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- Siguen saliendo criaturas – dijo el
padre Beltrán.
Los tres estaban escondidos todavía
detrás del último muro del castillo, alejados del patio interior, donde estaba
el portal. El sacerdote de negro aseguraba que seguía abierto y que los
monstruos seguían saliendo y las chicas no tenían duda de que así era:
confiaban en la visión paranormal que habían visto que el anciano tenía.
- Ha salido un oborozene, el número ocho – dijo, refiriéndose al extraño gorila de
cuatro brazos. – También han salido varios chimvet
y un par de gulslanges, la serpiente.
Los tres se quedaron en silencio,
escuchando los sonidos de la noche. Escuchaban los chillidos de los chimvet, que volaban desperdigados hacia
Castrejón. La bandada grande de unos sesenta animales se había dividido en tres
grupos, de no más de quince.
- ¿Podemos irnos de aquí? – preguntó
Mowgli, asustadísima.
- Creo que sí.... ¡esperad! – dijo el
cura.
Unos ladridos de ultratumba se escucharon
desde dentro del castillo. Victoria recordó al lobo enorme y negro.
- Son los ujku. Son tres – dijo el sacerdote de negro, mirando al suelo,
concentrado. Parecía ver con total nitidez con sus extraños ojos las criaturas
que estaban saliendo del portal. – Y ahora.... ahora.... ¡Maldito sea el cielo!
Las chicas se asustaron al ver al cura
enfadarse de ese modo. Apretaba los puños y miraba el muro del castillo con
furia, como si pudiese traspasarlo con la mirada. Y quizá pudiese hacerlo.
- ¿Qué ha pasado?
- El número nueve. La sagnant vidua. Acaba de atravesar el
portal – dijo, tenso.
- ¿Qué son? – preguntó Victoria,
temiendo la respuesta.
- Arañas gigantes. Peludas y peligrosas
– dijo el sacerdote de negro. – Cientos de ellas.
Las dos chicas sufrieron un escalofrío,
sintiendo asco.
Escucharon los sonidos espasmódicos y
asquerosos de las arañas mientras salían del portal a cientos, durante un gran
rato. Después todo quedó en silencio.
- Tenemos que movernos ahora – dijo el
padre Beltrán, poniéndose en marcha, rodeando las ruinas del castillo. – El
portal parece estar en calma. Hay que aprovechar ahora.
Las chicas le siguieron asustadas.
Dejaron atrás el castillo, recorriéndolo
con prisa. No querían detenerse por allí más de lo necesario, a pesar de que el
padre Beltrán aseguraba que los monstruos se habían dirigido hacia Castrejón.
Al pasar por el patio interior ninguno
dirigió la mirada hacia el portal. Una fuerza misteriosa les impulsaba a
mirarlo, pero supieron que era mejor no hacerlo.
Lo que sí vieron fue el cuerpo de Lucía.
Las chicas lo reconocieron al instante, a pesar de que tenía la cabeza
aplastada y destrozada. Mowgli sollozó desconsolada y Victoria lloró en
silencio, con una congoja muy honda en el pecho. En ese momento tuvo la certeza
de que ninguno sobreviviría.
Salieron de las ruinas y recorrieron el
campo salvaje hasta la antena, con precaución. Pero parecía que el padre
Beltrán tenía razón: aquella zona estaba libre de monstruos.
Por el momento.
- ¿Sabéis conducir? – preguntó el padre
Beltrán, señalando un todoterreno que había aparcado a los pies de la antena de
telefonía. Las chicas negaron con la cabeza.
- ¿Y usted no sabe?
- Sí. Pero hace mucho que no lo hago –
dijo, sincero.
Un impulso de energía llegó desde el
castillo y los tres miraron hacia allá. Los sonidos de las patas retráctiles de
los kehipy fueron perfectamente
audibles.
- Vámonos – dijo el cura, montando en el
coche.
* * * * * *
Bruno llegó al pueblo con el coche
revolucionado. El motor estaba en las últimas cuando el hombre frenó delante de
la casa de Lucía, en la plaza mayor. Salió acelerado, abriendo el maletero y
sacando armas de él, apoyándolas en el coche. Sacó más fusiles de asalto y los
colocó en el capó; sacó las escopetas de dardos tranquilizantes y las puso en el
techo; sacó las cajas de municiones y las colocó en el techo, en la parte
trasera; sacó las redes eléctricas y las extendió en el suelo.
Cogió su fusil de asalto y lo recargó
con municiones que sacó de las cajas. Después se colgó una escopeta de dardos del
hombro. Cogió una de las redes y se dispuso a prepararla.
Lo que había ocurrido en el castillo
había sido una tragedia. Pero Bruno estaba allí para otra cosa. No podía dejar
pasar esa oportunidad. Las vidas humanas que se habían perdido serían lloradas
y recordadas más tarde.
Cuando tuviese en su poder a un
corpóreo.
Quizá uno de esos lobos gigantes, o el
caballo enorme con fauces de león. Uno de los murciélagos-mono tampoco estaría
mal.... ¿Y el cocodrilo marrón con pico? No, ése no, le daba repelús....
Colocó la red eléctrica con su batería y
volvió al coche a por otra. Entonces oyó los chillidos sobre su cabeza.
Una bandada de una docena de los
murciélagos-mono pasó sobre la plaza mayor, a toda velocidad. Aquellos bichos
ya habían llegado al pueblo. Bruno sonrió.
Sus hermanos mayores estarían al caer.
* * * * * *
Pablo Moreno y Elena Escalante llevaban
patrullando por el pueblo desde la hora de comer. Habían recibido órdenes de
buscar y encontrar el nido, sin éxito. Tampoco habían recibido noticias de
Suárez, sobre los datos recibidos por los equipos instalados. Habían intentado
ponerse en contacto con él y no habían recibido respuesta. No sabían nada de la
operación.
Y la noche había ocupado su lugar en el
mundo. Era peligroso seguir al descubierto.
Ellos dos no tenían miedo. Eran soldados
curtidos y veteranos. Pero no tenían ninguna gana de exponerse inútilmente a
los “encarnados” que tomarían el
pueblo con la oscuridad.
- ¿Nos vamos? – preguntó Pablo. Elena le
miró, sorprendida. Ella también quería hacer lo mismo, y estaba a punto de
proponerlo, pero no habría imaginado nunca que sería el gigantón el que lo
sugeriría primero. – ¿Nos ponemos a cubierto?
- Sí. Es lo mejor. No me gusta nada
estar en blanco.
- No puede haberle pasado nada a Suárez,
¿verdad? – dijo Pablo.
Segunda sorpresa en menos de treinta
segundos. Su enorme compañero estaba muy nervioso, si dudaba de Suárez y quería
ponerse a salvo antes de que empezara la acción.
- No lo creo. Habrán tenido problemas
con los equipos, o las comunicaciones. Iban a instalar radares por toda la
zona, en un radio de diez kilómetros. Quizá los pinares obstaculicen las
señales de radio y les habrá llevado más tiempo toda la misión.... – dijo
Elena, sin tenerlas todas consigo. Aquella situación y aquel pueblo les estaban
poniendo a todos muy negativos....
Escucharon ruido de aleteo, muy fuerte.
Los dos levantaron sus fusiles y apuntaron con ellos, vigilando toda la calle.
Las farolas estaban encendidas, así que no pudieron ver lo que volaba por
encima de ellas. Pero era algo grande. Algo oscuro.
- Movámonos – sugirió Elena, con voz
dura. Los dos se pusieron en marcha a la vez, coordinados. Caminaban con
soltura, vigilando cada rincón, asegurando la zona, con sigilo. Los aleteos y
los chillidos seguían sonando por encima de ellos.
Entonces una de las farolas explotó,
detrás de ellos, dejando una zona de la calle en sombras. Pablo se giró y
apuntó con su fusil, pero no había nada. Siguió andando pegado a Elena.
Otra farola, delante de ellos se fundió,
dejando caer chispas anaranjadas al suelo. Los dos soldados se detuvieron
entonces, apuntando nerviosos a no sabían qué.
Entonces los corpóreos voladores
atacaron.
Una bandada de murciélagos enormes, con
cuerpo de chimpancé y alas de piel descendieron desde la oscuridad del cielo,
evitando las zonas de luz de las farolas. Gritaban como posesos, sin perder de
vista a los dos seres humanos. En fila, coordinados, uno detrás de otro, se
lanzaron a por ellos.
Pablo y Elena abrieron fuego, con puntería.
Los murciélagos enormes recibieron los disparos de bala, chillando de dolor.
Heridos, remontaron el vuelo, sin siquiera rozar a los humanos, que no se
movieron del sitio. Sólo un par de las bestias quedaron tendidas en la calzada,
muertas.
Pablo y Elena recargaron los fusiles, con
precisión, sin perder de vista la zona. Parecía que habían neutralizado la
amenaza.
Pero entonces un bramido animal sonó
delante de ellos. Los dos fusiles se orientaron hacia allá. En la oscuridad
brillaron dos ojos rojos. Los dos soldados tragaron saliva y no se movieron.
Un lobo enorme saltó entonces desde la
oscuridad, hacia ellos. Los fusiles abrieron fuego. El lobo recibió los
disparos en el aire, haciendo que cayera al suelo antes de tiempo, tropezando y
quedando acostado, bajo la luz de la farola, que empezó a quemarle la piel. Sus
pelos se derritieron y su piel burbujeó.
Elena se detuvo, sorprendida por la
presencia del corpóreo. Pablo, exaltado, siguió disparando, acertando al animal
caído, agujereándolo. El soldado reía, ligeramente histérico: se alegraba de
seguir vivo, de haber vencido al enemigo, pero también se sentía confuso ante
tan extraño animal, ante lo desconocido.
- ¡Pablo! ¡Ya vale! – gritó Elena, a su
lado, cuidándose que los disparos no la hiriesen. El soldado seguía disparando
y riendo.
Un segundo lobo los atacó desde detrás,
desde la farola fundida que tenían a su espalda. Atrapó al enorme soldado por
la espalda y se lo llevó a rastras, en un visto y no visto. Pablo fue arrastrado y seguía riendo a carcajadas,
desbocado, apretando aún el gatillo. Desapareció en la oscuridad y al poco
tiempo dejaron de escucharse sus risotadas y sus disparos.
Elena apuntó hacia allí e hizo unos
pocos disparos sueltos, apretando los dientes. El ataque había sido rapidísimo.
Pablo era un hombre muy pesado, pero aquel corpóreo se lo había llevado en
volandas sin dificultad.
Dejó de disparar, pues era inútil. Salió
corriendo de allí, pasando al lado del lobo moribundo, mientras recargaba el
fusil.
Tenía que ponerse a cubierto.
* * * * * *
El padre Beltrán condujo el todoterreno
con seguridad. Aquel era un buen coche, que respondía bien ante las
inestabilidades de la carretera, a pesar de la inexperiencia de su conductor.
Bajaron con prisa por el camino empinado
de la colina, hacia la llanura. Querían volver al pueblo. El sacerdote no sabía
si podrían acabar con la plaga que seguro se iba a abatir sobre Castrejón, pero
tenían que volver a estar todos juntos. E intentar sobrevivir.
- ¿Qué es eso? – preguntó Victoria, en
el asiento del copiloto. El padre Beltrán frenó bruscamente.
Delante de ellos, ocupando toda la
carretera, entre cadáveres de chimvet
quemados, había una multitud de arañas enormes como tapas de alcantarilla,
andando alzadas sobre sus ocho patas segmentadas. Mowgli gimió en el asiento
trasero.
- ¿Qué hacemos? – dijo, al ver que las
arañas los habían visto.
- Este coche tiene faros de xenón – dijo
Victoria, mirando fijamente al sacerdote de negro. El padre Beltrán la miró sin
comprender durante un instante, hasta que cayó en la cuenta. Asintió hacia la
muchacha, y la habría sonreído si hubiese estado acostumbrado a hacerlo.
Metió primera y aceleró a fondo,
lanzándose sobre las arañas, que se dispusieron en posición de combate. Cuando
estaban casi encima de ellas, el sacerdote encendió las luces del coche y puso
las largas.
Los potentes faros del todoterreno
derramaron su poderosa luz sobre las sagnant
vidua, quemándolas al instante. Sus cuerpos negros hirvieron en un segundo,
abrasados por la luz pura. El todoterreno pasó entre ellas, destrozándolas,
atropellándolas, partiéndolas en pedazos.
Restos de las arañas quedaron cubriendo
el camino de tierra, tras el paso del todoterreno. Sus ocupantes gritaron de
alegría.
* * * * * *
En el castillo, el portal soltó una
nueva descarga de energía. Nuevos habitantes de Satánix cruzaron a nuestro
mundo.
* * * * * *
Roque y Sergio llegaron al pueblo y se
dirigieron a casa del primero, dejando la moto en el garaje. Salieron de allí a
todo correr, sabiendo que donde mejor estarían era dentro de una casa. Pero sus
amigas y el padre Beltrán seguían por allí fuera. En la colina.
Roque sacó el frontal del bolsillo del
pantalón y se lo puso. Sergio sacó sus dos linternas y se colgó la mochila.
Salieron a la calle, decididos,
nerviosos y asustados.
Los chillidos de la gente empezaron en
ese momento.
- ¿Qué hacemos? – preguntó Sergio,
encendiendo las dos linternas, atravesando la oscuridad con ellas.
- Tenemos que encontrar a Mowgli y a
Victoria. Si los monstruos han empezado a salir seguramente habrán venido hacia
el pueblo.
- O quizá hayan muerto – dijo Sergio,
con un escalofrío, recordando las palabras del sacerdote por teléfono.
- Quizá – contestó Roque, serio.
Los dos amigos echaron a andar por la
calle iluminada por las farolas, con sus linternas halógenas encendidas y
dispuestas.
* * * * * *
Manuel y Félix estaban sentados en un
banco de madera que el ayuntamiento había colocado en la acera, en la salida
sur del pueblo. No sabían qué pintaba allí un banco, justo donde acababa la
acera y empezaba el arcén de la carretera local que llevaba hasta el siguiente
pueblo, doce kilómetros más allá. A lo mejor estaba allí para que los viejos
del pueblo viesen marchar a los coches.
Desde aquel banco los dos guardias
civiles escucharon los gritos de la gente.
Se pusieron los dos de pie, asustados.
Los dos habían desenfundado las pistolas, nerviosos.
- ¿Qué está pasando? – preguntó Félix,
acojonado.
- Se supone que para eso estamos aquí –
contestó Manuel, encaminándose hacia el centro del pueblo.
Félix lo siguió y los dos anduvieron
juntos, con las armas preparadas.
Chillidos animales y gritos humanos les
marcaron el camino.
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