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Había bebido demasiado, estaba convencido. En situaciones como ésta era mejor estar sobrio. Pero el alcohol había parecido la mejor opción. Las penas pasaban mejor con los tragos de whisky.
Ramón Alonso Tavares caminó por la acera, vacilante.
Sus pies le sostenían, pero parecían a punto de rendirse a cada paso. Seguía
andando sólo por pura inercia. Estaba tremendamente borracho. Pero si alguien le preguntaba no pensaba
reconocerlo. Si podía disimular la voz de borracho, él estaría bien para cualquiera
que se interesase por su estado.
Sacó el móvil, mientras se apoyaba en una pared de
la calle. Lo tomó con dedos temblorosos y empezó a manipularlo, sin ver muy
bien si estaba pulsando las teclas adecuadas. Tampoco le convenía lo que estaba a punto de
hacer, pero el alcohol era el que ahora le susurraba cosas en su mente. Su
conciencia estaba fuera de servicio: el whisky le había dado la noche libre. Después de varias torpes intentonas, logró teclear
el número al que quería llamar. Se lo sabía de memoria. Hasta hacía un par de
días era el número de su novia.
Raquel Martín García. La chica más guapa del
pueblo. Habían ido al instituto juntos, hacía años. Después de mucho tiempo
intentándolo, mientras ella iba a la universidad a la ciudad y él se quedaba
trabajando en el pueblo, Raquel accedió a salir con él. Habían estado juntos
casi siete años. Siete años en los que fueron felices, en los que les había ido
bien, en los que casi no había habido peleas ni enfados.
Y ahora, ella decía que no quería seguir con él,
que le quería mucho pero que le gustaba otro, un antiguo compañero de facultad.
Y así, sin más ceremonias, habían cortado. Raquel había vuelto a la ciudad y
Ramón se había quedado en el pueblo, solo, muriéndose por dentro.
Sabía que no tenía que haber bebido, que su
situación se llevaba mejor estando sobrio y sereno. Pero había hecho lo que le
pedía el cuerpo y el alma.
Y ahora pensaba llamarla. Quería hablar con ella,
decirle que la quería. Resumir en un minuto, con voz de borracho y la mente nublada,
lo que ella había significado (y significaba) para él. Le parecía un plan
infalible.
Por suerte ahora en el pueblo había cobertura para
todas las compañías, desde que habían construido el nuevo repetidor en la
colina cercana, donde todavía se erguían algunas ruinas del antiguo castillo.
Hacía tan sólo un mes Ramón hubiese tenido que andar un par de kilómetros por
la carretera, en dirección a Treviños, para poder conseguir un par de “rayas”
de cobertura y poder llamar.
Ahora estaba apoyado en la pared de la casa del
tío Germán (no era tío suyo, pero todos en el pueblo le llamaban así), en una
de las calles laterales del pueblo, iluminada a medias por una vieja farola. Y
su teléfono estaba marcando. Pronto podría hablar con Raquel sin problema.
Un sonido rasposo sonó por encima de él. El tejado
de la casa del tío Germán se sacudió, quejándose. Ramón miró por encima de su
cabeza, con la mirada perdida, entre vapores de alcohol.
- ¿Ramón? ¿Qué pasa? – dijo la voz de Raquel, por
el teléfono. Ramón centró toda su atención en ella, sin atender a nada más.
- Raquel.... ssssoy yo – dijo, con dificultad.
- ¿Ramón? ¿Qué quieres? – dijo Raquel, entre
preocupada y enfadada.
- Sólo quería.... hablar contigggo....
- Has bebido Ramón.... Ahora no es momento para
que hablemos....
Algo arañó el tejado de la casa sobre la que
estaba apoyado Ramón. Pero él no se dio cuenta.
- Sólo quería.... quería decirte que te quiero....
– dijo Ramón, empezando a llorar.
- Yo también te quiero, Ramón.... – dijo Raquel.
Parecía triste. – Pero ya te he dicho que no podemos seguir juntos....
- ¿Por qué? ¿Porque te gusta otro tío? – Ramón se
puso violento, separándose de la pared. Seguía llorando.
- Sí – contestó Raquel, tajante pero con dolor. –
Lo siento, pero es así....
Algo duro y áspero arañó las tejas, como una tiza
sobre la pizarra. Un rumor bajo empezó a sonar.
- No me haggas esto, Raquellll.... – dijo Ramón,
suplicando. – No me haggas esto. No puedo, sin ti. Sin ti me voy a morir....
- Lo siento, Ramón. Lo siento – dijo Raquel, y colgó,
sollozando.
- Raquel. ¡¡Raquel!! – voceó Ramón al aparato.
Con rabia lo lanzó al suelo, llorando. Se tambaleó
presa del alcohol y la rabia.
Entonces un gruñido grave, profundo y espeluznante
sonó sobre él. Ramón fue lo suficientemente consciente como para volverse y
mirar hacia arriba.
Dos ojos rojos, grandes y malévolos, lo observaban
desde el alero del tejado.
Una sombra oscura cayó sobre él. No podría
asegurar qué era lo que estaba encima de él, pero estaba seguro de que tenía
colmillos. Ramón estaba seguro de eso porque dos mandíbulas repletas de ellos
se cerraron sobre su pierna derecha, arrancándole parte del muslo.
Dicen que el alcohol es anestésico, pero Ramón
sintió profundamente la desaparición de media pierna. Sintió el dolor, crudo y
latente. Sintió la sangre escapar de su herida, y gotear desde la boca de la
bestia.
Chilló. Gritó, lleno de dolor y de espanto. Hasta
Raquel se había ido de su mente.
El ser que tenía encima masticó el pedazo de carne
que le había arrancado, con deleite, con tranquilidad, para cernirse luego
sobre su cuello. El grito de horror de Ramón quedó truncado cuando su tráquea
se rompió.
Hacía un instante le había dicho a Raquel que sin
ella se iba a morir. Y era cierto.
Ramón siempre había sido un hombre de palabra.
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