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La figura oscura caminaba por la acera,
bañado por el Sol de verano. Poca gente había por la calle, pero los pocos
transeúntes la miraban raro al cruzarse con ella. Algunos incluso se cruzaban
de acera.
La figura oscura tenía un destino en
mente y se dirigía a él sin dudar. Andaba con paso firme, sin fijarse en lo que
se encontraba por el camino: su mente estaba en su misión.
Era un hombre alto, de casi un metro
noventa. Tenía el pelo largo y blanco como la nieve, que le caía por la
espalda, sujeto a los lados por un sombrero negro de fieltro, de ala ancha y
cabeza redondeada. Vestía completamente de negro, con un abrigo de paño hasta
las pantorrillas. Completaba su atuendo con unas gafas oscuras, redondas y
pequeñas, que le tapaban los ojos.
Su cara era como un mapa de carreteras,
cubierta por infinidad de cicatrices. Su gesto, perenne, era adusto, serio,
casi doloroso, con los labios fruncidos y el ceño apretado. La piel era pálida,
como pergamino, con alguna línea más oscura, con alguna cicatriz enrojecida.
El hombre consultó un reloj de pulsera,
viejo y cascado, y apretó el paso al ver la hora. Llegaba tarde y no se lo
podía permitir.
Caminó con prisa pegado a las fachadas
de los edificios, hasta que llegó a uno de apartamentos, muy viejo y decrépito.
Las paredes, anteriormente blancas, estaban llenas de desconchones y de
manchas, además de pintadas. Las ventanas estaban oxidadas y rotas. Parecía
imposible que nadie siguiese viviendo allí. Pero el hombre sabía que había
alguien.
Entró al edificio por el portal sucio y
maloliente, caminando con paso decidido. Llegó hasta el inicio de las escaleras
y empezó a subir, mientras sacaba un artefacto
de uno de los hondos bolsillos del abrigo. Era una cajita de madera, con
la parte superior de cristal. Estaba llena de agua bendita, que se agitaba con
los movimientos del hombre. Un crucifijo pequeño, de metal corriente, estaba
clavado en el cristal, en la conexión entre los dos brazos de la cruz, haciendo
que pudiese girar. El hombre colocó la caja en la palma de su mano y dejó que
la cruz girase, enloquecida, mientras él seguía subiendo por las escaleras.
Cuando llegó al segundo piso la cruz se
detuvo, su brazo más largo apuntando hacia un lado del pasillo. El hombre se
detuvo, recuperando el aliento, mirando hacia allí. Después dejó las escaleras
y se encaminó en la dirección que marcaba su “brújula”.
El pasillo estaba sucio, las baldosas
del suelo enmarcadas con porquería negra en las juntas. Las ventanas del
pasillo, que daban a un patio interior, estaban amarillas, translúcidas, sucias
de meses. La luz que llegaba hasta el pasillo era apagada y cansina.
El hombre caminó por el pasillo, con
cuidado, despacio, atento a cualquier sonido. La persona a la que iba a ver no
debía saber que estaba allí.
De pronto la cruz empezó a girar en la
cajita, lentamente, arrancando chirridos. Apuntó a una puerta.
El hombre miró detenidamente su “brújula” y luego la plancha de madera
que señalaba. Aguardó un instante, sopesando las opciones. Notaba el peso del
reloj en la muñeca: se le acababa el tiempo. Despiadado, se lanzó al fin contra
la puerta.
De una patada poderosa hizo saltar el
mísero cerrojo que la mantenía cerrada. La puerta saltó hacia dentro del
apartamento y el hombre entró como un huracán en la casa.
Llegó hasta el salón, donde una mujer
latina lo miraba con ojos asombrados. El hombre sonrió interiormente (hacía
años que no sonreía con los labios): ella era su objetivo.
La mujer gritó, asustada. Y aún más
cuando el hombre vestido de negro se abalanzó sobre ella, con las manos como
garras por delante. La mujer se hizo a un lado, aterrorizada. El hombre sólo
pudo rozar su vestido.
La mujer rodeó la mesa, corriendo como
podía, pues era voluminosa. El hombre, a pesar de su estatura y de que parecía
viejo, la siguió con velocidad. La agarró por un brazo y se sintió victorioso.
La mujer se giró, rabiosa, con la mano
por delante. Arañó la cara del hombre como un animal, dejándole tres marcas
rojas en la mejilla izquierda. El hombre vestido de negro aulló de dolor,
soltándola. La mujer aprovechó para correr hacia el baño y encerrarse dentro.
El hombre de negro la siguió,
maldiciéndose por dentro. La tenía y había fallado. Aporreó la puerta con
fuerza, con el puño cerrado, haciendo que la plancha de madera se agitase en su
marco. La mujer sollozaba dentro, asustada. El hombre no la escuchó, negándose
a tener compasión de ella: debía morir.
- ¡¡Déjeme, déjeme en paz!! – dijo la
mujer, entre lágrimas.
El hombre vestido de negro se apartó de
la puerta un par de palmos, asombrado.
- ¿Ahora suplicas? – dijo, atónito, con
su voz como la de un grajo.
- ¡¡Déjeme!!
- Sabes que no puedo. He venido para
matarte – contestó, con la voz cascada, inmisericorde.
La mujer lloró desconsolada dentro del
baño, mientras el hombre la ignoraba, mirando la puerta, el marco, los objetos
que tenía alrededor. Sólo pensaba en cómo hacerla salir de allí.
Entonces arrugó el rostro, asombrado y
dolorido. Notó el olor, el cambio de ambiente. Los colores se hicieron más
grises. La puerta se abrió.
La mujer salió del baño, tranquila.
Incluso sonreía, con superioridad. El hombre tuvo que retroceder, ligeramente
superado y asustado.
- No le servirá de nada matarme.
- Me servirá para mí, para sentirme
mejor – dijo el hombre, mientras seguía retrocediendo.
La mujer salvó la distancia que lo
separaba de un par de pasos y lo empujó de repente, contra la pared. El hombre
chocó contra un espejo grande, ovalado, haciendo que sus hombros lo rompieran
en pedazos. Cayó al suelo, apoyado en la pared, dolorido.
La mujer saltó sobre él, intentando
agarrarlo por el cuello, para defenderse. El hombre, reaccionando con rapidez,
tomó un pedazo grande de espejo, cortándose los dedos y la palma de la mano al
agarrarlo con fuerza. Con un movimiento rápido lo pasó por la garganta de la mujer,
cortándola.
La mujer saltó hacia atrás, tapándose la
herida que sangraba mucho. Estaba asombrada, asustada. Trastabilló hacia atrás,
apoyándose contra la pared al lado de la puerta del baño.
El hombre se levantó, jadeando,
empuñando todavía con la mano ensangrentada el trozo de espejo. Miraba
fijamente a la mujer herida, sin piedad. Empezó a avanzar hacia ella, con
decisión de terminar el trabajo.
- No servirá de nada.... – dijo la
mujer, con la voz estrangulada, moribunda. – Ya viene. El trece.
El hombre se detuvo un momento,
estupefacto. Un escalofrío le recorrió la espalda.
- El trece está en camino.
El hombre reaccionó, superando su
asombro, lanzándose sobre la mujer desprotegida.
Pero ella saltó sobre él, golpeándole en
el pecho y lanzándolo al suelo. El hombre cayó de espaldas, perdiendo el
aliento durante un instante. La mujer herida aprovechó para huir de allí,
dejando al asesino de negro en el suelo, intentando levantarse.
El hombre de negro acertó a apoyar sus
pies en el suelo y a levantar todo su cuerpo. Corrió detrás de la mujer, por el
pasillo del segundo piso, esperando alcanzarla antes de que abandonase el
edificio. Apretaba su mano herida, dejando caer gotas de sangre detrás de él.
La mujer, agarrándose todavía el cuello,
llegó hasta el final del pasillo y saltó hacia la ventana, rompiéndola y
sacándola de sus bisagras, cayendo al vacío, a la calle. El hombre maldijo por
lo bajo, llegando al vano de la ventana destrozada un poco más tarde. Si la
mujer había abandonado el edificio ya no podría alcanzarla.
La mujer herida corría mirando hacia
atrás, cojeando. Había caído sobre unos contenedores de basura y se había hecho
daño en la pierna. El hombre la miró escapar, desde la ventana rota. La mujer
lo miraba también, reventada pero sonriente. Había escapado del asesino de
negro.
Al cruzar la calle seguía mirando hacia
atrás. Un camión enorme, con la caja cargada hasta los topes, no pudo frenar
cuando la mujer invadió la calzada. Los frenos chirriaron y los neumáticos
resbalaron sobre el asfalto.
El golpe fue brutal y el sonido
repugnante. Pero el hombre de negro no apartó la mirada ni sintió lástima. Eso
era lo que buscaba cuando llegó allí.
Se miró la mano herida, viendo cómo
sangraba. Le dolía, pero quizá debía esperar.
El trece.
La mujer había dicho, con una mezcla de
regocijo y terror, que el trece estaba a punto de llegar.
El hombre de negro no tenía tiempo para
curarse las heridas, entonces. Debía estar preparado para la llegada de aquel
oscuro caudillo.
Se alegró realmente, si era cierto que
aquel monstruo estaba a punto de llegar a esta dimensión. Se sintió contento
después de mucho tiempo.
Pero, como venía haciendo desde hacía
muchos años, sólo sonrió interiormente. Su cara se mantuvo inmóvil.
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