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Ricardo Marcos Jiménez volvía a casa. Estaba
cansado y tenía sueño, pero la esperanza de su cama fresquita y cómoda le
mantenía lo suficientemente despierto y entero como para seguir conduciendo.
Circulaba por la autovía, de camino a su ciudad
desde Segovia. Seguía viviendo en su ciudad natal, en su mismo barrio de
siempre, cerca de la casa de sus padres. La autovía le permitía ir y venir del
trabajo todos los días, sin mayores complicaciones. Tenía un horario bastante
cómodo, salvo el de las últimas semanas. La crisis que sacudía la economía del
país había obligado a su empresa a cerrar fábricas y despedir a gente, así que
la situación era delicada. Tenían mucho que arreglar a nivel interno y la
jefatura los estaba obligando a hacer muchas tardes, de reuniones y auditorías,
para buscar soluciones. Aquel día en concreto había sido especialmente duro:
eran las once de la noche y Ricardo aún conducía de camino a casa.
Por suerte era viernes, y el fin de semana lo
tenía libre. Su novia volvía de Madrid, donde trabajaba, y podrían pasar el fin
de semana juntos. Tenía muchas ganas de verla. Le echaba muchísimo de menos,
sobre todo en semanas como ésta: la necesitaba.
Dejó atrás la salida a San Miguel del Arroyo y Ricardo
resopló. Todavía le quedaba un trecho. Miró la hora, pensando que era muy
difícil que la guardia civil todavía estuviese por las carreteras, controlando
el tráfico y los límites de velocidad. Así que, cansado, apretó un poco más el
acelerador.
Los guardarraíles pasaron a su lado con
vertiginosa velocidad. Las farolas que se alzaban en la mediana de la autovía
se sucedieron una tras otra, como borrones metálicos.
Ricardo subió el volumen de la radio, sintiéndose
contento por un momento, por primera vez en todo el día.
Entonces una de las farolas de la mediana explotó,
lanzando una lluvia de chispas hacia abajo. Ricardo se asustó, dando un ligero
volantazo, volviendo a su carril inmediatamente. Por suerte, en ese tramo iba
él solo por la autovía. Miró por el retrovisor interior hacia atrás: la farola
fundida destacaba en la fila de sus compañeras luminosas.
Extrañado volvió a mirar al frente, mientras
bajaba el volumen de la radio de nuevo. Ya no se encontraba tan eufórico como
hacía un momento. Sintió algo a su alrededor, algo en la piel, en los pelos de
los brazos.
Otra farola explotó, justo sobre él. Ricardo
chilló, apretando más el acelerador. Después de la primera farola explotó la
siguiente, y luego la siguiente: las explosiones parecían perseguir a Ricardo,
cada vez más rápido. Asustado, el hombre miró por el retrovisor, observando las
explosiones y la cascada de chispas, que cada vez estaban más cerca.
Las farolas fundidas pronto llegaron hasta su
altura, sobrepasando al coche, creando una oscuridad malsana detrás y delante
del vehículo. Ricardo apretó el acelerador de nuevo, pero su viejo Golf no daba
más de sí.
Entonces, una sombra más oscura que la oscuridad
de la noche pasó al lado del coche, rozando la carrocería. El chirrido metálico
sobresaltó a Ricardo, que miró bruscamente hacia la derecha, dando un violento volantazo.
Los neumáticos chirriaron sobre el asfalto. Ricardo volvió a controlar el
coche, apretando histéricamente el acelerador. El motor rugió con fuerza y con
agonía.
Otra sombra pasó por su izquierda, al lado de su
ventanilla. El hombre alcanzó a ver una especie de trapo, como la tela de una
tienda de campaña agitada por el vendaval. Otra sombra lo sobrepasó por encima,
cruzando su campo de visión. Un chillido sobrenatural la acompañaba.
Las farolas seguían explotando, trescientos metros
por delante del coche, haciendo que viajara en una espesa oscuridad.
El Golf no podía ir más rápido. El pedal del
acelerador estaba pegado al suelo, pisado por Ricardo. La aguja de las
revoluciones marcaba más de cinco mil. El motor pedía clemencia.
Y entonces empezó el ataque.
Un ser con alas, del tamaño de un chimpancé,
golpeó el costado derecho del coche, haciendo que se bamboleara hacia todos los
lados. Inmediatamente otro animal alado hizo lo mismo desde la izquierda. Los
golpes se repitieron, haciendo saltar los cristales de las ventanillas. Ricardo
gritaba, de terror y pánico.
El techo del coche se hundió de repente,
soportando el peso de alguna de las criaturas aladas. Unas garras se clavaron desde
arriba y asomaron a través del metal, asustando aún más al conductor.
Un tremendo golpe desde la derecha hizo girar
alocadamente al coche, dando trompos. Ricardo se agarró al volante con fuerza,
gritando como un poseído, con la cara crispada. No podía controlar el vehículo,
que giraba descontroladamente hacia la mediana.
El coche chocó contra el quitamiedos, rebotando
contra él y volviendo hacia la calzada. Seguía girando por el medio de la
carretera cuando los seres alados lo golpearon con furia.
El viejo Golf cayó de costado y empezó a dar
vueltas de campana, una, dos, tres, cuatro, cinco.... por el medio de la
carretera, hasta detenerse contra el quitamiedos de la mediana. El amasijo de
metal chirrió, quejumbroso.
Durante unos instantes nada pasó. Después la
puerta del copiloto se abrió con un empujón, cayendo al suelo, suelta de sus
goznes. Ricardo, sangrante y maltrecho, salió por ella.
Sangraba por los oídos y por una brecha en la
frente, que le regaba sangre en los ojos. Tenía los dedos de la mano derecha
desollados, hasta el hueso. La pierna izquierda no sostenía su peso, rota a la
altura del peroné. Pero aun así Ricardo siguió su camino, alterado y desorientado:
sólo quería alejarse de allí y de los terribles monstruos que había en la
oscuridad.
Escuchó los chillidos agudos que emitían y se giró
para ver si podía verles. Todo estaba negro y era imposible ver nada.
Entonces las criaturas
llegaron hasta él, lo tomaron por los brazos y las piernas y lo levantaron en
vilo, volando con él. Empezaron a devorarle en el aire, mientras Ricardo seguía
gritando.
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