- 13 -
El ser humano llegó hasta ellos con paso
firme, sin pronunciar una sola palabra. Se detuvo delante de ellos y los revisó
de arriba abajo, girándoles y palmeándoles en la oscuridad.
- ¡Oiga! ¿Qué hace? – dijo Victoria,
indignada, temblando de terror todavía.
- ¿Estáis heridos? – dijo el hombre, con
voz de cuervo.
- No, no.... – murmuró Sergio,
acobardado.
- Bien. Marchaos a casa – dijo el
hombre, dándose la vuelta, para observar al lobo que había matado.
- ¡Oiga! ¿Y nuestro amigo? – preguntó
Victoria.
El hombre, sin quitar ojo del animal
caído, señaló hacia el callejón.
- Allí dentro.
Sergio y Victoria se encaminaron hacia
el callejón, pasando al lado del hombre y del lobo, separándose todo lo que
pudieron de este último. La sangre empapaba el asfalto, y su olor se metió en
sus narices hasta dentro, provocándoles náuseas.
Los dos chicos se quedaron a la entrada
del callejón, sin ver nada. Todo estaba a oscuras. No sabían qué podía haber
allí dentro.
- Está limpio – dijo el hombre detrás de
ellos, dándoles un susto de muerte. Los dos se giraron y vieron que el hombre
había encendido una pequeña antorcha, con un zippo.
A la luz danzante de la pequeña antorcha
pudieron ver a su salvador. Era un anciano de largo pelo blanco, vestido de negro.
Llevaba un abrigo largo de paño y un sombrero de ala plana y redonda, del mismo
color. A pesar de ser de noche llevaba puestas gafas de sol, redondas y
pequeñas. Aunque estaba agachado al lado del lobo muerto a Sergio le pareció
muy alto.
- No hay ningún corpóreo allí dentro.
Salvo vuestro amigo – dijo el hombre, seco, con su voz cascada y desagradable.
Después volvió a dedicar su atención al enorme lobo negro.
Victoria y Sergio entraron en el
callejón, iluminados por la mortecina luz de la pequeña antorcha, que el hombre
sostenía a la entrada. No era mucho, pero lo suficiente para ver a Roque
tendido en el suelo a unos quince metros. Los dos aceleraron el paso para
llegar hasta él.
- ¡Roque! ¿Estás bien? – preguntó
Victoria, aliviada al ver que su amigo respiraba.
- Sí.... – contestó el grandullón,
llevándose la mano a la cabeza. Tenía cara de estar desorientado y los ojos un
poco perdidos.
- ¿Qué ha pasado?
- Había un animal detrás de mí, un perro
enorme o algo así.... – explicó Roque, de forma confusa. Se notaba que no
entendía muy bien qué le había pasado. – Me acorraló aquí dentro. Entonces
alguien vino desde mi espalda y me empujó a un lado. Me choqué contra la pared
y me di en la cabeza. ¡Joder!, me hice daño de verdad – dijo, frotándose el lateral
de la cabeza. – Luego no sé qué ha pasado hasta que habéis llegado aquí. He
estado tumbado, mareado.
- ¿Puedes levantarte? – preguntó Sergio,
tirando del brazo de su amigo. Roque asintió y se dejó llevar. Por suerte se
podía mantener en pie, pensó Sergio, porque si no no hubiese podido cargar con
él hasta casa.
Salieron del callejón y se encontraron
con el hombre, que seguía allí fuera. Había arrastrado al lobo hasta un
contenedor cercano, abandonándolo allí. Estaba bajo la farola fundida, mirando
a uno y otro lado de la calle, decidiendo por dónde ir.
- ¡Oiga! ¿Qué ha sido eso? – preguntó
Victoria, al verle. El hombre la ignoró.
- ¿Era uno de los monstruos? – dijo
Sergio, sabiendo que iba a llamar su atención. Y lo consiguió. El anciano se
giró y le miró con sus gafas oscuras a los ojos.
- ¿Qué sabes tú de eso? – graznó, con
una voz autoritaria que no se podía ignorar.
- Poca cosa, la verdad – reconoció el
chico.
- Entonces es mejor así – dijo el
anciano de negro, arrancando a andar en una dirección.
- ¡Oiga! ¿A dónde va? ¡¡No puede
dejarnos aquí!! – dijo Victoria, desesperada. Jadeaba de puro miedo.
El hombre de negro se detuvo y se giró
de repente. La cuchilla brilló en su mano derecha con la luz de la antorcha de
su mano izquierda. Los chicos tragaron saliva, asustados.
- Tenéis razón. No puedo dejaros aquí –
dijo, con voz átona. – ¿Tenéis algún refugio?
Los chicos se miraron, atónitos.
- Vivimos en el pueblo.... – dijo Roque,
cauto.
El anciano miró en torno a sí, como
percatándose en ese momento de que estaba en medio de un pueblo de la llanura
castellana.
- Bien – dijo, volviendo a mirar a los
chicos con sus gafas oscuras. – Volved a casa.
Y se dio la vuelta, andando con paso
ágil.
Sergio se cabreó. No iba a permitir
aquello. Se soltó de Roque, mirándole a la cara.
- Puedo sostenerme – contestó su amigo,
sonriendo.
Sergio le devolvió la sonrisa y salió
corriendo detrás del anciano. Le alcanzó a las pocas zancadas, aunque el hombre
de negro andaba muy ligero. Le agarró por el hombro, con enfado.
- Oiga, espere un momento.... – empezó a
decir.
El hombre se giró a toda velocidad, con
una rapidez que su apariencia no parecía contener. El cuchillo destelló en su
mano y se colocó en el cuello de Sergio, con fuerza. El chico se quedó sin
aliento, con las palabras en la boca. El hombre sujetaba a Sergio por la
espalda, mirándole de cerca, con la cara inmóvil. No decía ni palabra, ni
parecía respirar.
- ¿Qué quieres? – dijo al fin, después
de un buen rato en silencio, lleno de tensión, en el que Sergio creía que le
iba a rajar el cuello.
- Sólo.... sólo quería que nos explicara
qué estaba pasando.... – logró articular Sergio.
El hombre tardó otro medio minuto en
soltarle, después de convencerse de que el chico no era una amenaza.
- Cuanto menos sepas mejor para ti.... – dijo, guardándose
la cuchilla en una funda de cuero labrado que llevaba al cinto. Sergio se frotó
el cuello, donde no tenía herida alguna.
- Queremos sobrevivir – replicó el
chico, queriendo justificar su curiosidad.
El hombre le miró, con el rostro severo.
- No sé si alguno sobreviviremos a
esto.... – dijo, fúnebre.
En ese momento, a su espalda, empezaron
a sonar unos ruidos asquerosos. Eran chasquidos húmedos, golpes secos que
ponían los pelos de punta. El hombre de negro y Sergio miraron hacia donde
sonaban los ruidos, en el sentido que llevaba el anciano cuando andaba.
- ¿Qué es eso? – preguntó Sergio, en un
murmullo aterrado.
- Creo que son kehipy, el número cinco – dijo el hombre, crípticamente.
- ¿Qué?
- Muévete si quieres vivir – replicó el
hombre, volviendo sobre sus pasos. Sergio reaccionó al instante, siguiendo al
trote al hombre de negro.
- ¿Qué es eso de kehipy? ¿Eso del cinco? – preguntó Sergio mientras trataba de
alcanzar al anciano.
- Te lo explicaré luego, si corres lo
suficiente y no haces que me maten – contestó el hombre, con su voz de cuervo,
brusco.
Sergio optó por cerrar la boca.
Pronto llegaron hasta el cruce con el
callejón, donde había muerto el lobo. Allí seguían Victoria y Roque, alumbrados
por una linterna que el chico llevaba. Los dos estaban muy juntos, asustados.
Los dos se alegraron mucho al ver volver a Sergio acompañado por el hombre.
Victoria abrió la boca para hablar, pero el hombre de negro pasó a su lado sin
detenerse, y la chica se quedó con la palabra en la boca. Sergio la cogió del
brazo y le metió prisa.
- Vamos. No hay tiempo.
Los tres chicos trotaron detrás del
anciano, que parecía volar sobre sus botas de cuero negro. Unos metros más
adelante se paró de pronto, haciendo que Sergio chocara contra su espalda
enjuta y llena de huesos.
- Demasiado tarde.... – murmuró el
hombre.
Los terribles chasquidos que habían
asustado a Sergio más atrás sonaban también delante de ellos.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria,
sollozando.
- Kehipy
– contestó el hombre de negro. – Son como escorpiones, pero gigantes. Del
tamaño de un potro....
Sergio abrió los ojos como platos.
- ¿Esa linterna funciona? – preguntó de
pronto el hombre.
- Sí – dijo Roque, desafiante.
- Pues úsala, muchacho. La luz es
nuestra mejor arma.... – dijo el hombre, agitando la pequeña antorcha,
intentando traspasar la oscuridad con ella. Roque encendió su linterna y apuntó
hacia adelante.
Entonces los vieron.
Eran cuatro escorpiones, negros y
brillantes. Eran del tamaño de un perro grande, pegados al suelo. Tenían ocho
patas articuladas, que eran las que emitían los horribles chasquidos. Un par de
pinzas como de langosta estaban a ambos lados de la cabeza. Y remataban el
cuerpo unas colas largas y móviles, acabadas en un punzón en punta de flecha.
Como la cola del diablo.
- Ahí están. Kehipy – murmuró el anciano.
Roque los apuntó con la linterna,
haciendo que retrocedieran y se retorcieran. Pero eran animales muy grandes: la
luz les molestaba, pero hubiesen necesitado una linterna más grande y más potente
para causarles algún daño.
- ¿Qué hacemos? – suplicó Victoria.
- Rezar, mi niña – dijo el hombre,
sacudiendo la antorcha sobre su cabeza, mientras se metía la mano derecha
dentro del abrigo y sacaba una petaca grande de metal. – Rezar.
Abrió la petaca con un diestro
movimiento de los dedos mientras pronunciaba unas raras palabras en un idioma
desconocido, y bebió un trago largo. Sergio tragó saliva, aterrorizado, dando
la mano a Victoria, que también temblaba como él.
El hombre de negro escupió entonces el
contenido de su boca sobre el fuego de la antorcha, orientándolo hacia los
escorpiones. Una llamarada de fuego amarillo surgió de la cabeza de la
antorcha, regando a las espantosas criaturas. Los kehipy retrocedieron, asustados. Dos de ellos recibieron el fuego
de lleno y empezaron a quemarse.
El anciano volvió a tomar un trago de la
petaca y volvió a escupir, esta vez detrás de ellos. El fuego iluminó a otra
media docena de escorpiones gigantes, dando de lleno a uno de ellos. Los demás
se dispersaron, aterrorizados, emitiendo unos chillidos horribles.
- ¡Corred! ¡¡Corred por vuestras vidas!!
– chilló el anciano, lanzándose hacia delante, volviendo a escupir sobre los kehipy que los cercaban por delante al
pasar entre ellos. Los chicos le siguieron, a toda velocidad.
Corrieron sin parar, escuchando los
chillidos de muerte de los escorpiones detrás de ellos. Pero parecía que el
fuego del hombre de negro les había detenido. Los humanos corrieron hasta
detenerse en una plaza del pueblo, fuertemente iluminada por varias farolas.
Roque accionó la fuente y se mojó la cara y la cabeza, bebiendo luego largos
tragos de agua. Sus amigos le imitaron.
El anciano soltó la antorcha, que cayó
al suelo y siguió quemándose lentamente. Se apoyó en las rodillas y jadeó, intentando
recuperar el aliento. Sergio le vio y se acercó a él.
- ¿Se encuentra bien? ¿Quiere agua?
El hombre le miró y asintió fuertemente,
sin poder contestarle. El chico le ayudó a acercarse a la fuente y a beber agua
de ella. Después de ocho largos tragos el anciano quedó saciado.
- Más me vale encontrarme bien, esto no
ha terminado – dijo, con su eterno tono fúnebre. Después se dirigió a Sergio –
Gracias.
- A usted.
- ¿De dónde han salido esos ke.... ke.... esos escorpiones? –
preguntó Victoria.
El anciano volvió a mirar a los tres de
forma valorativa, decidiendo si merecían saber lo que estaba pasando.
- ¿Sabéis guardar un secreto? – empezó.
Los chicos asintieron. – ¿Y sabréis soportar la verdad? – agregó. Aquí los
chicos no supieron muy bien qué hacer. El anciano sonrió por dentro, antes de
seguir. – Esos kehipy se han colado
en nuestro mundo desde otra dimensión, una demoníaca. Y no han sido los únicos.
- ¿Ese lobo también? – preguntó Sergio.
- Sí. Pero no es un lobo cualquiera, es
un ujku. El número uno.
- Otra vez eso. ¿Qué es eso del número
uno? – pidió saber Sergio.
El hombre de negro se irguió, mirando a
los chicos otra vez. Su cara estaba seria, grave. Al fin suspiró, tomando otro
trago de agua de la fuente y yéndose a sentar a un banco de madera del parque.
Con la mano palmeó el asiento a su lado, invitando a los chicos a sentarse y
escuchar.
- La biblia dice: “dejad que los niños se acerquen a mí”. Bueno, yo dejaré que los
jóvenes se me acerquen. Quizá así logre rejuvenecer algo.... – bromeó el hombre
de negro, sin sonreír. A lo mejor por eso a los chicos les costó cogerlo. – Os
voy a contar algo que quizá no creáis. Yo no lo creí cuando me lo contaron por
primera vez, y así me fue. Ojalá hubiese dado más crédito a la historia....
Los chicos se miraron, inquietos. Se
dispusieron a escuchar.
- Existen otros mundos aparte de estos. Hay
otros universos, infinidad de ellos. Los hay celestiales, los hay neutrales,
hay otros como el nuestro (malo y bueno a partes casi iguales) y los hay
demoníacos. Infernales.
“Y existe uno más infernal que el resto:
se dice que, los seres verdaderamente malvados que habitan en las dimensiones
demoníacas, al morir, van a parar a este universo.
“Satánix. Así se conoce a ese universo
maldito, hogar del fuego y de la sombra, habitado por seres espeluznantes y
malévolos.
- ¿Está insinuando que los seres que
hemos visto provienen de ese universo? – interrumpió Roque. El hombre de negro
le miró, serio, y Sergio creyó que se iba a enfadar y le contestaría. Pero no
fue así.
- No lo insinúo, hijo, lo digo
claramente. Los monstruos más terribles habitan en ese lugar, en ese tiempo. Y
lo que hemos visto no es más que el principio.
“Se cuenta que los dioses y demonios del
resto de los mundos quisieron acabar con aquel universo: Satánix era una
amenaza para todos. Convocaron todos el poder que poseían y el de sus
dimensiones para intentar destruir un mundo entero.
“Pero los seres de Satánix se
defendieron. Se unieron, invocando la magia más oscura que el multiverso
hubiese visto jamás. Y así nació el trece.
- ¿El trece?
- El monstruo más implacable de todos,
la bestia más malvada, la más poderosa. La más terrible. Nadie sabe cómo es,
pero sus maldades superan todo lo imaginable.
“La magia oscura lo creó y el trece fabricó su ejército con ella. Creó doce
soldados diferentes, doce bestias brutales para confeccionar un poderoso
ejército. Sus soldados se organizaron según un orden estricto: los ujku son
los primeros y los kehipy los
quintos. Todos guardan su orden, hasta el último y más temible: el trece.
- ¿No tiene nombre? – preguntó Victoria.
- Claro que lo tiene. Él mismo se lo
puso. Pero no debe pronunciarse, no puede pronunciarse sin sufrir terribles
tormentos. Por eso las leyendas hablan del trece, nada más. Y hablar de la llegada del trece es hablar del apocalipsis.
Los chicos se miraron unos a otros. La
historia parecía sacada de una mala película de serie B, pero el anciano había
sido muy claro antes de contarla: lo que les decía era real. Además, todos
habían visto al lobo y los escorpiones.
Y si el anciano decía la verdad, lo que
estaba pasando en Castrejón era algo bastante gordo.
- ¿Y qué podemos hacer para que ese trece
no llegue aquí? – preguntó Roque.
- No es ese trece. Es el trece – corrigió el hombre de negro, serio. –
Hay que impedir que entre en nuestra dimensión. Cerrar el portal que une
Satánix con nuestro mundo.
- ¿Y ese portal? ¿Dónde está?
- Tiene que estar en el pueblo. Las
bestias de Satánix han estado atacando a la gente de aquí, y a la de los
alrededores.
- ¿Ha habido más muertes? – se
escandalizó Victoria.
- Por supuesto – fue la cortante
respuesta. – Si los kehipy ya están
aquí significa que los chimvet, los ailigedar y los tanjing también han cruzado el portal. Son el dos, el tres y el
cuatro. ¿Cuánta gente ha muerto en el pueblo?
- Cuatro personas – dijo Sergio, sumando
a Alicia a los cadáveres de Ramón, Ildefonso y Fuencisla.
- Al menos ha habido otra muerte más –
dijo Roque, pensando en que los kehipy
eran el número cinco.
- Ha habido más – respondió el anciano,
con seguridad. – Al menos el número seis y el número siete también han salido.
- ¿Ya han salido siete? – se asustó
Sergio. Eso les dejaba más cerca del trece.
- Una gulslange ha matado esta misma noche a una pareja de novios –
aseguró el anciano, y los chicos no quisieron preguntar qué terrible monstruo
era ése. – Y creo que el número seis, un chapadla,
fue quien mató a la que llamáis Fuencisla.
Los tres amigos tragaron saliva a la
vez.
- ¿Cómo sabe usted todo eso? ¿Cómo está
tan seguro? – preguntó Roque, y Sergio se asustó de veras. Su amigo, siempre
tan tranquilo y práctico, estaba aterrorizado. Y se le notaba.
- Solamente hay que saber ver.... –
contestó, enigmáticamente.
- ¿Ver?
El anciano guardó silencio un rato más.
- Cuando salí del seminario, hace más de
cincuenta años – explicó, desabrochándose el cuello del abrigo de paño y
bajando las solapas, dejando ver la camisa negra que llevaba debajo y el blanco
alzacuello. Los chicos se asombraron aún más – me marché de misionero a
Suramérica. Estuve varios años viviendo en la selva, ayudando a los indígenas
que allí vivían a encontrar a Cristo. Estaba terriblemente equivocado – dijo,
meneando la cabeza con pesar. – Pero bueno, era lo que yo había aprendido en el
seminario. Pero allí, en la selva, aprendí que había poderes más poderosos y
más terrenales que los de Dios. Poderes de este mundo y de otros.
“Conocí a diversos chamanes, que estaban
en comunión con la Naturaleza, con los fantasmas, con los espectros y con el
más allá. Fui su discípulo y ellos me enseñaron a ver. A ver con la mente, con
el corazón. A ver más allá.
“Cuando volví a España seguí usando mi
tapadera de sacerdote para seguir con la misión que había aceptado en la selva:
proteger este mundo de los otros, de los espectros que se cuelan aquí al morir
la gente, de los fantasmas que viajan desde otras dimensiones para
atormentarnos. Y llevo luchando contra manifestaciones ectoplásmicas y poseídos
toda mi vida.
“Por eso sé que ha habido más muertes.
Sé que siete han salido del portal, que sólo quedan cinco soldados por entrar
en nuestra dimensión. Y que después de ellos llegará el trece.
Los tres amigos se quedaron en silencio,
digiriendo toda la nueva información. Ahora veían con nuevos ojos a aquel
hombre, que les había salvado la vida y seguía luchando por salvársela a más
gente.
- ¿Y qué podemos hacer para vencer al trece? ¿Para evitar que llegue aquí?
- Hay que cerrar el portal. Es la única
solución.
- Pero no sabemos dónde está.... – dijo
Victoria.
- Tenemos que encontrarlo – dijo el
anciano, y los tres notaron la prisa en su voz. Y no fue nada tranquilizador. –
Si el trece entra en esta dimensión ya no habrá nada que hacer. Será
imparable.
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