domingo, 5 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 1

- 13 + 1 -


- Las bestias que hemos visto y las que están por llegar son del más allá, de Satánix – explicaba el hombre de negro. – Han traspasado la barrera entre dimensiones y se han trasladado en cuerpo y alma a la nuestra. Por eso se les llama corpóreos. A los fantasmas, a los espíritus que poseen un cuerpo o que se aparecen como entes incorpóreos se les llama ectoplasmas.
El anciano caminaba por el pueblo, marchando a buena velocidad. Los tres chicos andaban a su lado, escuchando sus palabras y aprendiendo. Pasaban de una zona de luz a la siguiente, atravesando la oscuridad como si no pasara nada. El hecho de saber a lo que se enfrentaban (aunque fuese terrible y terrorífico) y el ir acompañados del sacerdote les daba valentía.
- Para tratar con los ectoplasmas hacen falta unos métodos más complicados. Los corpóreos son más fáciles: se les puede tocar. Y atravesar con una hoja – dijo, sacando su daga. – Pero también son los más peligrosos: pueden causarnos mucho daño. Ya habéis visto lo que han hecho en vuestro pueblo.
La voz del anciano seguía siendo cascada, áspera como la de un cuervo. Pero los chicos ya se habían acostumbrado a ella y no se perdían ni una sola de sus palabras.
- Cualquier arma puede herirles: espadas, cuchillos, balas.... Pero sin duda las mejores son las de plata.
- ¿Plata?
- En cuanto al más allá se refiere, la plata es lo mejor – contestó el sacerdote, enseñándoles su cuchilla. En realidad era una daga, con una hoja de un palmo de larga y un par de centímetros de ancho, que se iba afinando hasta llegar a la punta. La empuñadura era gruesa y la guarda era sencilla, en cruz. – Es un metal relacionado con lo divino. Y hace mucho más daño a las criaturas infernales.
- Creo que mi madre tiene una cubertería de plata – dijo Roque, con  voz tímida.
- Servirá – dijo el anciano, y su voz sonó amable. Aunque siguió sin sonreír. – Y no olvidéis que nuestra mejor arma es la luz. La luz del Sol es letal para ellos: mientras estén solos, esperando al trece, no se expondrán a la luz del día. Una vez que su caudillo se haya reunido con ellos podrán salir de día – dijo, con pesar. – La luz artificial también nos servirá, sobre todo si es potente. Bombillas halógenas o algo parecido.
- Bruno no me dijo nada de todo esto.... – murmuró Sergio.
- ¿Quién? – indagó el cura.
- Hay otro hombre en el pueblo que busca a los monstruos – explicó Sergio. – Un hombre del gobierno.
El sacerdote de negro se detuvo bruscamente.
- Es de una agencia del gobierno – explicó Roque, tomando la palabra. – La ACPEX, o algo así.
- Debí imaginármelo. ¿Es el general Muriel Maíllo?
- ¿General? No, no es militar.... – dijo Roque.
- Se llama Bruno Guijarro Teso – intervino Sergio.
- No lo conozco – dijo el sacerdote. – El general es un hombre digno de confianza, pero no sé quién es ese Bruno Guijarro.
- Quizá puedan ayudarse....
- Si es de la agencia nos será de ayuda – aceptó el sacerdote de negro, volviendo a andar. – Pero no le digáis que estoy aquí. Todavía no.
Los chicos asintieron, sin saber muy bien por qué debían guardar en secreto que el cura estaba en el pueblo, cuando su cometido era en beneficio de los vecinos.
- ¿La gente del pueblo sabe lo que ocurre? ¿Sabe lo de los monstruos? – preguntó el cura.
- No. Sólo lo sabía yo. Y Bruno, claro – contestó Sergio.
- Que siga siendo así. Si la gente lo supiese cundiría el pánico y el pueblo quedaría probablemente vacío, lo que empujaría a los engendros a viajar más lejos en busca de comida – razonó el anciano. – Mientras haya gente aquí se quedarán por aquí. Vuestros vecinos y amigos sólo tienen que quedarse en casa de noche.
Y en ese momento se escuchó un grito humano, largo y sostenido. Desgarrado. Un grito de muerte.
- Y me temo que ha habido gente que no lo ha hecho – dijo el anciano, echando a correr. Los chicos le siguieron.
Los gritos se repitieron, más desgarrados, más dolorosos. El cura corrió aún más y los chicos casi le perdieron. Giraron en una esquina y llegaron a un descampado que había entre dos calles paralelas: era una zona de tierra, sin edificar, encajonada entre dos casas del pueblo. Un camión grande, al fondo, tapaba la luz de las farolas: el solar estaba a oscuras.
Sin embargo, los cuatro pudieron ver una sombra enorme que se inclinaba sobre un hombre que estaba tumbado boca arriba en el suelo: la bestia se lo estaba comiendo.
El animal era un caballo enorme, de color gris oscuro, con placas erguidas en la espalda, púas en las articulaciones de las rodillas y fauces provistas de dientes.
- Es un tanjing – dijo el sacerdote. – El número cuatro.
Los tres chicos observaron con ojos llenos de pánico cómo aquel caballo (que no era un caballo) devoraba como un chacal al hombre, que había dejado de gritar. El sonido de quebrar de huesos era repugnante, y tuvieron que mirar hacia otro lado. Menos Roque.
- ¡Es Paco! – soltó, asombrado y enfurecido, al reconocer a la víctima. Entonces salió corriendo hacia el caballo, encendiendo su linterna por el camino. Gritó, enardecido y cabreado, dirigiendo la luz hacia el animal. El tanjing levantó la cabeza cubierta de sangre y miró asustado hacia su atacante. Asombrosamente, reculó, relinchando de miedo. La luz de la linterna hizo burbujear su piel grisácea. Se dio la vuelta y trotó hacia la salida del solar, al lado del camión.
- Ha sido valiente, pero inútil. Y una irresponsabilidad – censuró el sacerdote, acercándose a Roque. – El tanjing podía haberte matado fácilmente. Has tenido suerte de que ya hubiese comido y de que la luz le haya asustado.
Después se dio la vuelta y salieron del solar. Roque los siguió el último, a medias orgulloso y a medias avergonzado.
- ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó Victoria, una vez que volvieron a estar en la calle.
- Refugiarnos. Deberíais volver a casa – opinó el sacerdote.
- No es mala idea – dijo Sergio. No pensaba abandonar a sus amigos, pero ya había visto contra lo que se enfrentaban y prefería intentar vencer a los monstruos de día. De noche era preferible esconderse.
- ¿Tiene sitio donde dormir? – preguntó Roque. Así era él, siempre propenso a ayudar. Pero su fallo reciente le impulsaba aún más a congraciarse con el anciano. – Podría quedarse en mi casa. Tenemos una pequeña cama en el altillo. Allí mis padres no se enterarán de que está.
- Muchas gracias – dijo el sacerdote de negro, amable.
Un graznido agudo sonó en el cielo, llamando la atención de todos.
- Debemos irnos – dijo el anciano, sereno.
- ¡Vámonos! – dijo Sergio, y los cuatro empezaron a andar, casi trotando, lo más rápido que podían.
La farola que tenían delante y que ya les alumbraba estalló, derramando chispas que cayeron hasta el suelo. La que habían dejado atrás, a unos veinte metros, también se fundió, con una leve explosión. Un aleteo repulsivo sonaba sobre ellos, acompañado de diferentes chillidos, simiescos.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria, encogiéndose.
- El número dos. Chimvet.
- ¿Y qué es un chimvet? – volvió a preguntar la chica.
Entonces un murciélago enorme bajó desde arriba y pasó rozando sus cabezas. Los chicos  lanzaron gritos de susto. El anciano se mantuvo inmóvil.
Sergio alcanzó a ver unos murciélagos enormes, de color negro. Tenían alas de murciélago, pero sus cuerpos eran grandes, del tamaño de un chimpancé, con los ojos morados brillantes y colmillos largos en la boca. Las patas eran de pies grandes, rematados en garras.
- Corred – dijo el anciano, mientras encendía su mechero zippo y sacaba una vez más la daga de su funda. Cuando el siguiente murciélago gigante descendió le lanzó un mandoble, arrancando un chillido de dolor de la bestia. Unas gotas de sangre granate regaron el asfalto.
Los chicos corrieron hasta la siguiente isla de luz, bajo la farola próxima. Desde allí, sintiéndose más seguros, se giraron para ver al sacerdote. Aunque estaba en la oscuridad, la luz del mechero les permitía ver alguno de sus movimientos, además del brillo de la daga de plata.
Los chimvet le rodeaban, volando en remolinos en torno a él. Las bestias eran casi una docena, danzando en el aire, subiendo y bajando, y acercándose al anciano, que las repelía con la luz y con el filo del arma. Los murciélagos gigantes no dejaban de chillar de dolor, al recibir multitud de finos cortes.
Entonces un chimvet pareció cansarse de tanta ceremonia y se lanzó de lleno contra el hombre. El cura de negro lo percibió, y se apartó para esquivar el ataque. Pero aprovechó para acercar cuanto pudo el zippo al animal que cargaba contra él. El vello duro y negro que cubría la espalda del monstruo se incendió.
La bestia revoloteó entre sus compañeras, asustándolas y causando un gran revuelo. El fuego se avivaba más a medida que el chimvet seguía volando en círculos, aterrado. Sus congéneres se apartaron de él, dispersándose. El anciano aprovechó para apuñalar a uno en el aire, acertándole en el pecho. El quemado cayó por fin al suelo, quedándose inmóvil.
El sacerdote de negro echó a correr hacia los chicos, apagando el mechero. Los alcanzó al momento, mientras los murciélagos que volaban en la oscuridad se reagrupaban para vengar la muerte de sus dos compañeros.
- ¡Vamos! – gritó al llegar a su lado, y los cuatro corrieron a la par, buscando un refugio. La bandada se lanzó tras ellos.
Sergio podía oír el repugnante aleteo de las bestias que los perseguían, los chillidos de rabia y venganza, las pisadas fuertes de él y sus amigos buscando un lugar donde esconderse.
- ¡Aquí! – gritó Roque, cambiando su carrera hacia la izquierda y lanzándose contra una puerta de madera. La puerta no pudo resistir el empujón del enorme chico y cedió, dejando un paso libre para que los otros tres entrasen. Victoria y el anciano cerraron la puerta, que se agitó bajo el embate de los chimvet, que se lanzaron contra ella desde el cielo, queriendo entrar detrás de los humanos. Algunos monstruos también chocaron contra el techo de uralita, que aguantó a pesar de ser muy viejo y estar desgastado.
Los cuatro humanos resoplaron y jadearon, recuperando el aliento. Sergio reconoció que estaba siendo una noche muy movidita: todo el deporte que se había propuesto hacer en verano, y que no había hecho, lo estaba recuperando a marchas forzadas en una sola noche.
El aleteo de los chimvet sonaba aún fuera, y por encima del edificio en el que se habían refugiado. Pero no podían entrar allí. El anciano bloqueó la puerta con unas maderas. Sergio miró alrededor y reconoció la antigua serrería del pueblo, abandonada desde que él era un niño.
- ¿Vuestras casas están lejos? – preguntó el anciano, resoplando todavía. Los chicos negaron con la cabeza. La única que quedaba un poco más lejos era la de Victoria, pero la chica pensaba volver con Mowgli, igual que Sergio. Los dos le debían una larga explicación a su amiga, que seguro que estaba desesperada y asustadísima por ellos. La casa de Mowgli estaba cerca.
El  sacerdote se encaminó a la pared opuesta por la que habían entrado, buscando una salida por allí. Roque le acompañó y al final encontraron unas maderas un poco sueltas que se podrían forzar y romper para salir.
- ¿Si salimos por aquí sabréis orientaros?
- Claro – contestó Roque, seguro de sí mismo. – Tenemos que salir hacia la derecha, hasta el final de la calle. Allí usted y yo tiraremos hacia la derecha, a mi casa, y ellos dos girarán a la izquierda. Ninguno tardaremos más de cinco minutos en llegar a lugar seguro.
El sacerdote de negro asintió y llamó con un gesto a Sergio y Victoria. Ya no se escuchaba el ruido de los chimvet. Parecía que se habían rendido y habían ido a buscar nuevas presas en otro sitio.
- Creo que es el momento – dijo entonces el cura. – En silencio y con cuidado.
Entre Roque y él forzaron las maderas medio sueltas y abrieron un hueco en la pared, por el que pudieron salir todos.
Al otro lado escucharon unos ruidos extraños, como de succión, como de chupeteo. Eran muy fuertes y enérgicos. Algo viscoso sonaba a la par. Los cuatro miraron alrededor.
- Allí – susurró el anciano sacerdote.
En la oscuridad de la calle, los chicos pudieron ver a una nueva criatura alimentándose de un gato callejero. Era, con mucho, la más asquerosa que habían visto aquella noche.
Tenía un cuerpo gelatinoso, de color morado oscuro, alargado, casi como el de una babosa. Pero tenía el tamaño de un perro mediano.
No en vano la cabeza, desprovista de pelo, era como la de un perro labrador. Pero parecía escamosa, como si estuviera en carne viva.
Sin embargo, lo peor era lo que tenía debajo del cuerpo gelatinoso. Ocho tentáculos, gordos como el brazo de un hombre, salían de su cuerpo, dispuestos en círculo. Eran morados y rosas, con ventosas enormes y anchas. Los tentáculos empujaban el cuerpo arriba y abajo sobre el cuerpo del gato, que estaba tendido en el suelo, sangrando. El anciano sabía que era para que los colmillos, que rodeaban la boca que estaba bajo el cuerpo, pudieran hundirse en la carne y succionar toda la sangre de la víctima.
- Chapadla. El número seis – susurró el sacerdote.
Sin decir ni una palabra más empujó a los chicos en la dirección que Roque le había indicado antes de salir de la serrería. Los chicos no podían dejar de mirar la horrible escena ni al engendro que la protagonizaba. Sin dejar de escuchar los asquerosos sonidos de la alimentación del chapadla los cuatro llegaron al final de la calle.
- Aquí se separan nuestros caminos – dijo el cura, dedicándoles unos cabeceos de agradecimiento y despedida. – Tened mucho cuidado al volver a casa.
- ¿Le veremos mañana? – preguntó Sergio. La verdad era que tenía ganas de seguir al lado del sacerdote de negro.
- No es lo más adecuado. Trabajo solo.
- Pero nosotros podemos ayudarle – intervino Roque. – Conocemos el pueblo, podemos serle de ayuda para encontrar el portal.
El anciano sacerdote meditó las palabras del grandullón.
- Será peligroso....
- Lo sabemos. Pero también lo es quedarnos en casa y esperar que el trece llegue al pueblo – dijo Victoria, también decidida a ayudar al hombre.
El sacerdote se pasó la mano por la cara, tocándose con cuidado tres heridas recientes que tenía en la mejilla, pensativo.
- Está bien. No se puede luchar contra el ímpetu de la juventud.... Yo me pondré en contacto con vosotros. Y ahora, Roque, llévame a casa.
El grandullón sonrió y encabezó la marcha. Sergio y Victoria se despidieron levantando la mano y el hombre de negro les dedicó un cabeceo.
Después de una docena de pasos Sergio se volvió. Casi no podía ver ya al extraño personaje en la oscuridad.
- ¡Oiga! ¡Oiga! – llamó. – ¿Cuál es su nombre?
Hubo un rato de silencio, en el que Sergio pensó que no le había escuchado.
- Soy el padre Beltrán – fue el susurró que llegó como respuesta.
- Encantado – dijo Sergio, dándose la vuelta y yendo con Victoria a la casa de Mowgli.



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