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(Arenisca)
Al inspector Amodeo ya empezaba a
cansarle aquella reciente costumbre. Y sólo era la segunda vez que le pasaba.
Estaban ante un asesino en serie. Al
menos él ya lo consideraba así, aunque para considerarlo como tal le faltaba
otro asesinato. El inspector Amodeo arrugó la cara: no era lo que deseaba, pero
era lo que sospechaba que iba a ocurrir. Se temía que los asesinatos iban a
continuar....
A menos que él hiciera algo y atrapase
al malnacido capaz de hacer aquellas barbaridades.
Le habían llamado de madrugada, como el
día anterior, aunque había sido un poco más tarde que la primera vez, pasadas
ya las cinco. Aquella noche se habían encontrado dos cuerpos y después de la
investigación preliminar que habían hecho los hombres de uniforme se había llegado
a la conclusión de que aquello era obra de la misma persona que el asesinato de
la noche pasada.
Por eso habían llamado al inspector
Amodeo de nuevo. Aquel caso era suyo.
En aquella ocasión había dos cadáveres.
Un hombre y una mujer. El hombre estaba destrozado, aunque en realidad no se
había llevado la peor parte. El inspector había levantado la sábana nada más
llegar para comprobar los daños: tenía el cuello y un hombro destrozados a
mordiscos y el vientre abierto. Le habían devorado las entrañas. La camisa
estaba desgarrada, pero sorprendentemente el pantalón de lino estaba intacto,
sin rotos y con unas pocas salpicaduras de sangre muy pequeñas en la zona del
regazo. La mujer era la que peor estaba: le habían arrancado la cabeza, le habían
mordido los pechos, alimentado con sus muslos y destrozado el vestido.
Fernández, de la científica, le había colocado los jirones que quedaban sobre
el pubis, en un gesto pudoroso y un poco cariñoso, para mantener un poco la
dignidad del cadáver destrozado. La cabeza estaba a unos metros del cuerpo,
también tapada con una sábana. Faltaba un brazo, que no aparecía por ninguna
parte. El asesino se había llevado el brazo derecho de la mujer, a modo de
trofeo, quizá.
- Menudo trofeo, rediós.... – murmuró en
ese momento el inspector, que estaba de pie, inmóvil, entre los dos cadáveres,
repasando todo lo que sabían del caso.
Los de la científica habían encontrado
pelos grises como los de la noche anterior, aunque esa vez solamente en los
cuerpos sin vida de las víctimas. En los alrededores no había ni rastro de
pelos o de sangre.
El inspector Amodeo se pasó la mano por
la cara, notando cómo la barba de seis días le raspaba en la palma endurecida.
Era una sensación que le gustaba, aunque en aquellos momentos no le tranquilizó
ni le satisfizo.
Vio que el agente Ramírez se separaba de
la cinta policial que estaba colocada a la puerta del Archivo de la Guerra
Civil, anexo a la casa Lis, y se acercaba a él. Aquella zona era de mucha
concurrencia, pero era fácil de acordonar. Al fin y al cabo estaban delante de
la casa Art Déco y por allí sólo
pasaba la gente que pretendiese entrar al museo. Los viandantes que pasasen por
los alrededores se quedaban a mirar qué había pasado, con curiosidad malsana,
pero enseguida seguían su camino. Las cintas policiales no cortaban una calle,
como había ocurrido con el escenario de la noche anterior.
- Inspector – Juan Ramírez guardó las
apariencias: aunque eran buenos amigos desde hacía muchos años, allí eran
superior y subalterno.
- Buenas, Ramírez.
- Menudo desastre, ¿eh?
El inspector Amodeo asintió, en
silencio. Los dos se entendían bien.
- No sé qué dirá la científica, pero un
animal no ha podido hacer esto.... – opinó Ramírez.
- A no ser que sea un león del circo –
dijo el inspector, a medias entre bromista y fúnebre.
Santiago Amodeo Córcovas sabía a lo que
se refería el agente Ramírez. Las heridas, los mordiscos, los pelos, la
brutalidad.... concordaban perfectamente con el ataque de un animal. Pero había
cierta maldad insana en aquel asesinato, algo que no se relacionaba tanto con
los animales como con la depravación del ser humano. El hombre había sido
asesinado y había servido de cena a quien fuera que se lo había cargado, sin
más, pero la mujer había resultado otra cosa: la había desnudado por completo,
arrancándole el vestido, mordiéndole los pechos, casi como si fuera un acto
íntimo de amor y deseo.
Además, si el brazo arrancado era un
trofeo para guardárselo como recuerdo, había elegido el de la mujer, ninguno de
los del hombre.
- Menudo trofeo, rediós.... – repitió el
inspector, que a pesar de haber visto muchas barbaridades en sus veintidós años
en el cuerpo de la Policía Nacional, se sintió un poco enfermo y mareado al
pensar en los dos cadáveres que tenía a los pies.
- ¿Cómo dice?
- Que un animal no se lleva un brazo
como trofeo – dijo el inspector, cambiando la frase pero manteniendo el
mensaje. – Quizá un león o un oso puedan arrancar una cabeza humana, pero no
arrancan un brazo para llevárselo.
- Si quería asegurarse una recena se
hubiera llevado la cabeza – comentó Ramírez, algo morboso. El inspector Amodeo
tragó saliva antes de continuar.
- O habría cargado con alguno de los dos
cuerpos. Si era un animal capaz de arrancar una cabeza, imagino que tendría la
fuerza suficiente para llevarse a rastras uno de los cadáveres....
Ramírez asintió.
- Pero si no es un animal....
El inspector Amodeo asintió, pensativo,
pasándose de nuevo la mano por la corta barba. El raspado fue audible para los
dos hombres.
- Sólo se me ocurre que un hombre o una
mujer tengan un animal amaestrado y los utilicen para sus desviaciones
psicópatas – opinó. – El animal es el que mata, por eso encontramos los
mordiscos y los pelos, pero siguiendo las despiadadas órdenes de un ser
humano....
Los dos policías no podían pensar que un
animal fuese tan malvado y tan sanguinario. Aquellos comportamientos sólo los
habían visto en humanos.
- Aún no hemos encontrado la
identificación de la mujer – dijo Ramírez, cambiando de tema, y el inspector lo
agradeció. – El hombre llevaba la cartera encima pero ella no tenía nada, ni
bolso, ni cartera, nada.
- Es raro – dijo el inspector Amodeo,
mirando el cuerpo tapado con la sábana. No estaba bien prejuzgar, pero una
mujer como aquella habría acompañado aquel vestido caro con un bolso a juego.
Podía imaginar que fuese una aprovechada y dejase pagar todo al novio, pero no
podía imaginarla sin bolso. Parecía una mujer bonita, de ésas a las que las
gusta vestirse bien, elegante y a la moda.
- Los chicos están peinando la zona, por
si el bolso aparece en alguna parte. Quizá el asesino se lo llevó, aprovechando
para robar, aunque no lo creo....
Ramírez miró al suelo, donde también
estaba mirando el inspector. Allí había un estuche abierto con un anillo de
diamantes, con la pieza de plástico amarillo al lado, marcándolo como una
evidencia. Si quien hubiera hecho aquello quería haber aprovechado para robar
no habría dejado el anillo tirado en el suelo.
- Más bien me parece que algún ratero o
algún borrachín encontró el bolso ahí tirado y no hizo mucho caso de los
cadáveres – comentó el inspector Amodeo. – O no les vio, dependiendo de la
cogorza que llevara....
Juan Ramírez se encogió de hombros,
mirando a sus compañeros de uniforme que había por la zona. Desde donde estaban
se podía ver el río Tormes, el puente romano, el monumento al Lazarillo y el
Verraco de piedra que había al inicio del puente y la cercana iglesia de Santiago.
Por toda la zona podían verse uniformados buscando entre las zonas de hierba,
las papeleras y los contenedores de basuras.
El juez Gutiérrez Alarcón llegó en aquel
momento, acompañado por gente de su gabinete. Comprobó el estado de los
cadáveres y empezó a realizar las diligencias para su traslado. Al ver al
inspector Amodeo se dirigió a él, a pesar de que éste se había girado y
encogido un poco, esperando que no lo viera.
- Suerte amigo – le deseó el agente
Ramírez, guiñándole un ojo. Después se alejó de allí, dedicándole un saludo al
juez al cruzarse con él.
- Judas.... – musitó Amodeo.
- Inspector Amodeo, perdone si no me alegro
de volver a verle.... – el juez Gutiérrez Alarcón le tendió una mano que el
inspector tuvo que estrechar.
- Lo mismo me pasa con usted cada vez
que nos encontramos, descuide.... – lanzó su pulla. El juez pareció no darse
por aludido, mirando a los dos cadáveres.
- Una tragedia, ¿no cree?
- Desde luego....
- ¿Tiene algo que ver con lo de ayer?
- Por ahora no sabemos nada, aunque en
mi opinión sí. Me temo que esto es sólo el principio....
El inspector Amodeo no aguantaba al juez
Gutiérrez Alarcón: le parecía un hombre demasiado flemático, demasiado estirado
y demasiado soso. Eran demasiados “demasiados” para una sola persona. En
realidad no era un mal tipo, pero a juicio del inspector le faltaba sangre y
ánimo para ejercer de juez en Salamanca. Estaba deseando que se jubilara: el
juez Gutiérrez Alarcón era ya mayor y le quedaban tres o cuatro años en activo.
El inspector Amodeo deseaba sangre nueva en los juzgados.
- Ya veo, ya.... – dijo el juez, sin
mostrar ninguna emoción. El inspector de la Policía Nacional apretó los dientes
y miró hacia otro lado, tratando de calmarse. – Bueno, pues habrá que descubrir
quién ha sido, ¿no? No vaya a ser que siga cometiendo asesinatos cada noche....
- Sí, claro, para eso nos pagan –
replicó el inspector, sin mirarle, con la vista clavada en el río Tormes, que
parecía de fuego puro, por el reflejo de la luz del Sol.
- Bueno, bueno....
El inspector resopló.
- ¿Qué tal está su hija? – preguntó, más
por cortesía que por verdadero interés.
- Está bien, está bien.... Descansando,
que es lo que le toca ahora – fue la lacónica respuesta.
- ¿Y su nieto? – preguntó Amodeo, un
poco harto. A aquel hombre había que sacarle las palabras con un garfio. Lo peor
era que en el estrado era igual. Un lastre para el sistema....
- Nieta – respondió el juez, mirando a
su alrededor. Los del instituto forense se hacían cargo ya de los cadáveres,
metiéndolos en bolsas de plástico negro y cargándolos en camillas con ruedas.
Al hacerlo dejaron a la vista los cuerpos: el inspector Amodeo trató de no
volver a verles demasiado, pero al juez pareció no importarle el espectáculo. –
Una niña preciosa. Blanquita y arrugadita, muy guapa....
- Me alegro – contestó el inspector,
falso: le parecía que ya estaba pasándose de amable con aquel tipo. Buscó una
manera de librarse del juez, mirando a sus hombres, y Ramírez se la dio: desde
el puente romano le hacía señas para que se acercara. – Disculpe, señor juez,
tengo que encargarme de una cosa....
- Muy bien.
El inspector Santiago Amodeo se alejó
del juez, aliviado, y bajó por la rampa que daba acceso a la casa Lis. Pasó por
debajo de la cinta amarilla (que un agente uniformado levantó para facilitarle
el acceso, recibiendo el agradecimiento del inspector), caminó a paso vivo por
delante del cruceiro que había en aquella salida de la muralla y bajó hasta la
carretera que circunvalaba la parte vieja de la ciudad. Cruzó la carretera y se
reunió con el agente Ramírez, que le esperaba con una cartera en la mano.
- No han encontrado el bolso, pero sí la
cartera – le dijo nada más llegó. – Tu teoría de un ladronzuelo parece
acertada.
- ¿Hay identificación?
- Han limpiado la cartera de dinero y
tarjetas, pero el D.N.I. sigue dentro: era Verónica Jurado Estébanez. No he
mirado muy atentamente la cabeza allí arriba, pero creo que la foto coincide
con ella....
El inspector se pasó la mano por el
cráneo pelado y después por la barba, raspando la palma. Jurado Estébanez:
juraría que le sonaba....
- ¿Pasa algo? ¿La conoces? – preguntó
Juan Ramírez, preocupado al ver la expresión turbada de su superior.
- No sé.... ¿A ti no te suena? ¿Jurado
Estébanez?
Ramírez se encogió de hombros, con una
mueca, pero volvió a mirar la foto del carnet y pareció pensativo.
- No lo sé.... No caigo....
- No la conozco, pero me suena ese
nombre.... Estoy seguro.
Los dos hombres se pasaron el D.N.I. el
uno al otro, comprobando el nombre y la fotografía. El agente estaba en blanco
y el inspector estaba convencido de que debía conocerla.
- ¿Han encontrado algo? – la voz del
juez Gutiérrez Alarcón les sacó de sus pensamientos. El inspector arrugó el
gesto pero contestó.
- Habíamos identificado al hombre,
porque llevaba encima la cartera, pero a la mujer no. Los agentes han
encontrado su identificación en una de las papeleras del paseo....
Se la tendió al juez y éste la miró. Al
instante levantó las cejas y puso cara de sorpresa.
- Ay, madre del amor hermoso.... –
musitó el juez y el inspector Amodeo hubiese reído de haber sido otra la
situación.
››Menudo
meapilas‹‹ pensó.
- ¿Qué ocurre?
- ¿No les han sonado los apellidos? Esta
chica es la hija de Justino Jurado Jiménez y señora.
- Rediós....
- Joder, menuda mierda.... – murmuró
Ramírez, para el cuello de la camisa del uniforme.
- Tiene que informar a su padre de
inmediato, inspector – ordenó el juez, devolviéndole el D.N.I. – No es un
ciudadano cualquiera, cena cada miércoles con el alcalde, por Dios....
- Ya, ya....
- Llámele ya mismo. Yo puedo darle su
teléfono.
- Pues si me lo facilita se lo agradezco
– dijo el inspector Amodeo, a la vez que pensaba que si el juez tenía el
teléfono personal del constructor bien podía ser él el que le llamase....
El juez Gutiérrez Alarcón consultó el
número en su teléfono móvil y se lo pasó a uno de sus ayudantes, que lo miró y
lo copió en una tarjeta de cartulina, que estaba en blanco. Una vez apuntado le
dio el cartoncito al juez y éste se lo pasó al inspector de policía.
- Aquí tiene. Llámele ya mismo....
El inspector asintió y se dio la vuelta,
sacando el móvil del bolsillo del pantalón de traje. El juez le miró hacer pero
luego se alejó, atento al traslado de los cadáveres, que ahora habían adquirido
un carácter de mayor urgencia e importancia. El agente Ramírez se quedó cerca
de su amigo: no podía ayudarle en aquel trance, pero podía apoyarle, aunque
fuese sólo moralmente....
Los tonos de llamada sonaron en el oído
del inspector Amodeo, que temía que contestaran al otro lado. Pero lo hicieron.
- ¿Sí?
- ¿Don Justino Jurado Jiménez? Verá, soy
el inspector Amodeo, de la Policía Nacional. El juez Gutiérrez Alarcón me ha
dado su número....
- Sí, dígame.... – el constructor
parecía más atento y preocupado.
El inspector tragó saliva antes de
continuar. Aquella parte de su trabajo era horrible, pero se tornaba mucho más
difícil cuando tenía que hablar con alguien importante, que casi era una
celebridad.
- Verá, hemos encontrado a su hija....
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