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- Las bestias que hemos visto y las que
están por llegar son del más allá, de Satánix – explicaba el hombre de negro. –
Han traspasado la barrera entre dimensiones y se han trasladado en cuerpo y
alma a la nuestra. Por eso se les llama corpóreos. A los fantasmas, a los
espíritus que poseen un cuerpo o que se aparecen como entes incorpóreos se les
llama ectoplasmas.
El anciano caminaba por el pueblo,
marchando a buena velocidad. Los tres chicos andaban a su lado, escuchando sus
palabras y aprendiendo. Pasaban de una zona de luz a la siguiente, atravesando
la oscuridad como si no pasara nada. El hecho de saber a lo que se enfrentaban
(aunque fuese terrible y terrorífico) y el ir acompañados del sacerdote les
daba valentía.
- Para tratar con los ectoplasmas hacen
falta unos métodos más complicados. Los corpóreos son más fáciles: se les puede
tocar. Y atravesar con una hoja – dijo, sacando su daga. – Pero también son los
más peligrosos: pueden causarnos mucho daño. Ya habéis visto lo que han hecho
en vuestro pueblo.
La voz del anciano seguía siendo
cascada, áspera como la de un cuervo. Pero los chicos ya se habían acostumbrado
a ella y no se perdían ni una sola de sus palabras.
- Cualquier arma puede herirles:
espadas, cuchillos, balas.... Pero sin duda las mejores son las de plata.
- ¿Plata?
- En cuanto al más allá se refiere, la
plata es lo mejor – contestó el sacerdote, enseñándoles su cuchilla. En
realidad era una daga, con una hoja de un palmo de larga y un par de
centímetros de ancho, que se iba afinando hasta llegar a la punta. La
empuñadura era gruesa y la guarda era sencilla, en cruz. – Es un metal
relacionado con lo divino. Y hace mucho más daño a las criaturas infernales.
- Creo que mi madre tiene una cubertería
de plata – dijo Roque, con voz tímida.
- Servirá – dijo el anciano, y su voz
sonó amable. Aunque siguió sin sonreír. – Y no olvidéis que nuestra mejor arma
es la luz. La luz del Sol es letal para ellos: mientras estén solos, esperando
al trece,
no se expondrán a la luz del día. Una vez que su caudillo se haya reunido con
ellos podrán salir de día – dijo, con pesar. – La luz artificial también nos
servirá, sobre todo si es potente. Bombillas halógenas o algo parecido.
- Bruno no me dijo nada de todo esto....
– murmuró Sergio.
- ¿Quién? – indagó el cura.
- Hay otro hombre en el pueblo que busca
a los monstruos – explicó Sergio. – Un hombre del gobierno.
El sacerdote de negro se detuvo
bruscamente.
- Es de una agencia del gobierno –
explicó Roque, tomando la palabra. – La ACPEX, o algo así.
- Debí imaginármelo. ¿Es el general
Muriel Maíllo?
- ¿General? No, no es militar.... – dijo
Roque.
- Se llama Bruno Guijarro Teso –
intervino Sergio.
- No lo conozco – dijo el sacerdote. –
El general es un hombre digno de confianza, pero no sé quién es ese Bruno
Guijarro.
- Quizá puedan ayudarse....
- Si es de la agencia nos será de ayuda
– aceptó el sacerdote de negro, volviendo a andar. – Pero no le digáis que
estoy aquí. Todavía no.
Los chicos asintieron, sin saber muy
bien por qué debían guardar en secreto que el cura estaba en el pueblo, cuando
su cometido era en beneficio de los vecinos.
- ¿La gente del pueblo sabe lo que
ocurre? ¿Sabe lo de los monstruos? – preguntó el cura.
- No. Sólo lo sabía yo. Y Bruno, claro –
contestó Sergio.
- Que siga siendo así. Si la gente lo
supiese cundiría el pánico y el pueblo quedaría probablemente vacío, lo que
empujaría a los engendros a viajar más lejos en busca de comida – razonó el
anciano. – Mientras haya gente aquí se quedarán por aquí. Vuestros vecinos y
amigos sólo tienen que quedarse en casa de noche.
Y en ese momento se escuchó un grito
humano, largo y sostenido. Desgarrado. Un grito de muerte.
- Y me temo que ha habido gente que no
lo ha hecho – dijo el anciano, echando a correr. Los chicos le siguieron.
Los gritos se repitieron, más
desgarrados, más dolorosos. El cura corrió aún más y los chicos casi le
perdieron. Giraron en una esquina y llegaron a un descampado que había entre
dos calles paralelas: era una zona de tierra, sin edificar, encajonada entre
dos casas del pueblo. Un camión grande, al fondo, tapaba la luz de las farolas:
el solar estaba a oscuras.
Sin embargo, los cuatro pudieron ver una
sombra enorme que se inclinaba sobre un hombre que estaba tumbado boca arriba
en el suelo: la bestia se lo estaba comiendo.
El animal era un caballo enorme, de
color gris oscuro, con placas erguidas en la espalda, púas en las
articulaciones de las rodillas y fauces provistas de dientes.
- Es un tanjing – dijo el sacerdote. – El número cuatro.
Los tres chicos observaron con ojos
llenos de pánico cómo aquel caballo (que no era un caballo) devoraba como un
chacal al hombre, que había dejado de gritar. El sonido de quebrar de huesos
era repugnante, y tuvieron que mirar hacia otro lado. Menos Roque.
- ¡Es Paco! – soltó, asombrado y
enfurecido, al reconocer a la víctima. Entonces salió corriendo hacia el
caballo, encendiendo su linterna por el camino. Gritó, enardecido y cabreado,
dirigiendo la luz hacia el animal. El tanjing
levantó la cabeza cubierta de sangre y miró asustado hacia su atacante.
Asombrosamente, reculó, relinchando de miedo. La luz de la linterna hizo
burbujear su piel grisácea. Se dio la vuelta y trotó hacia la salida del solar,
al lado del camión.
- Ha sido valiente, pero inútil. Y una irresponsabilidad
– censuró el sacerdote, acercándose a Roque. – El tanjing podía haberte matado fácilmente. Has tenido suerte de que
ya hubiese comido y de que la luz le haya asustado.
Después se dio la vuelta y salieron del
solar. Roque los siguió el último, a medias orgulloso y a medias avergonzado.
- ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó Victoria,
una vez que volvieron a estar en la calle.
- Refugiarnos. Deberíais volver a casa –
opinó el sacerdote.
- No es mala idea – dijo Sergio. No
pensaba abandonar a sus amigos, pero ya había visto contra lo que se
enfrentaban y prefería intentar vencer a los monstruos de día. De noche era
preferible esconderse.
- ¿Tiene sitio donde dormir? – preguntó
Roque. Así era él, siempre propenso a ayudar. Pero su fallo reciente le
impulsaba aún más a congraciarse con el anciano. – Podría quedarse en mi casa.
Tenemos una pequeña cama en el altillo. Allí mis padres no se enterarán de que
está.
- Muchas gracias – dijo el sacerdote de
negro, amable.
Un graznido agudo sonó en el cielo,
llamando la atención de todos.
- Debemos irnos – dijo el anciano,
sereno.
- ¡Vámonos! – dijo Sergio, y los cuatro
empezaron a andar, casi trotando, lo más rápido que podían.
La farola que tenían delante y que ya
les alumbraba estalló, derramando chispas que cayeron hasta el suelo. La que
habían dejado atrás, a unos veinte metros, también se fundió, con una leve
explosión. Un aleteo repulsivo sonaba sobre ellos, acompañado de diferentes
chillidos, simiescos.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria,
encogiéndose.
- El número dos. Chimvet.
- ¿Y qué es un chimvet? – volvió a preguntar la chica.
Entonces un murciélago enorme bajó desde
arriba y pasó rozando sus cabezas. Los chicos
lanzaron gritos de susto. El anciano se mantuvo inmóvil.
Sergio alcanzó a ver unos murciélagos
enormes, de color negro. Tenían alas de murciélago, pero sus cuerpos eran grandes,
del tamaño de un chimpancé, con los ojos morados brillantes y colmillos largos
en la boca. Las patas eran de pies grandes, rematados en garras.
- Corred – dijo el anciano, mientras
encendía su mechero zippo y sacaba
una vez más la daga de su funda. Cuando el siguiente murciélago gigante
descendió le lanzó un mandoble, arrancando un chillido de dolor de la bestia.
Unas gotas de sangre granate regaron el asfalto.
Los chicos corrieron hasta la siguiente
isla de luz, bajo la farola próxima. Desde allí, sintiéndose más seguros, se
giraron para ver al sacerdote. Aunque estaba en la oscuridad, la luz del
mechero les permitía ver alguno de sus movimientos, además del brillo de la
daga de plata.
Los chimvet
le rodeaban, volando en remolinos en torno a él. Las bestias eran casi una
docena, danzando en el aire, subiendo y bajando, y acercándose al anciano, que las
repelía con la luz y con el filo del arma. Los murciélagos gigantes no dejaban
de chillar de dolor, al recibir multitud de finos cortes.
Entonces un chimvet pareció cansarse de tanta ceremonia y se lanzó de lleno
contra el hombre. El cura de negro lo percibió, y se apartó para esquivar el
ataque. Pero aprovechó para acercar cuanto pudo el zippo al animal que cargaba contra él. El vello duro y negro que cubría
la espalda del monstruo se incendió.
La bestia revoloteó entre sus
compañeras, asustándolas y causando un gran revuelo. El fuego se avivaba más a
medida que el chimvet seguía volando
en círculos, aterrado. Sus congéneres se apartaron de él, dispersándose. El
anciano aprovechó para apuñalar a uno en el aire, acertándole en el pecho. El
quemado cayó por fin al suelo, quedándose inmóvil.
El sacerdote de negro echó a correr
hacia los chicos, apagando el mechero. Los alcanzó al momento, mientras los
murciélagos que volaban en la oscuridad se reagrupaban para vengar la muerte de
sus dos compañeros.
- ¡Vamos! – gritó al llegar a su lado, y
los cuatro corrieron a la par, buscando un refugio. La bandada se lanzó tras
ellos.
Sergio podía oír el repugnante aleteo de
las bestias que los perseguían, los chillidos de rabia y venganza, las pisadas
fuertes de él y sus amigos buscando un lugar donde esconderse.
- ¡Aquí! – gritó Roque, cambiando su
carrera hacia la izquierda y lanzándose contra una puerta de madera. La puerta
no pudo resistir el empujón del enorme chico y cedió, dejando un paso libre
para que los otros tres entrasen. Victoria y el anciano cerraron la puerta, que
se agitó bajo el embate de los chimvet,
que se lanzaron contra ella desde el cielo, queriendo entrar detrás de los
humanos. Algunos monstruos también chocaron contra el techo de uralita, que
aguantó a pesar de ser muy viejo y estar desgastado.
Los cuatro humanos resoplaron y
jadearon, recuperando el aliento. Sergio reconoció que estaba siendo una noche
muy movidita: todo el deporte que se había propuesto hacer en verano, y que no
había hecho, lo estaba recuperando a marchas forzadas en una sola noche.
El aleteo de los chimvet sonaba aún fuera, y por encima del edificio en el que se
habían refugiado. Pero no podían entrar allí. El anciano bloqueó la puerta con
unas maderas. Sergio miró alrededor y reconoció la antigua serrería del pueblo,
abandonada desde que él era un niño.
- ¿Vuestras casas están lejos? –
preguntó el anciano, resoplando todavía. Los chicos negaron con la cabeza. La
única que quedaba un poco más lejos era la de Victoria, pero la chica pensaba
volver con Mowgli, igual que Sergio. Los dos le debían una larga explicación a
su amiga, que seguro que estaba desesperada y asustadísima por ellos. La casa
de Mowgli estaba cerca.
El
sacerdote se encaminó a la pared opuesta por la que habían entrado,
buscando una salida por allí. Roque le acompañó y al final encontraron unas
maderas un poco sueltas que se podrían forzar y romper para salir.
- ¿Si salimos por aquí sabréis
orientaros?
- Claro – contestó Roque, seguro de sí
mismo. – Tenemos que salir hacia la derecha, hasta el final de la calle. Allí
usted y yo tiraremos hacia la derecha, a mi casa, y ellos dos girarán a la
izquierda. Ninguno tardaremos más de cinco minutos en llegar a lugar seguro.
El sacerdote de negro asintió y llamó
con un gesto a Sergio y Victoria. Ya no se escuchaba el ruido de los chimvet. Parecía que se habían rendido y
habían ido a buscar nuevas presas en otro sitio.
- Creo que es el momento – dijo entonces
el cura. – En silencio y con cuidado.
Entre Roque y él forzaron las maderas
medio sueltas y abrieron un hueco en la pared, por el que pudieron salir todos.
Al otro lado escucharon unos ruidos
extraños, como de succión, como de chupeteo. Eran muy fuertes y enérgicos. Algo
viscoso sonaba a la par. Los cuatro miraron alrededor.
- Allí – susurró el anciano sacerdote.
En la oscuridad de la calle, los chicos
pudieron ver a una nueva criatura alimentándose de un gato callejero. Era, con
mucho, la más asquerosa que habían visto aquella noche.
Tenía un cuerpo gelatinoso, de color
morado oscuro, alargado, casi como el de una babosa. Pero tenía el tamaño de un
perro mediano.
No en vano la cabeza, desprovista de
pelo, era como la de un perro labrador. Pero parecía escamosa, como si
estuviera en carne viva.
Sin embargo, lo peor era lo que tenía
debajo del cuerpo gelatinoso. Ocho tentáculos, gordos como el brazo de un
hombre, salían de su cuerpo, dispuestos en círculo. Eran morados y rosas, con
ventosas enormes y anchas. Los tentáculos empujaban el cuerpo arriba y abajo
sobre el cuerpo del gato, que estaba tendido en el suelo, sangrando. El anciano
sabía que era para que los colmillos, que rodeaban la boca que estaba bajo el
cuerpo, pudieran hundirse en la carne y succionar toda la sangre de la víctima.
- Chapadla.
El número seis – susurró el sacerdote.
Sin decir ni una palabra más empujó a
los chicos en la dirección que Roque le había indicado antes de salir de la
serrería. Los chicos no podían dejar de mirar la horrible escena ni al engendro
que la protagonizaba. Sin dejar de escuchar los asquerosos sonidos de la
alimentación del chapadla los cuatro
llegaron al final de la calle.
- Aquí se separan nuestros caminos –
dijo el cura, dedicándoles unos cabeceos de agradecimiento y despedida. – Tened
mucho cuidado al volver a casa.
- ¿Le veremos mañana? – preguntó Sergio.
La verdad era que tenía ganas de seguir al lado del sacerdote de negro.
- No es lo más adecuado. Trabajo solo.
- Pero nosotros podemos ayudarle –
intervino Roque. – Conocemos el pueblo, podemos serle de ayuda para encontrar
el portal.
El anciano sacerdote meditó las palabras
del grandullón.
- Será peligroso....
- Lo sabemos. Pero también lo es
quedarnos en casa y esperar que el trece llegue al pueblo – dijo Victoria,
también decidida a ayudar al hombre.
El sacerdote se pasó la mano por la
cara, tocándose con cuidado tres heridas recientes que tenía en la mejilla,
pensativo.
- Está bien. No se puede luchar contra
el ímpetu de la juventud.... Yo me pondré en contacto con vosotros. Y ahora,
Roque, llévame a casa.
El grandullón sonrió y encabezó la
marcha. Sergio y Victoria se despidieron levantando la mano y el hombre de
negro les dedicó un cabeceo.
Después de una docena de pasos Sergio se
volvió. Casi no podía ver ya al extraño personaje en la oscuridad.
- ¡Oiga! ¡Oiga! – llamó. – ¿Cuál es su
nombre?
Hubo un rato de silencio, en el que
Sergio pensó que no le había escuchado.
- Soy el padre Beltrán – fue el susurró
que llegó como respuesta.
- Encantado – dijo Sergio, dándose la
vuelta y yendo con Victoria a la casa de Mowgli.
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