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Manuel García y Félix Durán se
preguntaron qué habían hecho mal para que volviese a tocarles a ellos acudir a
Castrejón de los Tarancos aquella mañana para encargarse de los cadáveres hasta
que llegase el juez de guardia.
Los dos guardias civiles estaban aquel
lunes por la mañana en una especie de solar que había en el pueblo, un espacio
amplio de tierra entre dos casas y entre dos calles del pueblo, grande y
rectangular. Allí un vecino había encontrado el cuerpo de Francisco Núñez
Rojas, otro habitante del pueblo. Tenía el vientre destrozado, devorado. Los
dos guardias civiles apenas habían podido contener las arcadas.
No era el primer cadáver que habían
visto aquel día. Había habido otros dos muertos en el pueblo: Jacinta Pérez
Fernández, cosida a mordiscos, y Pedro Millán Hernández, con una herida en el
pecho por la que le habían desangrado.
- ¿Quién cojones está haciendo esto? –
gruñó Félix, fuera de sí. El número de la guardia civil tenía amigos en el
pueblo y estaba preocupado.
- Es una locura. Esto tiene que ser obra
de un chiflado – opinó Manuel.
En ese momento un coche oscuro llegó
hasta allí y el juez se bajó de él. Los dos guardias civiles respiraron
tranquilos. En poco tiempo se irían de aquel pueblo maldito.
* * * * * *
Cerca de allí, fuera del pueblo pero a
pocos kilómetros, Bruno Guijarro Teso se reunía con sus compañeros de la
agencia. Por fin el equipo de Suárez había llegado. Los monstruos ya estaban a
su alcance. No tenían donde esconderse.
- ¡Buenos días! – saludó alegremente a
los hombres y mujeres que bajaban de los todoterrenos pintados de negro.
- ¿A quién has matado para que seas tú
el que se encargue de esta operación? – dijo Suárez, altivo, ignorando la mano
que Bruno le tendía.
- El general me nombró personalmente –
contestó Bruno, herido y orgulloso al mismo tiempo.
- El viejo empieza a chochear.... – fue
el hiriente comentario.
Elías Suárez Tomé, conocido en la
agencia simplemente como Suárez, era un hombre de acción. Llevaba en la ACPEX
casi veinticinco años, trabajando sobre el terreno, confirmando los avisos y
enfrentándose, a veces, a las evidencias del más allá. Era un hombre fornido de
cuarenta y siete años, musculoso y en forma. Su piel era morena, curtida por la
intemperie. Era calvo y de duros ojos grises. Parecía un soldado.
Su equipo estaba formado por otros seis
hombres y mujeres, provenientes del ejército, duros y curtidos como él.
Llevaban en la agencia más de diez años, trabajando juntos bajo las órdenes de
Suárez, formando un equipo sólido y compenetrado. Eran uno de los equipos de
campo más fiables de la agencia.
- ¿Qué tenemos aquí? – preguntó Suárez,
mientras sus compañeros descargaban los equipos de los vehículos. Bruno sabía
que Suárez estaba ya al tanto del informe: era un profesional. Pero quería
saber qué había averiguado el niño bonito
del general.
- Es un pueblo limpio de actividad
paranormal, fuera de las nubes azules
y de las rutas ectoplásmicas – dijo Bruno, sin dejarse intimidar. – Ha habido
siete muertes desde el jueves pasado. La gente del pueblo está asustada pero no
ha habido señal de pánico. El alcalde está sobre aviso, aunque no sabe nada del
verdadero problema.
- ¿Sabemos dónde está el nido?
- Estoy con ello. Tengo un contacto
entre los vecinos del pueblo que me está ayudando. Y sigo pendiente de
conseguir otro – Suárez tuvo que asentir, satisfecho, aunque le hubiese gustado
que Bruno hubiese metido la pata para poder burlarse de él. – Y he tenido
contacto.
- ¿Contacto? ¿Con un corpóreo? – se
asombró Suárez.
- ¡Imposible! – dijo Pablo, acercándose.
Pablo Moreno era el hombre de mayor
confianza de Suárez en el equipo. Era un hombre negro enorme, de anchos y
fuertes brazos y vientre plano y musculado. Su piel negra brillaba bajo el Sol.
Era un presuntuoso y un soberbio, pero era un buen soldado.
- Un tipo de chaqueta y oficina como tú
no ha podido tener contacto con un corpóreo – dijo, picado en su orgullo. Al
parecer Pablo no había visto aún a ninguno y le molestaba que Bruno ya hubiese avistado uno.
- Créetelo o no, pero eso no hará que
sea menos verdad – dijo Bruno, divertido, apuntándose el tanto.
- ¡Vaya con Brunito! Está aprendiendo de
los mayores.
Una bella mujer morena y de piel pálida
se acercó a los tres hombres. Era Elena Escalante Gómez, la tercera al mando en
el equipo. Era una mujer muy atractiva y muy bella, casi tanto como peligrosa
en el combate cuerpo a cuerpo. Bruno tragó saliva, alterado, como casi siempre
que se encontraba ante Elena. Eran de la misma edad y Bruno ya había intentado
tener algo con ella, sin conseguirlo: Elena estaba más dedicada a su trabajo
que él mismo.
- Veo que habéis venido bien
preparados.... – dijo Bruno, mirando el material que el resto del equipo seguía
descargando e instalando en el campo, que era del ayuntamiento y les había dado
permiso para utilizar.
- Lectores de trazas y rastros
ectoplásmicos, radares de calor, equipos de registro de movimientos sísmicos,
escáneres del cielo y del firmamento, alternadores láser para las lecturas
nocturnas.... Lo mejor de lo mejor. La agencia hace mucho que no tiene noticias
de “encarnados” – explicó Suárez,
sintiéndose orgulloso de que la ACPEX le hubiese dejado al cargo de equipos
electrónicos y maquinaria tan importante.
- Sí.... pero me refería más bien a todo
eso – replicó Bruno, señalando hacia otro sitio.
Dos hombres del equipo de Suárez (Jorge
Herrera Muñoz y Héctor Alonso Cadenas) se encargaban de sacar de los
todoterrenos un arsenal de armamento. Metralletas, rifles de asalto,
lanzallamas portátiles, trampas magnéticas, cañones de redes, morteros....
incluso un cañón portátil.
- No sabemos cómo son esos “encarnados”. Pueden ser enormes y
combativos.
- Son muy grandes y muy combativos –
apreció Bruno. – Y todos tienen garras y colmillos.
- Espero que se pongan difíciles – dijo
Pablo Moreno, yendo al encuentro de sus compañeros, riendo a carcajadas. Cogió
un rifle de asalto y lo cargó.
- ¿Tardaréis mucho en preparar el
equipo?
- Toda la mañana. Tenemos que encontrar
ese nido – dijo Suárez, serio. – ¿Qué tal si me presentas a ese contacto que
tienes en el pueblo?
- Con mucho gusto. Te va a encantar –
dijo Bruno, caminando acompañado por Suárez hasta su coche.
- ¡Pablo! ¡Elena! Todo tiene que estar
montado a las quince cero cero. Todo completamente operativo.
- De acuerdo jefe.
Suárez montó en el coche de Bruno y los
dos se dirigieron a Castrejón. El equipo se quedó en el campo, al pie de la
colina cercana, montando los aparatos y preparando las armas.
* * * * * *
Roque salió de casa, sin correr pero con
prisa. El sacerdote de negro había desaparecido.
El chico se había levantado tarde,
cansado después de su aventura nocturna. Sus padres le habían liado para que
hiciese cosas en casa y en el corral, y ya estaba avanzada la mañana cuando
pudo subir al altillo, a ver cómo estaba su invitado. Pero el hombre no estaba.
No sabía cuándo se había largado, ni por
dónde, ya que no le habían visto salir de casa. Tampoco tenía ni idea de dónde
podía haber ido: el hombre de negro era un poderoso aliado, pero Roque tenía
que reconocer que era un rato raro. A saber en qué andaba metido ahora.
Roque recorrió el pueblo, buscándole por
todas partes. Le resultó difícil, porque el pueblo estaba revuelto: habían
encontrado tres cadáveres más. Castrejón estaba lleno de guardias civiles, Nissan de color verde, gente
curioseando y gente del ayuntamiento intentando calmar a las masas. Roque se
temía que el pánico iba a empezar a propagarse.
Después de dar mil vueltas por el
pueblo, y de buscar en el bar, en el ayuntamiento, en el frontón y en la
biblioteca dio por fin con el padre Beltrán. Roque respiró tranquilo,
resoplando.
El sacerdote estaba inmóvil delante de
la enorme iglesia que tenía el pueblo. Roque caminó hasta él, tranquilamente,
normalizando sus pulsaciones. Se quedó un par de pasos por detrás de él, hacia
la izquierda. Contempló con curiosidad al extraño personaje.
El sacerdote miraba desde detrás de sus
pequeñas gafas de sol la construcción. La iglesia de Castrejón no era bonita:
era un edificio alargado, rectangular, de hormigón y ladrillos. Pero era
impresionante. Tendría unos treinta metros de alto, coronados por un campanario
en punta. Había nidos de cigüeñas y de cuervos arriba.
El sacerdote de negro estaba inmóvil,
con los brazos a ambos lados del cuerpo, colgantes. Parecía conmovido,
deslumbrado, hipnotizado por algo que podía ver y el resto no. Roque aguardó a
su lado, sin saber qué era lo que impresionaba al anciano.
- Hace muchos años que no entro en
ninguna iglesia – dijo el anciano, de pronto. Roque se sorprendió, al descubrir
que el cura sabía que estaba allí, y porque tal afirmación en un sacerdote era
curiosa.
- ¿No?
El anciano negó con la cabeza.
- No.
Roque esperó.
- ¿Y por qué? – preguntó al fin, sin
saber si el hombre se ofendería ante la pregunta.
- Estoy maldito – fue la desconcertante
respuesta. – He matado a muchos hombres y mujeres, poseídos por ectoplasmas. He
perseguido almas y fantasmas, devolviéndoles a sus dimensiones demoníacas.
- Lo que ha hecho no es malo....
- Las reglas de Dios son las reglas de
Dios.... aunque haya fuerzas más poderosas que Él. He vendido mi alma para
poder vencer a mis enemigos, he caído presa de maldiciones al someter a malos
espíritus y entes demoníacos. Cuando muera sé que iré al Infierno.
Roque tragó saliva, sin saber que
contestarle.
- Lo lamento....
El sacerdote de negro se giró,
sacudiendo la cabeza.
- Es un precio muy alto por dar mi vida
por el bien. Pero lo pagaré cuando llegue el momento – dijo, resuelto,
decidido. Roque le admiró en ese momento. – ¿Sabemos algo de los demás?
- No.
- Bueno. Empecemos a buscar el portal.
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