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- ....y
aunque el jugador de Bestia sabía dónde encontrar el tesoro, la tirada de Azar
ha cambiado las cosas. – explicó Volbadär, que no podía esconder que se sentía
muy contento por cómo se estaba desarrollando la partida.
- ¿Y dónde
está el tesoro, entonces? – preguntó Bestia, muy enfadado.
- Veamos....
– dijo el anfitrión, consultando sus páginas de historia. – Sí. Durante años
los magos creyeron que el célebre tesoro estaba escondido en el subsuelo de ese
sencillo templo de la ciudad de Tax. Las leyendas así lo contaban. Pero resulta
que las leyendas estaban ligeramente “adornadas”....
- Querrás
decir que “mentían” – dijo Fásthlàs el Bullicioso, también molesto.
- Bueno,
digamos que estaban “equivocadas” – dijo Volbadär, tratando de recuperar el
control del juego y su autoridad. – El tesoro está en el templo indicado por
las leyendas, pero no en el templo situado en Tax.
- ¿Y dónde
está ese templo? – preguntó Bestia. Volbadär sonrió, travieso, mientras se
encogía de hombros, enigmático.
La Madre
suspiró, cansada y molesta, rebuscando una nueva ficha en su bolsa de cuero.
• • • • • •
Los
cinco compañeros bebían desanimados en una de las tabernas de la ciudad. Ahdam
despachaba una jarra detrás de otra de vino especiado. Los gemelos Borta y Wup
se decantaron por el hidromiel, y ya estaban bastante borrachos. Hiromar y
Mórtimer bebían cerveza, de forma más moderada, en silencio. El Minotauro
estaba asombrado, sin creer todavía que las leyendas del gremio de magos estuviesen
equivocadas. El joven ladrón seguía sacudido por la pérdida de Eeda, por la
sorpresa de que el tesoro no existiese y estaba intrigado por los extraños
sonidos que se escuchaban antes de que les ocurriese algo.
-
No me lo puedo creer – decía Ahdam, una y otra vez, con la voz más vacilante y
pastosa a medida que pasaban el tiempo y las jarras de vino. – El tesoro tenía
que estar ahí....
El
caballero no echaba la culpa a Hiromar, pero el Minotauro no podía evitar
sentirse culpable: él era el mago del grupo, el que conocía la ubicación del
tesoro que querían encontrar. Hiromar no dejaba de pensar en todas las
desventuras por las que habían pasado, todas las ocasiones en las que casi
habían muerto, que habían sido por nada. Pensaba en Eeda. La Ninfa se había
unido a ellos, en una búsqueda sin sentido, y había encontrado la muerte.
Mórtimer
también pensaba en ella, pero de una forma algo distinta. Lamentaba
profundamente su pérdida, por supuesto, sobre todo ahora que había descubierto
que estaba enamorado de la Ninfa, y ella de él. Pero no culpaba a nadie de su
muerte, al menos a nadie del grupo. Seguía pensando en los sonidos y temblores
que precedían a los acontecimientos que les ocurrían durante su aventura.
-
No me lo puedo creer.... – repitió Ahdam. – El tesoro tenía que estar en ese
templo....
-
Déjalo ya, Ahdam – dijo Mórtimer, brusco pero con amabilidad. Después bebió de
su cerveza.
-
Pero es que.... ¡todo ha fallado! – replicó el caballero. – ¿Qué vamos a hacer
ahora? ¿Dónde buscaremos? ¿Cómo podré volver ahora a Gurfrait, sin gloria ni
riquezas?
El
joven ladrón se encogió de hombros, con cara de circunstancias. Los gemelos
Bárbaros negaron con la cabeza y Hiromar no dijo nada, ausente: tenía la mirada
fija en un encapuchado, sentado dos mesas más allá.
Cuando
Mórtimer se dio cuenta de lo que llamaba la atención del Minotauro también lo
miró. En ese instante, el encapuchado se puso en pie y caminó hacia ellos, con
el vaso de barro en la mano.
-
Disculpad mi intromisión, pero no he podido evitar escuchar lo que decíais –
dijo, situándose al lado de Ahdam, quedándose de pie, con una voz suave que les
dejó claro que el encapuchado era una mujer. – ¿De verdad eres Ahdam de
Gurfrait, de las montañas Borgö?
Todos
los de la mesa la miraron. Mórtimer pudo ver los rasgos de la desconocida
gracias a la luz tenue de la vela que ardía sobre su mesa. Era una mujer bella,
de rostro alargado y barbilla puntiaguda. Tenía la piel bronceada, cejas
feroces y una nariz fina y respingona. Los ojos parecían oscuros y el cabello
que sobresalía de la capucha, a los lados de la cara, era negro. Vestía ropas
oscuras y pardas, resistentes aunque desgastadas. Parecía un trampero del
bosque.
-
Sí, soy yo – contestó el caballero, enfocando su enturbiada vista. – ¿Quiénes
sois vos?
-
Mi nombre es Solna – respondió la mujer, sonriendo ligeramente. – Vivo en
ninguna parte, mi lugar de origen nunca ha estado claro y voy de aquí para
allá. ¿Puedo sentarme con vosotros?
Ahdam
asintió, algo inseguro, y la mujer cogió un taburete cercano casi sin esperar
respuesta. Lo colocó al lado de Ahdam, entre el caballero y el ladrón, y se
sentó con confianza.
-
¿Sois una merodeadora? – preguntó Ahdam.
-
De oficio, al menos, aunque no de raza.... – contestó la mujer, desenvuelta. –
Ya os digo que no sé dónde nací.
-
¿Y qué hacéis por aquí?
-
Seguía el rastro de una pareja de ciervos blancos, desde las Tierras Áridas del
norte, y a través del Desierto Solitario, pero perdí su pista al entrar en la
Llanura Umbría: es difícil seguir el rastro en las piedras volcánicas y el
ciervo blanco es un animal muy listo.
Mórtimer
se volvió hacia Hiromar, que se inclinó hacia él, hablándole en susurros.
-
En tu reino no hay ciervos blancos, ¿verdad, forastero? – bromeó. – El polvo de
pezuñas de ciervo blanco es muy utilizado en magia y muy valioso en el mercado
negro.
-
¿Y cómo me conocíais? – preguntó Ahdam, al margen de lo que sus amigos
susurraban.
-
Viajo por toda la tierra de Xêng y oigo hablar a la gente. – explicó Solna. –
Sois famoso en la parte sur de las montañas Borgö. Además he oído vuestro
nombre cuando vuestro amigo os llamaba y vos habéis nombrado a Gurfrait. Tenía
que probar si erais vos....
-
Pues sí, soy yo....
-
Es un verdadero honor.... – dijo la merodeadora, estrechando la mano del
caballero. – Y, ahora que ya nos conocemos, ¿podíais decirme cuál es ese tesoro
que andabais buscando?
Ahdam
y sus compañeros se quedaron con la boca abierta, frente a la mujer que los
sonreía con picardía. Sólo Mórtimer no se sintió sorprendido, sino que rió a
carcajadas. El
ladrón sabía reconocer a otro delincuente.
-
¿Cómo....? – farfulló Ahdam.
-
Os he escuchado hablar de un tesoro que no estaba en su sitio.... – dijo la
mujer, con desfachatez. - Si me decís de qué tesoro se trataba, quizá pueda
ayudaros: conozco muchas historias de tesoros...
-
No creo que sepas más que yo.... – dijo Hiromar, algo molesto y enfadado. Solna
le miró atentamente antes de contestarle, fijándose en la varita retorcida de
madera de vid que llevaba al cinto.
-
Un mago, ¿eh? ¿Eras tú el que sabía dónde estaba el tesoro? Por lo que os he
oído decir y he visto lamentarse al caballero, no estabas en lo correcto,
¿verdad?
Los
cinco se miraron, algo avergonzados y reacios a compartir lo que sabían con
aquella avispada merodeadora.
-
¿Qué podéis perder? Quizá sepa dónde está en realidad el tesoro que buscáis,
¿no? Yo os ayudo y vosotros me dejáis formar parte del grupo. ¿Os parece?
Los
cuatro compañeros miraron a Ahdam, que en última instancia era el líder y
promotor de aquella aventura.
-
Supongo que tiene razón.... – dijo, resignado, encogiéndose de hombros. Después
se volvió a mirar a la merodeadora. – Buscábamos el tesoro del dios Volbadär,
que se suponía estaba escondido y protegido por trampas en el templo de Fugun.
Solna
asintió.
-
Y allí está.
Los
cinco la miraron sin moverse.
-
No puede ser – dijo Ahdam, al fin. – Ese templo es visitado por los fieles y
por los turistas todos los días: allí no puede haber escondido un tesoro.
-
¡No! ¡Claro que no! – dijo Solna, con energía. – El tesoro de Volbadär no está
en el templo de Fugun de Tax. Pero sí que está en el templo de Fugun....
-
¿Dónde? – preguntó Hiromar.
-
En el templo de Fugun de las Tierras Áridas, al noreste de las montañas Borgö –
respondió Solna, con soltura y una sonrisa victoriosa en el rostro.
Los
otros cinco hubiesen sonreído por haber sabido al fin dónde estaba realmente el
tesoro si no hubiese sido en las Tierras Áridas....
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