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Manuel García y Félix Durán se bajaron
del todoterreno oficial, aunque ellos no estaban allí en
calidad de números de la guardia civil.
- Explícame otra vez por qué hacemos
esto – pidió Félix, con voz lastimera.
- Yo lo hago para ver si puedo terminar
de una vez con los asesinatos de los cojones – contestó Manuel, sacando la
funda de la pistola del asiento de atrás. Comprobó que la pistola estaba
cargada y con el seguro puesto y la metió en la funda. – Tú lo haces porque
eres un huevazos que no tiene otra cosa mejor que hacer para pasar un lunes por
la noche.
- Me encanta tu humor – dijo Félix,
cínico. Realmente estaba allí por convicción propia, igual que Manuel. En
realidad la idea había sido suya, aunque luego, sobre el terreno, no le
apeteciese estar allí. Los dos guardias civiles estaban cansados de ir cada
mañana a Castrejón de los Tarancos a ver cómo otro vecino había sido
brutalmente asesinado. Estaban hartos.
Y habían decidido que iban a hacer algo,
al margen de las leyes y de las investigaciones oficiales. Si en el pueblo
había un desalmado sin escrúpulos que mataba y destrozaba a la gente, ellos
iban a ser los puñeteros sheriffs que
le iban a dar caza.
Félix sacó su pistola también del
asiento de atrás y cogió también la escopeta, la que su padre usaba para cazar
cuando él era niño. Se colgó el cinturón cargado de cartuchos al hombro y echó
a andar al lado de su compañero y amigo.
Los dos iban vestidos de civiles, de calle.
No querían que el cuerpo de la guardia civil se viese mezclado en su cruzada
personal contra aquel loco asesino.
- ¿Y cómo se lo ha tomado tu mujer? –
preguntó Félix, encendiendo un cigarrillo y ofreciéndole otro a Manuel.
- No le he dicho a lo que venía –
contestó Manuel, aceptando el cigarrillo y el fuego. – Le he contado que
teníamos cena por Domínguez, por la jubilación. Le ha parecido un poco raro que
fuese un lunes, pero como Domínguez era tan especialito....
- Sí que lo era.... – rió Félix.
- Lo que más le ha molestado ha sido
quedarse con los niños – suspiró Manuel, decepcionado. – Hoy había dicho que
les iba a llevar al McDonald’s....
- Son mayores ya....
- Siete y tres años – dijo Manuel,
enseñándole una foto que llevaba en la cartera.
- El tiempo pasa que se las pela.... –
observó Félix, mientras veía las fotos, sonriendo.
Los dos compañeros y amigos siguieron
paseando por el pueblo, hablando de sus cosas, mientras el Sol se despedía del
mundo para dejar paso a la noche.
* * * * * *
Bruno y Lucía llegaron al lugar donde
Suárez había establecido la base de operaciones. Detuvieron el coche entre
nubes de polvo, que cubrieron los equipos. Bruno se bajó del coche corriendo.
- ¿Tenemos datos? ¿Dónde está el nido? –
preguntó, atropelladamente.
Sara atendía uno de los aparatos, a lo
lejos. Manuel vigilaba los monitores que mostraban los registros de todos los
equipos instalados por los alrededores de Castrejón. No había ni rastro de
Pablo ni de Elena
- Los datos llevan llegando un buen rato
– explicó el hombre, mirando un tanto asombrado a Bruno. – Parece que hay
rastros ectoplásmicos y sonoros que llevan desde el pueblo hasta la colina. De
hace varios días.
Bruno miró hacia la mole de roca que
Manuel le señaló.
- ¿En la colina?
- No hay duda – dijo Manuel, mostrándole
la pantalla.
Bruno se pasó la mano por la cara,
apurado. La noche estaba al caer: el cielo ya estaba oscureciendo. Pero estaba
tan cerca....
- Muy bien. Vamos para allá.
- ¿Ahora? – preguntó Manuel, extrañado.
– ¿Y Suárez?
- Está ocupado en el pueblo. Me ha dicho
que no sabría cuándo estaría disponible – mintió Bruno, mientras cargaba en el
maletero del coche fusiles a manadas, tanto los de somníferos como los de
balas. Lucía había salido del coche y le veía hacer, entre ilusionada y acobardada.
Manuel miró a la chica, encontrando todo cada vez más raro.
- Voy a llamarle.... – dijo, suspicaz.
- Date prisa – dijo Bruno, cogiendo
también las redes eléctricas y sus lanzadores. Por si acaso, se entretuvo en
meter un pesado lanzacohetes en el maletero.
Manuel tomó una radio e intentó ponerse
en contacto con su superior, sin conseguirlo. Sólo captaba ráfagas de estática.
- Ya te he dicho que no sabía cuándo
estaría disponible – dijo Bruno. – ¡Sara! ¡Nos vamos!
La chica se acercó, con cara de no
entender qué pasaba. Miró a Manuel, que tenía cara de preocupación. Miró a
Bruno, atareado y con prisas, cargando cajas de municiones en el maletero de su
coche. Y miró a la chica joven, la rubia, a la que no conocía. Aquello no le
cuadraba.
- ¿Nos vamos? – preguntó.
- Los datos nos han dado la posible
localización del nido – dijo Bruno, cesando su frenética actividad cuando el
maletero estuvo lleno. – Vamos para allá mientras quede luz.
- ¿Y Suárez? – preguntó Sara,
dirigiéndose a Manuel.
- He intentado localizarle, pero no
contesta.
- Me dijo que no estaría disponible –
volvió a explicar Bruno. Indicó a Lucía que subiera al coche y la chica lo hizo
sin rechistar, sumisa. Los dos soldados la miraron con curiosidad. Bruno se
volvió a ellos. – ¿Venís o no?
Y luego, sin esperarles, se montó en el
coche.
Sara volvió a mirar a Manuel. Tenía
rango superior y era más veterano. Haría lo que él opinase. Manuel resopló,
entre la espada y la pared.
- No me gusta nada esto – dijo,
mordiendo las palabras. – No me gusta seguir las órdenes de Bruno sin saber
nada de Suárez. No me gusta que tengamos que ir allí tan tarde.... pero aún me gusta menos dejar que Bruno se encargue él solo.
Sara asintió, totalmente de acuerdo. Los
dos soldados tomaron una metralleta cada uno y un lanzallamas y se montaron en
uno de los todoterrenos. Bruno entonces arrancó y los precedió por el camino de
tierra.
* * * * * *
- ¿Quieres otra linterna?
- ¿Para qué? No tengo más manos –
respondió Sergio, con gracia. Roque, sonrió, metiendo las últimas dos linternas
en la mochila.
Los dos chicos estaban en casa de Roque,
haciendo acopio de linternas. El chico no sabía por qué, pero sus padres tenían
un montón de halógenas. Sergio había cogido dos de tubo, metálicas, una en cada
bolsillo del pantalón. Roque había metido otras cinco en la mochila y se había
quedado con un frontal pequeño. En el bolsillo trasero del pantalón llevaba
además un pequeño chisquero de cocina de encendido eléctrico.
Estaban armándose, como el padre Beltrán
les había mandado que hicieran. Sergio había recogido en su casa unas pequeñas
latas de gasolina, que también estaban dentro de la mochila. Les servirían para
encender trapos y atarlos a palos para hacer antorchas. Sergio también había
traído de casa unas camisetas viejas, hechas jirones.
Del garaje de Roque pasaron a la cocina
de la casa. Allí el grandullón cogió una silla y la acercó a los muebles,
subiéndose en ella, buscando en los armarios más altos las viejas cuberterías
de sus padres. En una caja de plástico, tapada con trapos limpios, los dos
chicos encontraron al fin la cubertería de plata.
- ¿El señor comerá carne o pescado? –
dijo, gracioso.
- Creo que tomaré carne – contestó
Sergio, tomando uno de los afilados cuchillos con sierra. Eran pesados y muy
brillantes. Se lo guardó en el cinturón, cogiendo los demás a puñados para
guardarlos todos en la mochila.
Roque, por su parte, cogió un largo
cuchillo de trinchar y el tenedor de dos puntas que iba a juego con él.
Después, olvidando, las cucharas y tenedores, fue al cajón donde tenían los
cuchillos que usaban a diario. Allí cogió uno grande y ancho, que usaban para
partir los quesos.
- No es de plata, pero hará daño – se
explicó. Sergio le asintió, dándole la razón, colgándose la pesada mochila al
hombro.
Los dos chicos volvieron al garaje. Allí
Roque tenía su moto, una de gran cilindrada y muy grande. Los dos se montaron
en ella. Roque conducía, sacando la pesada máquina del garaje, haciendo que su
motor tronara. Condujo por las calles del pueblo, saliendo de él hacia la
colina cercana.
El padre Beltrán les había dicho que se
quedaran en el pueblo. Que no iban a llegar a ayudarles. Pero Roque aceleró,
intentando que el cura estuviese equivocado.
* * * * * *
La ascensión final fue un castigo, para
los tres. Por suerte llegaron cuando el día estaba languideciendo y el calor ya
no era tan alto. Aún así el Sol todavía iluminaba el mundo, anaranjado,
acostado sobre el horizonte.
Llegaron por la carretera de tierra que
la compañía telefónica había abierto para llegar hasta la nueva antena. Dejaron
la edificación a un lado, pasando casi sin mirarla, dirigiéndose por entre
rocas y peñascos a las ruinas del castillo. Ninguno de los tres le dedicó ni
media mirada: si estaban en lo cierto era la causante de todo aquel infierno en
la tierra.
El castillo (o lo que quedaba de él)
estaba un cuarto de vuelta más allá, a unos doscientos metros de la antena.
Saltando por entre las rocas cortadas a pico y la hierba amarillenta llegaron a
él. Se detuvieron delante de las ruinas, que las chicas tantas veces habían
visto de pequeñas, cuando hacían excursiones a la colina en bici.
No había más que unos pocos muros en
pie, y no muy altos. El que tenía más altura era de unos quince metros y de
unos cincuenta de largo. Había algunos recodos y esquinas que seguían unidos,
aunque los muros estaban maltrechos y muy castigados: habían perdido altura y
alguno de los sillares. La maleza y los animales se habían hecho con el
castillo.
El padre Beltrán caminó jadeando por
entre las ruinas. Estaba muy cansado por la caminata, pero su compromiso con la
causa le mantenía activo. Las chicas se miraron, preocupadas, al escuchar sus
resuellos.
El sacerdote paseó por un pasillo
porticado, flanqueado por arcos y columnas estrechas: era parte de un corredor
que discurría al lado del patio interior, cuadrado, rodeado por muros de tres
metros de altura. Estaba todo tomado por las plantas y las zarzas: sólo se
distinguía una abertura redonda, que era el pozo. El sacerdote se asomó allí y
lo encontró cegado.
- ¿Tenemos alguna idea de dónde puede
estar el portal? – preguntó Victoria.
- El portal puede ser un agujero en un
muro, una oquedad en el suelo, un arco desnudo o tapiado.... Puede ser
cualquier cosa.
- O sea, que no tenemos ni idea –
resumió la chica. Mowgli sonrió.
Los tres recorrieron las ruinas, sin
encontrar ni rastro de los monstruos ni de la entrada a su dimensión.
- Creo que nos hemos equivocado.... –
opinó Mowgli.
- No.... Hay rastros ectoplásmicos por
todas partes. Trazas de esos corpóreos – dijo el padre Beltrán. – Han estado y
están aquí.
- ¿Cómo puede ver eso? – musitó Mowgli,
para que sólo Victoria lo escuchase. Pero el oído del padre Beltrán era muy
fino.
- Lo veo porque he aprendido a ver –
dijo, volviéndose hacia las chicas. – He tenido que hacer de todo para poder
defender este pobre mundo. He castigado mi cuerpo. He maldito mi alma. Y he
tenido que sacrificar mi apariencia humana para poder tener ventaja sobre mis
enemigos – terminó, quitándose las pequeñas y redondas gafas oscuras. Las
chicas ahogaron una exclamación.
Los ojos del padre Beltrán eran blancos,
estaban velados. Parecían los ojos de un ciego.
Pero el padre Beltrán seguía viendo.
Veía como un humano normal. Veía como
una criatura de la noche en la oscuridad. Veía como los radares que el equipo
de Suárez había traído hasta allí. Veía rastros ectoplásmicos y pistas
paranormales. Veía la maldad que poblaba el mundo.
Mowgli apartó la vista, espantada.
Victoria la mantuvo clavada en los ojos blancos del sacerdote, pensando una vez
más en lo que aquel hombre había sufrido por enfrentarse al mal, por luchar en
las filas del bien.
El padre Beltrán se puso las gafas de
sol rápidamente y giró la cabeza hacia la salida del castillo, hacia donde
quedaba la antena de telefonía.
Un motor sonaba en la distancia.
- Alguien viene.
* * * * * *
Bruno aparcó justo delante de la antena
metálica blanca y roja. Sara detuvo el todoterreno a su lado. Los cuatro se
bajaron de los coches, en silencio. Miraron alrededor, en la creciente
oscuridad. Manuel y Sara apretaron sus metralletas con fuerza, buscando
seguridad en ellas. Lucía empezaba a asustarse, ante la proximidad de la noche.
Sólo Bruno parecía sentirse bien donde estaba, haciendo lo que hacía.
No en vano había soñado toda su vida con
ello.
- Aquí no pueden estar escondidos –
murmuró, señalando la caseta de cemento que la antena tenía a sus pies. Dio la
vuelta al coche y abrió el maletero, sacando un fusil de asalto que se colgó al
hombro.
- Hay unas ruinas de un castillo más
allá – dijo Lucía, queriendo sentirse útil. Volvió a preguntarse qué hacía
allí, para qué había ido. Luego recordó a Roque y volvió a estar convencida.
- Quizá entre las ruinas los “encarnados” hayan encontrado refugio –
dijo, sonriente, echando a andar. Lucía le siguió sin dudar y los dos soldados
fueron detrás, con reservas, mirando en todas direcciones, asegurando el lugar.
El grupo de cuatro llegó hasta las
ruinas, que estaban desiertas. Observaron los muros a medio caer, los agujeros
en la estructura, la maleza. Entraron entre las ruinas, buscando algún indicio
de que los monstruos estuviesen allí escondidos. Pero no había ni rastro de
ellos.
Después de dar varias vueltas por los
restos, Bruno se impacientó.
- ¿Dónde están esos monstruos? ¿Eh? –
increpó hacia Manuel. El veterano le aguantó la mirada.
- Los indicadores dicen que están por
aquí – contestó Sara, mirando un aparato alargado, con doble antena en su
extremo. Una pantalla de cristal líquido mostraba manchas rosas por el entorno.
– Hay restos ectoplásmicos de ellos de hace varios días. Los datos registrados
no estaban equivocados.
- Muy bien, Sara. Si me enseñas uno sólo
de los corpóreos te creeré.... – dijo Bruno, hiriente, cínico.
- No sé donde están, Bruno – contestó la
chica, sin dejarse fastidiar. – ¿A lo mejor se han escondido? ¿No se te ha
pasado por la cabeza?
- ¿Y dónde se van a haber escondido?
¿Eh? ¡¡Aquí no hay más que rocas!!
Lucía no lo aguantó más y echó a andar,
hacia el patio interior del castillo. Estaba alejado y sabía que no escucharía
los gritos de la discusión. Recordaba aquella zona como un lugar abierto,
rodeado de muros bajos. Era donde dejaban las bicis cuando subía a merendar
hasta allí con sus amigos cuando eran pequeños. Pensó en ellos de inmediato, echándolos
de menos.
Dejó correr las lágrimas, sintiéndose
engañada. Sabía que se había equivocado al ayudar a Bruno, al creer que aquel
hombre sabía algo. Roque se lo había querido explicar y no le había querido
escuchar. Le entró el convencimiento en ese instante de que no era lo
suficientemente buena para Roque, que era un chico muy bueno que ella no se
merecía. Ahora entendía por qué no habían acabado juntos. Por qué aquello había
salido mal y Roque nunca la vería como una chica especial, extraordinaria.
Roque no era para ella.
Lloró desconsolada al darse cuenta de
que había dejado de lado a sus amigos por una chiquillada, por hacer el tonto
para gustarle a un chico. Les había fallado y no sabía si la perdonarían. Ella
no pensaba perdonarse nunca.
Escuchó crujidos de hojas y ramas a su
espalda y se dio la vuelta. Era el hombre mayor y medio calvo, el soldado que
había ido en el otro coche con la chica morena.
- No quiero hacerte daño – dijo con voz
amable, tranquilizadora. Y Lucía le creyó. – Sólo quería ver si estabas bien.
Lucía asintió, intentando sonreír.
Entonces un estallido de fuerza explotó
a su espalda. Se dio la vuelta, sintiendo el impulso en los huesos. El soldado
se acercó a ella de dos saltos y se echó la metralleta a la cara, asustado.
Un arco cegado que había en la pared que
tenían enfrente, cercana al pozo del patio, había comenzado a brillar. Una luz
azul, eléctrica, cubrió toda la abertura del arco, que estaba tapiada con
sillares resquebrajados. Las piedras ya no se veían: la luz había cubierto el
vano del arco como si alguien hubiese descorrido un telón.
La superficie azul no estaba inmóvil. De
vez en cuando un rayo blanco recorría su superficie, quebrado. Cada vez que
aparecía uno, Lucía notaba una fuerza magnética en el interior de su cuerpo, en
sus huesos, en su sangre. Manuel y ella miraron el portal, maravillados.
Entonces, una mano oscura, como la de
una persona pero el doble de grande, asomó a través del portal, atravesó la
superficie del arco, como si fuese una cortina de agua.
La mano entró en nuestra dimensión.
* * * * * *
Escondidos detrás del castillo, fuera de
él, en el muro más alejado de la antena de telefonía, los tres notaron la
fuerza cósmica en su cuerpo. Sus huesos vibraron y el vello de la nuca se les
puso de punta.
Las chicas se miraron, maravilladas y
horrorizadas a la vez. La sensación era placentera, pero venía acompañada de
una irresoluble fatalidad.
- Es el comienzo del fin – dijo el padre
Beltrán, fúnebre.
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