martes, 31 de diciembre de 2013

El Trece (13) - Capítulo 12

- 12 -

Ya era de noche en Castrejón. El cielo negro marcado de estrellas lo ocupaba todo. Las farolas del pueblo daban un refugio contra la oscuridad. Pero contra los monstruos no había refugio, así que todos los vecinos permanecían en casa.
Sergio miró por la ventana, intentando traspasar la oscuridad, pero era imposible ver nada. No estaba en su casa, aunque esta noche había pedido permiso y avisado a sus padres. Estaba en casa de Mowgli, con Victoria. Los tres amigos habían decidido pasar la noche juntos.
Aquel fulano del gobierno había ido a buscar a Sergio a su casa varias veces a lo largo del día, pero el chico no había querido tener tratos con él. Roque le había dicho que parecía buen tío, pero a Sergio no le caía muy bien. Había optado al final por irse de casa, para no verle, y había pasado la tarde con Victoria. Los dos estaban preocupados y nerviosos. Cada noche moría alguien en el pueblo. ¿Quién sería el siguiente?
Mowgli les había llamado al atardecer, para invitarles a dormir a su casa. Los amigos se echaban de menos y necesitaban estar todos juntos. Sólo faltaban Roque y Lucía: al chico no habían podido localizarlo y Lucía rechazó la oferta. Estaba rara, no triste y afectada como el día anterior. Parecía preocupada y despistada por alguna cosa.
- ¿Acabará esto algún día? – preguntó Victoria. Sergio se dio un leve susto: su amiga se había colocado detrás de él para mirar por la ventana, sin que él se diera cuenta.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Acabarán los asesinatos? ¿O seguirán hasta que muramos todos? – dijo Victoria, mirándole a los ojos, con voz fúnebre.
- Claro que acabará. Encontrarán al culpable – dijo Sergio, con sonrisa falsa. No les había contado a sus amigas lo que Bruno le había explicado la noche anterior, no sabía muy bien por qué. Ahora le parecía mala idea, al ver la cara de su amiga Victoria: nunca la había visto tan triste, tan pesimista. Sergio se asustó.
- ¿Pero quién puede hacer unas cosas tan horribles? –intervino Mowgli, sentada en uno de los colchones que habían puesto en el suelo para dormir los tres en la misma habitación.
Sergio tomó aire profundamente, mirando hacia la oscuridad. Después se separó de la ventana, cogiendo a Victoria de la mano y llevándola hasta el colchón, sentándose delante de Mowgli.
- Os voy a contar algo que sé desde hace poco tiempo. No sé por qué lo he ocultado, porque tenía que habéroslo contado hace tiempo.
- ¿Qué pasa? – preguntó Mowgli, nerviosa. Le preocupaba ver a Sergio tan serio.
- Es sobre las muertes del pueblo.... sé quién lo ha hecho.
Las dos chicas ahogaron una exclamación.
Entonces el timbre del teléfono de Sergio les asustó a los tres. El chico lo sacó del bolsillo del vaquero y lo miró.
- Es Roque – dijo, asombrado y aliviado.
- ¿Quién ha sido? ¿Quién lo ha hecho? – preguntó Victoria, sacudiéndole del brazo. Sergio la pidió que esperara un momento con un gesto de la mano.
- ¿Sí?
- Sergio, tío. He visto que me habéis llamado muchas veces las chicas y tú esta tarde – dijo Roque, con su voz serena. Sergio se calmó al instante.
- Sí. Queríamos verte y no nos cogías el teléfono....
- Ya, es que me lo he dejado en casa.... Me he tirado toda la tarde en los terrenos con mi padre y mi tío, arreglando unas cosas, recogiendo al ganado.... ¿Estás ahora en casa?
- Estoy en casa de Mowgli, con Victoria también.
- ¿Estáis todos juntos? Mejor, voy para allá, estoy al lado.
- ¡¿Estás en la calle?! – se asustó Sergio, poniéndose de pie sobre el colchón.
- Sí, estoy cerca de casa de Mowgli. No tardo nada – contestó Roque, sin inmutarse.
- ¿Ha salido a la calle? – preguntó Victoria, agarrándose al brazo de Sergio, aterrada.
- ¡¿Pero estás loco?! – dijo Sergio.
- No hay problema, la calle está tranquila.
- ¡Ven para acá cagando leches! – le ordenó Sergio.
- Tranquilízate, tío, que ya estoy. Abridme la puerta, anda.... – dijo Roque, con tono despreocupado.
- Abrid la puerta – dijo Sergio, tapando el teléfono con la mano. En ese momento sonó el timbre. Mowgli se acercó para abrir.
- ¿Y lo que nos ibas a contar? ¿El culpable? – preguntó Victoria, mirando con prisas a los ojos de Sergio.
- Después – dijo el chico, colgando el teléfono.
Mowgli entró tirando de la mano de Roque. El grandullón sonrió con tranquilidad a todos. Sergio le admiró al momento, como tantas otras veces: su amigo había venido paseándose por las calles malditas del pueblo. Las mismas calles donde hacía justo un día él mismo había estado a punto de morir. Pero Roque estaba tranquilo, inmutable.
- ¿Todo bien? – le preguntó, señalando con la cabeza hacia la ventana.
- Ni un alma – sonrió su amigo.
- ¿Qué hacías por la calle? – preguntó Mowgli, preocupada.
- Vengo de casa de Lucía. Está muy rara....
- ¿Qué le pasa? – preguntó Victoria.
- No lo sé exactamente.... Pero no deja de hablar de su misión.... De que tiene trabajo que hacer.... No ha querido que me quedara con ella.
Para Sergio, Victoria y Mowgli ese detalle ya fue suficiente prueba de que Lucía estaba muy rara.
- ¿Trabajo?
- No me ha querido explicar nada. Pero me ha dicho que dentro de unos días hablaría conmigo, que la vería de otra forma....
- Joder, ¿qué la pasa? – se preocupó Victoria.
- Ha hablado con Bruno.... con el tío del gobierno – dijo Sergio, convencido.
- ¿Con ése? – preguntó Roque, extrañado. – ¿Y qué?
- Ha venido a buscarme a mí también. Quería que le ayudase a.... a arreglar lo que está pasando en el pueblo. Lucía encontró a Fuencisla, seguro que ese tío quería que le ayudase: ella ha tenido contacto casi directo con el problema.
Los otros tres amigos se miraron, entendiendo casi todo el discurso de Sergio.
- ¿Qué quieres decir con contacto casi dir....? – preguntó Victoria.
- ¿Y por qué no la deja en paz? – saltó Roque, tapando a Victoria. El grandullón parecía molesto de verdad. – La pobre Lucía ya ha tenido suficiente....
- Bueno, parece que a ella no le molesta ayudar, por lo que cuentas.... – intervino Mowgli, con cautela.
- No la habéis visto.... está obsesionada, buscando cosas en internet, leyendo libros sobre el pueblo, arrancando páginas y tachando párrafos enteros.... Está fuera de sí, frenética – explicó Roque, preocupado. – No podemos dejar que siga así.
- ¿Y qué podemos hacer? – preguntó Victoria, sintiéndose impotente.
- Lo primero hablar con ese tipo del gobierno, para que la deje en paz – dijo Roque, poniéndose de pie. – ¿Sabéis dónde se aloja?
- Creo que está en casa del tío Germán.... – contestó Mowgli, con voz temblorosa: se temía lo que Roque estaba a punto de hacer.
- No está lejos, voy para allá.
- ¡¿Pero qué dices?! – se levantó Sergio, cabreado y asustado a partes iguales. – ¡¿Vas a volver a salir ahí fuera?!
Roque asintió con decisión.
- Ahí fuera no pasa nada. Además es por Lucía.
En ese momento Sergio se dio cuenta de que el grandullón sentía algo por su amiga rubia. Estuvo a punto de contarles el secreto de los asesinatos, para intentar convencer a Roque de que se quedara y así todos tendrían cuidado de allí en adelante, pero supo al instante que sería inútil. Si Roque sentía algo más que amistad por Lucía, por mínimo que fuera, nadie podría detenerle.
- Ten cuidado, ¿vale? – se oyó decir. Las chicas le miraron asombradas, incluso Roque le miró con las cejas levantadas. Después le dedicó su sonrisa inocente y le agradeció con un asentimiento.
- ¿Cómo que tenga cuidado? ¡Quédate aquí, Roque! – dijo Victoria, poniéndose más nerviosa.
- No salgas.... – dijo Mowgli, con lágrimas en los ojos, suplicante.
- Vuelvo en un momento – dijo Roque, intentando tranquilizarlas. Sergio estuvo seguro de que parte de aquella frase y su misión tranquilizadora eran para el mismo Roque.
El grandullón salió de la casa y cerró la puerta, marchando decidido hacia la derecha. Sergio y Victoria le vieron marchar desde la ventana del piso de arriba.
- Espero que esté bien.... – dijo Mowgli desde el colchón. Dos lágrimas brillantes le surcaban ambas mejillas oscuras.
Entonces una sombra enorme cruzó la franja de luz de la farola que estaba casi enfrente de la casa. Sergio y Victoria dieron un respingo. Había sido un cuerpo enorme, negrísimo y muy rápido. Sonó como un manojo de ramas de brezo sacudiéndose al viento, acompañado de un gruñido fugaz, como de perro. Pero aquello era bastante más grande que el más grande de los perros.
Y había corrido en la dirección que llevaba Roque.
- ¿Qué ha sido eso? – preguntó Victoria, asustada.
- ¿Qué ha sido qué? – preguntó Mowgli, confusa.
En el cerebro de Sergio sólo surgió una palabra.
MONSTRUO.
Se giró con prisa, saltando por encima del colchón y de Mowgli, corriendo escaleras abajo, hacia la puerta de la calle.
- ¡¿Qué haces?! – chilló Mowgli.
- ¡Sergio! ¡Vuelve! – gritó Victoria, fuera de sí, presa del llanto.
Pero Sergio sólo pensaba en Roque, no en sí mismo. Y si pensaba en sí mismo era para echarse la culpa, para llamarse irresponsable por haber dejado que su amigo saliese a la calle, sabiendo lo que le podía estar esperando allí. Corrió por el asfalto, a toda prisa, como nunca había corrido en los campos de fútbol, esperando llegar a tiempo de avisar a Roque o de ayudarle, sabiendo que no lo iba a lograr.
Entonces escuchó un aullido, más cercano al gruñido de un león que al ladrido de un perro. Y escuchó la voz de Roque, gritando.
Corrió aún más rápido, quedándose sin aliento, escuchando un ronroneo peligroso en un callejón, entre dos casas del pueblo. Sergio se detuvo en la entrada, a la luz de la farola.
- ¡¡Roque!! – gritó desesperado, notando que estaba llorando. En realidad no sabía cuándo había empezado.
Vio un pedrusco, un cacho de hormigón que se había roto de no sabía dónde. Lo cogió con rabia y lo tiró hacia el callejón, hacia la oscuridad, sin saber para qué, solamente para descargar su frustración. Un quejido fue la respuesta.
Sergio se asombró y tragó saliva, asustado. Una sombra más oscura que las sombras se movió dentro del callejón. Era una sombra alargada, que caminaba agachada, a cuatro patas. Sergio no identificó nada más que dos puntos rojos que surgieron frente a él. Los ojos de la bestia.
El animal caminó hasta el límite de la oscuridad, allí donde la farola derramaba su cono de luz. Los ojos se detuvieron y miraron a Sergio detenidamente. Un gruñido enfadado llegó hasta el chico.
- ¡¡Sergio!! – escuchó detrás de él, de sopetón, lo que le asustó. Entonces Victoria llegó hasta él, cogiéndole del brazo y quedándose a su lado. La chica estaba asustadísima y muy nerviosa, y se puso todavía más al ver el par de ojos malignos que los observaban desde la oscuridad.
Los dos ojos miraron alternativamente al par de humanos, valorándolos. Después se elevaron, y Sergio imaginó que el animal estaba levantando la cabeza. La bestia miraba ahora hacia la farola.
El gruñido del animal se hizo más fuerte, más peligroso. Sergio y Victoria lo sintieron vibrar en el pecho.
La luz entonces empezó a parpadear, como lanzando un SOS. Luego explotó en una cascada de chispas. La calle se quedó a oscuras.
Sergio y Victoria empezaron a temblar. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad al momento, y pudieron ver al ser que los acechaba. Era una especie de perro, de lobo más bien. Pero era del tamaño de un caballo, o incluso de un oso. Caminaba a cuatro patas, donde unas garras grandes y plateadas relucían incluso en la oscuridad. Su cabeza y hocico eran como los de un lobo, pero las orejas tenían penachos de pelos negros, como los linces. Los dientes y colmillos sobresalían de la boca. El pelaje del lomo y de los flancos era negro, negrísimo, grueso y duro. Estaba apelmazado, como si estuviese sucio de barro, y de lejos parecía fuerte como el plástico.
El animal abrió las fauces y ladró, en una mezcla de lobo y león. Sus dientes brillaron y la saliva cayó al suelo, caliente y espesa.
Sergio tragó saliva, agarrándose aún más a Victoria. Iban a acabar como el pobre Roque.
El enorme lobo negro tensó las patas, ladró otra vez y saltó hacia adelante.
Entonces otra figura apareció desde la oscuridad del callejón, saltando en el aire e interceptando al lobo, que gimió lastimeramente. El animal cayó al suelo, a unos dos metros de Sergio y Victoria, que retrocedieron, presas del pánico. La otra sombra se irguió y se puso de pie, dando cuenta de que era un ser humano.
El lobo lo miró, lleno de furia y se lanzó contra él. El hombre o mujer lo esquivó con gran agilidad, agachándose y girando. Una hoja metálica brilló en la mano del ser humano, volando velozmente. El lobo volvió a gemir y cayó al suelo a lo largo. Su sangre granate, casi marrón, manchó el suelo.
El ser humano se irguió lentamente, con tranquilidad. Sacudió la mano que sostenía la cuchilla y gotas de sangre cayeron al suelo. Se acercó con pasos deliberadamente lentos al animal que descansaba en el suelo, que respiraba con dificultad.
Levantó la cuchilla estirando el brazo hacia arriba todo lo que pudo, deteniéndose allí un momento. Sergio escuchó una voz cascada que emitía unas palabras imposibles de identificar. Entonces el ser humano bajó la cuchilla, clavándola en la nuca del lobo negro.
La bestia dio un respingo y quedó tiesa en el suelo, sin moverse. El ser humano sacó el cuchillo y se giró hacia los chicos. Los miró en silencio, mientras la cuchilla, misteriosamente, seguía centelleando con brillo plateado en su mano. Después se acercó a ellos, con pasos lentos.


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