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Los truenos retumbaban con pesadez, con
profundidad. Sonaban como desde dentro del estómago de una ballena, como los
gruñidos de los leones, que les salían desde el interior de la garganta, con
las fauces cerradas.
El cielo estaba cubierto de nubes
panzudas, enormes, de un color gris precioso, que amenazaba lluvia. Aquella
lluvia caliente, gruesa, de gotas gordas y pesadas, que hacían daño al caer.
Aquella lluvia que tanto le gustaba.
El general Muriel Maíllo estaba delante
del gran ventanal de su despacho, en las dependencias del rascacielos de la
ACPEX. Miraba a través del cristal, con la mente perdida, observando las nubes,
escuchando los truenos, esperando la tormenta de verano.
Le gustaban mucho aquellas tormentas.
Esperaba que aquella fuera fuerte.
Llamaron a la puerta, con discreción. El
general se dio la vuelta, dejando de mirar las nubes, pero sin olvidar la
tormenta en ciernes.
- Pase – ordenó, con su voz grave pero
extrañamente juvenil. La puerta se abrió y un agente entró en el despacho.
- General, tenemos datos de otro “encarnado” – dijo, sin mediar saludo. –
Puede que sea otro ujku.
- ¿Otro? – preguntó el general, medio
sorprendido. Creía que ya habían desaparecido todos. – ¿Dónde?
- En un pequeño pueblo de la provincia
de Burgos – explicó el agente de apoyo, colocándose las gafas. No vestía como
los técnicos de la “Sala de Luces”, pero se les parecía un poco en el aspecto:
anodino, como si fuera un oficinista.
En realidad lo era, trabajando con una
conexión a internet desde una terminal, revolviendo en los archivos y en las
bibliotecas de casos que almacenaban en la ACPEX.
- ¿Ha habido heridos? – preguntó el
general, acercándose a él. Un trueno grave retumbó al otro lado de los
cristales.
- Parece que no – contestó el agente de
apoyo. – Dos soldados de campo se presentaron allí después de que los técnicos
de la “Sala de Luces” registraran el aviso. Fue anoche. Sólo encontraron a un
pobre hombre que trataba de quemar al “encarnado” en el patio trasero de su casa.
- ¿El “encarnado” estaba muerto? – se interesó el general, asombrado.
- Sí, señor – dijo el agente. –
Acuchillado y desangrado. El hombre que trataba de quemarlo aseguró a los
soldados de campo que no había sido él. Que un tipo con aspecto de cura lo
había matado.
- El padre Beltrán otra vez.... – musitó
el general.
- ¿Qué quiere que hagamos, señor? –
preguntó el agente, a la expectativa.
El general Muriel Maíllo todavía tardó
un rato en contestar, pensativo.
- Archivar el aviso, redactar el informe
pertinente y llamar a los dos soldados de campo que anoche fueron hasta el “punto caliente”. Quiero entrevistarme
con ellos.
- ¿Algo más, señor?
- Sí. Vamos a la “Sala de Luces”.
Los dos hombres salieron del despacho,
en dirección al ascensor secreto. La lluvia empezó a mojar los cristales del
despacho del general cuando los dos salieron por la puerta.
* * * * * *
La Agencia para el Control Paranormal de
Entes Extraños (o ACPEX) vigilaba todo el territorio nacional, en busca de
rastros de seres paranormales. Su categoría era “secreta”, por supuesto, aunque
sus actividades eran bastan-te más abundantes de lo que la gente pudiese creer.
La mayor parte de las manifestaciones
que investigaban eran restos de ectoplasmas o fantasmas, “humos”, como se los llamaba en la jerga de la agencia. Los
fantasmas no daban grandes problemas, salvo cuando eran espíritus o ecos muy
enfadados y que habían recibido una muerte violenta y horrible. Pero la mayor
parte de las veces la intervención de la ACPEX se limitaba a controlar la
emanación ectoplásmica, limpiar el lugar de la manifestación (con equipos muy
avanzados, por medio de ondas cuánticas y láseres de alta potencia) y tratar
con la población. Entre el personal de la ACPEX se encontraba un gran equipo de
psicólogos, psiquiatras, médiums e hipnotistas, que trataban con la población
afectada, consiguiendo que olvidaran lo que habían visto y sufrido o
simplemente lo recordaran como una broma.
Los problemas más graves los ocasionaban
los “encarnados”.
Eran corpóreos, manifestaciones físicas
de seres paranormales. Animales y bestias de otras dimensiones o de donde fuera
que viniesen, que causaban el caos, atacaban a la gente y dejaban al desaparecer
un rastro de heridos, sangre y muertos.
A veces, muchos muertos.
Como hacía dos años, cuando una plaga
descontrolada de corpóreos había invadido un pequeño pueblo de la estepa
castellana, Castrejón de los Tarancos. O el verano pasado, sin ir más lejos, cuando
nueve demonios habían provocado una carnicería en una comarca cercana al
Bierzo, en la provincia de León. Los demonios en realidad eran una mezcla de “encarnados” y de “humos”, pero tenían en común con los primeros que eran
manifestaciones físicas. Y que atacaban a la gente directamente.
El general entró en una sala de
reuniones que quedaba en un lateral del edificio. Había una mesa de madera
pesada, una docena de butacas, una gran pantalla de televisión en la cabecera
de la mesa.... pero lo que les interesaba a los dos hombres de la ACPEX era una
pared de madera que había en un lado de la sala. El general movió un panel,
dejando al descubierto un ascensor, más pequeño que los dos gemelos que había
en el centro de todas las plantas, desde el vestíbulo hasta la planta cuarenta
y siete.
El general Muriel Maíllo sacó una
tarjeta del bolsillo interior de la chaqueta y la pasó por un lector óptico. Se
escuchó un pitido seco y las dos puertas de acero inoxidable se abrieron, cada
una hacia un lado. El agente de apoyo y el general entraron en el ascensor.
El general presionó el botón rojo con
forma de triángulo, haciendo caso omiso (por esa vez) de los otros dos botones:
un círculo y un cuadrado, también rojos. El ascensor empezó a ascender con
velocidad.
Algunos poseídos habían quedado en
nuestro mundo una vez que agentes de la ACPEX habían expulsado a los demonios
invasores, pero parecía que ya habían sido controlados. Del mismo modo, algunas
de las criaturas que habían tratado de colonizar nuestro mundo dos veranos
atrás se habían quedado aquí, pero ya habían sido elimina-das.
O al menos eso creía el general.
Llegaron a su destino, el ascensor se
detuvo suave-mente y sonó otro pitido, antes de abrirse las puertas. El general
encabezó la marcha y el agente de apoyo lo siguió.
El general llegó hasta la puerta de la
“Sala de Luces” y sacó una nueva tarjeta del bolsillo de la chaqueta. La
introdujo en una ranura del marco metálico de la ancha puerta por la que
querían entrar. A continuación pulsó un código personal en un teclado adosado
al marco metálico y esperó.
La puerta se abrió al cabo de un
instante, con un chasquido, y el general la empujó, entrando en la “Sala de
Luces”, seguido del agente de apoyo. La puerta se cerró con un chasquido tras
ellos.
La “Sala de Luces” era una vasta
habitación, de techos altos, con gran espacio entre las paredes blancas y
lisas. Dominaba la sala una pantalla de plasma, cubriendo una pared entera de
la sala. Representaba un mapa del territorio nacional, cubierto de leds de diferentes
colores, que se iluminaban allí donde se producía una manifestación paranormal.
Los había verdes, amarillos y rojos, y también había varias franjas de color
azul, de diferentes calibres y anchuras. Las luces rojas mostraban los “puntos calientes”, zonas en las que se
había registrado la presencia de actividad paranormal; las luces amarillas
representaban las zonas de investigación, aquellos puntos en los que los
equipos de campo estaban investigando; las luces verdes mostraban lugares ya
investigados que estaban fuera de peligro, ya fuera porque el aviso de entes
paranormales había sido falso o porque se había neutralizado la amenaza. Las
franjas azules, que en la agencia llamaban nubes, mostraban amplias zonas donde
la actividad paranormal era habitual: en estas zonas era donde solían aparecer
los puntos rojos.
El general Muriel Maíllo miró la
provincia de Burgos en el mapa, buscando la luz que representase el evento ocurrido
la noche anterior.
- ¿Es ése? – señaló, desde la barandilla
con forma de tubo que había delante de la pantalla, a unos tres metros de ella,
para evitar daños.
- Ésa de ahí – señaló el agente de
apoyo, utilizando un puntero láser para señalar el punto que representaba la
aparición del ujku. Era un punto
verde en el norte de la provincia.
- ¿Quién marcó el aviso? – preguntó el
general.
- Aquel técnico de allí – contestó el
agente de campo. – Daniel Galván Alija.
El general se volvió a mirar al técnico,
aunque sabía de sobra quién era. Lamentablemente, lo sabía.
Delante de la pantalla, por toda la
“Sala de Luces”, había un montón de terminales, organizados por filas, con un
pasillo ancho en el medio, justo delante del mapa. La mayoría estaban atendidos
por técnicos, todos vestidos con pantalones azules y camisas blancas, todos
tocados con auriculares con micrófono, para poder estar en comunicación
telefónica. Entre tanta gente que parecía igual, no le costó encontrar a Daniel
Galván Alija.
Era el único que tenía sólo un brazo.
El general se acercó a él, caminando por
el pasillo y después recorriendo la fila en la que estaba el técnico. Trató de
que su cara no mostrase la lástima que sentía por el técnico: el verano pasado
había formado parte de un extraño equipo de campo, formado por soldados de
campo, investigadores y técnicos de la “Sala de Luces”. Había resultado herido
durante la carnicería ocurrida en la comarca de Concejos de Siena, perdiendo el
brazo izquierdo a la altura del codo.
- Daniel, buenos días.... – dijo, al
llegar hasta él.
- General, qué honor – dijo Daniel,
incorporándose de su silla de oficina.
- No se levante, Daniel, no es necesario
– dijo el general, empujando con amabilidad al técnico por los hombros,
volviéndole a sentar en la silla. – Sólo venía a hablar con usted.
- Usted dirá....
- Es sobre el “encarnado” de anoche – empezó el general. – Cuénteme cómo pasó.
- Todo como siempre – explicó Daniel. El
general trataba de mirarle a los ojos y no al muñón. – Se encendió el punto
rojo, cuando las paraalarmas detectaron la presencia del “encarnado”. Comprobé la interfaz y notifiqué el evento,
archivándolo. Inmediatamente di aviso a los agentes de apoyo, que valoraron la
situación y llegaron a la conclusión de que era una manifestación rutinaria de
un corpóreo.
- ¿Cómo enviaron a los soldados de campo
hasta allí?
- En lugar de ponerme en contacto con la
Guardia Civil, como es lo normal, el agente de apoyo al que informé decidió
avisar a los soldados: al parecer estaban por la zona, volviendo de otra misión
en la provincia de Guipúzcoa. Se acercaron al pueblo y comprobaron que la
amenaza estaba superada. Alguien se les había adelantado.
- Ya.... – dijo el general, poco
convencido.
- General, la descripción del testigo
coincide con el padre Beltrán – dijo Daniel, bajando la voz. – Si es así, no
hay más problema....
- No lo sé – dijo el general, y su
seguridad hizo dudar a Daniel Galván Alija.
- Ese “hombre” nos salvó el verano
pasado – dijo Daniel. – A todos.
El general miró alrededor, pensativo. No
sabía por qué, pero no podía sacarse de la cabeza la tormenta que había estado
contemplando desde su despacho.
- Lo sé – terminó por decir, volviendo a
mirar a Daniel. – Lo que significa que es más peligroso que los demonios a los
que se enfrentaron. Y eso no me gusta nada...
Daniel tragó saliva, sin que se le
notara mucho. Aquello era justo lo que había sentido al lado del padre Beltrán
el verano pasado: seguridad. Pero también peligro.
Y muerte.
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