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(Arenisca)
El inspector Amodeo, acompañado por el
agente Ramírez (éste no sabía cuánto le agradecía el primero que estuviese allí
con él), esperaba de pie cerca de la mesa de la secretaria y de la puerta del
despacho del señor Jurado Jiménez. No quería estar allí, pero con personajes
tan importantes como aquel había que tener un poco de consideración.
“Hacer
la pelota”, lo llamaba el inspector interiormente. Pero el mundo estaba
así, y siempre habría ciudadanos de primera a los que lamer un poco el culo,
mientras los ciudadanos normales se tenían que conformar con un mero trámite
menos formal. Así había sido el día anterior con los padres del chico muerto,
el universitario de Miranda de Ebro.
La llamada había sido devastadora, pero
al menos el matrimonio había sido comprensivo con el inspector y se habían
mostrado serenos, aunque Santiago Amodeo imaginó que sólo era una fachada.
No quiso ni imaginar la imagen al otro
lado de la línea una vez que le colgaron el teléfono.
- Señorita
Milagros, hágalos pasar – sonó el comunicador de la mesa de la secretaria.
Ésta se levantó y salió de detrás de la mesa.
- Pueden pasar, si son tan amables –
dijo, muy educada y correcta. El inspector Amodeo le agradeció la atención con
un gesto de cabeza, tan preocupado por el caso y aquella entrevista que ni le
dedicó una mirada al trasero de la secretaria, enfundado en una falda de tubo
color crema. El agente Ramírez, más avispado, no perdió la oportunidad.
- Adelante, agentes. Pasen, por favor –
les dio la bienvenida don Justino Jurado Jiménez, levantándose de su butaca de
cuero y pasando delante de la mesa, para estrechar la mano del inspector. Al
agente Ramírez le dedicó solamente un gesto de saludo con la cabeza. El agente
estaba acostumbrado: a mucha gente el uniforme le daba la impresión de que eran
meros subalternos, servidores de los ciudadanos. La gente que estrechaba la
mano de un agente uniformado, reconociendo su importancia, era la que valía la
pena para Ramírez.
El inspector Amodeo se dio cuenta del
detalle y no dijo nada. Pero cambió su manera de ver a aquel hombre de negocios
al instante.
- Señor Jurado, lamento tener que venir
a verle por un hecho tan traumático – dijo Amodeo, profesional.
- Lo imagino. Pero siéntense, por favor,
no se queden ahí de pie.
Justino Jurado Jiménez volvió a su mesa,
la rodeó y se sentó en su butaca de cuero, tan grande que parecía el trono de
un rey. Las sillas que ocuparon el inspector y el agente delante de la mesa
eran más humildes, pero muy cómodas.
- Lamentamos su pérdida – dijo Juan Ramírez,
nada más sentarse, colocando la gorra sobre sus rodillas. El agente también
quería mostrarse profesional, a pesar de lo que pensaba del constructor.
- Gracias, agente. Es muy amable....
- Díganos, señor Jurado. Para qué quería
vernos – intervino el inspector Amodeo.
- Verá, inspector. No podía dejar que
nuestra relación se limitase a una conversación por teléfono – dijo el
constructor, solemne. Tenía el cabello muy blanco y frondoso y la piel muy
morena, del tono de la gente que se da rayos UVA. Sus ojos eran azules muy
claros, del mismo tono que el cielo veraniego que podía verse por el ventanal
de su despacho, tras su butaca: eran ojos muy juveniles, pero que escondían una
fuerza y una perversidad que sólo conferían los años vividos. – Tenía que conocer
en persona al hombre que va a atrapar al asesino de mi hija....
- Eso intentaremos.
- No. Eso es lo que van a hacer – repuso
Justino Jurado, con un tono de voz que no admitía réplica. El inspector Amodeo
se pasó la mano por la corta barba de seis días, impávido: quizá aquel tono de
voz le sirviese al constructor para tratar con proveedores, con sus
trabajadores y con empresas colaboradoras y rivales, pero no con un policía
como él. – El malnacido y desgraciado que se ha atrevido a hacer.... esas atrocidades
con mi hija merece la muerte.
- Es nuestro trabajo. Trataremos de
encontrarle – concedió el inspector Amodeo, manteniéndose en sus trece. Entre
el juez Gutiérrez Alarcón y el constructor Jurado le estaban dando una mañana
muy tensa: hizo esfuerzos por mostrarse amable y profesional. Rediós, qué
difícil era tratar con aquella gentuza.... – Y una vez lo detengamos será la
justicia la que decida cuál es su pena.
- Por suerte el juez Gutiérrez y yo
somos amigos.... – comentó Justino Jurado Jiménez, asintiendo con cara muy
seria. El inspector y el agente uniformado intercambiaron una mirada muy
rápida: ellos dos también pensaban que quien hubiese asesinado a aquellas tres
personas era un animal, un desalmado, y que se merecía lo peor que podía
pasarle, pero les parecía fuera de tono insinuar que el juez era manejable por
sus conocidos.
Aunque, conociéndole como le conocía, a
Santiago Amodeo no le sorprendían nada aquellos tejemanejes del juez.
- Por eso se libra usted de todos los
pleitos en los que se ve envuelta su empresa, ¿no? – preguntó Juan Ramírez,
logrando imprimir a sus palabras un tono inocente, casi estúpido. La sonrisa de
su cara acompañaba sus palabras. El inspector Amodeo lo miró y tuvo que pasarse
la palma de la mano por la barba, para ocultar la sonrisa que se había desatado
en sus labios. Maldito Ramírez: qué perro era.
- ¿Qué insinúa usted? – se indignó
Justino Jurado.
- Volvamos a lo que nos interesa –
recondujo la conversación el inspector, mientras Ramírez se encogía de hombros
en su silla, mirando con cara de incomprensión al constructor. Casi le hizo
reír de nuevo. – El hombre que acompañaba anoche a su hija era su novio, ¿no es
así?
- Así es: Víctor Ribera Domínguez. Un
buen muchacho – contestó el constructor, volviendo a mirar al inspector, con
cara un poco enfadada.
- Y los dos habían salido a cenar y a
pasear....
- Sí, lo hacían a menudo.
- ¿Entre semana? – se asombró el
inspector.
- No era lo habitual, pero creo que por
estas fechas era su aniversario.... No lo sé, mi mujer es la que se acuerda de
todas esas cosas....
- La señora Estébanez: transmítale
nuestras condolencias – dijo Ramírez, muy sosegado. El constructor se volvió a
mirarle, ceñudo.
- Lo haré. Gracias – gruñó.
- ¿Sabe si su hija tenía algún enemigo?
¿Algún exnovio celoso o algo parecido....? – preguntó el inspector Amodeo,
volviendo a reconducir la conversación. Eran preguntas típicas, que el
inspector prefería hacer aunque no fuesen muy sensatas: sabía que si los dos
asesinatos tenían algo que ver, no era muy lógico que un exnovio hubiese matado
primero a un desconocido, a modo de entrenamiento, antes de matar a quien de
verdad quería. Aunque si su arma había sido un animal entrenado, como valoraban
él y el agente Ramírez, quizá sí que hubiese realizado un asesinato de prueba....
- Verónica hacía mucho tiempo que salía
con su novio – repuso Justino Jurado. – Salió con un par de chicos antes que
con Víctor, pero hace muchos años: esos exnovios no seguirán celosos....
- Comprendo.... ¿Y usted? Imagino que
uno no llega a donde ha llegado usted, con su empresa, sin hacerse unos cuantos
enemigos.... ¿Hay alguien que pudiera querer hacerle daño a través de su hija?
El constructor miró fijamente al
inspector, pensativo y un poco molesto. Amodeo no se achantó.
- Tengo competidores, desde luego, todo
empresario los tiene. Pero nunca he hecho nada como para conseguirme enemigos
– las palabras de Justino Jurado Jiménez decían una cosa, pero su aspecto y su
tono decían otra. El inspector mantuvo su cara de mus, impávido. – Y aunque los
tuviese, que no es el caso, no creo que ningún empresario decidiera hacerme
daño de esa manera tan horrible....
- Por supuesto – dijo el inspector
Amodeo.
- ¿Tienen algo más que preguntarme? ¿O
van a ponerse ya a buscar al asesino desalmado de mi hija?
El constructor tenía razón: nada más
podían sacar de allí. Además, el hombre estaba muy cabreado, debido sobre todo
al tratamiento que le habían dispensado los dos policías, y ya no estaba por la
labor de colaborar. Pero eso no significaba que el inspector acatase su
voluntad sin rechistar.
- Sí, creo que aquí estamos perdiendo el
tiempo – dijo el inspector, y aunque sus palabras eran duras, su tono y sus
ademanes no dejaron de ser amables: era un profesional. – Podíamos estar en
otro lugar haciendo cosas más importantes: comer, por ejemplo. Muchas gracias
por su tiempo, señor Jurado. Ya nos veremos.... aunque quizá no. ¿Vamos, agente
Ramírez?
- Sí, claro....
Los dos policías se levantaron de las
sillas y se despidieron del constructor, que los vio hacer desde la butaca, con
cara de pocos amigos. Salieron los dos con calma del despacho, pasando por
delante de la mesa de la secretaria (que los miró pasar con cara de sorpresa:
era evidente que había escuchado la conversación).
El inspector Amodeo sabía que aquella
entrevista le iba a pasar factura, que quizá tendría problemas con el
comisario, pero le daba igual. Lo peor que le podían hacer era que le apartaran
del caso, y aquello se le antojaba un premio, en lugar de un castigo.
Llegó a los ascensores él solo: Ramírez
se había quedado atrás. Cuando llegó el ascensor entró en el habitáculo y
sujetó las puertas automáticas, bloqueando el sensor con la pierna. El agente
Ramírez llegó al momento, caminando con prisa. Sonreía, pícaro.
- ¿Dónde te habías metido?
- Tenía que recabar algunas pruebas –
bromeó, enseñando una tarjeta de visita: apuntado con bolígrafo en el reverso,
con letra de mujer, había un número de teléfono.
* * * * * *
- ¿Quieres un chupito de whisky? –
ofreció Juan Ramírez, llamando al camarero levantando la mano.
- ¿Whisky? ¿Ahora? – se sorprendió el
inspector Amodeo, dejando la cuchara sobre el plato con los restos de flan. –
¿Ves como eres un jodido irlandés?
Ramírez sonrió: tenía el pelo naranja y
la piel de la cara y los brazos llena de pecas. Aquel era un chiste muy típico
entre los chicos de la comisaría.
Estaban cerca de allí, comiendo en un
restaurante que quedaba a pocos metros de la comisaría, en la Gran Vía. Los dos
amigos habían comido allí, antes de que el inspector volviese a su despacho, a
encargarse de dirigir el caso.
- Paco, ponme un chupito de whisky –
pidió Ramírez cuando el camarero, gran conocido después de varios años, se acercó
a la mesa. – Y para este triste lo que quiera....
- Un café solo con hielo, Paco,
gracias....
- Marchando, inspector.
- Tómate un lingotazo, anda, así te
animas.... – le dijo Juan Ramírez a su amigo.
- No todos nos vamos a casa a descansar,
cabrón – rezongó el inspector. – A algunos todavía nos queda tarea....
- Los uniformados seremos unos “don
nadie”, pero por lo menos tenemos un horario – aceptó Ramírez, resoplando.
Paco llegó con las consumiciones y se
llevó todos los platos y cubiertos que quedaban. El inspector Amodeo echó todo
el sobre de azúcar en el café, lo removió y después lo vertió en el vaso con
hielos. Ramírez agitó su vaso, haciendo tintinear sus hielos, antes de dar un
buen trago.
- ¿Has hablado con el comisario?
- Me ha llamado mientras tú estabas en
el vestuario – el inspector Amodeo parecía abatido. – Jurado se ha chivado en
cuanto hemos salido de su despacho.
- ¿Mucha bronca?
- No, ya sabes cómo es el viejo – dijo
Amodeo, sonriendo. – Me ha llamado la atención y me ha dicho que tenga cuidado
con el albañil. Pero parecía más preocupado por mí, personalmente, que por el
departamento.
- Le vamos a echar mucho de menos cuando
le jubilen....
- Todavía nos quedan cuatro o cinco
años: aprovechémosles – el inspector Amodeo terminó su café. Ramírez le imitó,
pero todavía dejó un poco de whisky en su vaso. – Bueno, me voy al despacho.
Voy a ver si tengo alguna amenaza de Jurado en el contestador....
- Cuídate. Nos vemos el lunes.
- Tú también. Y que te vaya bien con la
secretaria – dijo el inspector, un poco tirante. Ramírez puso cara de seductor
y el inspector notó otra punzada de celos.
- Ya te escribiré el domingo, a ver qué
tal se ha dado la noche.... – Juan Ramírez le guiñó un ojo. Amodeo se levantó
de la mesa, le dejó diez euros a Paco en la barra, no esperó la vuelta y salió
del restaurante.
Se dirigió a la cercana comisaría,
esperando no derretirse por la calle antes de llegar a la comisaría y al
helador aire acondicionado. El calor era infernal.
Y todavía quedaban dos meses de verano.
El inspector Amodeo veía las vacaciones
todavía muy lejos.
Entró en la comisaría, prácticamente
vacía a aquella hora. Había media docena de agentes por allí y otro par de
inspectores en sus despachos. Amodeo fue hasta el suyo y comprobó el teléfono:
no tenía mensajes. En su móvil tampoco tenía ninguno.
El cretino de Jurado había ido
directamente a hablar con sus superiores. Amodeo sólo esperaba que no hubiese
hablado también con el juez Gutiérrez Alarcón: lo único que le faltaba....
- Rediós, menudo final de semana....
Se sentó frente a su mesa y revisó los
informes que tenía delante. No le hacía falta consultarlos, se sabía todos los
detalles de los tres asesinatos de memoria, pero era una manera de concentrarse
y pensar.
Se le ocurrió llamar a los de la
científica, pero consultando un reloj que tenía en la pared de su despacho,
justo encima de la vitrina llena de cómics, vio que no habría ninguno en el
laboratorio a aquellas horas. Entonces buscó el teléfono de Fernández en su
móvil y la llamó directamente a ella.
- ¿Santiago? ¿Pasa algo, inspector?
- Nada grave, Fernández, tranquila. Sólo
quería saber si había alguna novedad del laboratorio. No he podido llamar en
toda la mañana, he estado atareado entrevistando a las celebridades....
- Ya, me he enterado de su entrevista
con Jurado.... – dijo Estela Fernández, con voz comprensiva. ¡Mierda! Sólo
faltaba que su careo tenso con el constructor se hubiera hecho público.
- ¿De qué te has enterado? – suspicaz.
- De nada, simplemente de que ha tenido
que ir a hablar con él, porque la chica descabezada era su hija – respondió
Estela Fernández, con ligereza. – La vi una vez, era una belleza. Lástima que
acabara de esa manera....
- Ya – Amodeo estaba más tranquilo.
- Espero que su padre no estuviera muy
cabreado....
- Lo estaba, te lo puedes imaginar –
comentó. – Aunque tengo entendido que ese tío siempre está cabreado, no tiene
que ver con que hayan desmembrado a su hija esta madrugada. Por cierto, ¿alguna
novedad?
- No tengo aquí los informes, como puede
comprender, pero puedo contarle de memoria....
- ¿Sabemos de qué son las mordeduras?
- No coincide con ningún modelo de los
que tenemos, así que seguimos investigando – contestó la técnico forense. –
Pero lo que sí sabemos es que la saliva contiene unas enzimas que se encuentran
en la saliva de los cánidos.
- ¿Un perro, entonces?
- Eso parece, pero no querría encontrarme
con el perro capaz de arrancarle la cabeza a una mujer – dijo Fernández, con
tono ligero. – Y eso que a mí me gustan los chuchos....
- Ya.... – Amodeo seguía confundido.
Cuanto más sabían de aquel caso, menos conclusiones sacaban. – ¿Y los pelos?
- Igual que las mordidas: no tenemos ni
idea. Un compañero quiere mandar unas muestras a una conocida de la facultad de
Biología, pero hasta el lunes no podrá llevárselas. Ya sabe, la universidad en
verano....
- Ya. Bueno, si hay novedades
llámame....
- Seguro que me llama usted antes –
bromeó la mujer. El inspector Amodeo sonrió.
- Buen fin de semana, Estela.
- Igualmente, Santiago. Páselo bien.
El inspector colgó.
Mucho se temía que aquel fin de semana
no iba a ser muy alegre.
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