miércoles, 5 de abril de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 11

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(Arenisca)



Al inspector Amodeo ya empezaba a cansarle aquella reciente costumbre. Y sólo era la segunda vez que le pasaba.
Estaban ante un asesino en serie. Al menos él ya lo consideraba así, aunque para considerarlo como tal le faltaba otro asesinato. El inspector Amodeo arrugó la cara: no era lo que deseaba, pero era lo que sospechaba que iba a ocurrir. Se temía que los asesinatos iban a continuar....
A menos que él hiciera algo y atrapase al malnacido capaz de hacer aquellas barbaridades.
Le habían llamado de madrugada, como el día anterior, aunque había sido un poco más tarde que la primera vez, pasadas ya las cinco. Aquella noche se habían encontrado dos cuerpos y después de la investigación preliminar que habían hecho los hombres de uniforme se había llegado a la conclusión de que aquello era obra de la misma persona que el asesinato de la noche pasada.
Por eso habían llamado al inspector Amodeo de nuevo. Aquel caso era suyo.
En aquella ocasión había dos cadáveres. Un hombre y una mujer. El hombre estaba destrozado, aunque en realidad no se había llevado la peor parte. El inspector había levantado la sábana nada más llegar para comprobar los daños: tenía el cuello y un hombro destrozados a mordiscos y el vientre abierto. Le habían devorado las entrañas. La camisa estaba desgarrada, pero sorprendentemente el pantalón de lino estaba intacto, sin rotos y con unas pocas salpicaduras de sangre muy pequeñas en la zona del regazo. La mujer era la que peor estaba: le habían arrancado la cabeza, le habían mordido los pechos, alimentado con sus muslos y destrozado el vestido. Fernández, de la científica, le había colocado los jirones que quedaban sobre el pubis, en un gesto pudoroso y un poco cariñoso, para mantener un poco la dignidad del cadáver destrozado. La cabeza estaba a unos metros del cuerpo, también tapada con una sábana. Faltaba un brazo, que no aparecía por ninguna parte. El asesino se había llevado el brazo derecho de la mujer, a modo de trofeo, quizá.
- Menudo trofeo, rediós.... – murmuró en ese momento el inspector, que estaba de pie, inmóvil, entre los dos cadáveres, repasando todo lo que sabían del caso.
Los de la científica habían encontrado pelos grises como los de la noche anterior, aunque esa vez solamente en los cuerpos sin vida de las víctimas. En los alrededores no había ni rastro de pelos o de sangre.
El inspector Amodeo se pasó la mano por la cara, notando cómo la barba de seis días le raspaba en la palma endurecida. Era una sensación que le gustaba, aunque en aquellos momentos no le tranquilizó ni le satisfizo.
Vio que el agente Ramírez se separaba de la cinta policial que estaba colocada a la puerta del Archivo de la Guerra Civil, anexo a la casa Lis, y se acercaba a él. Aquella zona era de mucha concurrencia, pero era fácil de acordonar. Al fin y al cabo estaban delante de la casa Art Déco y por allí sólo pasaba la gente que pretendiese entrar al museo. Los viandantes que pasasen por los alrededores se quedaban a mirar qué había pasado, con curiosidad malsana, pero enseguida seguían su camino. Las cintas policiales no cortaban una calle, como había ocurrido con el escenario de la noche anterior.
- Inspector – Juan Ramírez guardó las apariencias: aunque eran buenos amigos desde hacía muchos años, allí eran superior y subalterno.
- Buenas, Ramírez.
- Menudo desastre, ¿eh?
El inspector Amodeo asintió, en silencio. Los dos se entendían bien.
- No sé qué dirá la científica, pero un animal no ha podido hacer esto.... – opinó Ramírez.
- A no ser que sea un león del circo – dijo el inspector, a medias entre bromista y fúnebre.
Santiago Amodeo Córcovas sabía a lo que se refería el agente Ramírez. Las heridas, los mordiscos, los pelos, la brutalidad.... concordaban perfectamente con el ataque de un animal. Pero había cierta maldad insana en aquel asesinato, algo que no se relacionaba tanto con los animales como con la depravación del ser humano. El hombre había sido asesinado y había servido de cena a quien fuera que se lo había cargado, sin más, pero la mujer había resultado otra cosa: la había desnudado por completo, arrancándole el vestido, mordiéndole los pechos, casi como si fuera un acto íntimo de amor y deseo.
Además, si el brazo arrancado era un trofeo para guardárselo como recuerdo, había elegido el de la mujer, ninguno de los del hombre.
- Menudo trofeo, rediós.... – repitió el inspector, que a pesar de haber visto muchas barbaridades en sus veintidós años en el cuerpo de la Policía Nacional, se sintió un poco enfermo y mareado al pensar en los dos cadáveres que tenía a los pies.
- ¿Cómo dice?
- Que un animal no se lleva un brazo como trofeo – dijo el inspector, cambiando la frase pero manteniendo el mensaje. – Quizá un león o un oso puedan arrancar una cabeza humana, pero no arrancan un brazo para llevárselo.
- Si quería asegurarse una recena se hubiera llevado la cabeza – comentó Ramírez, algo morboso. El inspector Amodeo tragó saliva antes de continuar.
- O habría cargado con alguno de los dos cuerpos. Si era un animal capaz de arrancar una cabeza, imagino que tendría la fuerza suficiente para llevarse a rastras uno de los cadáveres....
Ramírez asintió.
- Pero si no es un animal....
El inspector Amodeo asintió, pensativo, pasándose de nuevo la mano por la corta barba. El raspado fue audible para los dos hombres.
- Sólo se me ocurre que un hombre o una mujer tengan un animal amaestrado y los utilicen para sus desviaciones psicópatas – opinó. – El animal es el que mata, por eso encontramos los mordiscos y los pelos, pero siguiendo las despiadadas órdenes de un ser humano....
Los dos policías no podían pensar que un animal fuese tan malvado y tan sanguinario. Aquellos comportamientos sólo los habían visto en humanos.
- Aún no hemos encontrado la identificación de la mujer – dijo Ramírez, cambiando de tema, y el inspector lo agradeció. – El hombre llevaba la cartera encima pero ella no tenía nada, ni bolso, ni cartera, nada.
- Es raro – dijo el inspector Amodeo, mirando el cuerpo tapado con la sábana. No estaba bien prejuzgar, pero una mujer como aquella habría acompañado aquel vestido caro con un bolso a juego. Podía imaginar que fuese una aprovechada y dejase pagar todo al novio, pero no podía imaginarla sin bolso. Parecía una mujer bonita, de ésas a las que las gusta vestirse bien, elegante y a la moda.
- Los chicos están peinando la zona, por si el bolso aparece en alguna parte. Quizá el asesino se lo llevó, aprovechando para robar, aunque no lo creo....
Ramírez miró al suelo, donde también estaba mirando el inspector. Allí había un estuche abierto con un anillo de diamantes, con la pieza de plástico amarillo al lado, marcándolo como una evidencia. Si quien hubiera hecho aquello quería haber aprovechado para robar no habría dejado el anillo tirado en el suelo.
- Más bien me parece que algún ratero o algún borrachín encontró el bolso ahí tirado y no hizo mucho caso de los cadáveres – comentó el inspector Amodeo. – O no les vio, dependiendo de la cogorza que llevara....
Juan Ramírez se encogió de hombros, mirando a sus compañeros de uniforme que había por la zona. Desde donde estaban se podía ver el río Tormes, el puente romano, el monumento al Lazarillo y el Verraco de piedra que había al inicio del puente y la cercana iglesia de Santiago. Por toda la zona podían verse uniformados buscando entre las zonas de hierba, las papeleras y los contenedores de basuras.
El juez Gutiérrez Alarcón llegó en aquel momento, acompañado por gente de su gabinete. Comprobó el estado de los cadáveres y empezó a realizar las diligencias para su traslado. Al ver al inspector Amodeo se dirigió a él, a pesar de que éste se había girado y encogido un poco, esperando que no lo viera.
- Suerte amigo – le deseó el agente Ramírez, guiñándole un ojo. Después se alejó de allí, dedicándole un saludo al juez al cruzarse con él.
- Judas.... – musitó Amodeo.
- Inspector Amodeo, perdone si no me alegro de volver a verle.... – el juez Gutiérrez Alarcón le tendió una mano que el inspector tuvo que estrechar.
- Lo mismo me pasa con usted cada vez que nos encontramos, descuide.... – lanzó su pulla. El juez pareció no darse por aludido, mirando a los dos cadáveres.
- Una tragedia, ¿no cree?
- Desde luego....
- ¿Tiene algo que ver con lo de ayer?
- Por ahora no sabemos nada, aunque en mi opinión sí. Me temo que esto es sólo el principio....
El inspector Amodeo no aguantaba al juez Gutiérrez Alarcón: le parecía un hombre demasiado flemático, demasiado estirado y demasiado soso. Eran demasiados “demasiados” para una sola persona. En realidad no era un mal tipo, pero a juicio del inspector le faltaba sangre y ánimo para ejercer de juez en Salamanca. Estaba deseando que se jubilara: el juez Gutiérrez Alarcón era ya mayor y le quedaban tres o cuatro años en activo. El inspector Amodeo deseaba sangre nueva en los juzgados.
- Ya veo, ya.... – dijo el juez, sin mostrar ninguna emoción. El inspector de la Policía Nacional apretó los dientes y miró hacia otro lado, tratando de calmarse. – Bueno, pues habrá que descubrir quién ha sido, ¿no? No vaya a ser que siga cometiendo asesinatos cada noche....
- Sí, claro, para eso nos pagan – replicó el inspector, sin mirarle, con la vista clavada en el río Tormes, que parecía de fuego puro, por el reflejo de la luz del Sol.
- Bueno, bueno....
El inspector resopló.
- ¿Qué tal está su hija? – preguntó, más por cortesía que por verdadero interés.
- Está bien, está bien.... Descansando, que es lo que le toca ahora – fue la lacónica respuesta.
- ¿Y su nieto? – preguntó Amodeo, un poco harto. A aquel hombre había que sacarle las palabras con un garfio. Lo peor era que en el estrado era igual. Un lastre para el sistema....
- Nieta – respondió el juez, mirando a su alrededor. Los del instituto forense se hacían cargo ya de los cadáveres, metiéndolos en bolsas de plástico negro y cargándolos en camillas con ruedas. Al hacerlo dejaron a la vista los cuerpos: el inspector Amodeo trató de no volver a verles demasiado, pero al juez pareció no importarle el espectáculo. – Una niña preciosa. Blanquita y arrugadita, muy guapa....
- Me alegro – contestó el inspector, falso: le parecía que ya estaba pasándose de amable con aquel tipo. Buscó una manera de librarse del juez, mirando a sus hombres, y Ramírez se la dio: desde el puente romano le hacía señas para que se acercara. – Disculpe, señor juez, tengo que encargarme de una cosa....
- Muy bien.
El inspector Santiago Amodeo se alejó del juez, aliviado, y bajó por la rampa que daba acceso a la casa Lis. Pasó por debajo de la cinta amarilla (que un agente uniformado levantó para facilitarle el acceso, recibiendo el agradecimiento del inspector), caminó a paso vivo por delante del cruceiro que había en aquella salida de la muralla y bajó hasta la carretera que circunvalaba la parte vieja de la ciudad. Cruzó la carretera y se reunió con el agente Ramírez, que le esperaba con una cartera en la mano.
- No han encontrado el bolso, pero sí la cartera – le dijo nada más llegó. – Tu teoría de un ladronzuelo parece acertada.
- ¿Hay identificación?
- Han limpiado la cartera de dinero y tarjetas, pero el D.N.I. sigue dentro: era Verónica Jurado Estébanez. No he mirado muy atentamente la cabeza allí arriba, pero creo que la foto coincide con ella....
El inspector se pasó la mano por el cráneo pelado y después por la barba, raspando la palma. Jurado Estébanez: juraría que le sonaba....
- ¿Pasa algo? ¿La conoces? – preguntó Juan Ramírez, preocupado al ver la expresión turbada de su superior.
- No sé.... ¿A ti no te suena? ¿Jurado Estébanez?
Ramírez se encogió de hombros, con una mueca, pero volvió a mirar la foto del carnet y pareció pensativo.
- No lo sé.... No caigo....
- No la conozco, pero me suena ese nombre.... Estoy seguro.
Los dos hombres se pasaron el D.N.I. el uno al otro, comprobando el nombre y la fotografía. El agente estaba en blanco y el inspector estaba convencido de que debía conocerla.
- ¿Han encontrado algo? – la voz del juez Gutiérrez Alarcón les sacó de sus pensamientos. El inspector arrugó el gesto pero contestó.
- Habíamos identificado al hombre, porque llevaba encima la cartera, pero a la mujer no. Los agentes han encontrado su identificación en una de las papeleras del paseo....
Se la tendió al juez y éste la miró. Al instante levantó las cejas y puso cara de sorpresa.
- Ay, madre del amor hermoso.... – musitó el juez y el inspector Amodeo hubiese reído de haber sido otra la situación.
››Menudo meapilas‹‹ pensó.
- ¿Qué ocurre?
- ¿No les han sonado los apellidos? Esta chica es la hija de Justino Jurado Jiménez y señora.
- Rediós....
- Joder, menuda mierda.... – murmuró Ramírez, para el cuello de la camisa del uniforme.
- Tiene que informar a su padre de inmediato, inspector – ordenó el juez, devolviéndole el D.N.I. – No es un ciudadano cualquiera, cena cada miércoles con el alcalde, por Dios....
- Ya, ya....
- Llámele ya mismo. Yo puedo darle su teléfono.
- Pues si me lo facilita se lo agradezco – dijo el inspector Amodeo, a la vez que pensaba que si el juez tenía el teléfono personal del constructor bien podía ser él el que le llamase....
El juez Gutiérrez Alarcón consultó el número en su teléfono móvil y se lo pasó a uno de sus ayudantes, que lo miró y lo copió en una tarjeta de cartulina, que estaba en blanco. Una vez apuntado le dio el cartoncito al juez y éste se lo pasó al inspector de policía.
- Aquí tiene. Llámele ya mismo....
El inspector asintió y se dio la vuelta, sacando el móvil del bolsillo del pantalón de traje. El juez le miró hacer pero luego se alejó, atento al traslado de los cadáveres, que ahora habían adquirido un carácter de mayor urgencia e importancia. El agente Ramírez se quedó cerca de su amigo: no podía ayudarle en aquel trance, pero podía apoyarle, aunque fuese sólo moralmente....
Los tonos de llamada sonaron en el oído del inspector Amodeo, que temía que contestaran al otro lado. Pero lo hicieron.
- ¿Sí?
- ¿Don Justino Jurado Jiménez? Verá, soy el inspector Amodeo, de la Policía Nacional. El juez Gutiérrez Alarcón me ha dado su número....
- Sí, dígame.... – el constructor parecía más atento y preocupado.
El inspector tragó saliva antes de continuar. Aquella parte de su trabajo era horrible, pero se tornaba mucho más difícil cuando tenía que hablar con alguien importante, que casi era una celebridad.
- Verá, hemos encontrado a su hija....

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