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Ya era de noche en Castrejón. El cielo
negro marcado de estrellas lo ocupaba todo. Las farolas del pueblo daban un
refugio contra la oscuridad. Pero contra los monstruos no había refugio, así
que todos los vecinos permanecían en casa.
Sergio miró por la ventana, intentando
traspasar la oscuridad, pero era imposible ver nada. No estaba en su casa,
aunque esta noche había pedido permiso y avisado a sus padres. Estaba en casa
de Mowgli, con Victoria. Los tres amigos habían decidido pasar la noche juntos.
Aquel fulano del gobierno había ido a
buscar a Sergio a su casa varias veces a lo largo del día, pero el chico no
había querido tener tratos con él. Roque le había dicho que parecía buen tío,
pero a Sergio no le caía muy bien. Había optado al final por irse de casa, para
no verle, y había pasado la tarde con Victoria. Los dos estaban preocupados y
nerviosos. Cada noche moría alguien en el pueblo. ¿Quién sería el siguiente?
Mowgli les había llamado al atardecer,
para invitarles a dormir a su casa. Los amigos se echaban de menos y
necesitaban estar todos juntos. Sólo faltaban Roque y Lucía: al chico no habían
podido localizarlo y Lucía rechazó la oferta. Estaba rara, no triste y afectada
como el día anterior. Parecía preocupada y despistada por alguna cosa.
- ¿Acabará esto algún día? – preguntó
Victoria. Sergio se dio un leve susto: su amiga se había colocado detrás de él
para mirar por la ventana, sin que él se diera cuenta.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Acabarán los asesinatos? ¿O seguirán
hasta que muramos todos? – dijo Victoria, mirándole a los ojos, con voz
fúnebre.
- Claro que acabará. Encontrarán al
culpable – dijo Sergio, con sonrisa falsa. No les había contado a sus amigas lo
que Bruno le había explicado la noche anterior, no sabía muy bien por qué.
Ahora le parecía mala idea, al ver la cara de su amiga Victoria: nunca la había
visto tan triste, tan pesimista. Sergio se asustó.
- ¿Pero quién puede hacer unas cosas tan
horribles? –intervino Mowgli, sentada en uno de los colchones que habían puesto
en el suelo para dormir los tres en la misma habitación.
Sergio tomó aire profundamente, mirando
hacia la oscuridad. Después se separó de la ventana, cogiendo a Victoria de la
mano y llevándola hasta el colchón, sentándose delante de Mowgli.
- Os voy a contar algo que sé desde hace
poco tiempo. No sé por qué lo he ocultado, porque tenía que habéroslo contado
hace tiempo.
- ¿Qué pasa? – preguntó Mowgli,
nerviosa. Le preocupaba ver a Sergio tan serio.
- Es sobre las muertes del pueblo.... sé
quién lo ha hecho.
Las dos chicas ahogaron una exclamación.
Entonces el timbre del teléfono de
Sergio les asustó a los tres. El chico lo sacó del bolsillo del vaquero y lo
miró.
- Es Roque – dijo, asombrado y aliviado.
- ¿Quién ha sido? ¿Quién lo ha hecho? –
preguntó Victoria, sacudiéndole del brazo. Sergio la pidió que esperara un
momento con un gesto de la mano.
- ¿Sí?
- Sergio, tío. He visto que me habéis
llamado muchas veces las chicas y tú esta tarde – dijo Roque, con su voz
serena. Sergio se calmó al instante.
- Sí. Queríamos verte y no nos cogías el
teléfono....
- Ya, es que me lo he dejado en casa....
Me he tirado toda la tarde en los terrenos con mi padre y mi tío, arreglando
unas cosas, recogiendo al ganado.... ¿Estás ahora en casa?
- Estoy en casa de Mowgli, con Victoria
también.
- ¿Estáis todos juntos? Mejor, voy para
allá, estoy al lado.
- ¡¿Estás en la calle?! – se asustó
Sergio, poniéndose de pie sobre el colchón.
- Sí, estoy cerca de casa de Mowgli. No
tardo nada – contestó Roque, sin inmutarse.
- ¿Ha salido a la calle? – preguntó
Victoria, agarrándose al brazo de Sergio, aterrada.
- ¡¿Pero estás loco?! – dijo Sergio.
- No hay problema, la calle está
tranquila.
- ¡Ven para acá cagando leches! – le
ordenó Sergio.
- Tranquilízate, tío, que ya estoy.
Abridme la puerta, anda.... – dijo Roque, con tono despreocupado.
- Abrid la puerta – dijo Sergio, tapando
el teléfono con la mano. En ese momento sonó el timbre. Mowgli se acercó para
abrir.
- ¿Y lo que nos ibas a contar? ¿El culpable? – preguntó
Victoria, mirando con prisas a los ojos de Sergio.
- Después – dijo el chico, colgando el
teléfono.
Mowgli entró tirando de la mano de
Roque. El grandullón sonrió con tranquilidad a todos. Sergio le admiró al
momento, como tantas otras veces: su amigo había venido paseándose por las
calles malditas del pueblo. Las mismas calles donde hacía justo un día él mismo
había estado a punto de morir. Pero Roque estaba tranquilo, inmutable.
- ¿Todo bien? – le preguntó, señalando
con la cabeza hacia la ventana.
- Ni un alma – sonrió su amigo.
- ¿Qué hacías por la calle? – preguntó
Mowgli, preocupada.
- Vengo de casa de Lucía. Está muy
rara....
- ¿Qué le pasa? – preguntó Victoria.
- No lo sé exactamente.... Pero no deja
de hablar de su misión.... De que tiene trabajo que hacer.... No ha querido que
me quedara con ella.
Para Sergio, Victoria y Mowgli ese
detalle ya fue suficiente prueba de que Lucía estaba muy rara.
- ¿Trabajo?
- No me ha querido explicar nada. Pero
me ha dicho que dentro de unos días hablaría conmigo, que la vería de otra
forma....
- Joder, ¿qué la pasa? – se preocupó
Victoria.
- Ha hablado con Bruno.... con el tío
del gobierno – dijo Sergio, convencido.
- ¿Con ése? – preguntó Roque, extrañado.
– ¿Y qué?
- Ha venido a buscarme a mí también.
Quería que le ayudase a.... a arreglar lo que está pasando en el pueblo. Lucía
encontró a Fuencisla, seguro que ese tío quería que le ayudase: ella ha tenido
contacto casi directo con el problema.
Los otros tres amigos se miraron,
entendiendo casi todo el discurso de Sergio.
- ¿Qué quieres decir con contacto casi
dir....? – preguntó Victoria.
- ¿Y por qué no la deja en paz? – saltó
Roque, tapando a Victoria. El grandullón parecía molesto de verdad. – La pobre
Lucía ya ha tenido suficiente....
- Bueno, parece que a ella no le molesta
ayudar, por lo que cuentas.... – intervino Mowgli, con cautela.
- No la habéis visto.... está
obsesionada, buscando cosas en internet, leyendo libros sobre el pueblo,
arrancando páginas y tachando párrafos enteros.... Está fuera de sí, frenética
– explicó Roque, preocupado. – No podemos dejar que siga así.
- ¿Y qué podemos hacer? – preguntó
Victoria, sintiéndose impotente.
- Lo primero hablar con ese tipo del
gobierno, para que la deje en paz – dijo Roque, poniéndose de pie. – ¿Sabéis
dónde se aloja?
- Creo que está en casa del tío
Germán.... – contestó Mowgli, con voz temblorosa: se temía lo que Roque estaba
a punto de hacer.
- No está lejos, voy para allá.
- ¡¿Pero qué dices?! – se levantó
Sergio, cabreado y asustado a partes iguales. – ¡¿Vas a volver a salir ahí
fuera?!
Roque asintió con decisión.
- Ahí fuera no pasa nada. Además es por
Lucía.
En ese momento Sergio se dio cuenta de que el grandullón
sentía algo por su amiga rubia. Estuvo a punto de contarles el secreto de los
asesinatos, para intentar convencer a Roque de que se quedara y así todos
tendrían cuidado de allí en adelante, pero supo al instante que sería inútil.
Si Roque sentía algo más que amistad por Lucía, por mínimo que fuera, nadie
podría detenerle.
- Ten cuidado, ¿vale? – se oyó decir.
Las chicas le miraron asombradas, incluso Roque le miró con las cejas
levantadas. Después le dedicó su sonrisa inocente y le agradeció con un
asentimiento.
- ¿Cómo que tenga cuidado? ¡Quédate
aquí, Roque! – dijo Victoria, poniéndose más nerviosa.
- No salgas.... – dijo Mowgli, con
lágrimas en los ojos, suplicante.
- Vuelvo en un momento – dijo Roque,
intentando tranquilizarlas. Sergio estuvo seguro de que parte de aquella frase
y su misión tranquilizadora eran para el mismo Roque.
El grandullón salió de la casa y cerró
la puerta, marchando decidido hacia la derecha. Sergio y Victoria le vieron
marchar desde la ventana del piso de arriba.
- Espero que esté bien.... – dijo Mowgli
desde el colchón. Dos lágrimas brillantes le surcaban ambas mejillas oscuras.
Entonces una sombra enorme cruzó la franja
de luz de la farola que estaba casi enfrente de la casa. Sergio y Victoria
dieron un respingo. Había sido un cuerpo enorme, negrísimo y muy rápido. Sonó
como un manojo de ramas de brezo sacudiéndose al viento, acompañado de un
gruñido fugaz, como de perro. Pero aquello era bastante más grande que el más
grande de los perros.
Y había corrido en la dirección que
llevaba Roque.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó Victoria,
asustada.
- ¿Qué ha sido qué? – preguntó Mowgli,
confusa.
En el cerebro de Sergio sólo surgió una
palabra.
MONSTRUO.
Se giró con prisa, saltando por encima
del colchón y de Mowgli, corriendo escaleras abajo, hacia la puerta de la
calle.
- ¡¿Qué haces?! – chilló Mowgli.
- ¡Sergio! ¡Vuelve! – gritó Victoria,
fuera de sí, presa del llanto.
Pero Sergio sólo pensaba en Roque, no en
sí mismo. Y si pensaba en sí mismo era para echarse la culpa, para llamarse irresponsable
por haber dejado que su amigo saliese a la calle, sabiendo lo que le podía
estar esperando allí. Corrió por el asfalto, a toda prisa, como nunca había
corrido en los campos de fútbol, esperando llegar a tiempo de avisar a Roque o
de ayudarle, sabiendo que no lo iba a lograr.
Entonces escuchó un aullido, más cercano
al gruñido de un león que al ladrido de un perro. Y escuchó la voz de Roque,
gritando.
Corrió aún más rápido, quedándose sin
aliento, escuchando un ronroneo peligroso en un callejón, entre dos casas del
pueblo. Sergio se detuvo en la entrada, a la luz de la farola.
- ¡¡Roque!! – gritó desesperado, notando
que estaba llorando. En realidad no sabía cuándo había empezado.
Vio un pedrusco, un cacho de hormigón
que se había roto de no sabía dónde. Lo cogió con rabia y lo tiró hacia el
callejón, hacia la oscuridad, sin saber para qué, solamente para descargar su
frustración. Un quejido fue la respuesta.
Sergio se asombró y tragó saliva,
asustado. Una sombra más oscura que las sombras se movió dentro del callejón.
Era una sombra alargada, que caminaba agachada, a cuatro patas. Sergio no
identificó nada más que dos puntos rojos que surgieron frente a él. Los ojos de
la bestia.
El animal caminó hasta el límite de la
oscuridad, allí donde la farola derramaba su cono de luz. Los ojos se
detuvieron y miraron a Sergio detenidamente. Un gruñido enfadado llegó hasta el
chico.
- ¡¡Sergio!! – escuchó detrás de él, de
sopetón, lo que le asustó. Entonces Victoria llegó hasta él, cogiéndole del
brazo y quedándose a su lado. La chica estaba asustadísima y muy nerviosa, y se
puso todavía más al ver el par de ojos malignos que los observaban desde la
oscuridad.
Los dos ojos miraron alternativamente al
par de humanos, valorándolos. Después se elevaron, y Sergio imaginó que el
animal estaba levantando la cabeza. La bestia miraba ahora hacia la farola.
El gruñido del animal se hizo más
fuerte, más peligroso. Sergio y Victoria lo sintieron vibrar en el
pecho.
La luz entonces empezó a parpadear, como
lanzando un SOS. Luego explotó en una cascada de chispas. La calle se quedó a
oscuras.
Sergio y Victoria empezaron a temblar.
Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad al momento, y pudieron ver al ser que
los acechaba. Era una especie de perro, de lobo más bien. Pero era del tamaño
de un caballo, o incluso de un oso. Caminaba a cuatro patas, donde unas garras
grandes y plateadas relucían incluso en la oscuridad. Su cabeza y hocico eran
como los de un lobo, pero las orejas tenían penachos de pelos negros, como los
linces. Los dientes y colmillos sobresalían de la boca. El pelaje del lomo y de
los flancos era negro, negrísimo, grueso y duro. Estaba apelmazado, como si
estuviese sucio de barro, y de lejos parecía fuerte como el plástico.
El animal abrió las fauces y ladró, en
una mezcla de lobo y león. Sus dientes brillaron y la saliva cayó al suelo,
caliente y espesa.
Sergio tragó saliva, agarrándose aún más
a Victoria. Iban a acabar como el pobre Roque.
El enorme lobo negro tensó las patas,
ladró otra vez y saltó hacia adelante.
Entonces otra figura apareció desde la
oscuridad del callejón, saltando en el aire e interceptando al lobo, que gimió
lastimeramente. El animal cayó al suelo, a unos dos metros de Sergio y
Victoria, que retrocedieron, presas del pánico. La otra sombra se irguió y se
puso de pie, dando cuenta de que era un ser humano.
El lobo lo miró, lleno de furia y se
lanzó contra él. El hombre o mujer lo esquivó con gran agilidad, agachándose y
girando. Una hoja metálica brilló en la mano del ser humano, volando
velozmente. El lobo volvió a gemir y cayó al suelo a lo largo. Su sangre
granate, casi marrón, manchó el suelo.
El ser humano se irguió lentamente, con
tranquilidad. Sacudió la mano que sostenía la cuchilla y gotas de sangre
cayeron al suelo. Se acercó con pasos deliberadamente lentos al animal que
descansaba en el suelo, que respiraba con dificultad.
Levantó la cuchilla estirando el brazo hacia
arriba todo lo que pudo, deteniéndose allí un momento. Sergio escuchó una voz
cascada que emitía unas palabras imposibles de identificar. Entonces el ser
humano bajó la cuchilla, clavándola en la nuca del lobo negro.
La bestia dio un respingo y quedó tiesa
en el suelo, sin moverse. El ser humano sacó el
cuchillo y se giró hacia los chicos. Los miró en silencio, mientras la
cuchilla, misteriosamente, seguía centelleando con brillo plateado en su mano.
Después se acercó a ellos, con pasos lentos.