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La noche había ocupado su lugar en
Castrejón. Las calles del pueblo estaban vacías, prácticamente: la gente iba
dejándolas libres, de camino a sus casas. El bando que el alcalde había emitido
había recorrido todo el pueblo y había cumplido su cometido.
Sergio miraba la calle desde la planta
baja de su casa. Observaba la calle desde la ventana, medio escondido detrás de
las cortinas. Una farola solitaria iluminaba el cacho de calle que había frente
a su casa. Más allá del límite del foco, la oscuridad dominaba la noche.
Se removió incómodo. Su amiga Lucía
estaba muy nerviosa, desesperada. Estaba destrozada después del terrible
espectáculo que había presenciado en la plaza mayor. De Victoria y de Mowgli no
sabía nada, no las había visto desde esa mañana. Las había llamado, pero
ninguna contestaba al móvil.
Sergio soltó un ¡joder! bien sonoro y salió de casa, cogiendo las llaves al vuelo
del gancho que había al lado de la puerta. Sabía que no debía salir de casa,
pero tenía que hacerlo. Estaba preocupado por sus amigas, por Roque también, y
no podía quedarse en casa sin saber cómo estaban. Además, tenía curiosidad por
saber quién era aquel tío que Roque había acompañado al ayuntamiento, a ver al
alcalde. Sergio esperaba que trajera una solución.
En la calle hacía frío, a pesar de ser
verano. No corría el aire, pero el ambiente estaba fresco. Sergio caminó con
paso rápido en dirección a casa de Roque, para alejar el frío y el miedo.
Estaba solo en la calle. Ningún otro
habitante del pueblo se había atrevido a estar fuera de noche. Todos habían
hecho caso al alcalde y a su bando. Sergio sintió un nudo en el estómago, una
inquietud que le crecía dentro. Prestó atención a su alrededor, pero no oyó
nada raro.
El camino hasta la casa de Roque,
cercana a la suya, se le hizo eterno. Parecía que las calles hubiesen crecido y
las distancias se hubiesen alargado. Pero acabó llegando, llamando a la puerta
con alivio. Esperó en medio de la calle, bajo el foco de una farola. La
oscuridad era lo malo.
La puerta se abrió una rendija, y dejó
ver media cara de su amigo. Sergio se inquietó mucho: Roque parecía asustado,
una sensación que nunca esperó ver en la cara de su amigo.
- ¡Sergio! ¿Qué haces aquí? – preguntó,
abriendo la puerta un poco más, dejándose ver al completo. Su voz sonó suave y
tranquila, como siempre, lo que calmó bastante a Sergio.
- Necesitaba hablar contigo.... – dijo,
sin moverse del sitio, bajo la luz de la farola.
- ¿Y no podías haberme mandado un
mensaje al Facebook? – contestó
Roque, con el deje cómico que a veces le salía y que tanto hacía reír a sus
amigos.
- Necesitaba verte cara a cara....
- ¿Es sobre Lucía?
- Sí. Y sobre ese tío que ha venido
preguntando por el alcalde....
- Bruno. Bruno Guijarro no sé qué. No deja de repetirlo al
presentarse, pero no me acuerdo – dijo Roque, saliendo a la calle con su amigo.
- ¿Quién es? ¿A qué ha venido? –
preguntó Sergio, apurado.
- Es un fulano del gobierno, de no sé
qué agencia. Dice que trabaja con la guardia civil y la policía, para
encargarse de casos raros....
- ¿Entonces va a investigar lo que está
pasando aquí?
- Para eso ha venido. Eso me ha dicho.
Sergio se pasó la mano por la cara,
nervioso.
- ¿Eso es todo? ¿Es lo que querías
saber? – preguntó Roque, suavemente.
Sergio asintió.
- Sí. Pero no sé.... Estoy un poco... no
sé.... perdido, desorientado....
- Descolocado.
- ¡Eso es! Lo que está pasando aquí....
No sé.... Y luego está Lucía.... Y Mowgli....
- Yo también me siento mal al verlas mal
a ellas. Pero no podemos hacer mucho más. Si este tío es del gobierno y se
encarga él, sólo podemos esperar que consiga algo y todo se arregle – dijo
Roque, posando su manaza en el hombro de Sergio. Fue balsámico: Sergio se
sintió bien el momento. – Y también, lo que tenemos que hacer, es quedarnos en
casa de noche. No se lo vamos a poner tan fácil al cabrón que nos está matando
uno por uno – terminó, censor y divertido a partes iguales.
- Tienes razón.... – sonrió Sergio.
- ¿Te acompaño?
- No. Luego tendrías que volver tú solo
hasta aquí.
Vuelve
a casa. Yo haré lo mismo. Cuídate, tío –
dijo Sergio, chocando el puño con su amigo. Roque se volvió dentro y él volvió
sobre sus pasos a su casa.
Se levantó aire, una brisa débil, que
ululaba como un alma en pena. Sergio tuvo un leve escalofrío. Aceleró el paso,
para llegar cuanto antes a su casa.
Sintió pisadas detrás de él, sobre el
asfalto. Se giró repentinamente y miró detrás de sí. Allí no había nada. La luz
de la farola iluminaba el asfalto vacío. Sergio miró más allá, pero no vio
nada. No se había fijado nunca en lo pobremente iluminado que estaba su pueblo:
entre farola y farola había espacios en sombras, en medio de los conos de luz.
Tragó saliva y volvió a andar. Al cabo
de una docena de pasos volvió a escuchar las pisadas, rítmicas, como si alguien
le siguiera trotando. Sonaban a cascos de caballo, lentos y acompasados.
Sergio se volvió a dar la vuelta. Sólo
el tío Germán y Amador, el primo de Lucía, tenían caballos en el pueblo. Pero
aquellas no eran horas de estar paseando a caballo. De todas formas, detrás de
él no había nada.
Caminó de nuevo, casi trotando, deseando
llegar a casa. Volvió a pasarle lo mismo que a la ida, cuando la casa de Roque,
cercana a la suya, se había alejado. Ahora parecía que nunca llegaría a su
casa.
Un resoplido, como un relincho, sonó
detrás de él. No se molestó en mirar por encima del hombro hacia atrás: sabía
que no encontraría nada.
Empezó a correr, sudando y jadeando.
Pero lo que le puso los pelos de punta fue escuchar a su espalda, muy cercanos,
unos ladridos, unos gruñidos como de león.
Corrió, desesperado. Miró a su alrededor,
sin saber dónde estaba. ¿Era posible que se hubiese despistado y no supiese
dónde estaba? ¿Era posible que se hubiese perdido en su propio pueblo?
Los gruñidos resonaban tras él, los
cascos del caballo sonaban más rápidos. Los ladridos sonaban como expulsados a
mordiscos.
Giró una esquina, volando sobre el
asfalto. Una figura estaba frente a él, enorme. Chocó contra ella y rebotó,
cayendo al suelo, chillando de terror.
- ¡Eh, chico! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Sergio miró al hombre con el que había
chocado. Era el forastero que había visto esa mañana en el bar, el hombre que
según Roque estaba allí para ayudarles. Había cambiado su traje por ropas
cómodas, llevaba una mochila al hombro y una linterna en la mano. No parecía
asustado, pero sí sorprendido de encontrarse con el chico.
Entonces sonó de nuevo la mezcla de
ladrido y gruñido, emitido a través de unas fauces enormes.
- Hay algo que me viene siguiendo.... –
dijo Sergio, espantado, sintiéndose estúpido nada más decirlo.
Pero el hombre se puso serio de
inmediato. Su cara no era de burla: creía a Sergio. Le tendió la mano y le
ayudó a levantarse.
- Arriba. ¡Vamos! – metió prisa, pasando
una mano por los hombros del chico. – Acompáñame. ¡Rápido! ¡Tenemos que
escondernos!
Los dos corrieron por la calle, el
hombre tirando del chico, buscando un lugar para ocultarse. A la vuelta de la
esquina por la que había aparecido Sergio sonó un resoplido, un bufido lleno de
hambre y de ira.
- ¡Aquí! – chilló el hombre, empujando
una puerta de madera medio deshecha, de una casa abandonada. Sergio se unió a
él y la puerta cedió después de un par de empujones. Entraron los dos
atropellándose, cerrando la puerta tras ellos. Ya no se quedaba en su sitio,
pero por lo menos se mantenía en el marco y los ocultaba.
Los dos se quedaron en silencio,
sentados en el suelo y apoyados contra la pared a medio caer, jadeando, de
cansancio y miedo.
Los malditos cascos resonaron en la
calle, caminando a paso tranquilo. El hombre y el chico se miraron, con los
ojos abiertos, aterrados. Lo que fuera que había fuera estaba justo delante de
la casa. Un murmullo sordo, como el ronroneo de un gato gigantesco, reverberó
desde fuera. Un olfateo le acompañó.
Contuvieron la respiración. Sergio se
giró y se asomó a una rendija que había entre la puerta y su marco. El cuerpo
del animal estaba justo delante, a unos centímetros de distancia. Sergio empezó
a temblar, advirtiendo sólo que estaba cubierto de un pelo fino y brillante, de
color marrón oscuro. La piel se movía con la respiración del animal, que no
dejaba de olisquear.
Al cabo, el campo de visión de Sergio se
quedó despejado. La bestia se había marchado. El chico soltó el aire que había
retenido, volviendo a respirar, con jadeos entrecortados.
- ¿Estás bien? – le dijo el hombre que
lo acompañaba, poniéndole una mano en el hombro. Sergio asintió, sorprendiéndose
porque el hombre sonreía, visiblemente alegre.
Sergio siguió sentado y mirando al hombre, que se levantó
y miró hacia fuera, por entre los postigos de las ventanas. No parecía nervioso
ni inquieto: a Sergio le volvió a sorprender que el hombre pareciese contento.
Estaba disfrutando con aquello.
- ¿Qué hacías por la calle? – dijo el
hombre, mirando aún por las ventanas,
con precaución. Después se giró y le miró a los ojos. – ¿No has oído el bando
del alcalde?
Sergio asintió en la oscuridad. Como no
supo si el hombre le había visto acabó contestando.
- Sí.
- ¿Y por qué has salido?
- Tenía que hablar con un amigo. Estaba
preocupado – y, dándose cuenta de que aquel
hombre conocía a Roque, agregó – Es el chico que le ha acompañado esta
mañana a ver al alcalde.
- ¿Eres amigo de Roque? – preguntó el
hombre, alejándose de las ventanas y sentándose al lado de Sergio. Encendió la
linterna que llevaba, apuntando hacia abajo. Colocó la linterna horizontal en
el suelo y colocó el pie enfundado en un playero delante de la luz: los dos se
veían ahora las caras, sin que hubiese mucha luz que llamase la atención de los
monstruos de fuera.
- Sí.
- Es un buen tipo.
- El mejor.
- ¿Y por qué estabas preocupado por él?
- No era por él – dijo Sergio, sin saber
cómo explicarle a aquel hombre que no se le ocurría qué podía pasarle a Roque
con lo que no pudiese enfrentarse. – Era por mis amigas. Por mí.
- ¿Les ha pasado algo a tus amigas?
- Están.... están mal. Afectadas por lo
que ha pasado. Una de ellas es la que encontró el cadáver esta mañana.
- Es normal....
- Yo también lo estoy. Es.... Es difícil
de explicar. ¿Qué está pasando? Nadie sabe nada, nadie puede hacer nada. No
sé.... Por primera vez me siento incómodo en mi propio pueblo. Me siento
indefenso.
- Y el ver que tus amigas se sienten
igual no ayuda mucho – opinó el hombre, comprensivo.
- ¡Eso es! Todo ha dado un vuelco....
- No te preocupes.... – dijo el hombre,
dejando la frase sin terminar, mirándole con intención. Sergio tardó un momento
en darse cuenta de lo que quería.
- Sergio.
- No te preocupes, Sergio – terminó el
hombre. – He venido a encargarme de todo.
- ¿Encargarse de qué? Quiero decir....
¿Qué es exactamente lo que está pasando?
El hombre se irguió un poco, pensando en
qué contestar. Parecía valorar la integridad del chico.
- No sé cómo, pero tu pueblo se ha
llenado de monstruos, Sergio.
- ¿Monstruos?
- Ya has visto lo que nos ha perseguido.
O lo has intuido, al menos – contestó el hombre, señalando al otro lado de la
puerta. – Llámalos como quieras: monstruos, bichos, animales, bestias.... Son
algo que ha recalado en tu pueblo. Algo que no es de este mundo.
- ¿Y qué es lo que quieren? – preguntó
Sergio, atónito.
- Lo que todo el mundo. Sobrevivir.
- ¿Y usted ha venido a cazarlos?
- Algo parecido.... – contestó, meneando
la cabeza a un lado y a otro. – Compañeros míos vendrán mañana, o el lunes.
Entre todos haremos algo con esos bichos.
El hombre se puso en pie, apagando la
linterna. Se acomodó la mochila y volvió a mirar por la ventana. Sergio seguía
sorprendido de verle tan tranquilo, tan alegre incluso. Disfrutaba con aquella
situación, estando allí, en medio de aquel pueblo perdido poblado de monstruos.
El hombre volvió al lado de Sergio,
enfrente de la puerta.
- Tengo que seguir con mi ronda.
- ¿Va a volver a salir ahí? – preguntó
Sergio, asustado.
- Para eso he venido – sonrió el hombre.
– Quédate aquí hasta que veas que todo está tranquilo. Entonces lárgate a tu
casa echando leches.
Sergio asintió y el hombre abrió la
puerta de un tirón, saliendo a la calle y volviéndola a cerrar. Sergio contuvo
la respiración, pero no escuchó ningún sonido, ni respiraciones, ni cascos
caminando, ni gruñidos.... ni siquiera las pisadas del hombre.
Unos golpes aporrearon la puerta,
haciendo que Sergio soltara un chillido y saltara hacia atrás. La puerta se
abrió, dejando ver de nuevo al hombre, asomándose al interior de la casa a
oscuras.
- Por cierto, soy Bruno. Bruno Guijarro
Teso – dijo, presentándose. Sonrió y se dio la vuelta, volviendo a la calle.
Sergio se tumbó en el suelo cubierto de
polvo y escombros de la casa, con el corazón botándole en el pecho.
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