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El coche de Bruno llegó derrapando y
levantando polvo al lugar donde Suárez había establecido la base de
operaciones. Eran las dos de la tarde, el Sol de verano caía con fuerza sobre
la gente, sin misericordia. Los equipos estaban casi todos instalados y listos.
Bruno salió de su coche y se dirigió
hacia los hombres de Suárez. Estaba furioso, pero logró dominarse al llegar
ante los soldados. Su misión era lo más importante, y dependía de que fuese
capaz de controlarse.
- ¡Buenas tardes! – saludó alegre,
forzando la sonrisa. – ¿Cómo va todo?
- Vamos bastante bien – contestó Manuel
Casado Sánchez. – Estará todo listo y preparado para la hora prevista. Incluso
antes.
Manuel Casado Sánchez era el miembro más
veterano del equipo de Suárez. Era un hombre de cincuenta y ocho años, pero no
los aparentaba. Era ancho pero no gordo: se mantenía en forma. Lo único que
delataba su edad avanzada era la calvicie que mostraba en la parte delantera de
la cabeza.
- Eso es muy buena noticia – concedió
Bruno, sincero. Le había caído bien Manuel desde siempre. Era el único que se
podía salvar de su plan. – ¿Y Suárez y los otros?
– No lo sé – contestó Manuel. – El jefe
vino y recogió a Héctor y a Jorge, pero no sé dónde fueron – entonces se giró y
gritó hacia la lejanía. – ¡Sara! ¡Sara!
A unos ochenta metros una cabeza morena
salió de detrás de un equipo, una caja metálica de intenso brillo plateado, de
un metro de lado.
- ¡¿Qué pasa?! – preguntó la mujer.
- ¡¿Sabes dónde está el jefe?!
- ¡¿Qué?!
- No te molestes, Manuel – dijo Bruno,
pasando por su lado y posando su mano amablemente en el hombro del soldado. –
Voy para allá y hablaré con Sara.
- Bien.
Bruno anduvo sin prisas hacia la caja
metálica, que reconoció como un sensor de ruidos, un aparato que recogía los
sonidos emitidos por los animales, a frecuencias más bajas y más altas que las
que el oído humano podía captar. En la agencia lo llamaban “el escuchador”.
Detrás del “escuchador” estaba Sara, una chica joven, más que Bruno, que se
peleaba para poder instalarlo en el terreno y configurarlo adecuadamente.
- Hola Sara.
- ¡Ah! Hola Bruno. ¿Qué te trae por
aquí?
Sara López de Miguel era una chica
valiente y versátil, con mucha energía. Era un miembro muy útil en el equipo de
Suárez, pues era técnico especialista en equipos de rastreo, como “el escuchador”. Pero además era una
soldado muy voluntariosa, que se ofrecía siempre para echar una mano o para ser
voluntaria en las operaciones más difíciles.
- He venido sólo para ver cómo iba el
montaje. Y para ver a Suárez. ¿Por dónde anda?
- Se ha ido con Jorge y Héctor, a echar
un ojo a los alrededores – explicó la chica, sin dejar de mirar un teclado
montado en el equipo, pulsando teclas y botones. – Quería tener bien controlado
el terreno para esta noche.
- ¿Encontraremos el nido antes de que
anochezca? – quiso saber Bruno.
- Creo que sí. El montaje va muy bien.
Bruno asintió.
- Bien. Bueno, voy a ver si encuentro a
Suárez.
- Toma, usa esto. Todos nuestros
vehículos tienen un rastreador GPS. Con esto sabrás por dónde andan – le
ofreció Sara, dándole un rastreador con pantalla.
- Muchas gracias – dijo Bruno,
alejándose hacia su coche. Ni Manuel ni Sara, atareados con su trabajo, se
dieron cuenta de que se detuvo un momento en uno de los cajones de las armas.
* * * * * *
Las horas pasaban lentamente, para los
pobres habitantes de Castrejón que no sabían qué esperar de la noche y para
aquellos pocos que sí sabían qué podía depararles.
La tarde avanzó y las cinco llegaron. El
padre Beltrán se acercó a la plaza de las Libertades solo: llevaba sin ver a
Roque desde que se separaron. No sabía dónde podía estar el chico, pero el
sacerdote no había tenido problemas para colarse en su casa y subir hasta el
altillo, donde pasó la hora de la comida escondido, comiendo un par de
bocadillos que había conseguido en el bar. Esperaba encontrarse con el
grandullón y con todos los demás.
Al poco rato de esperar llegaron
Victoria y Sergio, acompañados por una chica menuda y delgadita, de piel oscura
y mirada nerviosa. El padre Beltrán supuso que era Mowgli.
- Buenas tardes chicos – saludó, amable
con su voz cascada de grajo.
- Padre Beltrán, ésta es Beatriz. Pero
todos la llamamos Mowgli.
- Hola Mowgli. Encantado.
- Hola – dijo la chica, tímida.
- ¿De dónde eres? – preguntó el padre
Beltrán, después de observarla detenidamente un rato.
- Nací en la India, pero he vivido desde
pequeña aquí. Éste es mi pueblo.
- Nuestro origen es muy importante,
Mowgli – dijo el padre Beltrán, con amabilidad. – Pero más importante aún es a
dónde pertenece nuestro corazón.
La chica sonrió.
- ¿Dónde está Roque? – preguntó Sergio.
- No le he visto desde que nos
separamos.
- ¿Puede haberle pasado algo? – se
inquietó Victoria.
- No lo sé. Voy a buscarle – dijo
Sergio.
- ¡Venid luego con nosotros! – pidió
Victoria.
- Mis amigos me han dicho que quería
contarme una historia. Que era importante que la escuchara – dijo Mowgli.
- Así es. Pero mejor vayamos al bar:
podremos hablar más tranquilos y nos refugiaremos de este calor – opinó el
padre Beltrán.
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