- 13 + 11 -
El todoterreno entró en el pueblo desde
el camino de tierra. El sacerdote conducía a velocidad normal, así que pudieron
ver el terrible espectáculo.
En Castrejón había cundido el caos. Los
corpóreos provenientes de Satánix se habían hecho con el pueblo. De nada valía
ya esconderse en las casas: las bestias veían próxima la llegada de su caudillo
y habían perdido toda precaución.
Los vecinos del pueblo luchaban en la
calle por sus vidas, peleando con los horribles seres que los habían
conquistado. Mowgli y Victoria reconocieron a amigos y conocidos peleando en la
calle: Juliana, la panadera, mataba a palos a un kehipy, el número cinco; el maestro de la escuela, el señor Tomás,
acuchillaba como podía a una gulslange,
la número siete; varios antiguos compañeros de clase peleaban en el parque
infantil contra varias sagnant vidua,
la número nueve; Antonio Pozuelo, que siempre venía al pueblo con su furgoneta
blanca, golpeaba con una pata de jamón a un ailigedar,
el extraño cocodrilo con pico de cigüeña, el número tres; el señor Amador
estaba siendo devorado por tres chapadla,
los perros gelatinosos con tentáculos, el número seis; el tío Germán mataba a
tiros con su escopeta a un ujku, el
número uno....
El Infierno se había desatado en el
pueblo.
- ¿Dónde estarán los chicos? – preguntó
Victoria.
- ¡Llámales! – dijo Mowgli, horrorizada
ante lo que veía desde las ventanas del coche. – A lo mejor contestan.
Victoria marcó con dedos temblorosos el
número de Roque, consiguiéndolo al tercer intento. El teléfono sonó varias
veces, antes de que su amigo contestara por fin.
- ¡Victoria! ¿Estáis bien? – preguntó
Roque, notablemente aliviado. Se le oía bastante mal.
- ¡Sí! ¡Estamos bien! ¿Y vosotros?
- Estamos bien.... ¿Dónde estáis?
- En el pueblo – respondió la chica,
tranquilizando al grandullón. – Ahora mismo estamos pasando al lado de la
iglesia....
- ¡Cuidado! – gritó Mowgli.
El padre Beltrán frenó como pudo sin
poder evitar el violento choque. Victoria gritó, asustada.
- ¿Victoria? ¿Qué pasa? ¡¡Victoria!! –
se preocupó Roque. Pero Victoria no podía atender al teléfono.
Un tanjing,
el enorme y violento caballo, el número cuatro, había salido de la oscuridad,
atacando el todoterreno. El coche chocó contra el corpulento animal,
abollándose toda la parte frontal. Sangre espesa y marrón saltó sobre el capó.
El monstruo relinchó, con su
característico sonido mezcla de relincho de caballo y rugido de león. Golpeó el
cristal con las fauces, astillándolo. Los ocupantes del vehículo sólo podían
gritar de pánico.
- ¡¡Las luces!! ¡¡Padre, las luces!! –
apremió Victoria.
El sacerdote acertó a enchufar las
largas, haciendo que la luz impactara sobre el corpóreo. El tanjing se encabritó, empezando a
humear, abrasándose. Golpeó el coche con sus patas delanteras, furioso, pero
después se dio la vuelta, vencido. Corrió a la oscuridad, donde se refugió,
relinchando de dolor.
El padre Beltrán intentó arrancar el
todoterreno, en vano. Los daños de la parte delantera eran muy graves.
- Tenemos que irnos de aquí. ¡Rápido! –
dijo, desabrochándose el cinturón y saltando fuera del coche. Las chicas le
imitaron, con prisa y miedo.
Dejaron el coche abandonado y salieron
corriendo, mirando hacia atrás, vigilando que el tanjing no volviese a cobrarse las piezas que se le habían
escapado.
Se adentraron en el pueblo, en una calle
iluminada fuertemente por farolas. Toda ella era un río de luz. Las chicas
corrieron con ganas, pero el padre Beltrán tuvo que detenerse a media calle,
jadeando.
- ¡Victoria! – llamó Mowgli, volviendo
atrás para reunirse con el anciano, que respiraba trabajosamente. La chica
regresó y se quedó al lado de las dos figuras agachadas. Los aleteos de los chimvet resonaban en lo alto, por encima
de las farolas iluminadas.
Unos pasos acelerados llegaron hasta
ellos desde el otro extremo de la calle. Miraron hacia allí, alarmados, para
descubrir que eran Sergio y Roque, que llegaban a todo correr. Los chicos
estaban jadeando por el esfuerzo, pero sonreían.
Cuando llegaron al lado de sus amigas
todos se abrazaron, tranquilizados al volver a estar juntos. El padre Beltrán
los miró, y hubiese sonreído de estar más acostumbrado a hacerlo.
Había esperanza. Si algo podía acabar
con el trece era la unión de la gente.
* * * * * *
Bruno colocó la última red eléctrica en
la báscula de camiones del pueblo. Era una especie de pasillo con bordillos de
metal de treinta centímetros de altura a los lados. Cualquier corpóreo que pasase por allí
caería en la trampa.
Se giró, empuñando la pistola. Ahora
sólo le quedaba esperar. Esperar y dar caza con el fusil de dardos a los “encarnados” que le interesasen y que se
pusieran a su alcance.
Escuchó ruido de cristales rotos y
gritos humanos allí cerca, hacia el interior del pueblo. Guardó la pistola en
el cinturón y cogió el fusil de dardos que llevaba colgado al hombro. Se
encaminó hacia allí, esperando tener suerte: quería encontrarse a uno de los
lobos negros.
Pero cuando cruzaba la carretera lo que
le salió al paso fueron media docena de grandes escorpiones, negros y
brillantes, pegados al suelo. Tenían ocho patas articuladas y un par de pinzas
como de langosta a ambos lados de la cabeza. Pero lo que más asustó a Bruno
fueron las colas largas y móviles que remataban el cuerpo, acabadas en un
punzón con forma de punta de flecha.
- Muy bien.... Corpóreos era lo que
quería y corpóreos es lo que me encuentro – dijo, para sí mismo, mientras los
escorpiones se acercaban a él, abriéndose en semicírculo. Nervioso se echó el
fusil a la cara y disparó, apuntando cuidadosamente.
El dardo rebotó en la dura concha que
cubría el cuerpo de aquellos seres. Pero el animal alcanzado se encabritó,
chillando asquerosamente. Sus compañeros también se enfadaron y chillaron con
él. Después se pusieron en marcha y cargaron contra el humano.
Bruno soltó el fusil inútil que sostenía
y trató de sacar la pistola del cinturón, pero se le atascó. El primer
escorpión le golpeó las piernas y le tiró al suelo de espaldas, haciéndole daño
en el cuello por el latigazo al caer. Otro de los escorpiones llegó hasta él y
le cortó en el gemelo, con una de sus pinzas. Bruno chilló de dolor, al notar
su sangre gotear.
La pistola seguía enganchada, pero el
fusil de balas que llevaba al hombro se le había descolgado y estaba caído a su
lado en el suelo. Lo cogió y apuntó al escorpión más cercano, disparando.
Una sustancia verdosa y espesa le
salpicó en la cara y el pecho, cuando la cabeza de aquel monstruo explotó
delante de él. Apuntó a otro cercano y le voló la cabeza también. El resto
huyó, con prisas, chillando lastimeramente. Todavía alcanzó a dar a un tercero,
en la cola que llevaba levantada tras él. El ser dejó un reguero de su sangre
verdosa y maloliente.
Bruno jadeó, apretándose la herida de la
pierna para atajar el sangrado. Se puso de pie, siguiendo hacia el pueblo.
Decididamente no quería uno de esos “encarnados” para llevarse a casa.
* * * * * *
Los cuatro chicos tardaron un rato en
separarse. No sabían cuándo volverían a tener un momento como ése, de
tranquilidad. No sabían cuándo volverían a poder detenerse. No sabían cuándo
volverían a estar los cuatro juntos.
- ¿Estáis bien? – preguntó Roque, cuando
al fin se separaron.
- Sí. Estamos bien. ¿Y vosotros? –
preguntó Victoria.
- Bien.
- Hemos visto a Lucía – dijo Mowgli, con
timidez.
- ¿Sí? ¿Dónde? – apremió Roque.
- En el castillo.... está muerta –
contestó la chica.
Los dos chicos se quedaron sin habla,
inmóviles. No podían creer lo que habían oído.
- ¿Muer.... ta? – gimió Roque. Dos
lágrimas enormes se descolgaron de sus ojos. Sergio se tambaleó, conmocionado.
Roque cayó al suelo, quedando sentado.
Se abrazó la cabeza, tapándosela, y rompió a llorar. Mowgli le abrazó los
anchos hombros, llorando ella también.
Sergio le miró, sin saber qué le sacudía
más: la muerte de su amiga o ver a su amigo destrozado. Roque, el grandullón,
el más fuerte de todos ellos, la roca, el inquebrantable, el chico que siempre
mantenía la calma y tranquilizaba a los demás con su voz, su sonrisa y su serenidad.
Maldijo a aquellos seres ya malditos.
Deseó que nunca hubiesen sido creados, que murieran todos ellos. Deseó matarlos
a todos.
Victoria le cogió la mano, llorosa
también. Sergio agradeció el contacto, calmándose ligeramente, poco a poco. Sin
embargo, sus ganas de pelea no se habían aplacado.
- Chicos, debemos movernos – dijo el
padre Beltrán, odiándose por ser él el que tuviese que romper aquel momento. –
Corremos peligro.
Y, como si los monstruos estuviesen
esperando aquellas palabras, las farolas de la calle se apagaron todas a la
vez. La lluvia de chispas recorrió toda la travesía, cayendo sobre el grupo de
amigos.
- Quieren cazarnos – dijo Sergio,
sombrío.
- A todo el pueblo – dijo el padre
Beltrán, mirando hacia el final de la calle, hacia lo alto. La luminosidad
naranja que las farolas conferían al cielo nocturno estaba desapareciendo del
cielo. – Todas las farolas del pueblo se están apagando.
Las criaturas que estaban desperdigadas
por el pueblo elevaron sus gritos al cielo. Parecían carcajearse de los
humanos.
- Tenemos que prepararnos – dijo Roque,
y Sergio se descolgó la mochila y sacó linternas para todos. Después cogió un
puñado de cuchillos y los repartió. El padre Beltrán negó el ofrecimiento.
- Gracias, hijo – dijo, sacando su daga
de la funda que llevaba colgada al cinturón. Pero no se negó a coger una de las
linternas halógenas.
Todos estaban armados con cuchillos de
plata y llevaban al menos una linterna halógena. El sacerdote de negro, además,
cogió la lata de gasolina, que metió en uno de los grandes bolsillos del largo
abrigo negro. Tomó también un puñado de los trapos que Sergio había
confeccionado con las camisetas viejas.
Un aleteó resonó por encima de ellos,
muy distinto al de los chimvet: era
más lento, más pesado, más profundo. Los cinco levantaron la mirada y las
linternas.
La luz iluminó un pajarraco enorme, tan
grande como un ala delta. Un pajarraco de dos cabezas.
- ¡Un lesyeyan! – bramó el padre Beltrán. – ¡Es el número diez!
El monstruo parecía un buitre, con el
cuerpo contrahecho y las alas de plumas largas. Era negro, con las alas grises
oscuras y las puntas de las plumas amarillentas. Las dos cabezas, provistas de
picos rojizos, ojeaban a los humanos.
La luz de las linternas hizo humear su
cuerpo, abrasándolo, haciendo que las plumas se incendiasen. El lesyeyan remontó el vuelo, con un
graznido ronco, con eco, que hizo daño a los oídos.
- ¡Seguid apuntándole! – animó el padre
Beltrán, al ver que el diez huía despavorido.
Pero otros tres lesyeyan se abatieron sobre los humanos, volando rasante desde el
fondo de la calle. Los chicos chillaron, asustados, agachándose y protegiéndose
con los brazos. Las linternas dejaron de apuntar al pajarraco que huía.
Sergio notó un corte en un brazo,
profundo y doloroso. Agitó los brazos, espantando al animal.
- ¡¡Corred!! ¡¡Corred!! – escuchó la voz
del padre Beltrán, atemorizada. Y obedeció.
Todos lo hicieron, cada uno en una
dirección. Hacia donde pudieron, rodeados por los buitres de dos cabezas.
Corrieron todos para salvar la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario