miércoles, 29 de enero de 2014

El Trece (13) - Capítulo 13 + 11

- 13 + 11 -

El todoterreno entró en el pueblo desde el camino de tierra. El sacerdote conducía a velocidad normal, así que pudieron ver el terrible espectáculo.
En Castrejón había cundido el caos. Los corpóreos provenientes de Satánix se habían hecho con el pueblo. De nada valía ya esconderse en las casas: las bestias veían próxima la llegada de su caudillo y habían perdido toda precaución.
Los vecinos del pueblo luchaban en la calle por sus vidas, peleando con los horribles seres que los habían conquistado. Mowgli y Victoria reconocieron a amigos y conocidos peleando en la calle: Juliana, la panadera, mataba a palos a un kehipy, el número cinco; el maestro de la escuela, el señor Tomás, acuchillaba como podía a una gulslange, la número siete; varios antiguos compañeros de clase peleaban en el parque infantil contra varias sagnant vidua, la número nueve; Antonio Pozuelo, que siempre venía al pueblo con su furgoneta blanca, golpeaba con una pata de jamón a un ailigedar, el extraño cocodrilo con pico de cigüeña, el número tres; el señor Amador estaba siendo devorado por tres chapadla, los perros gelatinosos con tentáculos, el número seis; el tío Germán mataba a tiros con su escopeta a un ujku, el número uno....
El Infierno se había desatado en el pueblo.
- ¿Dónde estarán los chicos? – preguntó Victoria.
- ¡Llámales! – dijo Mowgli, horrorizada ante lo que veía desde las ventanas del coche. – A lo mejor contestan.
Victoria marcó con dedos temblorosos el número de Roque, consiguiéndolo al tercer intento. El teléfono sonó varias veces, antes de que su amigo contestara por fin.
- ¡Victoria! ¿Estáis bien? – preguntó Roque, notablemente aliviado. Se le oía bastante mal.
- ¡Sí! ¡Estamos bien! ¿Y vosotros?
- Estamos bien.... ¿Dónde estáis?
- En el pueblo – respondió la chica, tranquilizando al grandullón. – Ahora mismo estamos pasando al lado de la iglesia....
- ¡Cuidado! – gritó Mowgli.
El padre Beltrán frenó como pudo sin poder evitar el violento choque. Victoria gritó, asustada.
- ¿Victoria? ¿Qué pasa? ¡¡Victoria!! – se preocupó Roque. Pero Victoria no podía atender al teléfono.
Un tanjing, el enorme y violento caballo, el número cuatro, había salido de la oscuridad, atacando el todoterreno. El coche chocó contra el corpulento animal, abollándose toda la parte frontal. Sangre espesa y marrón saltó sobre el capó.
El monstruo relinchó, con su característico sonido mezcla de relincho de caballo y rugido de león. Golpeó el cristal con las fauces, astillándolo. Los ocupantes del vehículo sólo podían gritar de pánico.
- ¡¡Las luces!! ¡¡Padre, las luces!! – apremió Victoria.
El sacerdote acertó a enchufar las largas, haciendo que la luz impactara sobre el corpóreo. El tanjing se encabritó, empezando a humear, abrasándose. Golpeó el coche con sus patas delanteras, furioso, pero después se dio la vuelta, vencido. Corrió a la oscuridad, donde se refugió, relinchando de dolor.
El padre Beltrán intentó arrancar el todoterreno, en vano. Los daños de la parte delantera eran muy graves.
- Tenemos que irnos de aquí. ¡Rápido! – dijo, desabrochándose el cinturón y saltando fuera del coche. Las chicas le imitaron, con prisa y miedo.
Dejaron el coche abandonado y salieron corriendo, mirando hacia atrás, vigilando que el tanjing no volviese a cobrarse las piezas que se le habían escapado.
Se adentraron en el pueblo, en una calle iluminada fuertemente por farolas. Toda ella era un río de luz. Las chicas corrieron con ganas, pero el padre Beltrán tuvo que detenerse a media calle, jadeando.
- ¡Victoria! – llamó Mowgli, volviendo atrás para reunirse con el anciano, que respiraba trabajosamente. La chica regresó y se quedó al lado de las dos figuras agachadas. Los aleteos de los chimvet resonaban en lo alto, por encima de las farolas iluminadas.
Unos pasos acelerados llegaron hasta ellos desde el otro extremo de la calle. Miraron hacia allí, alarmados, para descubrir que eran Sergio y Roque, que llegaban a todo correr. Los chicos estaban jadeando por el esfuerzo, pero sonreían.
Cuando llegaron al lado de sus amigas todos se abrazaron, tranquilizados al volver a estar juntos. El padre Beltrán los miró, y hubiese sonreído de estar más acostumbrado a hacerlo.
Había esperanza. Si algo podía acabar con el trece era la unión de la gente.

* * * * * *

Bruno colocó la última red eléctrica en la báscula de camiones del pueblo. Era una especie de pasillo con bordillos de metal de treinta centímetros de altura a los lados. Cualquier corpóreo que pasase por allí caería en la trampa.
Se giró, empuñando la pistola. Ahora sólo le quedaba esperar. Esperar y dar caza con el fusil de dardos a los “encarnados” que le interesasen y que se pusieran a su alcance.
Escuchó ruido de cristales rotos y gritos humanos allí cerca, hacia el interior del pueblo. Guardó la pistola en el cinturón y cogió el fusil de dardos que llevaba colgado al hombro. Se encaminó hacia allí, esperando tener suerte: quería encontrarse a uno de los lobos negros.
Pero cuando cruzaba la carretera lo que le salió al paso fueron media docena de grandes escorpiones, negros y brillantes, pegados al suelo. Tenían ocho patas articuladas y un par de pinzas como de langosta a ambos lados de la cabeza. Pero lo que más asustó a Bruno fueron las colas largas y móviles que remataban el cuerpo, acabadas en un punzón con forma de punta de flecha.
- Muy bien.... Corpóreos era lo que quería y corpóreos es lo que me encuentro – dijo, para sí mismo, mientras los escorpiones se acercaban a él, abriéndose en semicírculo. Nervioso se echó el fusil a la cara y disparó, apuntando cuidadosamente.
El dardo rebotó en la dura concha que cubría el cuerpo de aquellos seres. Pero el animal alcanzado se encabritó, chillando asquerosamente. Sus compañeros también se enfadaron y chillaron con él. Después se pusieron en marcha y cargaron contra el humano.
Bruno soltó el fusil inútil que sostenía y trató de sacar la pistola del cinturón, pero se le atascó. El primer escorpión le golpeó las piernas y le tiró al suelo de espaldas, haciéndole daño en el cuello por el latigazo al caer. Otro de los escorpiones llegó hasta él y le cortó en el gemelo, con una de sus pinzas. Bruno chilló de dolor, al notar su sangre gotear.
La pistola seguía enganchada, pero el fusil de balas que llevaba al hombro se le había descolgado y estaba caído a su lado en el suelo. Lo cogió y apuntó al escorpión más cercano, disparando.
Una sustancia verdosa y espesa le salpicó en la cara y el pecho, cuando la cabeza de aquel monstruo explotó delante de él. Apuntó a otro cercano y le voló la cabeza también. El resto huyó, con prisas, chillando lastimeramente. Todavía alcanzó a dar a un tercero, en la cola que llevaba levantada tras él. El ser dejó un reguero de su sangre verdosa y maloliente.
Bruno jadeó, apretándose la herida de la pierna para atajar el sangrado. Se puso de pie, siguiendo hacia el pueblo.
Decididamente no quería uno de esos “encarnados” para llevarse a casa.

* * * * * *

Los cuatro chicos tardaron un rato en separarse. No sabían cuándo volverían a tener un momento como ése, de tranquilidad. No sabían cuándo volverían a poder detenerse. No sabían cuándo volverían a estar los cuatro juntos.
- ¿Estáis bien? – preguntó Roque, cuando al fin se separaron.
- Sí. Estamos bien. ¿Y vosotros? – preguntó Victoria.
- Bien.
- Hemos visto a Lucía – dijo Mowgli, con timidez.
- ¿Sí? ¿Dónde? – apremió Roque.
- En el castillo.... está muerta – contestó la chica.
Los dos chicos se quedaron sin habla, inmóviles. No podían creer lo que habían oído.
- ¿Muer.... ta? – gimió Roque. Dos lágrimas enormes se descolgaron de sus ojos. Sergio se tambaleó, conmocionado.
Roque cayó al suelo, quedando sentado. Se abrazó la cabeza, tapándosela, y rompió a llorar. Mowgli le abrazó los anchos hombros, llorando ella también.
Sergio le miró, sin saber qué le sacudía más: la muerte de su amiga o ver a su amigo destrozado. Roque, el grandullón, el más fuerte de todos ellos, la roca, el inquebrantable, el chico que siempre mantenía la calma y tranquilizaba a los demás con su voz, su sonrisa y su serenidad.
Maldijo a aquellos seres ya malditos. Deseó que nunca hubiesen sido creados, que murieran todos ellos. Deseó matarlos a todos.
Victoria le cogió la mano, llorosa también. Sergio agradeció el contacto, calmándose ligeramente, poco a poco. Sin embargo, sus ganas de pelea no se habían aplacado.
- Chicos, debemos movernos – dijo el padre Beltrán, odiándose por ser él el que tuviese que romper aquel momento. – Corremos peligro.
Y, como si los monstruos estuviesen esperando aquellas palabras, las farolas de la calle se apagaron todas a la vez. La lluvia de chispas recorrió toda la travesía, cayendo sobre el grupo de amigos.
- Quieren cazarnos – dijo Sergio, sombrío.
- A todo el pueblo – dijo el padre Beltrán, mirando hacia el final de la calle, hacia lo alto. La luminosidad naranja que las farolas conferían al cielo nocturno estaba desapareciendo del cielo. – Todas las farolas del pueblo se están apagando.
Las criaturas que estaban desperdigadas por el pueblo elevaron sus gritos al cielo. Parecían carcajearse de los humanos.
- Tenemos que prepararnos – dijo Roque, y Sergio se descolgó la mochila y sacó linternas para todos. Después cogió un puñado de cuchillos y los repartió. El padre Beltrán negó el ofrecimiento.
- Gracias, hijo – dijo, sacando su daga de la funda que llevaba colgada al cinturón. Pero no se negó a coger una de las linternas halógenas.
Todos estaban armados con cuchillos de plata y llevaban al menos una linterna halógena. El sacerdote de negro, además, cogió la lata de gasolina, que metió en uno de los grandes bolsillos del largo abrigo negro. Tomó también un puñado de los trapos que Sergio había confeccionado con las camisetas viejas.
Un aleteó resonó por encima de ellos, muy distinto al de los chimvet: era más lento, más pesado, más profundo. Los cinco levantaron la mirada y las linternas.
La luz iluminó un pajarraco enorme, tan grande como un ala delta. Un pajarraco de dos cabezas.
- ¡Un lesyeyan! – bramó el padre Beltrán. – ¡Es el número diez!
El monstruo parecía un buitre, con el cuerpo contrahecho y las alas de plumas largas. Era negro, con las alas grises oscuras y las puntas de las plumas amarillentas. Las dos cabezas, provistas de picos rojizos, ojeaban a los humanos.
La luz de las linternas hizo humear su cuerpo, abrasándolo, haciendo que las plumas se incendiasen. El lesyeyan remontó el vuelo, con un graznido ronco, con eco, que hizo daño a los oídos.
- ¡Seguid apuntándole! – animó el padre Beltrán, al ver que el diez huía despavorido.
Pero otros tres lesyeyan se abatieron sobre los humanos, volando rasante desde el fondo de la calle. Los chicos chillaron, asustados, agachándose y protegiéndose con los brazos. Las linternas dejaron de apuntar al pajarraco que huía.
Sergio notó un corte en un brazo, profundo y doloroso. Agitó los brazos, espantando al animal.
- ¡¡Corred!! ¡¡Corred!! – escuchó la voz del padre Beltrán, atemorizada. Y obedeció.
Todos lo hicieron, cada uno en una dirección. Hacia donde pudieron, rodeados por los buitres de dos cabezas. Corrieron todos para salvar la vida.


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