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- Menuda carnicería.... – dijo el número,
frotándose la cara sudorosa, nervioso y temblando. Su compañero, más sereno, no
pudo evitar darle la razón.
Los dos números de la guardia civil observaron el
cuerpo (o los pedazos que quedaban de él) que descansaba en el suelo, cubierto
con sábanas. La tela había sido blanca al principio de la mañana: a esas
alturas del día estaba ya encarnada.
Había bastante gente del pueblo curioseando por
ahí, pero otros cuatro agentes de la guardia civil los alejaban, manteniéndoles
lejos de la escena del crimen. Los dos números que estaban cerca del cuerpo
esperaban que el juez llegase cuanto antes para poder llevarse los restos. Una
ambulancia esperaba en la calle de al lado, con las luces encendidas, que
bañaban las paredes de las casas del pueblo, a pesar de que era sábado por la
mañana.
El cuerpo había sido encontrado en la plaza mayor
del pueblo, que no era tal: era un espacio abierto entre filas de casas de un
par de alturas, con una zona verde en el medio, con forma triangular. Había
unos pocos arbustos y un alto árbol blanco, con las ramas cortadas y sin una
sola hoja verde.
Los restos de la vecina muerta estaban en la
calzada, entre la plaza y una de las casas. La guardia civil había cerrado los
accesos a la zona con cinta policial, para que nadie se entrometiera en la
investigación. Incluso la ambulancia había tenido que esperar cerca, sin entrar
en la plaza, al lado del parque infantil. A pesar de que el pueblo tenía pocos
habitantes, la aglomeración en las barreras era muy alta.
- Otro muerto más.... – dijo uno de los números de
la guardia civil, un tal Manuel García. Meneó la cabeza, nervioso. El sudor que
le corría por la espalda era frío. – Primero Ramón, luego Ildefonso y ahora
Fuencisla....
- Uno cada día – contestó su compañero, Félix
Durán, afectado pero un poco más dueño de la situación. – Alguien tiene que
andar detrás de todos los asesinatos.
- ¿Pero quién? ¿Quién podría hacer una cosa así a
la gente del pueblo? Nadie tiene enemigos, no han hecho daño a nadie....
- No lo sé – contestó su compañero, mirándole
directamente a los ojos. Había cólera y terror en su mirada. – Yo sólo quiero
que llegue el juez para que podamos largarnos de aquí antes de que llegue la
noche....
Su compañero tragó saliva.
Sergio se alejó de la escena, preocupado. Había
estado en el cordón de seguridad, del lado del parque, con la ambulancia
detrás. Pero había escuchado toda la conversación entre los guardias civiles.
Caminó por la calle, muy despacio. Pensaba en
Fuencisla. Era una mujer mayor, muy simpática. Conocía a la mayor parte del
pueblo y siempre era amable con todos.
También pensó en Ramón. Era mayor que él, pero
trabajaba en el bar del pueblo y todos le conocían. Era un chico agradable, muy
divertido, aunque se había vuelto un poco triste desde que su novia Raquel,
también del pueblo, le había dejado. Sergio tuvo un escalofrío sólo de pensar en
cómo había sido encontrado al lado de la casa del tío Germán.
Sergio era un chico bastante tranquilo. Se podría
decir que incluso era valiente. Pero lo que estaba pasando en su pueblo le
ponía nervioso, y no era para menos. Tres muertes violentas en tres días
seguidos. No era a lo que estaban acostumbrados en el pueblo.
Llegó hasta otra plaza del pueblo, más pequeña,
pero más plaza realmente. Tenía una zona apartada de la carretera, con bancos,
una fuente para beber y un tobogán de plástico y madera para los críos. Allí se
encontró con Mowgli y Victoria.
Eran dos amigas suyas, desde que iban al colegio.
Victoria llevaba toda la vida en el pueblo, aunque había nacido en Treviños.
Sus padres sí que eran del pueblo y vivían allí desde siempre. Era una chica
muy guapa, de largo pelo rizado y castaño. Tenía los ojos marrones claro, muy
grandes y expresivos. Tenía un novio mayor que ella de otro pueblo cercano,
pero todos creían que Sergio y ella estaban juntos, porque eran grandes amigos
y pasaban mucho tiempo juntos.
Mowgli se llamaba en verdad Beatriz. Era una niña
de origen indio, adoptada por sus padres cuando tenía cinco o seis años. Había
vivido desde entonces en el pueblo y no había tenido nunca problemas para
adaptarse o para integrarse: en el colegio eran pocos niños y todos hacían piña juntos. Era muy amiga de Sergio y
de Lucía, los dos que le habían puesto el mote cuando estaban en tercero. Era
de piel oscura, ojos negros y pelo liso del mismo color.
Las dos chicas estaban muy afectadas, como Sergio.
Pero ellas no habían querido acercarse a la plaza mayor. No tenían el cuerpo
para demasiada realidad.
- ¿Cómo va? – preguntó Victoria.
Sergio se encogió de hombros.
- Siguen allí, esperando al juez para levantar
el.... el cuerpo. Para llevárselo.
- ¿Saben quién lo ha podido hacer? – volvió a
preguntar Victoria. Mowgli seguía en silencio, muy seria. Tenía la cara
llorosa.
- No tienen ni idea – contestó el chico, negando
con la cabeza. – Ni una pista.
Los tres muchachos se quedaron en silencio, las
dos chicas haciéndole un hueco en el banco al chico. Se quedaron allí, sentados
a la luz de la mañana, ahogados en sus pensamientos fúnebres. En general eran
un grupo de amigos alegres, pero la situación no les dejaba serlo en esas
circunstancias.
- ¿Y Lucía? ¿Dónde anda? – preguntó Sergio,
después de un rato.
- No lo sé – intervino Mowgli, con su bella voz
suave.
- Pero Roque estaba en el bar.... – dijo Victoria.
- Entonces les veré a los dos allí – dijo Sergio,
levantándose y dedicándoles una caricia a las chicas.
Sergio anduvo por las calles de su pueblo,
pensativo. Estaba desorientado, le parecía vivir un sueño. En sus dieciocho
años de vida no recordaba que hubiese pasado una cosa igual en el pueblo: era
un lugar tranquilo, un sitio en el que nunca pasaba nada. Y mucho menos nada
tan terrible.
Llegó
al bar, en
el que hasta
el jueves
trabajaba Ramón.
Había muchos hombres del pueblo allí, sentados en mesas o apoyados en la barra,
todos serios, taciturnos. Era evidente cuál era el tema de conversación y el
estado de ánimo del pueblo aquel día.
En una de las mesas estaba sentado Roque, otro de
los amigos de la pandilla. Roque era mayor que ellos, pero había repetido un
par de cursos en el instituto y era parte del grupo desde hacía años. Trabajaba
en el campo con su padre, mientras estudiaba electrónica a distancia. Era un
chico enorme, fuerte y bruto, pero tranquilo y sereno. Era incluso delicado,
con una voz tranquila y suave.
Quizá por eso le gustaba tanto a Lucía, la otra
amiga de toda la vida de Sergio. La chica, rubísima y muy guapa, estaba sentada
al lado del grandullón. Estaba coladita por él desde hacía años: todos en el
grupo lo sabían, incluido Roque. El chico lo llevaba con naturalidad, con toda
la naturalidad que se podía aplicar a una situación tan peliaguda: Roque quería
mucho a Lucía, pero no le gustaba. Se lo había hecho saber a ella, de forma
delicada. Sin embargo Lucía seguía enamorada de él, suspiraba por él y
compartía mucho tiempo con él siempre que podía.
Roque le vio entrar y le saludó con un movimiento
de cabeza. Sergio le contestó con una sonrisa fría y plana. Se acercó a la
barra a pedir una caña y luego se sentó a la mesa con sus dos amigos.
Sergio miró durante un rato a Lucía, que tenía la
mirada fija en la mesa. Las manos, entrelazadas sobre la formica, temblaban
ligeramente. Lucía era vecina de Fuencisla en la plaza mayor del pueblo y había
sido quien la había encontrado, muerta y desmembrada.
- ¿Cómo estás? – indagó Sergio, con cautela.
Lucía se encogió de hombros, aguantándose las
lágrimas. Roque le cogió las manos con una sola de las suyas, anchotas, mirándola
con pena. Sergio se levantó y se arrodilló al lado de la chica, abrazándola
desde el lateral. Lucía rompió a llorar del todo, sacudiéndose.
Sergio se contuvo las lágrimas, apoyado en el
hombro de su amiga. No soportaba ver así a sus amigas, no aguantaba pensar que
había algún loco asesino en su pueblo. No quería pensar que su pueblo se estaba
deshaciendo por los asesinatos de algún psicópata.
Había que hacer algo. Alguien tenía que hacer
algo. Pero la guardia civil tenía miedo (no era para menos, Sergio no les
culpaba) y no había nadie más que pareciese poder ayudarles. ¿No había nadie
bueno que supiese qué estaba pasando en el pueblo?
La puerta del bar se abrió entonces, haciendo
sonar el cristal medio suelto que el marco de madera lograba sostener a duras
penas. Un hombre trajeado y apuesto se asomó, tímido.
- Disculpen.... ¿dónde puedo encontrar al alcalde?
– preguntó.
Algo en la voz de aquel hombre hizo que Sergio se
girara. Había duda en ella, pero también una fuerza y una decisión que hacía
tiempo que Sergio no escuchaba en la gente de su pueblo.
- Yo puedo llevarle.... – intervino Roque,
poniéndose de pie. – ¿Para qué quiere verle?
- Bueno.... Creo que puedo hacer algo con los
terribles sucesos que están ocurriendo.... – dijo el hombre trajeado, mostrando
una sonrisa confiada. Sergio lo miró asombrado, con esperanza.
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