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- Adiós, chicas.... No seáis malas.... –
dijo, con una sonrisa pícara, observando el culo enfundado en minifaldas de las
dos mujeres mientras se alejaban. Meneó la cabeza, entre envidioso y atónito:
los humanos tenían verdaderas maravillas a su alcance y seguían siendo
infelices.
Se levantó del sofá semicircular después
de que las chicas hubiesen salido del bar y se acercó a la barra. Sacó la
cartera mientras llegaba y se acodó en la barra con ella en las manos. Jennifer,
la camarera, se puso delante de él, inclinándose inútilmente: ya se le veían
las tetas bastante sin que hiciese esos “numeritos”,
gracias a los tremendos escotes y corsés que llevaba siempre. A Atticus no le
llamaba mu-cho la atención aquella generosa exposición de busto: no le gustaba
el plástico....
- Jennifer, guapa, dime qué te debo....
– dijo, con su tono meloso, solamente ensombrecido por su acento. A la gente le
parecía un acento de Europa del este, sin lograr identificarlo, aunque era de
mucho más lejos.
De cuatro o cinco universos más lejos.
- La verdad, Atticus, no sé de donde
sacas el dinero – dijo Jennifer, con una sonrisa tonta, después de dejar la
nota encima de la madera forrada de metal. Se abrazó las tetas para apoyarse
sobre su lado de la barra, haciendo que sobresalieran otros tres centímetros
por el borde del escote.
- He sido ladrón.... – bromeó Atticus,
aunque tampoco estaba tan alejado de la verdad. ¿Arrancar el demonio parásito
a los poseídos para alimentarse de él era robar? En ese caso era un ladrón....
Pagó las consumiciones de toda la tarde,
dejó propina, se despidió de Jennifer sin mirarle el escote (lo que dejó a la
camarera un poco entristecida), sonrió con picardía al salir a la calle por
ello y caminó por la acera, despreocupadamente.
Ya era de noche en la ciudad pero se
veía bien gracias a las farolas. Era flaco consuelo, pero Atticus siempre
pensaba que aquellas luces amarillentas le protegían ligeramente de las
criaturas de la noche.
Aunque era curioso que un Guinedeo tuviese reparos a la hora de
enfrentarse a criaturas nocturnas.
Atticus hacía tiempo que había dejado de
ser una criatura sobrenatural más. Ahora solamente era un exiliado en la Vía
Láctea, un refugiado en la Tierra, un pordiosero entre humanos. Ni siquiera
podía quitarse el “disfraz” de hombrecillo insignificante. Ya no podía ni
viajar entre universos.
Pero no estaba del todo mal.
Tenía todos los culos que quisiera
(seguía teniendo su “toque”), alcohol en cualquier bar, dinero a montones (era
tan sencillo de invocar....) y tratos con otras criaturas y con los criminales
suficientes para no correr peligro y poder estar todas las noches de fiesta.
Si al menos pudiera tener los genitales
de un humano para disfrutar de otra manera con la compañía femenina que siempre
le acompañaba....
Sacó un cigarrillo del paquete que
llevaba siempre en el bolsillo trasero del pantalón. Estaban siempre arrugados,
pero a él le gustaban así: era veneno puro en un bastoncillo de papel. Daba
igual cómo estuviera el envase: el humo nunca defraudaba....
Los humanos no sabían lo que tenían....
Mientras fumaba, con deleite, pensando
en qué hacer a la mañana siguiente, escuchó un ruido a su espalda. Se giró con
tranquilidad, intrigado pero no asustado. No había nada, como había supuesto.
No lo había escuchado con sus orejas de humano, sino con su “gulter” de Guinedeo.
Había sonado bastante atrás, ni cerca de
él ni amenazadoramente. Había sido como un suspiro, una respiración acuosa. Un
lamento etéreo.
Como un ectoplasma traspasando la
realidad entre el mundo real y el más allá.
Atticus se dio la vuelta completa, con
la ceja levantada. Aquello no era muy normal, en aquella ciudad y menos en la
calle. Allí pasaba algo raro....
Pensó en el padre Beltrán, aunque no
tenía manera de llamarle. Por teléfono al menos no, aunque sabía cómo ponerse
en contacto con él....
También podía llamar a la agencia,
aunque aquello le gustaba menos. Tenía cierto trato con la agente Velasco o el agente Díaz, pero
siempre era un riesgo personal hacer que la agencia supiese de su existencia.
Atticus hizo una mueca y retrocedió,
volviendo sobre sus pasos. El ruido había sonado allá atrás, en la entrada de
un callejón oscuro que había pasado hacía unos veinte metros. Llegó hasta él,
sin ver nada. No iba armado, ni preparado para luchar. Pero aun así entró en el
callejón, en el que no había luz.
¿Qué podía temer una criatura de la
oscuridad?
Con sus ojos naturales al descubierto,
los amarillos, dio unos pasos, adentrándose en el callejón y en la negrura.
Allí había algo más que oscuridad, había algún tipo de magia o de
encantamiento: las luces de las farolas de la calle no entraban en el callejón,
dibujando una perfecta línea recta en la entrada. Aquello no era natural.
Pero como tampoco era natural que un Guinedeo camuflado paseara todos los
días a plena luz del Sol por las calles de aquella ciudad, y él lo hacía todos
los días, Atticus no estaba preocupado.
Si acaso, intrigado.
- Vahlá,
¿renta do ingui? – preguntó
en voz alta, usando lo poco que recordaba de lyrdeno, la lengua que podía considerarse más
global del multiverso.
No tuvo respuesta.
Siguió caminando hasta llegar al fondo
del callejón. Allí había una escalera de incendios que subía pegada al costado
de un edificio, un montón de bolsas de basura y periódicos viejos tirados en el
suelo. Aquello parecía el refugio de un indigente.
Atticus se dio la vuelta, para salir de
allí, encogiéndose de hombros, cuando una luz azulada brilló con fuerza en
medio del callejón, delante de él. Se tapó los ojos con el brazo, para
protegerlos del resplandor y apretó los dientes. Cuando la luz bajó de
intensidad retiró el brazo de la cara y miró delante de él.
- Maldito espectro.... – musitó, y su
acento extranjero se notó más que nunca.
Tembló un poco, antes de que el ente
dentro de la luz se moviera y se lanzara sobre él.
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