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El edificio de oficinas relucía al Sol de media
tarde. El acero y las cristaleras brillaban como espejos a todo lo alto de los
cuarenta y siete pisos de altura del rascacielos. Los peatones pasaban por delante de él, ajenos a
su presencia, ya que no era el único edificio de esas características de la
zona. Los rascacielos y edificios enormes de oficinas poblaban aquella parte de
la ciudad.
Pero aun así era una isla de luz en un bosque de
edificios grises de hormigón.
Bruno Guijarro Teso caminaba con paso decidido por
la acera, hacia él. Avanzaba resuelto, con ganas. Trabajaba en aquella empresa
y creía en lo que hacía, aunque fuese algo totalmente extraordinario. Su
trabajo se salía de lo normal. Era algo que poca gente sabía que existía. Algo
extraño, peligroso, pero también magnífico. A Bruno le apasionaba, le
encantaba. Siempre iba a trabajar con entusiasmo.
Bruno contaba treinta y cuatro años. Era apuesto,
atlético, de cabello sedoso y poblado, de color marrón. Tenía buen porte, era
elegante y sabía cómo usar su sonrisa seductora de perfectos dientes blancos.
Sus compañeros de trabajo le tenían por un ligón, un “donjuán” que volvía locas
a las mujeres, que no perdonaba nada ni a nadie en las discotecas.
Totalmente falso. Bruno dejaba que ese rumor
circulara, para poder tener una tapadera sólida ante su soltería irremediable.
Él servía a una causa mayor, a un proyecto más importante que cualquier mujer y
que cualquier amor. Poca gente podría entenderlo, y a poca gente podía
explicárselo. Así que dejaba que su fama le sirviera de coartada para su
misión. El mundo dependía de él y de sus compañeros.
Entró en el vestíbulo del complejo de oficinas.
Era amplio y despejado, con una fuente de mármol en el centro. Había gente
andando en todas direcciones, entrando y saliendo del edificio. A un lateral
había un mostrador de recepción y en el otro extremo de la sala una garita del
servicio de seguridad. Todas las personas de la sala iban a su aire, sin
prestar atención a los demás. Bruno hizo lo mismo.
Se dirigió sin dudar hacia un ascensor que había
en un extremo de la sala, detrás de unas columnas ornamentadas y una hilera de
cabinas telefónicas, ahora ya casi obsoletas. El ascensor era ordinario, con
puertas de metal inoxidable, mate, sin adornos. Nadie se fijaba en ese
ascensor.
Y eso era lo que se pretendía.
Bruno pasó una tarjeta por un lector óptico y
esperó pacientemente a que las puertas se abrieran. Un pitido seco indicó que
el ascensor estaba allí. Las puertas se retiraron hacia los lados sin un sonido.
Bruno entró y pulsó un botón. En la cabina solamente había tres botones, de
color rojo los tres: uno era un círculo, otro un cuadrado y el tercero un
triángulo. Bruno había pulsado este último. Las puertas se volvieron a cerrar.
Nadie en el gran vestíbulo se había dado cuenta de la insignificante escena.
El ascensor subió con ligereza, sin emitir sonido alguno.
Bruno esperó a que el trayecto terminara, todavía excitado. Aquél prometía ser
un gran día. Habían recogido lecturas de una criatura. Bruno había esperado
aquello desde que entró a trabajar en la agencia.
La Agencia para el Control Paranormal de Entes
Extraños (o ACPEX) había sido fundada en los años ochenta, por el gobierno del
PSOE, a raíz de los extraños sucesos que empezaron a registrarse cerca de San
Carlos de la Rápita, cerca del camping de los Alfaques, en Tarragona. Multitud
de conductores contaban haber visto personas en el arcén de la carretera, de
noche, vestidas de forma veraniega fuese cual fuese la época del año, con la mirada
fija y perdida, ajenas al paso de vehículos. Los testigos aseguraban que eran
adultos, niños y ancianos, ajenos a todo lo que estaba a su alrededor, a
oscuras en carreteras de poca visibilidad, con aspecto de haber sido quemados.
Se investigó la situación, conjuntamente por la
policía nacional y la guardia civil, pues la presencia de viandantes en malas
carreteras, de noche, podía suponer un riesgo de accidentes muy alto. Y no se
encontró explicación alguna para tal suceso. Pero los informes de conductores
seguían llegando.
La explicación extraoficial que nunca salió a la
luz fue que el 11 de julio de 1978 un camión cisterna con veinticinco toneladas
de propileno líquido circuló por la carretera N-340 y tuvo un fallo en el
sistema hidráulico de la cisterna, provocando un escape de gas y una posterior
explosión, que alcanzó el cercano camping de los Alfaques, quemando y matando a más de cien personas. Las
personas que se veían en la carretera eran los espectros de los fallecidos en
la tragedia.
El gobierno de Felipe González creó la Agencia
para el Control Paranormal de Entes Extraños para investigar estos extraños
sucesos y los que surgieron después. España parecía estar llena de zonas con
alta actividad paranormal, zonas oscuras y lúgubres, con pasados llenos de
matanzas, batallas entre moros y cristianos, entre nacionales y republicanos y
accidentes fatales. Las expresiones de entes paranormales eran numerosas.
La agencia se encargaba desde hacía casi treinta
años de investigar y analizar los informes de actividad paranormal que llegaban
desde todos los rincones de la península, descubriendo multitud de falsedades,
pero hallando de vez en cuando hechos fehacientes de que el más allá a menudo
se comunicaba con el “más acá”.
La gente de la agencia apenas salía de las
oficinas. Existían equipos de contención y actuación sobre el terreno, que se
encargaban de estudiar los casos más claros de manera directa, haciendo trabajo
de campo. El resto del trabajo de la agencia se hacía en las dependencias del
edificio de oficinas, tratándose de trabajo de investigación.
Bruno deseaba desde que entró poder hacer trabajo
de campo.
Y parecía que esta vez iba a poder hacerlo. La
presencia de una criatura le acercaba a la realidad de los fenómenos
paranormales.
Salió del ascensor con prisa, caminando con
velocidad por el pasillo enmoquetado. Las dependencias de la ACPEX no tenían
nada de espectacular: constaban de varios cubículos, despachos de paredes de
cristal inteligente que se podía ensombrecer, salas de reuniones y de exposición
de información con medios audiovisuales modernísimos, salas repletas de
archivadores que contenían datos e informes sobre casos antiguos.... lo único
que se salía de lo normal era la “Sala de Luces”, una amplia estancia donde se
ubicaba el ordenador central, conectado a todas las comisarías y cuarteles de
la guardia civil, desde donde se podía recibir en tiempo real información sobre
cualquier denuncia de algún hecho extraño. Bruno Guijarro usó una tarjeta para
acceder a ella. Introdujo una clave personal en un teclado adosado al marco
metálico de la puerta y esperó a que se abriera. Un guardia de seguridad
fuertemente armado lo miró cuando entró: al reconocerle le saludó con la
cabeza.
Una gran pantalla de plasma, cubierta por
múltiples puntos de luz, cubría una pared entera de la sala, con un mapa del
país. Las luces rojas mostraban los “puntos
calientes”, zonas en las que se había registrado la presencia de actividad
paranormal; las luces amarillas representaban las zonas de investigación,
aquellos puntos en los que los equipos de campo estaban investigando; las luces
verdes mostraban lugares ya investigados que estaban fuera de peligro, ya fuera
porque el aviso de entes paranormales había sido falso o porque se había
neutralizado la amenaza. Franjas azules, como nubes sobre el mapa, mostraban
amplias zonas donde la actividad paranormal era habitual: en estas zonas era
donde solían aparecer los puntos rojos.
Había multitud de consolas con teclados y
monitores frente al gran mapa luminoso, atendidas por técnicos vestidos con
camisas y tocados con grandes auriculares. Todos hablaban a la vez, manteniendo
conversaciones con los equipos de seguridad del estado de diferentes partes de
España o siendo informados por los equipos de campo que trabajaban en ese mismo
instante sobre el terreno. Bruno caminó entre ellos, dirigiéndose hacia el
mapa.
Allí lo esperaba un hombre vestido con el uniforme del
ejército. Era un hombre mayor, de unos sesenta años, con el pelo cortado al
rape, de un color gris oscuro. Su cara estaba curtida, arrugada, pero seguía
siendo dura y altiva. Bruno se situó a su lado, frente al mapa luminoso. Aunque
no era un soldado, adoptó una postura de firmes al lado del general: era algo
que le salía sin pensar.
El general Alejandro Muriel Maíllo se giró
ligeramente para mirarle, sin apartar las manos de la barandilla con forma de
tubo que había a unos tres metros de la pantalla gigante. La mirada del general
fue seria, adusta. Pero Bruno sabía que eso no significaba que el militar
estuviese de mal humor.
- ¿Ha oído las noticias? – dijo, con su voz grave
pero juvenil.
- Sí, señor – contestó Bruno. El general se giró
por fin y le miró de frente. Bruno relajó un poco la postura, pero mantuvo sus
manos entrelazadas a la espalda.
- Parece que tenemos un “encarnado” – dijo el general. Bruno asintió, conteniendo su
entusiasmo. – Hacía mucho tiempo que no nos encontrábamos con un corpóreo que
manifestase actividad paranormal....
Bruno asintió. Llevaba más de siete años
trabajando para la ACPEX y nunca se había encontrado con un corpóreo, un “encarnado” según la jerga de la agencia.
Las manifestaciones paranormales solían ser
ectoplásmicas, restos fantasmales que se presentaban a los mortales, que les
hablaban y asustaban o que modificaban el entorno, pero sin una presencia
física. No solían quedar rastros, salvo alguna leve traza ectoplásmica, muy
difícil de encontrar en la mayor parte de las ocasiones. Las manifestaciones
fantasmales, de incorpóreos, eran las más difíciles de investigar, pues no
quedaban pistas reales para comprobar si lo que había ocurrido era cierto o una
invención de los testigos. Por eso, a los fantasmas, los miembros de la ACPEX
los llamaban “humos”.
Los corpóreos, en cambio, dejaban pistas mucho más
fáciles de seguir. Huellas en el suelo, jirones de pelo o lanas en los
arbustos, heridas a los humanos.... Eran seres con cuerpo, surgidos de nadie
sabía dónde o de qué manera. Eran más fáciles de seguir.
Pero también eran fáciles de falsear. Los ataques
de los lobos al ganado habían pasado multitud de veces por ataques del
chupacabras; crímenes terribles, con desmembramientos y desaparición de partes
del cuerpo de la víctima habían sido investigados como ataques de seres
diabólicos cuando habían sido obra de un asesino despiadado y loco.... Los “encarnados” eran una espina en el
historial de investigaciones de la agencia.
Pero parecía que esta vez sí que había habido
contacto con un corpóreo. Lo bueno que tenían los corpóreos frente a los “humos” es que se podían atrapar, tocar y
estudiar. Bruno estaba entusiasmado, por sí mismo y por la agencia: la
presencia de un ser de otro mundo, un ser paranormal tangible, justificaría la
existencia de la agencia y su propia historia como persona.
- ¿Dónde ha sido?
- Allí – dijo el general, señalando un nuevo punto
rojo que los técnicos habían señalado en el mapa luminoso, un punto de luz roja
en medio de la llanura castellana. Un punto solitario, separado de las nubes
azules de alta actividad paranormal. Un punto de luz que representaban la esperanza para la ACPEX y para Bruno.
- ¿Tenemos informes? ¿Descripciones?
- No. Sabemos que un lugareño fue atacado por un
animal. Pero por la zona no hay lobos ni gatos monteses. No saben qué puede
haber sido. La hipótesis oficial de la guardia civil es que fue atacado por un
perro vagabundo. Pero las paraalarmas se activaron.
- ¿Cuál va a ser nuestro plan de acción?
- Mandaremos un equipo de trabajo de campo. Quiero
a Suárez y a su equipo. Estarán disponibles pasado mañana: están terminando una
investigación en Finisterre.
- Quiero ir – dijo Bruno, inquebrantable.
El general Muriel Maíllo lo miró, sin cambiar de
expresión. Sabía que aquel muchacho se moría de ganas por actuar en el terreno,
y se había ganado ese derecho con
holgura, trabajando a destajo durante años, liderando investigaciones y
consiguiendo grandes éxitos para la agencia. El general sabía que el chico lo
haría bien.
- Podrá acompañar a Suárez con su equipo cuando
estén dispuestos.
- Quiero ir ahora – contestó Bruno, sereno, con
una muda súplica en los ojos.
El general achicó los ojos, mirándolo fijamente.
- Escuche, mi general: el corpóreo se ha
presentado esta noche. No sabemos si volverá a hacerlo o no: no sabemos cómo
actúan esas criaturas, de dónde salen, cómo se han originado. No sabemos nada
sobre ellas. ¿Y si se alimentan un par de veces en la superficie y luego
vuelven a sus guaridas subterráneas para descansar durante otros treinta años?
No podemos perder esta oportunidad. Déjeme ir.... empezaré la investigación y
para cuando lleguen Suárez y su equipo estará adelantada.... no quiero tomar el
mando, sólo estar en medio de la acción....
El general suspiró hondo, mirando al joven a los
ojos.
- Este momento es muy importante para la agencia.
Espero que tenga eso en cuenta en todo momento – dijo, con su voz grave, casi
con censura. – Tiene un par de días hasta que lleguen Suárez y sus hombres.
Entonces estará bajo sus órdenes, ¿comprendido?
- Muchas gracias, señor.
- No se equivoque – dijo el militar, alzando un
dedo. – Esto es una dura prueba para usted. Confío en su criterio y en su
profesionalidad, pero si comete algún error estará fuera de la agencia en menos
tiempo del que necesita un “humo”
para desaparecer.
Bruno asintió, inexpresivo, pero nervioso por
dentro.
- Dos días usted solo. No la cague.
- Gracias, señor – contestó Bruno. Después miró
hacia la pantalla iluminada un instante y luego se giró, para salir de la “Sala
de Luces”.
El general Alejandro Muriel Maíllo lo vio irse,
orgulloso y preocupado a partes iguales. Bruno Guijarro Teso era un hombre de
la agencia competente y leal, pero aquel caso era muy importante. Esperaba que
todo saliera bien.
Se volvió al mapa compuesto de luces, fijando la
mirada en un solitario punto rojo, en medio de la nada. Esperaba que el
corpóreo volviese a manifestarse.
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