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Domingo. Día del Señor.
El hombre de negro marchaba por la calle
con decisión, con un destino marcado en mente. Hacía años que no paseaba, que
no deambulaba por la calle sin motivo alguno. Llevaba mucho tiempo ya dedicado
a la causa: siempre tenía algo que hacer, alguien a quien ver, algo que
investigar. Alguien a quien matar.
Caminaba por la acera, cruzándose con la
gente madrugadora que llenaba las calles. Todos le miraban extrañados, algunos
incluso con un deje de temor. La gente iba arreglada, contrastando con la
sobria vestimenta del hombre de negro: abrigo largo de paño, sombrero de ala
ancha redonda, gafas redondas y pequeñas, todo de color negro.
Desde que supo que el trece estaba al llegar se sintió viejo. Lo
era, desde hacía tiempo, pero nunca se había sentido como tal. Seguía siendo lo
suficientemente ágil, lo suficientemente independiente como para seguir
cumpliendo su misión, su cruzada. Pero la inminente llegada del caudillo del
mal.... Se sintió muy mayor, muy cansado, muy cascado. Esperaba estar a la
altura cuando el trece apareciese.
Y eso tenía que averiguar. Dónde y
cuándo pensaba hacer su aparición el trece.
Era temprano, y la mayoría de los
comercios estaban cerrados. Al ser domingo sólo los bares y los quioscos
abrirían sus puertas, pero el hombre de negro sabía que el local que buscaba
estaría abierto. Jonás nunca cerraba.
Llegó a la calle y se detuvo en medio de
la acera. Era una acera estrecha, y los transeúntes tenían que apartarse para
poder pasar por delante del hombre, que no se movía. Parecía estar en otro
lugar, ajeno a esta realidad. Sus ojos, detrás de las gafas pequeñas y oscuras,
no se movían de un local pequeño que había al otro lado de la calle.
Alguien salió de dentro de la tienda,
haciendo sonar las campanillas que colgaban por dentro. El hombre de negro supo
entonces que la tienda estaba vacía y cruzó la calle, decidido, haciendo que un
coche tuviese que frenar casi en seco. Pero el hombre de negro no se inmutó.
Empujó la puerta con cristalera de la
tienda, golpeando ligeramente las campanillas que colgaban por dentro. El ruido
de cascabeles le acompañó mientras se adentraba en el establecimiento. Había
altas y largas estanterías abarrotando el local, unas muy juntas de las otras.
Los estantes estaban llenos de hierbas, de sobres de infusiones, de imágenes de
dioses y musas, de piedras místicas, abalorios, collares, pulseras y amuletos
paganos. En otras había libros de curación y autoayuda y en otras, más
apartadas del gran público, había hechizos y embrujos.
El hombre de negro caminó entre ellas,
hacia el mostrador que había al fondo. No había nadie tras él. El hombre de
negro esperó, pacientemente, apoyado en el largo tablero de formica. Miró con
el rabillo del ojo a su alrededor, buscando algún peligro, pero no lo había.
Olisqueó el ambiente y todo estaba en orden.
Entonces salió de la trastienda un
hombre mayor, de piel negra y pelo muy blanco, corto y ensortijado, pegado al
cráneo. Salía sonriente, tarareando una canción, observando unas piedras
preciosas que llevaba en las manos. Cuando llegó al mostrador levantó la mirada
y vio al siguiente cliente.
- ¡¡Tú!! – gritó, asustado, soltando las
piedras que resonaron por el suelo. Con la cara mostrando su miedo tropezó hacia
atrás, desapareciendo de nuevo en la trastienda.
El hombre de negro saltó el mostrador,
con una agilidad que nadie le hubiese presupuesto al ver su aspecto. Aterrizó
al otro lado y cruzó la cortina de cuentas que daba acceso a la trastienda.
El almacén era como la propia tienda,
sólo que más abarrotado aún. Las estanterías eran más altas y más viejas, de
madera añeja. Estaban llenas de todos los artículos expuestos fuera, metidos en
cajas de madera o cartón. El polvo se había adueñado de todo y flotaba en el
ambiente.
El dueño de la tienda, Jonás, intentaba
escapar entre las estanterías. El hombre de negro le seguía de cerca. Jonás se
asomaba entre estantería y estantería, sin perder de vista la puerta de entrada
al almacén. Pero entonces el hombre de negro surgía de detrás de un estante,
ocupando todo el pasillo, cortándole el paso.
La situación se repitió varias veces,
con Jonás corriendo por toda la estancia. El hombre de negro, no sabía cómo,
siempre le cerraba el paso: aparecía siempre en el pasillo que pensaba
recorrer. Pero cada vez aparecía más cerca. Le estaba empujando hacia la parte
trasera del almacén.
Jonás se escondió detrás de unas
estatuas de unos tigres de tamaño natural, envueltas en papel de burbujas.
Intentó recobrar el aliento: ya no tenía edad para esos juegos.
Miró desde detrás de la estatua, a todo
lo largo del pasillo. Al fondo estaba la
puerta cubierta con las cortinas de abalorios, justo al final del pasillo. Era
muy largo, pues Jonás estaba casi al fondo del almacén, pero si el hombre de
negro no estaba por allí cerca podría escapar.
Entonces el hombre de negro apareció
desde un lateral, cargando contra Jonás justo cuando éste se disponía a echar a
correr hacia la libertad. El hombre de negro le agarró por el cuello de la
camisa y le hizo chocar contra la estatua con la que se escondía.
Jonás gritó de dolor, y aún más cuando
el hombre de negro le zarandeó y le lanzó contra una estantería cercana, que
gimió y se meneó, sin llegar a caer. Jonás se dobló de dolor, siendo levantado
otra vez por el hombre de negro, que le llevó hasta la estatua del tigre y le
hizo recostarse contra su lomo, en una postura muy incómoda para la espalda.
- ¡¡Aaaaahh!! ¡Déjame! ¡Esta vez no he
hecho nada! – gritó Jonás, dolorido y asustado. – ¿Qué quieres de mí?
- Información – dijo el hombre de negro,
con su voz de cuervo.
- ¡Yo no sé nada! – se defendió Jonás.
- Sé que sólo tú puedes saberlo....
Jonás abrió los ojos como platos.
- ¡No sé nada de ningún corpóreo!
- ¿Y cómo sabes que estoy buscando a un
corpóreo? – preguntó el hombre de negro, juguetón.
Jonás tragó saliva, apurado. Se había
descubierto él solo.
- ¡Vamos! ¡Habla! – rugió el hombre de
negro, sacudiendo a Jonás, que se encogió, asustado. – No dudaré en hacerte un
exorcismo....
- ¡¡No!! – aulló Jonás, y durante un
instante sus ojos se volvieron amarillos, lo que dura un parpadeo. – Está bien,
está bien. Te diré lo que quieres saber....
- ¿Ha habido actividad de corpóreos?
- Sí – contestó Jonás, resignado. – De
muchos.
- ¿Sabes dónde? – preguntó el hombre de
negro y Jonás negó con la cabeza. – ¡¿De
verdad?!
- ¡De verdad! He notado su presencia,
pero no sé dónde han surgido. Puedo averiguarlo para ti....
- Hazlo – ordenó.
Jonás se incorporó y el hombre de negro
le soltó. El dueño de la tienda caminó hacia la parte de atrás del almacén y el
hombre de negro le siguió de cerca. Allí, al fondo de la trastienda, detrás de
todas las estanterías, en un rincón, Jonás tenía su “despacho”. No era más que
una mesa puesta en la esquina del edificio, con una silla cómoda delante. Había
papeles en una cesta de metal, un par de libros sobre la mesa y un portátil en
el centro del escritorio.
Jonás se sentó en la silla, bajo la
atenta mirada del hombre de negro. El dueño de la tienda abrió un cajón y sacó
unos mapas, viejos y arrugados, muy manoseados. En la otra mano sostenía una
botella de whisky, a la que apenas le quedaba un sexto de su contenido.
Jonás extendió los mapas por encima de
la mesa, alisándolos con las manos extendidas. El hombre de negro pudo ver que
eran mapas políticos y físicos de toda la península, de algunas comunidades
autónomas sueltas e incluso de algunas provincias en concreto, bien grandes,
con mucho detalle. El dueño de la tienda tomó un trago de whisky y lo mantuvo
en la boca, mientras cerraba los ojos y paseaba las manos entre los mapas
extendidos encima de la mesa. Un murmullo tenue empezó a oírse, emitido por
Jonás, en trance.
Sus manos revoloteaban por encima de los
mapas, algunas veces lentamente, otras acelerándose. En ocasiones rozaba el
papel, tocaba algún plano, pero no llegaba a coger ninguno. Sus manos empezaron
a moverse más rápido, haciendo círculos encima de los mapas. Con un zarpazo
veloz apartó un mapa, lanzándolo al suelo. Repitió la operación con la mano
izquierda, mandando esta vez dos mapas al suelo. Apartó otro de un manotazo,
que chocó contra la pared, arrugándose y quedando apartado. Entonces sus manos
se pararon.
Jonás tragó el whisky, abrió los ojos y
bajó la mano derecha, con el índice extendido. Lo posó suavemente en un punto
del mapa que quedaba ahora encima del montón de todos los que había sobre la
mesa: un mapa político de la comunidad de Castilla y León.
- Aquí.... – dijo con voz temblorosa,
sin mirar todavía el papel. El hombre de negro se inclinó para mirar en el
mapa.
Castrejón de los Tarancos. No estaba
lejos. Podía llegar ese mismo día, si se agenciaba un medio de transporte
rápido.
Sin dirigirle la palabra a Jonás se
irguió y se dirigió hacia la tienda, recorriendo uno de los pasillos entre
estanterías del almacén.
Jonás respiró tranquilo, al ver alejarse
la espalda del hombre de negro. Pero dio un respingo cuando la figura oscura se
giró y le miro de forma amenazadora.
- Tú, ectoplasma – dijo, con voz
cascada, perversa. Levantó una mano y le señaló directamente. – Recuerda
nuestro trato. No vuelvas a hacerme perseguirte. Si te permito estar aquí es
para que me ayudes.
Jonás asintió, muerto de miedo.
El hombre de negro se volvió y siguió su
camino, para salir de la tienda.
- Otra cosa – dijo al aire, sin volverse,
alzando la voz para que Jonás le oyera. – El trece está en camino. Si yo fuera tú
arreglaría todos mis asuntos pendientes. Sólo por si acaso....
Jonás empezó a temblar como una hoja
marchita en la rama de un árbol en pleno otoño.
El hombre de negro se regocijó por
dentro, cruel.
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