-
5 -
Sonó un ruido en lo alto, como de algo
pesado cayendo sobre una plataforma metálica. Fue un estruendo que se interpuso
en el silencio tranquilo de la noche.
El padre Beltrán levantó la cabeza,
alerta, con la mano agarrando la empuñadura de su cuchilla de plata, todavía en
la funda. Escuchó atento, mientras los ecos del golpe se perdían en la noche.
Estaba en una zona industrial de aquella
ciudad, donde sus instintos paranormales de cazador le habían llevado. Husmeaba
entre dos naves con paredes de ladrillo y tejados metálicos, cuando sonó el
ruido.
Caminó unos pasos, lentamente, siempre
mirando hacia arriba, donde había sonado el ruido. Llegó a los pies de una
vieja escalera antiincendios, completamente metálica. Tenía al menos treinta
metros de alto, así que no podía ver muy bien lo que había arriba, pero podía
ser que allí se hubiese provocado el ruido.
¿Un gato, quizá, que había empujado algo
que había chocado contra la plataforma superior de la escalera? ¿La ligera
brisa de la noche, que había hecho caer unos tablones abandonados sobre la
escalera antiincendios, haciéndola resonar?
El padre Beltrán no quiso arriesgarse y
se quitó las redondas gafas de sol, usando sus velados ojos para ver más que lo
que cualquier humano corriente podría ver con los ojos normales.
Un rastro ectoplásmico, una huella paranormal,
refulgía en lo alto de la escalera de incendios, aunque la propia estructura de
hierro impedía que identificase perfectamente al ente.
Sin temor, ni corto ni perezoso, el
padre Beltrán empezó a subir la escalera de incendios, mientras volvía a
colocarse las gafas de sol y se asentaba bien el sombrero de ala plana y
redonda. Sus pasos resonaron por toda la estructura metálica de la escalera.
Estaba claro que el ente (si es que
todavía estaba allí y lo que había “visto” no era sólo un rastro dejado atrás)
sabría que estaba subiendo, pero el padre Beltrán hacía mucho tiempo que había
perdido el miedo a lo sobrenatural. Sabía cómo enfrentarse a lo que estaba
buscando y no tenía reparos en hacerlo.
¿El elemento sorpresa? Estaba claro que
era muy útil y ayudaba mucho en determinadas ocasiones. Pero el padre Beltrán
sabía bien que en aquella ocasión no lo tenía a su favor. El ente que llevaba
persiguiendo dos días sabía tan bien como él mismo que lo estaba persiguiendo.
Estaría alerta y preparado ante
cualquier ataque.
Tanto daba atacar de cara que usando la
sorpresa.
Llegó a la penúltima plataforma, con
cautela. Miró hacia arriba, por el tramo de escaleras, tratando de ver qué
ocurría arriba del todo. No vio nada. Tanteó la puerta que comunicaba la
plataforma en la que se encontraba con el interior de la nave y comprobó que
estaba cerrada. Por ese lado no le sorprendería nada.
Pero desde arriba podía venir el
peligro.
- ¡Bah! Adelante.... – se dijo, incluso
cansado de sí mismo. El padre Beltrán, olvidando toda precaución (salvo sacar
la cuchilla de plata de la funda) subió el tramo de escaleras.
Era doble, salvando la distancia entre
las dos últimas plataformas en dos tramos en zig-zag. La estructura resonó bajo
sus botas y el antiguo sacerdote llegó arriba al fin.
Estaba solo.
El padre Beltrán estuvo un instante
(realmente menos de un segundo) atónito, pero recuperó el dominio de sí mismo.
Volvió a quitarse las gafas, examinando la plataforma en la que se encontraba,
la puerta que daba a la nave y el tejado metálico que protegía toda la
estructura de la escalera antiincendios. Allí estaban las trazas ectoplásmicas
que había dejado el ente, frescas y claras, podía “verlas” sin problema.
Pero el ente se había largado.
No había rastros en la puerta, así que
por allí no se había ido. El padre Beltrán se puso de nuevo las gafas y husmeó,
dilatando las ventanas de la nariz mientras olisqueaba.
Se encaramó a la barandilla que había en
la plataforma y se aupó (con algunas dificultades) al tejado metálico que
coronaba toda la estructura de la escalera.
Desde allí tenía una vista magnífica de
la cercana ciudad riojana, iluminada en la noche con millares de luces
eléctricas, farolas, semáforos, focos de monumentos y bombillas detrás de
ventanas y cortinas. Pero el padre Beltrán no estaba atento a aquellas pequeñas
maravillas de la vida diaria.
Desde lo alto del tejadillo podía ver
también todo el polígono
industrial, que le interesaba más, aunque fuese menos lírico y bonito. El rastro
ectoplásmico del ente que buscaba, que había estado allí hacía un momento,
podía sentirse por todo el tejado de la nave.
El padre Beltrán pasó al tejado,
inclinado a dos aguas. Ascendió hasta la parte media, que estaba más alta,
oliendo al ente y notando su presencia ligeramente sulfurosa. Al alcanzar el
punto más alto del tejado se detuvo, oteando alrededor.
Sacó del bolsillo del abrigo largo negro
una caja de madera, un poco más grande del tamaño de una caja de cerillas,
llena de agua bendita. Tenía un lado de cristal, con el que se podía ver el
líquido del interior, que se movía con los movimientos del sacerdote de negro.
Un pequeño crucifijo, de metal corriente, estaba clavado en el lado de cristal,
con una punta larga que le atravesaba en la unión entre los dos brazos de la
cruz.
El padre Beltrán colocó la “brújula” en la palma de la mano,
observando cómo el crucifijo giraba como loco, dando vueltas muy rápido. De
repente se detuvo, apuntando con el brazo más largo de la cruz en una
dirección. Con la “brújula” todavía
en la palma de la mano, el padre Beltrán corrió por el medio del tejado,
dejando las dos pendientes a ambos lados. Llegó hasta el final del tejado y se
detuvo.
El crucifijo chirrió, girando un poco
hacia la izquierda, tan sólo unos pocos grados, para detenerse después. El
padre Beltrán miró en aquella dirección y notó un olor penetrante.
Azufre.
Se quitó las gafas con la mano que no sostenía la“brújula” y miró en la dirección que le
indicaba el pequeño artefacto, viendo al fin la figura, en tonos amarillos,
rojos y rosas, que brincaba por entre la maquinaria aparcada en la parte
trasera de otra parcela del mismo polígono.
El padre Beltrán volvió sobre sus pasos,
saltó a la escalera de incendios, descolgándose desde el tejadillo hasta la
plataforma y bajó corriendo las escaleras metálicas. Cuando llegó al suelo
jadeaba como un perro, con respiraciones roncas y profundas, agónicas.
Pero no por eso dejó de correr detrás
del ente.
Corrió por el lateral de la nave de la
que acababa de bajar, dejándola atrás. Se coló por un hueco roto de la malla
metálica que separaba la parcela de la siguiente. Rodeó la nueva nave y llegó
al aparcamiento en el que había visto al ente.
La “brújula”
estaba en su bolsillo, la cuchilla en su mano. Había dejado de correr,
caminando a paso lento por entre las excavadoras y palas mecánicas que había
alrededor. El ente estaba allí, podía olerle, lo sabía.
No quería que le atacara y le matara.
O peor, que se le escapara.
Rodeó una retroexcavadora, sin encontrar
nada, y en ese momento se dio cuenta de que se había equivocado.
- Vrinden....(1) – musitó en lyrdeno.
Se giró con velocidad, tratando de
compensar el descuido anterior, a tiempo de repeler el ataque del ente. Le
sujetó el cuello con el antebrazo, alejando sus dientes de su cara, evitando
que le mordiera. Después le empujó hacia atrás, librándose de él.
Era la chica adolescente, la penúltima
que quedaba. Eso si había conseguido matar a Andrés, de lo que no estaba muy
convencido....
Era una de las nueve seguidoras de los
demonios anäziakanos con los que había luchado el verano anterior, una de los
nueve fanáticos que lo habían perseguido después de aquello. Después de un año
y de haberlos hecho desperdigarse, sólo quedaban ella y el anciano.
Y Andrés, si seguía vivo....
La adolescente, delgaducha y de pequeños
pechos incipientes que tensaban el estrecho top que vestía (desde hacía un año,
sucio de tierra y sangre), le miró con ojos coléricos. Rugió, como una bestia,
y se lanzó de nuevo a por el padre Beltrán.
La fanática había cometido un gran
error. Había perdido la ventaja de la sorpresa y ahora, atacando de frente y
con el sacerdote de negro preparado, tenía todas las de perder. Pero llevaba
más de ocho meses sola, perseguida, sabiendo que cada vez quedaban menos de sus
hermanos. Estaba desesperada.
El padre Beltrán levantó la mano
izquierda, con los dedos anular y corazón doblados sobre la palma, formando
unos cuernos con el pulgar también extendido. La adolescente se frenó en seco,
gritando de sorpresa y dolor. Aquel arcano símbolo de poder le afectaba.
El sacerdote de negro se lanzó hacia
adelante, aprovechando que la adolescente estaba temporalmente conmocionada.
Empuñaba la cuchilla de plata en la mano derecha, con fuerza, y la movió con
agilidad y velocidad.
La adolescente chilló al notar el corte
en la cara. Su mejilla se rajó aún más cuando abrió la boca para chillar. La sangre
manchó el suelo.
Se dio la vuelta, con una garra en la
cara, tratando de tapar la hemorragia, para salir huyendo. Pero el padre
Beltrán no tenía misericordia: dio dos zancadas detrás de ella, la agarró por
el pelo que llevaba suelto y alborotado (sucio de barro, hojas secas y bichos)
y colocó la cuchilla en la garganta de la chica. Ésta notó próximo su final,
porque se puso a temblar.
- Vahlá, ker
cemborra. Hèrat tempus târq....
– murmuró el padre Beltrán, desapasionadamente. Entonces, y sólo entonces,
movió la cuchilla.
Le cortó la garganta a la adolescente
fanática, dejándola caer al suelo. La chica agonizó durante unos segundos y
después murió, en el suelo de cemento del polígono industrial.
Pero antes que eso el padre Beltrán ya
se había dado la vuelta y se había alejado de allí a paso rápido. Su abrigo
revoloteaba a su alrededor.
No vio un destello azulado, como un
penacho de humo, que desapareció detrás de una esquina.
___________________________________________________________________
(1) Mierda....
No hay comentarios:
Publicar un comentario