así que la corredora del Lago
Turquesa había decidido correr como sabía, sin preocuparse de los otros
corredores, dedicándose a avanzar lo más rápido que pudiera sin agotarse ni
lesionarse.
Por su parte, el hombre rojo con su
perro, corrió por la parte adoquinada en rojo, para salir al camino blanco.
Pero allí se encontró con dos árbitros, que le cerraron el paso. Él frenó y su
perro a su lado, los dos asombrados. Los dos árbitros vestían las túnicas
blancas que se habían elegido como símbolo de neutralidad, pero sus pieles eran
rosadas, algo pálidas, muy diferentes a las pieles de cualquier habitante de
cualquiera de los cuatro territorios. No tenían la piel de ninguno de los
cuatro colores del país.
- No puede pasar, rojo – dijo uno de los
árbitros.
- ¿Por qué? – se asombró el corredor
rojo.
- Porque tienes que sacar “cinco”
primero – contestó el otro árbitro, con la palma de la mano hacia arriba,
moviendo los dedos hacia sí.
- ¿Qué tengo que sacar cinco? – el
hombre rojo no entendía nada. – Vamos, quítense de en medio, que tengo que
llegar al camino blanco....
- No tenemos ningún inconveniente en que
salgas al gran camino, pero primero tienes que sacar “cinco” – dijo el primer
árbitro, el de la nariz recta y afilada, imitando el gesto de la mano de su
compañero.
- ¿Cinco qué? – preguntó el rojo, que se
imaginaba la respuesta.
- Tú saca “cinco” y nosotros veremos si
nos valen....
- Venga, apártense, no estoy para bromas
– el hombre rojo se acercó a los dos árbitros amenazadoramente, cubriéndoles
con su corpachón. Su perro gruñó.
- No nos toque o quedará descalificado –
advirtió uno de los árbitros, alzando un dedo índice. Era cierto, era una de
las normas.
- Y si no saca “cinco” no saldrá de su
territorio, usted verá.... – dijo el otro árbitro, haciendo otra vez el
irritante gesto de la mano.
El hombre rojo gruñó y se quejó,
murmurando amenazas, pero se dio la vuelta, cabreado. Su perro lo siguió. ¿De
dónde iba a sacar cinco monedas o piezas de oro, si en todo el país no había
nada de eso?
La mujer amarilla, mientras tanto,
seguía a buen ritmo por el gran camino blanco. Avanzó durante la mañana con
buen paso, controlando la respiración. Hizo un par de paradas, para tomar un
sorbo de agua del odre que le colgaba a la espalda y para hacer unos
estiramientos y prevenir lesiones y músculos cargados. A mitad de mañana tuvo
que frenar de nuevo, porque se encontró con dos ancianos que paseaban por el
gran camino, ocupando su anchura, a paso lento y sosegado.
- Perdonen.... – dijo la amarilla,
esperando que al oírla se apartaran y le dejaran pasar. Pero los dos ancianos
siguieron su camino al mismo ritmo, sin apartarse. Ni siquiera hicieron gestos
de haberla oído.
Los dos ancianos siguieron caminando,
haciendo “barrera” en el camino blanco. La corredora amarilla tuvo que parar y
caminar tras ellos, al mismo paso.
- ¡Oigan! – trató de llamar su atención.
– Están ocupando todo el camino, déjenme pasar, por favor. Soy una de las
corredoras de la carrera....
- ¿Qué? ¡Ah, hola, señora! – dijo uno de
ellos, dándose cuenta por fin de la presencia de la mujer del arenal. –
Perdone, pero no podemos quitarnos del camino....
- ¿Por qué no?
- Bueno, porque estamos en medio de
nuestro paseo – dijo el otro, mirando a la mujer amarilla por encima del
hombro, mirando hacia atrás. La corredora se dio cuenta entonces de que la piel
de los dos ancianos era de un extraño color pálido rosado, muy diferente a los
cuatro colores de piel que había en el país.
- Ya, lo entiendo, y yo no pretendo que
paren de pasear. Sólo quiero que se aparten un poco y me dejen pasar.
- Sí, sí.... pero no podemos hacerlo....
- ¿¡Pero por qué no!? – la corredora
amarilla estaba un poco enfadada. Pero los dos ancianos no la contestaron,
siguiendo su paseo sin inmutarse, hablando de sus cosas.
La mujer amarilla siguió detrás de
ellos, muy molesta. Tanto que al pasar al lado de un panal seco al borde del
camino lo pateó con rabia. Del panal salieron multitud de mosquitos diminutos,
que volaron incómodos por el camino blanco, alejándose de allí.
Por su parte, la corredora azul se
encontró con una nube del color de su piel, a ras de suelo. Al principio creyó
que era un enjambre de insectos o algo así, pero cuando llegó delante de ella
comprobó que era una nube, un cúmulo de vapor o de humo o algo así. Lo
atravesó, siguiendo con su carrera, y no notó nada raro, ni en la piel ni al
respirar.
Pero al dejarlo atrás tuvo que pararse
sin poder evitarlo. Era como si se lo ordenara su cerebro y no pudiera rechazar
la orden, aunque en realidad ella quería seguir corriendo y sus piernas no se
movían.
De repente sintió que sus piernas
estaban libres, así que dio seis zancadas seguidas, muy largas. Al terminar se
quedó plantada en mitad del camino, con los pies juntos.
- ¿Pero qué....? – se preguntó en voz
alta la chica azul. No entendía aquella brujería.
Pero no pudo terminarse la pregunta,
porque sus piernas se movieron de nuevo y dio otras seis zancadas largas,
avanzando mucho, pero deteniéndose al final, con los pies juntos.
Miró a su alrededor, atónita. ¿Qué le
estaba pasando? ¿Quién manejaba su cuerpo de aquella forma tan extraña? Miró
hacia atrás, convencida de que la nube azul tenía algo que ver, pero no la vio
por ninguna parte: una vez que la había atravesado se había deshecho y
disgregado.
Entonces volvió a dar otras seis
zancadas más. Ya era la tercera vez. Cuando se detuvo en mitad del camino
blanco, con los pies juntos, sus sandalias se rompieron, con unos chasquidos
secos. Las tiras que las sujetaban al tobillo quedaron tiradas alrededor de sus
pies.
- ¿Qué es esto? No puede ser.... – se
agachó para mirarse los pies y las sandalias de cerca. Estaban muy rotas y no
había manera de arreglarlas allí. – No me fastidies que tengo que volver atrás,
hasta mi territorio y volver a empezar....
No había nadie allí con ella para
responderla, pero estaba convencida de que aquella era la solución: necesitaba
unas sandalias nuevas. Después de aquellas tres tandas de seis zancadas tenía
que volver a empezar.
Mientras la chica azul volvía su casa a
por unas sandalias nuevas, el hombre rojo volvió al trecho de adoquines de su
color, para conectar con el gran camino blanco. Allí seguían los dos árbitros
con aquel extraño color de piel, sin moverse del sitio y todavía ocupando y
bloqueando el camino.
- A ver, saca “cinco”.... – pidió uno de
ellos, con la palma extendida otra vez y moviendo las puntas de los dedos hacia
sí.
El hombre rojo no había conseguido oro
(no quedaba ni una pepita en todo el país) ni tampoco dinero (era una cosa que
se había desinventado hacía siglos)
pero había recogido cosas que algunos de sus vecinos le dieron, para ayudarle.
Todos se habían sorprendido al verle todavía allí, con lo avanzado que estaba
el día. El hombre rojo creía que iba a llegar el último: seguro que sus
competidores ya estaban a medio camino de la cima.
- Aquí tenéis. Cinco – dijo el
constructor de casa, enseñándoles lo que llevaba en la mano. Eran anillos,
colgantes y broches de túnicas, todos hechos con los metales que se encontraban
en la Montaña Magenta al excavar en busca de roca roja para hacer los
ladrillos.
Los dos “árbitros” de piel pálida
parecieron convencidos con aquellas cinco cosas y se apartaron, dejando pasar
al hombre rojo, que salió corriendo a toda prisa, con la esperanza de recuperar
el tiempo perdido. Su perro galopaba a su lado, con la lengua fuera y las orejas
pegadas al cráneo.
Casi al mismo tiempo, el chaval verde se
encontró con el enjambre de mosquitos que había cabreado la mujer amarilla, sin
querer. Los mosquitos se echaron sobre él y le cosieron a picotazos.
- ¡Ay! ¡Ay! ¡Que se me “comen”! – gritó
el verde. Se dio la vuelta y corrió hacia atrás, separándose de los mosquitos,
que se quedaron más atrás y acabaron volando lejos de allí, hasta un reino
cercano, donde unos Yauguas los
cazaron y los usaron para la tortilla de la cena de aquella noche.
Pero eso es otra historia.
El chaval verde, “comido” por los
mosquitos, tuvo que volver a su territorio, a su casa, donde tenía un ungüento
muy bueno contra picaduras de insectos. De esa forma se recuperaría y podría
seguir la carrera, aunque se temía que ya no podría ganar, porque volviendo
atrás perdería mucho tiempo y mucho camino recorrido.
La mujer amarilla, que había soltado los
mosquitos, aunque fuese sin querer, avanzó veinte zancadas seguidas, sin poder
evitarlo, gritando del susto y la sorpresa. De aquella manera pudo dejar atrás
la “barrera” de los dos ancianos, que no la dejaba pasar.
Sorprendida pero contenta y aliviada,
siguió su carrera normal después de las veinte zancadas forzadas, pero al cabo
de unos cinco minutos alcanzó a un par de mujeres muy gruesas, que caminaban
por el gran camino blanco más lentamente que los ancianos. Estas dos mujeres,
también de piel pálida y rosada, ocupaban todo el camino y tampoco la dejaban
pasar.
- Otra “barrera”.... – se lamentó la
amarilla. – ¿Pero qué pasa hoy en este camino?
Muy pronto, los cuatro corredores lo
averiguarían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario