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Marta observó a Gustavo Álvarez Méndez
deambular por el callejón a oscuras, sosteniendo el medidor de ondas
ectoplásmicas en la mano. La mujer se pasó la mano por el abundante pelo rubio,
cansada.
Cuando creía que ya había acabado el
día, que ya tenía la noche hecha, allí estaba, de vuelta al trabajo. Después
del viaje hasta allí todavía tenían un buen rato de investigación y pesquisas,
hasta encontrar algo útil.
¿Qué pasaba con el padre Beltrán?
¿Aquellas manifestaciones de “humos”
eran cosa suya? ¿Trataba de proteger algo o al contrario? ¿Habría perdido la
cabeza el viejo sacerdote?
- Nada – dijo Gustavo, guardando el
pesado aparato en una mochila que llevaba al hombro. – Bueno, nada no, quiero
decir, hay rastros ectoplásmicos, como esperábamos....
- ¿Pero? – preguntó Marta
- Pero nada fuera de lo normal – dijo
Gustavo, con una mueca, mirando directamente a su compañera. – Estamos en medio
de una “nube azul”, así que es normal
encontrar rastros ectoplásmicos. De eso se tratan las “nubes azules”, ¿no?
Marta asintió.
- Entonces, ¿qué quieren que encontremos
aquí? – se preguntó
Marta, dando unos pasos lentos y tranquilos por el callejón. Estaba oscuro, la
luz de la farola sólo llegaba hasta el principio, derramando su luz en círculo,
como siempre. Pero el interior estaba a oscuras: solamente gracias a la
linterna de Gustavo podía ver el suelo que pisaba.
Entonces, gracias al cono de luz blanca
de la pequeña linterna, la agente de la ACPEX vio algo en el suelo de cemento,
por otro lado completamente vacío. Se acercó hasta el pequeño objeto y se
agachó a verlo (sabiendo que Gustavo le miraría el culo).
Era un pequeño lápiz.
Grueso, con la punta desgastada y roma.
Pasaría desapercibido en cualquier parte. Incluso allí.
Si no fuera porque Marta había visto ese
lápiz hacía un año y lo reconocía perfectamente.
- ¿Qué está pasando aquí? – se dijo, con
el lápiz en la mano, incorporándose.
- ¿Qué es eso? ¿Un lápiz? – dijo
Gustavo, extrañado.
- Ven – dijo Marta, saliendo del
callejón, sin dejar de mirar el lapicero. Anduvo con paso vivo por la calle,
seguida de cerca por Gustavo, que la miraba con curiosidad y con extrañeza.
Marta llegó hasta el bar al que el padre
Beltrán le había llevado el verano pasado, junto con Justo Díaz. Era un moderno
bar de copas, con dos amplias cristaleras en el frente, enmarcadas con metal
brillante. Allí había conocido a Atticus.
- Buena idea, me apetece invitarte a una
copa.... – bromeó Gustavo, que no perdía oportunidad de tirarle los tejos a su
compañera. Marta no le hizo ni caso y entró en el bar. Gustavo la siguió,
sonriendo abiertamente.
El bar estaba muy lleno. Aunque era un
día de diario estaba claro que era verano y la gente tenía más ganas de pasar
el tiempo en la calle. La música chill
out se escuchaba por todo el local, embotando los sentidos de los clientes.
La barra estaba llena y los sofás semicirculares que rodeaban las mesas
redondas también.
Pero Marta no vio a Atticus en ninguno,
como le había visto el verano pasado.
Anduvo a la barra, donde se atareaban
tres camareros para atender a toda la clientela. Dos eran chicos delgadísimos,
con pantalones de pitillo, pelos
engominados hacia arriba y cara de chulos. Marta levantó una ceja, hastiada, y
buscó al tercer camarero, que en realidad era camarera. Gustavo lanzó un
silbido a su lado, al verla.
Era la misma que había visto allí la vez
que habían ido al bar a ver a Atticus. Una chica baja y delgada, con unas tetas
descomunales, que ella se encargaba de mostrar, gracias a un vestido ceñido que
se le pegaba a las caderas y al vientre, con un escote redondo amplio. Los
pechos le rebosaban por el borde del escote.
- Hola, perdona, te conozco pero no
recuerdo tu nombre.... – le dijo Marta, consiguiendo colocarse en la barra,
colándose entre la gente. La camarera la miró de pasada, mientras llenaba de
hielos tres vasos anchos, sujetos en una mano.
- Pues yo no sé si te conozco.... – dijo
la camarera, mascando chicle, terminando de llenar las copas de hielos y
colocándolas en la barra, a la izquierda de Marta, delante de tres chicos altos
y muy arreglados, que no se perdieron el espectáculo que les ofrecía la
camarera. Por suerte para Marta, los chicos estaban a su lado, así que podía
seguir hablando con la camarera mientras ésta seguía poniéndoles las copas,
aunque quisiese pasar de ella.
- Verás, sólo he venido una vez, hace un
año, a ver a un amigo....
- ¿Y cómo es que te acuerdas de mí? –
preguntó la camarera.
- Bueno, chica, te encargas tú sola de
que la gente te recuerde.... – dijo Marta, un poco molesta, señalando con un
gesto el busto de la chica. Gustavo rio detrás de ella, con camaradería. Los
tres chicos de la barra rieron como orangutanes.
“Cretinos”,
pensó Marta.
- ¿Y qué quieres? – le dijo la camarera,
algo picada por el comentario de Marta.
- Primero, saber tu nombre.... – dijo
Marta, sacando la acreditación de la Jefatura Central de Homicidios. Había
esperado no tener que hacerlo, pero la poca colaboración de la camarera y su
desafortunado comentario sobre el escote de la chica (que le molestaba mucho)
le habían obligado a hacerlo. – Después preguntarte por Atticus....
- ¿Qué le ha pasado a Atticus? –
preguntó la chica, preocupada. Marta había captado su atención.
- No lo sabemos – respondió Marta. – ¿Tu
nombre?
- Jennifer....
- Muy bien, Jennifer – dijo Marta,
recordando en ese momento que Atticus la había llamado así el verano pasado. –
¿Por qué crees que a Atticus le ha pasado algo?
- Porque no ha venido al bar en todo el
día – respondió la camarera, después de pedirle a un compañero que siguiese
sirviendo a los tres chicos (que lamentaron que la camarera se apartara para
hablar con los dos agentes). – Normalmente viene a media tarde, sobre las siete
o así. A veces un poco más tarde. Siempre viene acompañado por alguna chica,
muy chonis, muy horteras. Se queda
hasta la noche por aquí, muchas veces hasta que cerramos. Y hoy no ha venido.
- ¿Cuándo ha sido la última vez que lo
has visto? – preguntó Marta. Gustavo estaba detrás de ella, cerca para no
perderse detalle (en opinión de Marta, demasiado cerca), aunque no sabía muy
bien de qué iba todo aquello.
- Ayer.... – pensó Jennifer. – Sí,
anoche. Estuvo aquí por la tarde y se quedó hasta que cerré. Ayer no hubo mucho
lío y estuve yo sola.
- ¿Se fue solo? ¿O con alguien?
- Él solo. Largó a las chicas antes de
pagar la cuenta y despedirse de mí – dijo Jennifer, con un tono que le hizo
comprender a Marta que la camarera estaba un poco colada por el ente, lo que la
hizo sonreír ligeramente. – Después se fue a casa.
- ¿Hacia dónde? – preguntó Gustavo.
Podía ser un chulo y un poco cansino a la hora de pedirle una cita, pero Marta
tenía que reconocer que era un investigador muy espabilado.
- Hacia allá, hacia la izquierda, como
siempre. Vivía hacia allí.
- ¿Sabes dónde estaba su casa? –
preguntó Marta.
- No. Nunca me había llevado.... – dijo
Jennifer, con cierta pena. Marta miró hacia atrás, por encima del hombro,
despuntando una leve sonrisa. Gustavo también lo había entendido, porque
sonreía.
- Así que ayer estuvo normal, pasando la
tarde aquí, como siempre, y se marchó solo como siempre, ¿no? – preguntó Marta,
haciendo que Jennifer asintiera. – Y hoy no ha aparecido. ¿Sabes por qué puede
haber sido? ¿Ayer dijo algo sobre que hoy faltaría? ¿Que tenía que hacer alguna
cosa?
Jennifer lo pensó un momento.
- No, al revés. Yo creo que me dijo “nos vemos mañana”. Me parece recordar
que dijo algo así....
- Bien. Gracias, Jennifer, has sido de
gran ayuda.
- Le van a encontrar, ¿verdad? – dijo
Jennifer, con cierta ansia. Marta suspiró antes de mentirla.
- Claro.
Los dos investigadores de campo se
despidieron de la desconsolada camarera y salieron a la calle.
- ¿Qué ha sido todo eso? ¿Quién es ése
tal Atricus?
- Atticus – corrigió Marta. – Un
conocido. Podíamos decir que también trabaja en lo nuestro....
- ¿Es de la agencia? – preguntó Gustavo.
- No – contestó Marta, sin poder evitar
sonreír. – No es ni siquiera de este mundo.
- ¿Qué quieres decir? – Gustavo levantó
una ceja.
- Da igual. Es un traductor muy bueno.
Está al margen de la agencia, pero el verano pasado me ayudó en mi primer caso.
- Ya....
- Este lápiz es suyo – Marta levantó el
lapicero y se lo entregó a Gustavo.
- ¿Y qué?
- Nunca se separaría de ese lápiz. Lo
que pasó en el callejón fue cosa suya o le afectó a él, de alguna manera....
Antes de que Gustavo pudiera preguntar
nada más resonó un estampido, lejano, fuerte. Más que sonido, fue una especie
de empujón, como una ráfaga de aire que les removió los huesos y las tripas.
- ¿Qué leches ha sido eso? – preguntó
Marta. Gustavo le entregó el lapicero y sacó un aparato del bolsillo trasero
del vaquero. Tenía el tamaño de un Smartphone
pero era el doble de grueso y mucho más pesado. Tenía una pantalla muy grande,
y un teclado pequeño, con tan sólo cinco teclas. Gustavo se puso a manipularlo,
mientras Marta esperaba.
Todo lo que tenía que ver con
informática, aparatos y equipos electrónicos no era lo suyo. No sabía si era
normal en ella o se le había pegado de Justo Díaz el verano pasado, pero lo
cierto era que a Gustavo le encantaban aquellos juguetitos, y se le daba muy bien manejarlos. A pesar de su forma
de ser un tanto estúpida y de que tenía que aguantar su coqueteo casi
constante, la verdad era que hacían una buena pareja de investigadores. Se
complementaban bastan-te bien.
- ¿Qué ha pasado, Gus? – preguntó Marta,
después de dejar un tiempo prudencial para que su compañero lo investigase.
- La verdad: no tengo ni puta idea –
dijo Gustavo, sin dejar de mirar la pantalla. – Ha sido una especie de
explosión cuántica, una onda magnética cargada de fotones. No lo entiendo, pero
eso es lo que dicen los datos.
- ¿Y dónde ha sido?
- En la provincia de Albacete....
- ¿En Albacete? – se sorprendió Marta. –
¿Y aquí la hemos notado así de fuerte?
- Imagínate cómo ha debido de sonar
allí.... – dijo Gustavo, levantando la mirada y fijándola en su compañera.
- Espero que no haya pillado a nadie....
– murmuró Marta, mirando de nuevo el lápiz que tenía en la mano. No sabía por
qué, pero le parecía que las dos cosas tenían cierta relación, la onda
magnética y la desaparición de Atticus. – ¿Tienes sueño?
Gustavo la miró un tanto sorprendido.
- Un poco, pero me apunto al plan que me
propongas sin dudarlo, sobre todo si no se trata de dormir.... – dijo,
volviendo a sonreír como un cretino. Marta suspiró, cansada.
- Vámonos a Madrid – dijo, echando a
andar hacia donde habían dejado el coche aparcado. – A dormir. Pero mañana hay
que ir temprano a la agencia.
- Muy bien.
Marta quería aclarar todo aquel
embrollo.
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