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(Arenisca)
- ¿Víctor? Estás muy distraído hoy.... ¿Estás bien?
Víctor Ribera Domínguez volvió en sí,
girando la cabeza y volviendo a posar su mirada en la maravillosa mujer que se
sentaba frente a él en la mesa de la cafetería. Cualquier otro día no habría podido
despegar sus ojos del tremendo (pero elegante) escote que su compañera lucía
aquella noche, pero no dejaba de distraerse y vagaba la mirada por la plaza
mayor.
Estaba nervioso. No era para menos.
No todas las noches uno le pedía
matrimonio a la mujer a la que amaba.
- ¿Eh? Sí, no sé, no sé qué me pasa
hoy.... – farfulló, tratando de salir del apuro, disimulando. – Ya te he dicho
lo de esta mañana de Ramírez en la oficina, será eso....
Lo de la oficina y la bronca con Ramírez
era verdad, así que sonaba a motivo real y no a excusa. Verónica empezó a
decirle que no se preocupara tanto por el trabajo, que no pensara en Ramírez el
día de su aniversario, que no se obsesionara tanto con su carrera y sí pensara
más en vivir.... Era un discurso ya conocido, que Verónica ya había ensayado
muchas veces con él, con leves modificaciones y actualizaciones, y que Víctor
Ribera Domínguez soportaba porque en parte era verdad y porque de esa forma su
novia (y futura prometida) se calmaba y dejaba salir un poco de tensión. A él
no le importaba.
Mientras ella hablaba Víctor Ribera
palpó el pequeño estuche en el que iba guardado el anillo que en un momento le
iba a enseñar y a ofrecer, con una pregunta que muchos hombres antes que él
habían pronunciado. Estaba nervioso, claro que sí, por eso se distraía. Por eso
no contemplaba embelesado, sin desviar la vista, el monumento de mujer que
tenía delante.
Verónica Jurado Estébanez. La heredera
de Justino Jurado Jiménez, rey del ladrillo de Salamanca. Una mujer
inteligente, sofisticada y muy atractiva que había decidido elegirlo a él como
pareja, hacía ya ocho años. Todavía hoy Víctor se preguntaba a menudo por qué
una mujer tan espectacular (en todos los sentidos) como aquélla estaba con él.
Víctor Ribera Domínguez no era más que un simple oficinista, con un puesto
intermedio en una empresa de seguros de alcance nacional. Era un tipo
corriente, ni muy alto ni muy bajo, ni muy guapo ni muy feo, que caminaba al
lado de Verónica Jurado Estébanez como si le debiese algo.
No eran una pareja desigual, no era eso.
Víctor Ribera Domínguez era un tipo de buena planta, atractivo y delgado. No
desentonaba al lado de la heredera de Construcciones Jurado S.A. Pero siempre
se notaba inferior, al menos así se veía él: Verónica Jurado era una mujer despampanante,
tanto a la vista como cuando se la escuchaba hablar, y él se veía muy poquita
cosa.
Pero algo tendría de atractivo cuando
ella había sido su novia durante los últimos ocho años. No estaba allí obligada.
Secándose el sudor de la frente Víctor
se dirigió a ella.
- ¿Vamos.... vamos a dar un paseo? –
propuso Víctor Ribera Domínguez. Cada vez se ponía más nervioso y decidió que
era mejor llevar a cabo su plan cuanto antes, para prevenir un posible infarto
de miocardio: podía sufrirlo si postergaba mucho más el momento del anillo.
- Vale, me apetece. Hace una noche
estupenda.
Era cierto. El calor del verano
castellano se había atenuado un poco por la noche, a causa de la brisa que
soplaba, no fría pero refrescante. En el cielo negro sólo lucía la Luna llena,
blanca y redonda.
Por eso la plaza Mayor de Salamanca
estaba hasta los topes. Las terrazas hacían negocio, con todas las mesas
llenas. El centro de la plaza cuadrada estaba también lleno de gente que pasaba
de un lado a otro, con otros bares y otras terrazas con sitios libres como
destino.
Víctor Ribera y Verónica Jurado se
levantaron de las sillas y caminaron por la plaza, enlazados por el brazo. Víctor
Ribera vestía un pantalón de lino con perfecta raya planchada y una camisa cara
de color azul claro. Llevaba el pelo negro engominado con el flequillo alzado,
a la moda. Verónica llevaba un vestido de tirantes que le llegaba hasta los
tobillos, entallado en el busto, la cintura y las caderas, pero suelto hasta el
final. Era de color azul claro, pero dependiendo de cómo le diera la luz hacía
tonos turquesas y verdes. El escote, redondo, dejaba ver el canalillo y una
generosa ración de pecho moreno por el Sol.
Los dos eran guapos, delgados,
atractivos y jóvenes, y caminaron por la plaza y por la calle como si fuera de
su propiedad.
Habían tomado una cerveza en un bar al
que les gustaba ir, después de que cada uno de los dos saliera del trabajo.
Después habían cenado con champán en un restaurante elegante de la ciudad, en
el que había que pedir reserva un par de meses antes (las influencias del padre
de Verónica habían facilitado la reserva, hecha con mucha menos antelación).
Después de la excelente cena habían caminado hasta la plaza Mayor y habían
tenido suerte al encontrar mesa en una de las terrazas de una de las cafeterías
que había en los soportales que la rodeaban. Habían tomado un par de gin-tonics cada uno, lo justo para
ponerse juguetones para la sesión de sexo que tenían planeada para casa, pero
sin excederse: al día siguiente no podían sufrir resaca, había que ir al
trabajo.
- ¿A dónde vamos? No me quiero cansar
mucho, que todavía nos queda lío en casa.... – dijo Verónica Jurado Estébanez,
susurrando al oído de su novio. Éste sumó la reciente excitación provocada por
su novia con los nervios por la pedida de mano que iba a realizar de ahí a
nada.
- Quiero que vayamos a un sitio muy
bonito – trató de decir coherentemente, mientras Verónica Jurado le besaba. –
Es cerca y sé que te gusta mucho....
Verónica Jurado Estébanez se separó de
él lo justo para mirarle a la cara, sin desenlazar el brazo.
- Estás muy misterioso hoy, además de
nervioso....
Víctor Ribera Domínguez se encogió de
hombros, haciendo una mueca con la cara. Fue lo mejor que pudo hacer, porque si
hubiese hablado, el temblor de su voz le hubiese delatado.
Al fin llegaron a la casa de Lis, un tesoro
único de Salamanca. Era una rareza, una casa de estilo Art Nouveau y Art Déco en medio de Salamanca, construida sobre la
antigua muralla de la ciudad. Era una de las pocas casas de ese estilo
arquitectónico que se podían encontrar en España. Convertida en museo, se
alzaba como una nota discordante entre el resto de edificios de la parte
monumental de la ciudad, de característico color anaranjado o amarillento, pero
también como una referencia cultural y turística de Salamanca. A Verónica
Jurado le gustaba mucho aquella casa y por eso Víctor Ribera había elegido
aquel lugar.
- ¿La casa Lis? ¿Y por qué venimos aquí?
- Porque te gusta....
Salieron por la puerta de la muralla y
subieron hasta la entrada de la casa, por una de las escalinatas laterales que
llevaban hasta ella. Verónica Jurado Estébanez iba un poco extrañada, pero como
era verdad que le gustaba mucho aquel edificio, no dejó de admirar sus detalles
y sus vidrieras de colores. Al llegar frente a la casa, Víctor se detuvo y se
puso frente a Verónica.
- Verónica.... – le llamó. Hincó una
rodilla en la piedra al mismo momento que su novia se volvía hacia él. Al verle
allí arrodillado, se llevó las manos a la cara, poniéndolas ante la boca.
- ¡Ay, por favor! – fue lo único que
podía decir. Había notado algo raro a Víctor, y aunque a cualquier mujer se le
hubiese pasado aquella idea por la cabeza, Verónica Jurado la rechazó, por
típica.
Nunca se había alegrado y emocionado más
porque su novio fuese tan típico que en aquel momento.
- Verónica Jurado Estébanez, ¿me harías
el inmenso honor de elegirme como tu esposo y convertirte en mi esposa? – dijo
Víctor Ribera Domínguez, y para estar tan nervioso no lo hizo nada mal.
Verónica lloró de alegría, con la cara
descompuesta entre la sonrisa y el llanto (por la emoción). Víctor también
sonreía, arrodillado frente a ella, sacando un pequeño estuche del bolsillo del
pantalón y sosteniéndolo abierto ante él: un anillo de diamantes reposaba en su
interior.
Verónica tenía el “Sí” en la garganta,
pero no llegó a salir. Se le quedó atragantado allí cuando vio la figura que
estaba detrás de Víctor, a unos seis o siete metros. Su cara se descompuso,
desapareciendo la alegría para dar paso al más puro miedo. Sus manos no se
movieron de delante de su boca, crispadas, pero no por estar arrobada, sino por
el terror. Víctor notó el cambio de actitud en su novia y se vino abajo,
creyendo que le estaba rechazando.
- ¡¡¡Aaaaahhh!!! – gritó Verónica
Jurado, consiguiendo emitir un sonido, aunque no fuese el que tenía previsto
hacía unos segundos. Víctor Ribera se puso en pie inmediatamente, sin soltar el
estuche con el anillo.
- ¿Qué pasa? – se asustó, mirando a su
novia cara a cara. Y aunque Verónica Jurado señaló a su espalda y él empezó a
girarse para mirar, Víctor Ribera Domínguez murió sin saber qué lo había
matado.
La criatura, enorme y cubierta de pelo,
le saltó encima, mordiéndole entre el cuello y el hombro, destrozando la piel,
los músculos y la clavícula. Arrancó un buen mordisco, sujetando el cuerpo del
chico, del que se escapaban la sangre y la vida a borbotones. Con el cadáver
entre los brazos musculosos y peludos, miró a la chica que tenía al lado: de
las fauces le colgaban tiras de carne y piel.
- ¡¡¡Aaaaahhh!!!
– volvió a gritar Verónica Jurado Estébanez, sin poder quitar la vista del
cuerpo sin vida de su novio. Después miró el rostro del monstruo que tenía a
menos de tres palmos y volvió a gritar – ¡¡¡Aaaaahhh!!!
Se dio la vuelta y corrió, para huir y salvarse.
Pero las sandalias eran muy bonitas y elegantes para pasear con aquel vestido
por Salamanca, pero no para huir de un monstruo salvaje y salvar la vida. Así
que, de cuatro zancadas, la criatura la alcanzó y le arrancó la cabeza de un
solo zarpazo. Golpeó contra la antigua muralla de piedra y cuando cayó al suelo
ya estaba despeinada, con el recogido deshecho y los pelos rubios revueltos.
La criatura se volvió recelosa y
cuidadosa, ahora que había cazado. Miró alrededor, pero por suerte no había
nadie en aquel momento en la zona. Pasaron dos coches por la calzada, allí
abajo, pero desde allí no se veía al monstruo acompañado por los dos cadáveres,
a resguardo por el pretil de las escalinatas que llevaban hasta la casa Lis.
Cuando comprobó que nadie le disputaría
sus presas continuó devorándolas, para saciar su hambre nocturna.
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