lunes, 10 de abril de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 13

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(Arenisca)



El inspector Amodeo, acompañado por el agente Ramírez (éste no sabía cuánto le agradecía el primero que estuviese allí con él), esperaba de pie cerca de la mesa de la secretaria y de la puerta del despacho del señor Jurado Jiménez. No quería estar allí, pero con personajes tan importantes como aquel había que tener un poco de consideración.
Hacer la pelota”, lo llamaba el inspector interiormente. Pero el mundo estaba así, y siempre habría ciudadanos de primera a los que lamer un poco el culo, mientras los ciudadanos normales se tenían que conformar con un mero trámite menos formal. Así había sido el día anterior con los padres del chico muerto, el universitario de Miranda de Ebro.
La llamada había sido devastadora, pero al menos el matrimonio había sido comprensivo con el inspector y se habían mostrado serenos, aunque Santiago Amodeo imaginó que sólo era una fachada.
No quiso ni imaginar la imagen al otro lado de la línea una vez que le colgaron el teléfono.
- Señorita Milagros, hágalos pasar – sonó el comunicador de la mesa de la secretaria. Ésta se levantó y salió de detrás de la mesa.
- Pueden pasar, si son tan amables – dijo, muy educada y correcta. El inspector Amodeo le agradeció la atención con un gesto de cabeza, tan preocupado por el caso y aquella entrevista que ni le dedicó una mirada al trasero de la secretaria, enfundado en una falda de tubo color crema. El agente Ramírez, más avispado, no perdió la oportunidad.
- Adelante, agentes. Pasen, por favor – les dio la bienvenida don Justino Jurado Jiménez, levantándose de su butaca de cuero y pasando delante de la mesa, para estrechar la mano del inspector. Al agente Ramírez le dedicó solamente un gesto de saludo con la cabeza. El agente estaba acostumbrado: a mucha gente el uniforme le daba la impresión de que eran meros subalternos, servidores de los ciudadanos. La gente que estrechaba la mano de un agente uniformado, reconociendo su importancia, era la que valía la pena para Ramírez.
El inspector Amodeo se dio cuenta del detalle y no dijo nada. Pero cambió su manera de ver a aquel hombre de negocios al instante.
- Señor Jurado, lamento tener que venir a verle por un hecho tan traumático – dijo Amodeo, profesional.
- Lo imagino. Pero siéntense, por favor, no se queden ahí de pie.
Justino Jurado Jiménez volvió a su mesa, la rodeó y se sentó en su butaca de cuero, tan grande que parecía el trono de un rey. Las sillas que ocuparon el inspector y el agente delante de la mesa eran más humildes, pero muy cómodas.
- Lamentamos su pérdida – dijo Juan Ramírez, nada más sentarse, colocando la gorra sobre sus rodillas. El agente también quería mostrarse profesional, a pesar de lo que pensaba del constructor.
- Gracias, agente. Es muy amable....
- Díganos, señor Jurado. Para qué quería vernos – intervino el inspector Amodeo.
- Verá, inspector. No podía dejar que nuestra relación se limitase a una conversación por teléfono – dijo el constructor, solemne. Tenía el cabello muy blanco y frondoso y la piel muy morena, del tono de la gente que se da rayos UVA. Sus ojos eran azules muy claros, del mismo tono que el cielo veraniego que podía verse por el ventanal de su despacho, tras su butaca: eran ojos muy juveniles, pero que escondían una fuerza y una perversidad que sólo conferían los años vividos. – Tenía que conocer en persona al hombre que va a atrapar al asesino de mi hija....
- Eso intentaremos.
- No. Eso es lo que van a hacer – repuso Justino Jurado, con un tono de voz que no admitía réplica. El inspector Amodeo se pasó la mano por la corta barba de seis días, impávido: quizá aquel tono de voz le sirviese al constructor para tratar con proveedores, con sus trabajadores y con empresas colaboradoras y rivales, pero no con un policía como él. – El malnacido y desgraciado que se ha atrevido a hacer.... esas atrocidades con mi hija merece la muerte.
- Es nuestro trabajo. Trataremos de encontrarle – concedió el inspector Amodeo, manteniéndose en sus trece. Entre el juez Gutiérrez Alarcón y el constructor Jurado le estaban dando una mañana muy tensa: hizo esfuerzos por mostrarse amable y profesional. Rediós, qué difícil era tratar con aquella gentuza.... – Y una vez lo detengamos será la justicia la que decida cuál es su pena.
- Por suerte el juez Gutiérrez y yo somos amigos.... – comentó Justino Jurado Jiménez, asintiendo con cara muy seria. El inspector y el agente uniformado intercambiaron una mirada muy rápida: ellos dos también pensaban que quien hubiese asesinado a aquellas tres personas era un animal, un desalmado, y que se merecía lo peor que podía pasarle, pero les parecía fuera de tono insinuar que el juez era manejable por sus conocidos.
Aunque, conociéndole como le conocía, a Santiago Amodeo no le sorprendían nada aquellos tejemanejes del juez.
- Por eso se libra usted de todos los pleitos en los que se ve envuelta su empresa, ¿no? – preguntó Juan Ramírez, logrando imprimir a sus palabras un tono inocente, casi estúpido. La sonrisa de su cara acompañaba sus palabras. El inspector Amodeo lo miró y tuvo que pasarse la palma de la mano por la barba, para ocultar la sonrisa que se había desatado en sus labios. Maldito Ramírez: qué perro era.
- ¿Qué insinúa usted? – se indignó Justino Jurado.
- Volvamos a lo que nos interesa – recondujo la conversación el inspector, mientras Ramírez se encogía de hombros en su silla, mirando con cara de incomprensión al constructor. Casi le hizo reír de nuevo. – El hombre que acompañaba anoche a su hija era su novio, ¿no es así?
- Así es: Víctor Ribera Domínguez. Un buen muchacho – contestó el constructor, volviendo a mirar al inspector, con cara un poco enfadada.
- Y los dos habían salido a cenar y a pasear....
- Sí, lo hacían a menudo.
- ¿Entre semana? – se asombró el inspector.
- No era lo habitual, pero creo que por estas fechas era su aniversario.... No lo sé, mi mujer es la que se acuerda de todas esas cosas....
- La señora Estébanez: transmítale nuestras condolencias – dijo Ramírez, muy sosegado. El constructor se volvió a mirarle, ceñudo.
- Lo haré. Gracias – gruñó.
- ¿Sabe si su hija tenía algún enemigo? ¿Algún exnovio celoso o algo parecido....? – preguntó el inspector Amodeo, volviendo a reconducir la conversación. Eran preguntas típicas, que el inspector prefería hacer aunque no fuesen muy sensatas: sabía que si los dos asesinatos tenían algo que ver, no era muy lógico que un exnovio hubiese matado primero a un desconocido, a modo de entrenamiento, antes de matar a quien de verdad quería. Aunque si su arma había sido un animal entrenado, como valoraban él y el agente Ramírez, quizá sí que hubiese realizado un asesinato de prueba....
- Verónica hacía mucho tiempo que salía con su novio – repuso Justino Jurado. – Salió con un par de chicos antes que con Víctor, pero hace muchos años: esos exnovios no seguirán celosos....
- Comprendo.... ¿Y usted? Imagino que uno no llega a donde ha llegado usted, con su empresa, sin hacerse unos cuantos enemigos.... ¿Hay alguien que pudiera querer hacerle daño a través de su hija?
El constructor miró fijamente al inspector, pensativo y un poco molesto. Amodeo no se achantó.
- Tengo competidores, desde luego, todo empresario los tiene. Pero nunca he hecho nada como para conseguirme enemigos – las palabras de Justino Jurado Jiménez decían una cosa, pero su aspecto y su tono decían otra. El inspector mantuvo su cara de mus, impávido. – Y aunque los tuviese, que no es el caso, no creo que ningún empresario decidiera hacerme daño de esa manera tan horrible....
- Por supuesto – dijo el inspector Amodeo.
- ¿Tienen algo más que preguntarme? ¿O van a ponerse ya a buscar al asesino desalmado de mi hija?
El constructor tenía razón: nada más podían sacar de allí. Además, el hombre estaba muy cabreado, debido sobre todo al tratamiento que le habían dispensado los dos policías, y ya no estaba por la labor de colaborar. Pero eso no significaba que el inspector acatase su voluntad sin rechistar.
- Sí, creo que aquí estamos perdiendo el tiempo – dijo el inspector, y aunque sus palabras eran duras, su tono y sus ademanes no dejaron de ser amables: era un profesional. – Podíamos estar en otro lugar haciendo cosas más importantes: comer, por ejemplo. Muchas gracias por su tiempo, señor Jurado. Ya nos veremos.... aunque quizá no. ¿Vamos, agente Ramírez?
- Sí, claro....
Los dos policías se levantaron de las sillas y se despidieron del constructor, que los vio hacer desde la butaca, con cara de pocos amigos. Salieron los dos con calma del despacho, pasando por delante de la mesa de la secretaria (que los miró pasar con cara de sorpresa: era evidente que había escuchado la conversación).
El inspector Amodeo sabía que aquella entrevista le iba a pasar factura, que quizá tendría problemas con el comisario, pero le daba igual. Lo peor que le podían hacer era que le apartaran del caso, y aquello se le antojaba un premio, en lugar de un castigo.
Llegó a los ascensores él solo: Ramírez se había quedado atrás. Cuando llegó el ascensor entró en el habitáculo y sujetó las puertas automáticas, bloqueando el sensor con la pierna. El agente Ramírez llegó al momento, caminando con prisa. Sonreía, pícaro.
- ¿Dónde te habías metido?
- Tenía que recabar algunas pruebas – bromeó, enseñando una tarjeta de visita: apuntado con bolígrafo en el reverso, con letra de mujer, había un número de teléfono.

* * * * * *

- ¿Quieres un chupito de whisky? – ofreció Juan Ramírez, llamando al camarero levantando la mano.
- ¿Whisky? ¿Ahora? – se sorprendió el inspector Amodeo, dejando la cuchara sobre el plato con los restos de flan. – ¿Ves como eres un jodido irlandés?
Ramírez sonrió: tenía el pelo naranja y la piel de la cara y los brazos llena de pecas. Aquel era un chiste muy típico entre los chicos de la comisaría.
Estaban cerca de allí, comiendo en un restaurante que quedaba a pocos metros de la comisaría, en la Gran Vía. Los dos amigos habían comido allí, antes de que el inspector volviese a su despacho, a encargarse de dirigir el caso.
- Paco, ponme un chupito de whisky – pidió Ramírez cuando el camarero, gran conocido después de varios años, se acercó a la mesa. – Y para este triste lo que quiera....
- Un café solo con hielo, Paco, gracias....
- Marchando, inspector.
- Tómate un lingotazo, anda, así te animas.... – le dijo Juan Ramírez a su amigo.
- No todos nos vamos a casa a descansar, cabrón – rezongó el inspector. – A algunos todavía nos queda tarea....
- Los uniformados seremos unos “don nadie”, pero por lo menos tenemos un horario – aceptó Ramírez, resoplando.
Paco llegó con las consumiciones y se llevó todos los platos y cubiertos que quedaban. El inspector Amodeo echó todo el sobre de azúcar en el café, lo removió y después lo vertió en el vaso con hielos. Ramírez agitó su vaso, haciendo tintinear sus hielos, antes de dar un buen trago.
- ¿Has hablado con el comisario?
- Me ha llamado mientras tú estabas en el vestuario – el inspector Amodeo parecía abatido. – Jurado se ha chivado en cuanto hemos salido de su despacho.
- ¿Mucha bronca?
- No, ya sabes cómo es el viejo – dijo Amodeo, sonriendo. – Me ha llamado la atención y me ha dicho que tenga cuidado con el albañil. Pero parecía más preocupado por mí, personalmente, que por el departamento.
- Le vamos a echar mucho de menos cuando le jubilen....
- Todavía nos quedan cuatro o cinco años: aprovechémosles – el inspector Amodeo terminó su café. Ramírez le imitó, pero todavía dejó un poco de whisky en su vaso. – Bueno, me voy al despacho. Voy a ver si tengo alguna amenaza de Jurado en el contestador....
- Cuídate. Nos vemos el lunes.
- Tú también. Y que te vaya bien con la secretaria – dijo el inspector, un poco tirante. Ramírez puso cara de seductor y el inspector notó otra punzada de celos.
- Ya te escribiré el domingo, a ver qué tal se ha dado la noche.... – Juan Ramírez le guiñó un ojo. Amodeo se levantó de la mesa, le dejó diez euros a Paco en la barra, no esperó la vuelta y salió del restaurante.
Se dirigió a la cercana comisaría, esperando no derretirse por la calle antes de llegar a la comisaría y al helador aire acondicionado. El calor era infernal.
Y todavía quedaban dos meses de verano.
El inspector Amodeo veía las vacaciones todavía muy lejos.
Entró en la comisaría, prácticamente vacía a aquella hora. Había media docena de agentes por allí y otro par de inspectores en sus despachos. Amodeo fue hasta el suyo y comprobó el teléfono: no tenía mensajes. En su móvil tampoco tenía ninguno.
El cretino de Jurado había ido directamente a hablar con sus superiores. Amodeo sólo esperaba que no hubiese hablado también con el juez Gutiérrez Alarcón: lo único que le faltaba....
- Rediós, menudo final de semana....
Se sentó frente a su mesa y revisó los informes que tenía delante. No le hacía falta consultarlos, se sabía todos los detalles de los tres asesinatos de memoria, pero era una manera de concentrarse y pensar.
Se le ocurrió llamar a los de la científica, pero consultando un reloj que tenía en la pared de su despacho, justo encima de la vitrina llena de cómics, vio que no habría ninguno en el laboratorio a aquellas horas. Entonces buscó el teléfono de Fernández en su móvil y la llamó directamente a ella.
- ¿Santiago? ¿Pasa algo, inspector?
- Nada grave, Fernández, tranquila. Sólo quería saber si había alguna novedad del laboratorio. No he podido llamar en toda la mañana, he estado atareado entrevistando a las celebridades....
- Ya, me he enterado de su entrevista con Jurado.... – dijo Estela Fernández, con voz comprensiva. ¡Mierda! Sólo faltaba que su careo tenso con el constructor se hubiera hecho público.
- ¿De qué te has enterado? – suspicaz.
- De nada, simplemente de que ha tenido que ir a hablar con él, porque la chica descabezada era su hija – respondió Estela Fernández, con ligereza. – La vi una vez, era una belleza. Lástima que acabara de esa manera....
- Ya – Amodeo estaba más tranquilo.
- Espero que su padre no estuviera muy cabreado....
- Lo estaba, te lo puedes imaginar – comentó. – Aunque tengo entendido que ese tío siempre está cabreado, no tiene que ver con que hayan desmembrado a su hija esta madrugada. Por cierto, ¿alguna novedad?
- No tengo aquí los informes, como puede comprender, pero puedo contarle de memoria....
- ¿Sabemos de qué son las mordeduras?
- No coincide con ningún modelo de los que tenemos, así que seguimos investigando – contestó la técnico forense. – Pero lo que sí sabemos es que la saliva contiene unas enzimas que se encuentran en la saliva de los cánidos.
- ¿Un perro, entonces?
- Eso parece, pero no querría encontrarme con el perro capaz de arrancarle la cabeza a una mujer – dijo Fernández, con tono ligero. – Y eso que a mí me gustan los chuchos....
- Ya.... – Amodeo seguía confundido. Cuanto más sabían de aquel caso, menos conclusiones sacaban. – ¿Y los pelos?
- Igual que las mordidas: no tenemos ni idea. Un compañero quiere mandar unas muestras a una conocida de la facultad de Biología, pero hasta el lunes no podrá llevárselas. Ya sabe, la universidad en verano....
- Ya. Bueno, si hay novedades llámame....
- Seguro que me llama usted antes – bromeó la mujer. El inspector Amodeo sonrió.
- Buen fin de semana, Estela.
- Igualmente, Santiago. Páselo bien.
El inspector colgó.
Mucho se temía que aquel fin de semana no iba a ser muy alegre.

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