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Bruno maldijo mil veces el cacharro que
le había prestado Sara. No había manera de entenderse con él. Llevaba varias
horas recorriendo los caminos de tierra que había alrededor de Castrejón,
atravesando pinares y tierras de labranza.
Pasó varias veces cerca de la colina
cercana al pueblo, que tenía la antena de telefonía y los restos del castillo
en la cima. Cruzó el río varias veces, al otro lado del pueblo. Cruzó campos y
campos de girasoles, que lo miraban pasar, imperturbables. El coche y Bruno se
iban calentando más y más.
La señal del aparato mostraba el lugar
donde estaban Suárez y los otros dos, pero no dejaban de moverse. A menudo se
detenían, Bruno suponía que para colocar sensores o radares, pero al poco rato
volvían a ponerse en marcha. Bruno era incapaz de alcanzarles, también porque
se había perdido multitud de veces.
Al final, cansado, con hambre y
sudoroso, frenó y paró el coche al lado de unos pinos, a la sombra, en un
camino estrecho de tierra. No creía que nadie fuese a pasar por allí, así que
decidió que esperaría un rato. Bajó las ventanas del coche y sólo consiguió que
entrase aire caliente. El verano actuaba con toda su fuerza en las tierras
castellanas.
Estudió durante casi media hora el
aparato, y los movimientos del coche de Suárez. Vigiló las carreteras y previó
la ruta que el otro coche iba a trazar. Cuando estuvo casi seguro de por dónde
iban a pasar, y si le iba a dar tiempo a alcanzarles, arrancó de nuevo el coche
y se puso en marcha.
Conducía a toda velocidad con el aparato
en la mano, vigilando los movimientos de Suárez y los otros. Por ahora seguían
la ruta que Bruno había pensado que recorrerían. Aceleró aún más, derrapando en
las curvas de tierra, jugándose el pellejo, para llegar a tiempo al punto de
encuentro que había previsto.
Entonces observó, con regocijo, que el
coche de Suárez se había parado. Estaba al borde de un campo, en la carretera
que Bruno seguía. Iba a alcanzarles antes de lo que había previsto.
Otros veinte minutos de conducción
peligrosísima después, Bruno llegó a un campo de girasoles que estaba al lado
de la pista de tierra. Aparcó, resbalando en la arena suelta, delante del land rover de Suárez.
- ¿Bruno?
Caminó por entre los altos girasoles,
hacia las tres cabezas que sobresalían entre las flores. Les saludó con la
mano, forzando una sonrisa.
- ¿Qué carajo haces aquí? – gruñó
Suárez.
- Sara me ha dejado este chisme para
encontraros. Quería ver cómo iba todo....
- Pues vamos bien – respondió Suárez,
enfadado. – No tenías que venir.
- Solamente quería controlar que todo
estaba saliendo bien. Tenemos que encontrar el nido antes de la noche.
- Quedan unas cinco horas para que
anochezca, y para entonces sabremos de sobra dónde está el nido – dijo Suárez,
con mal tono. Héctor y Jorge se miraron, sin saber a qué venía esa conversación
tan tensa entre sus dos superiores. – Lo que me pregunto es por qué has venido
hasta aquí para controlarnos, si ya no eres tú el responsable de esta
operación.
- De tu operación quizá no.... – dijo
Bruno. Parecía sereno, pero por dentro era una tormenta, terriblemente nervioso
y acojonado. – Pero mi operación sigo mandándola yo.
- ¿Tu operación? – llegó a decir Suárez,
riendo, asombrado y divertido.
En ese momento Bruno sacó de la
cinturilla del pantalón, a su espalda, una pistola. Era una semiautomática que
el equipo de Suárez había traído con ellos: la mayoría eran de dardos
tranquilizantes, para tratar de coger vivo a alguno de los “encarnados”. Pero Bruno se había cuidado
mucho de coger una cargada con balas de plomo.
Sabía que el más peligroso era Suárez,
así que le disparó primero. El jefe del equipo cayó hacia atrás, asombrado.
Después desvió hacia los otros dos
hombres la pistola, que le miraron horrorizados, sin comprender lo que estaba
pasando. Bruno disparo primero a Héctor, haciéndole desaparecer la sien
derecha. Después disparó a Jorge, que ya intentaba ponerse a cubierto. El
disparo le dio en el hombro, haciéndole girar. Bruno volvió a apretar el
gatillo y le acertó en el pecho, haciéndole toser sangre. El hombre cayó al
suelo y tardó menos de un minuto en morir.
Suárez, con un tiro en la parte alta del
pulmón izquierdo, resoplaba y se removía en el suelo. Bruno se acercó a él, con
resolución, pero las rodillas le temblaban.
- ¡Te has vuelto loco! – farfulló
Suárez, entre jadeos sangrientos. – ¡Estás como una cabra, cabrón malnacido!
¡No sé qué pretendes, pero la agencia irá a por ti!
- ¿La agencia? – se extrañó Bruno,
parándose al lado de Suárez, mirándole desde arriba. – La agencia no podrá
hacerme nada cuando consiga lo que me propongo.
Levantó la pistola y le pegó un tiro en
la cabeza. El pulso no le tembló y las rodillas le habían dejado de
entrechocar.
Bruno se sorprendió a sí mismo: no
esperaba que tuviese tanta sangre fría para matar a tres seres humanos. Sonrió,
medio orgulloso y medio asustado. Después se dobló, vomitándose en los zapatos.
Nadie le escuchó, como nadie había oído
los disparos. Estaba solo en medio de la llanura castellana.
* * * * * *
Mowgli escuchó atentamente todo lo que
el padre Beltrán le contó. Todo lo referente a otros mundos, a las dimensiones
demoníacas, a Satánix, a los monstruos que habían entrado en su mundo, al
portal, al trece.... Y no daba crédito.
Victoria, a su lado, le aseguraba que
era todo cierto. Pero ella no podía creerlo. ¿Cómo iba a creer una cosa así?
Eso estaba bien para las películas y los libros. Pero aquello era la vida real.
- Mowgli, sé que te costará creerlo.
Nadie en su sano juicio
lo creería – se puso de su lado Victoria. – Pero nosotros hemos visto a esos
monstruos. Hemos huido de ellos. No hay que creer nada: es cierto. Es real.
Mowgli tragó saliva.
- Y tenemos que darnos prisa en
encontrar el portal. Siete de los doce soldados del trece ya han cruzado hasta nuestra dimensión
– explicó el padre Beltrán. – Sólo quedan cinco antes de su caudillo maldito. Y
todo se acelera al final.
Mowgli miró al sacerdote a los ojos (a
sus pequeñas gafas de sol, que no se había quitado al entrar en el bar). Era un
hombre tan extraño.... Pero sus amigos confiaban en él. Confiaban a ciegas.
Decidió que no podía ser tan orgullosa y
tan incrédula y que debía confiar en sus amigos.
- ¿Y qué podemos hacer para encontrar el
portal? – concedió al fin.
- El portal no es más que una puerta, un
hueco que comunica nuestro mundo y Satánix – explicó el padre Beltrán. – Llevo
buscando ese hueco mucho tiempo, sin conseguirlo. Pero ahora debemos
encontrarlo en tan sólo unas horas. Y no sé cómo hacerlo.
Las dos chicas se miraron,
desconsoladas. Si alguien sabía cómo encontrar el portal, ése debía ser el
padre Beltrán.
- Pero.... ¿cómo es? ¿Qué forma tiene? –
preguntó Victoria, intentando buscar una solución. – Si sabemos eso quizá se
nos ocurra dónde puede estar en el pueblo.
- No lo sé. Simplemente es un hueco.
Puede ser una puerta real o un corte en el suelo. Realmente no lo sé.
- ¿Y ha estado siempre aquí, en el
pueblo? ¿O ha surgido de pronto? – preguntó Mowgli.
- No puede ser nuevo – contestó el padre
Beltrán. – Los portales entre dimensiones son inmutables, son fijos. Algunos
son más fáciles de encontrar que otros, pero siempre son de la misma forma y
ocupan el mismo lugar.
- Y entonces.... ¿cómo es que ha pasado
tanto tiempo desapercibido para la gente del pueblo? – se preguntó Mowgli. –
¿Cómo es que es justo ahora cuando los monstruos han venido hasta aquí?
- Buena pregunta – dijo el padre
Beltrán, pensativo. – Según las leyendas, los portales que unen Satánix con el
resto de mundos son los más seguros de todos. Fue lo que consiguieron los
dioses y demonios del resto de los mundos al unir su magia para intentar
destruir Satánix: lo encerraron en sí mismo.
- ¿Y cómo es que el portal de nuestra
dimensión se ha abierto? – preguntó Victoria.
- No lo sé.... Pero ha tenido que
ocurrir una magia muy poderosa o un cataclismo de gran magnitud para que el
sello se rompiera y el portal se haya abierto.
- No ha pasado nada parecido
últimamente....
- ¿No? ¿Seguro? – preguntó el padre
Beltrán, casi desesperado – ¿No ha habido nada nuevo en el pueblo últimamente?
¿Alguna voladura, alguna explosión?
Las dos chicas negaron con la cabeza. El
sacerdote juró por lo bajo, huraño.
- Bueno.... – dijo de pronto Mowgli. –
Hace unos meses han construido la torre de telefonía de la colina. Estuvieron
picando y usaron maquinaria pesada.
- ¿Eso podría haber abierto el portal?
- Quizá – dijo, pensativo el padre
Beltrán, frotándose el mentón desaliñado. – Pero es muy raro que el portal
estuviese en medio de la colina, sin más, como un simple agujero en el suelo,
esperando las obras de esa antena para abrirse....
- No es la antena – dijo Victoria, de
pronto, cayendo en la cuenta. – Es el castillo. El portal está en las ruinas
del castillo. El sello se rompió con las obras.
- Eso tiene sentido – afirmó el
sacerdote de negro. – Por eso ese tal Bruno Guijarro no lo ha encontrado por el
pueblo....
- ¿Y el nido que buscaba con tantas
ganas?
- No sé dónde podría estar....
- No sé, no tengo ni idea.... – dijo
Mowgli, con timidez. – Pero.... ¿no podría ser que el portal y el nido sean la
misma cosa? ¿Qué los monstruos, las criaturas nocturnas, se escondan de día en
su dimensión? ¿Qué vuelvan a ella por el portal?
- ¡Eso es! ¡Claro que sí! – saltó el
padre Beltrán, poniéndose en pie del entusiasmo. – Es lo más lógico: las
criaturas no se sienten a gusto en nuestra dimensión, no es su ambiente
natural. Por eso, en la parte del día más incómoda para ellos, vuelven a su
origen, a su hogar. Y lo seguirán haciendo hasta que el trece llegue: entonces no le temerán a nada.
Ni siquiera al Sol.
- ¿Qué hacemos? ¿Vamos para allá? – dijo
Mowgli, poniéndose en pie. El anciano sacerdote le había contagiado su
entusiasmo.
- Es nuestra mejor pista. Y no tenemos
mucho tiempo que perder.
- ¿Y los chicos? – preguntó Victoria. –
Roque tiene una moto en la que podríamos ir alguno hasta allí en un momento.
- Les llamaremos por el camino – dijo el
padre Beltrán. – Ahora debemos ponernos en marcha.
Protegidos por la fuerte luz del Sol,
los tres salieron a la calle y se encaminaron a la lejana colina.
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