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El día fue pasando, triste, tranquilo,
lento. El domingo se fue yendo y los habitantes de Castrejón le dejaron irse.
La gente del pueblo estaba asustada, cansada, indiferente. Estaban insensibles
a lo que ocurría a su alrededor, pero también impotentes. Nadie sabía qué
pasaba, nadie sabía quién estaba detrás de las muertes, nadie sabía por qué les
pasaba aquello a ellos, nadie sabía qué podían hacer para solucionarlo....
Nadie salvo Bruno Guijarro Teso.
El hombre de la ACPEX patrullaba por el
pueblo, intentando averiguar dónde se escondían los monstruos de día. Era su
obsesión, su verdadera misión.
Había entablado conversación con la
gente del pueblo, intentando hacerse aliados, intentando encontrar ayuda entre
los vecinos. Pero la mayoría tenían poco que ofrecerle. Su mayor esperanza
estaba en Lucía.
La chica quería cooperar, Bruno estaba
seguro. Lo que no sabía el hombre era que el mayor aliciente para Lucía era
que, si lograba ayudar al hombre del gobierno con éxito, quizá Roque la viese
con otros ojos.
Bruno también esperaba conseguir la
ayuda de Sergio, el chico con el que se había escondido de uno de los “encarnados” la noche pasada. Aquel chico
prometía, pero no sabía muy bien cómo acercarse a él. Lo había intentado
durante todo el día, pero el chico no había querido atenderle. Las últimas
veces que se pasó por su casa, Sergio ni siquiera estaba.
Bruno estaba desesperado. Para cuando
llegasen Suárez y su equipo apenas habría conseguido nada. No quería darles
motivos a aquellos “gallitos de gimnasio”
para que se burlaran de él.
Al menos, pensó el hombre de la ACPEX,
había conseguido que la gente se quedara en sus casas de noche. Hoy no habría
ningún muerto.
* * * * * *
- ¡Vamos! ¡Métete! ¿Te da vergüenza?
Julio Gómez Serra miró el agua desde el borde.
No tenía miedo, era sólo una piscina (en realidad una acequia ancha y profunda)
pero no las tenía todas consigo.
Y si algo podía convencerle, era la
chica que le acompañaba. Silvia Abril García estaba al otro lado de la acequia,
después de cruzar la plataforma. Estaba quitándose la ropa, quedándose
totalmente desnuda. Desde el otro extremo de la piscina Julio contempló su
cuerpo, bellísimo y pequeño. Tragó saliva, llamándose estúpido. No podía
perderse aquello.
Silvia se zambulló en el agua, después
de lanzarle una mirada salvaje y una sonrisa traviesa.
Los dos llevaban tonteando desde que
empezó el verano, sin llegar a nada. Y hacía unos pocos días por fin se habían
enrollado. Aquello había sido una liberación para Julio, un descanso después de
tanta presión y tanto jugueteo.
Parecía una locura que, siendo de
pueblos tan cercanos, se hubiesen conocido al final en la gran ciudad, siendo
compañeros de clase. Por eso, durante el verano se habían visto tanto.
Silvia nadó de un extremo a otro de la
acequia, llamando la atención de Julio. Era guapísima. La chica se detuvo y
pataleó para no hundirse, mirándole.
- ¿Te vas a meter de una vez o me vas a
dejar sola?
Julio ya estaba decidido. En realidad no
sabía por qué no se había metido aún.
Bueno, en realidad sí que sabía por qué
estaba fuera. Aquella acequia era de un hombre de su pueblo y ellos se estaban
bañando a escondidas. Por eso habían ido hasta allí al atardecer. El cielo
estaba cada vez más oscuro: el Sol se iba y las estrellas veraniegas
despertaban.
Julio era de Castrejón y sabía lo que
pasaba en su pueblo por las noches. Sabía que estaban violando el “toque de
queda” que el alcalde había decretado, aunque en realidad estaban bastante
lejos del pueblo: Silvia y él habían decidido encontrarse a medio camino entre
los pueblos de los dos.
De todas formas Castrejón se veía a lo
lejos: un racimo de luces en la distancia. La colina con el repetidor de
telefonía y las ruinas del castillo se recortaba en el cielo morado oscuro.
Silvia rió desde el agua, y Julio por
fin se decidió. Se quitó la ropa con rapidez, casi con rabia. Él era horrible,
en comparación con Silvia, no sabía cómo podía gustarle. Sabía que era muy
afortunado.
Saltó, gritando de felicidad, haciendo
una bomba al caer en el agua. Silvia volvió a reír.
Los dos chicos se encontraron en medio
de la acequia. Tenían que seguir pataleando, porque el canal era profundo y no
hacían pie. Se abrazaron y se besaron.
Julio se sintió bien al instante. ¿Y
pensar que hacía un momento había dudado en meterse?
Silvia se agitó y rió de nuevo.
- ¿Qué?
- Me has hecho cosquillas....
- Yo no he sido – dijo Julio, sonriendo,
besándola en el cuello.
- ¿No? Algo me ha hecho cosquillas en la
planta del pie....
- Habrá sido alguna planta – dijo Julio,
volviendo a besarla. Flotaron durante un rato, dedicándose caricias y besos.
Los dos estaban en la gloria.
- ¡Ay! – chilló de pronto Silvia. – ¡Ya
vale!
- ¿Qué? Yo no he hecho nada....
- Algo me ha arañado el pie.... – dijo
Silvia. Ya no reía.
Julio tragó saliva, asustado.
- Yo no he sido, cariño – dijo,
girándose en el agua, mirando alrededor.
La superficie se agito, en ondas
sinuosas, como siguiendo una línea. Julio se fijó y retrocedió, chapoteando,
nadando hacia atrás hacia Silvia.
- ¿Qué pasa? – preguntó Silvia,
agarrándose a la espalda de Julio.
- No lo sé. Será mejor que salgamos....
- Sí. Vamos – dijo Silvia, asustada.
Ninguno de los dos quería estar ya dentro del agua.
Nadaron hacia el borde, donde Silvia
había dejado su ropa. La chica nadaba con rapidez, empujada por el miedo. Julio
nadaba detrás de ella, haciendo lo que podía. Nunca se le había dado muy bien
nadar.
De pronto sintió que le agarraban del
pie derecho, en un agarre doloroso, y tiraban de él. Trató de chillar, pero
tiraron con fuerza de él y acabó bajo el agua.
Silvia salió con penurias del agua,
sentándose en el borde de cemento. El agua se agitaba ligeramente, pero no
había rastro de Julio.
- ¿Julio? ¿Julio? – llamó, terriblemente
asustada. Se puso de pie y escudriñó la superficie del agua, invisible casi en
la creciente oscuridad. – ¡No me hace gracia!
Pero Silvia sabía que Julio no era un
chico que gastara bromas.
La chica empezó a sollozar, cuando le
pareció evidente que Julio había desaparecido. El agua entonces empezó a
agitarse de nuevo, pero no con violencia: surgieron ondas que acompañaban el
sinuoso movimiento de algo que nadaba justo bajo la superficie.
Silvia empezó a jadear, aterrada,
irguiéndose de nuevo, trastabillando hacia atrás en el ancho borde de la
acequia. Decidió que tenía que alejarse de allí.
En ese momento la bestia saltó fuera del
agua. Silvia alcanzó a ver un cuerpo alargado, como el de una serpiente, a
franjas negras y amarillas. Y en la parte delantera, que se lanzaba sobre ella,
unas fauces abiertas llenas de dientes afilados, con dos colmillos enormes a
ambos lados.
Chilló aterrada, mientras el animal caía
sobre ella, mordiéndola en el cuello y lanzándola hacia atrás. Cayó encima de
ella y la destrozó a dentelladas.
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