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(Arenisca)
Tentado de saltarse el límite de
velocidad, pero al final recapacitando y sin hacerlo, Lucas Barrios volvió a
Madrid como un bólido, pensando sin parar qué hacerle a Darío en cuanto lo
tuviera delante.
Pasó por muchas ideas: desde pegarle una
paliza a puñetazos a pegarle con palos de escoba, desde meterle en una bañera
con hielos hasta electrocutarle con un cable pelado en los genitales, desde
caparle a cortarle las manos.... Todo le parecía adecuado y a la vez insuficiente.
A la altura de Villacastín llegó a la conclusión de que lo primero era darle
una buena ración de golpes, después descubrir quién le había mandado llevarle a
aquella trampa en el edificio abandonado y qué quería de él y por último ya le
raparía el pelo, le quemaría las pestañas y le colgaría por los pies del techo.
Recorrió el barrio de Chamberí y se
orientó para encontrar el centro de encuentro juvenil usando la ubicación que
le había mandado José Ramón. Esperaba que Darío siguiera allí escondido, porque
su Twingo llamaba mucho la atención por las calles del barrio y no quería que
Darío estuviera rondando por fuera y lo viera, o que alguien identificara su
coche y le fuera con el cuento a Darío. Si él había puesto a sus contactos a
buscarle, Darío podía haber hecho lo mismo con él.
Circuló por una calle hasta el final,
donde se acababa. Justo enfrente estaba el centro juvenil. Los coches podían
girar hacia la derecha o hacia la izquierda, pero Lucas aparcó el suyo justo
delante de la puerta del centro. Se quedó un instante delante del volante,
inmóvil y pensativo. Quería ver cómo estaba el panorama: todo parecía
tranquilo, pero nunca se sabía.
Un par de chavales entraron en el centro
y otro diferente salió a los cinco minutos. Ninguno pareció mirarle ni fijarse
en él, a pesar de que su coche rojo y blanco llamaba la atención, con las luces
de emergencia en el techo. Supuso que no era momento de andarse con más
remilgos, así que se giró hacia el asiento de atrás, que no era tal y levantó
la tapa forrada de piel del baúl que escondía en su interior. Los respaldos
seguían como los de un coche de serie, pero Lucas había modificado el asiento
para poder guardar cosas en el interior. Dispositivos y artilugios para su
trabajo de detective paranormal.
Del interior del baúl sacó una porra
corta, con relleno metálico forrado de goma. No era ningún elemento
sobrenatural ni servía para enfrentarse a los entes y criaturas paranormales,
pero servía para golpear a un humano y hacerle mucho daño.
Salió del Twingo, lo cerró con el mando
y se dirigió al interior del centro. Al entrar vio que se organizaba como un
centro cívico de barrio cualquiera, sólo que aquel estaba destinado a los
jóvenes: en los tablones de corcho que forraban el recibidor había un montón de
carteles anunciando talleres de manualidades, de conciertos, de cine en el
propio centro, de charlas sobre diversos temas.... Delante de Lucas había unas
escaleras y al lado de éstas una garita que parecía la conserjería. Al lado de
la conserjería salía otro pasillo, desde el que Lucas vio llegar al conserje:
vestía pantalones azul marino y la camisa gris claro del personal del
ayuntamiento. Era un chico de la edad de Lucas, delgado, con el pelo negro
engominado hacia arriba y con pendientes en los dos lóbulos de las orejas.
Entró en su garita y miró con curiosidad al recién llegado.
- ¿Qué quiere? – preguntó con
curiosidad.
- Buenas tardes – saludó Lucas,
acercándose. – Soy detective, estoy buscando a un tipo que me han dicho que
está aquí, aunque no es precisamente un adolescente.
El conserje le miró con escepticismo:
con el mono granate y aquellas maneras Lucas no parecía el estereotipo de
detective que todos tenemos en la cabeza. Lucas lo sabía y sacó su carnet
oficial de detective.
- Ésta es mi acreditación, aunque quizá
le interese más ésta – Lucas quitó su carnet del mostrador y lo cambió por un
billete de cincuenta euros. – Se llama Darío, es un tipejo bajo y con melenas
hasta el hombro.
- Un tipo con ojeras y un poco bocazas,
¿no? – dijo el conserje, cogiendo con tranquilidad y soltura el billete. Lucas
sonrió y le asintió. – Está en la sala de los billares, dándoselas de
entendido. Lleva un par de días que no sale de aquí, hasta que cerramos.
- ¿Puedo pasar a verle?
El conserje se encogió de hombros.
- Si me libra de él encantado. La sala de
los billares está al fondo a la izquierda.
Había señalado por el pasillo por el que
había venido y Lucas le agradeció la información antes de recorrerlo. Caminó
por el pasillo, cruzándose con un chaval pequeño, de unos siete u ocho años.
Era delgado, con el pelo castaño liso y a cazuela. Había salido de la sala de
los billares al fondo y venía por el pasillo refunfuñando. Lucas lo miró con
diversión, y estuvo a punto de no decirle nada, pero su “cualidad” le hizo
fijarse bien en el chiquillo.
- ¿Qué te pasa, chaval? – le preguntó al
cruzarse con él.
- ¡Que hay un señor en los billares que
no nos deja jugar a nadie! – se quejó el niño, con voz molesta, moviendo mucho
los brazos, sin mirar a Lucas, mirando alrededor.
- ¿Es un señor bajito y con el pelo
largo? – preguntó Lucas, amable.
- ¡¡Sí!! – gritó el niño, sin razón.
- ¿Y dónde está? ¿En la sala?
- ¡Sí, en la mesa del fondo!
- Gracias....
Lucas siguió andando por el pasillo, llegó
hasta el final y entró por una doble puerta de madera pintada de naranja. La
sala de los billares era una estancia amplia, cuadrada, de paredes blancas.
Había tres mesas de billar más o menos decentes, aunque se podía adivinar el
trote que tenían por los arañazos de la madera y las partes peladas de los
tapetes. Además de los billares había dos futbolines, una mesa de ping-pong y
una diana colgada de la pared.
Como le había dicho el niño cabreado, Darío
estaba en la mesa de billar de la esquina, con un taco en las manos, haciéndose
el maestro.
- ¡¡Qué malo eres, macho!! – decía en
ese momento, riéndose del chaval que acababa de hacer su jugada. Darío le
sacaba unos diez años a la mayoría de aquellos chicos y a los pequeños más.
Contra el que estaba jugando no aparentaba más de diecisiete. – Mira y aprende
como se cuela una bola....
Darío estaba tan concentrado en hacer
bien su jugada que no se dio cuenta de que Lucas Barrios había entrado en la
sala, la había recorrido por completo y se había parado al lado de la mesa en
la que estaba jugando, tras él. Los chicos miraron al recién llegado, que
cuando menos llamaba la atención, vestido casi como un mecánico de la Fórmula
1. Lucas señaló a Darío por la espalda y luego se llevó un dedo a los labios:
los chicos que rodeaban la mesa, mirando la partida, le sonrieron y asintieron.
Estaba claro que ellos tampoco aguantaban a aquel pendejo.
Darío golpeó con el taco la bola blanca,
que pasó rozando la cuatro lisa a la que apuntaba: por suerte la blanca rebotó
contra una banda y le dio a la siete lisa, mandándola al hueco de la otra
esquina.
- ¿Veis cómo se hace? – se jactó Darío,
aprovechando su tirada afortunada: su fallo había pasado desapercibido.
- Todo un experto de las “bolas” – dijo
Lucas Barrios, sorprendiendo a Darío. – Aunque no precisamente de las de
billar: de las mentiras, más bien....
- ¡¡¿Cómo....?!! ¡¡¿Qué coño....?!! –
fue lo único que pudo farfullar Darío al ver allí a Lucas.
- ¿Te sorprendes de verme aquí? ¿O te
sorprende verme vivo?
Darío no contestó: con rapidez agarró el
taco con dos manos y lo volteó para atizarle un golpe a Lucas, de lado. Pero
éste estaba atento: se agachó, el taco le pasó por encima y desde su posición
agachada le golpeó en las manos con la porra a Darío. Éste gritó, soltando el
taco. Lucas se irguió de nuevo y le atizó con la porra un golpe en la cara,
suave: aun así Darío se giró, doliéndose del golpe, llevándose las manos
golpeadas a la cara dolorida. Lucas vio
el taco abandonado sobre el tapete e improvisó sobre la marcha: lo cogió y lo
partió en la espalda de Darío, con un fuerte golpe. Éste acabó tirado en el
suelo, maltrecho y gimiendo de dolor. Los chicos de alrededor rompieron a
aplaudir, vitoreando a Lucas y lanzando aullidos de alegría.
- Gracias, gracias.... No toméis drogas
– les dijo Lucas, sonriendo victorioso.
- Aaahh.... Te has pasado, cabrón.... –
gemía Darío desde el suelo.
- Ven, anda, cretino, que tenemos que
dar un paseo – Lucas lo levantó del suelo y se lo llevó casi a rastras, con las
punteras de los playeros rozando el suelo. Al pasar por delante del conserje le
saludó con un gesto de la cabeza. Éste se lo devolvió, sin inmutarse al ver
cómo se llevaba al otro. Al salir a la calle lo lanzó contra su coche: Darío
trastabilló hasta impactar contra el lateral del Twingo, aunque frenó el golpe
a tiempo colocando las manos y los brazos por delante.
- ¡¡Eh!! ¡¡No te pases!!
- ¿Que no me pase? ¡¡Me llevaste a una
trampa para que me mataran!!
- ¡Yo no sabía que querían matarte! – se
defendió Darío, y su grito angustioso sonaba verdadero.
- No, claro, tú creías que me iban a
hacer caricias....
- Sólo me dijeron que un tipo
importante, un pez gordo, quería conocerte – se defendió Darío.
- ¿Qué tipo? ¿Quién te dijo eso?
- Me lo dijo un fulano que se llama
Ganimedes, o al menos se hace llamar así. Le conozco poco, de algún negocio de
material paranormal....
- ¿Ése es el pez gordo?
- No, es un extranjero que viene aquí
muy de vez en cuando a hacer negocios. Al pez gordo no le conozco, ni me le
presentaron....
Lucas le agarró del pecho de la camiseta
y le golpeó la espalda contra el costado del Twingo. Después soltó una mano y
le arreó un puñetazo en el estómago. Darío se dobló hacia adelante, sin
aliento.
- Más vale que me expliques bien
todo....
Darío tardó un instante en recuperar el
aliento suficiente para poder hablar con claridad.
- Hay un pez gordo en la ciudad que
quiere conocerte – dijo, cuando fue capaz. – Un tipo nuevo, alguien que se
mueve en el ambiente de lo paranormal.
- ¿Es un ente?
- ¿Un ente? ¿Qué es eso?
- Sigue.... – dijo, amenazándole con el
puño.
- Ése tío quería conocerte, saber de ti.
Le encargó a Ganimedes que se pusiese en contacto contigo y él me buscó: sabía
que tú y yo éramos amigos – Lucas hizo un gesto de desagrado, dejando claro lo
que le parecía que otras personas creyeran que ellos eran amigos. Darío seguía
doblado sobre sí mismo, pero continuó hablando. – Me dijo que te mandara ir a
un edificio abandonado, para que te encontraras con el jefe, con el tipo
importante, el pez gordo. Como sabía que no ibas a ir con esa excusa, me
inventé lo del caso: sabía que así te convencería.
- ¿Y por qué te largaste?
- Es lo que me dijeron que hiciera: el
jefe quería conocerte a ti, a nadie más. Así que me abrí: no quería líos con esa gente....
- Tú no querías líos pero a mí bien que
me metiste en uno....
- ¡¡Te juro que no sabía que querían
hacerte daño!! De verdad creía que ese tipo quería conocerte....
- ¿Y por qué te has escondido aquí?
Darío se irguió, aunque no del todo. Se
encogió de hombros.
- Cuando me enteré de que te habían
disparado y habían querido matarte me asusté. Pensé que vendrían a por mí
después, así que me escondí aquí. Un colega mío me iba a sacar de Madrid mañana
por la mañana....
- ¿Y dónde puedo encontrar a ese
Ganimedes o al pez gordo?
- No lo sé. No sé por dónde paran....
Ganimedes se ponía en contacto conmigo....
- ¿Tienes su teléfono?
Darío negó con la cabeza.
- Me encontraba y se presentaba en
persona....
Lucas bufó. No había descubierto gran
cosa. No podía encontrar a aquella gente que le había tendido la trampa, aunque
al menos ahora tenía un nombre.
Rodeó el coche y se sentó ante el
volante, bajando las dos ventanillas con el mando. Después apoyó las manos en
el volante, una sobre otra, y puso la boca sobre ellas, pensativo. ¿Qué iba a
hacer ahora?
Se hacía tarde. Podía elegir entre ir a
la fiesta de Sofía (peligroso) o volver a Salamanca (¿quién sabe lo peligroso
que podía ser aquello?). Arrugó la cara y se giró hacia su izquierda.
Así fue como los vio. Un par de coches
negros y muy brillantes que se acercaban por la calle recta que acababa frente
al centro juvenil, donde estaban ellos. Aquellos coches le sonaban, los había
visto no hacía mucho....
Abrió los ojos al máximo al recordar
dónde y en qué situación había visto un coche como aquel.
- Monta – dijo, sin más.
- ¿Qué dices, tío? – Darío se asomó a la
ventanilla.
- ¡Monta!
- Que te den por el culo – dijo Darío,
desdeñoso. – ¿Primero me das una paliza y luego me quieres llevar de paseo?
Anda y que te jodan....
- Si quieres seguir vivo ¡¡monta en el
coche de una jodida vez!! – gritó Lucas, inclinándose hacia el asiento del
copiloto.
Repiqueteó una ametralladora y una
ráfaga de balas impactó en la fachada del centro juvenil, sobre las letras del
nombre, dejando una hilera de agujeros negros, levantando polvo. Darío los
miró, alucinado.
- Vale, monto – dijo, con un hilo de
voz, lanzándose dentro del coche por la ventanilla. Lucas no esperó a que
estuviera bien colocado ni a que se pusiera el cinturón: arrancó el Twingo y
aceleró, saltando hacia adelante, huyendo de allí.
Las ruedas chirriaron y el motor rugió,
pero el Twingo estaba preparado para aquello y más. Lucas estabilizó el coche y
recorrió las calles con rapidez y pericia, atravesando el Parque del Oeste, en busca
de la incorporación a la M30. Mientras recorrían el camino del parque, por el
retrovisor comprobó que eran tres coches los que los seguían.
Salió a la circunvalación con los tres
perseguidores pegados al parachoques. Lucas redujo entonces a cuarta para pisar
a fondo el pedal del acelerador: los cuatrocientos cincuenta caballos rugieron
con fuerza y el Twingo ganó velocidad.
- Ponte el cinturón – le dijo a Darío,
que trataba de darse la vuelta para poder sentarse en el asiento.
- ¿¡¡Quiénes son esos tipos!!? –
preguntó chillando, totalmente cagado.
- Los que me fueron a recibir en el
edificio abandonado en el que me dejaste – contestó Lucas, con sarcasmo. – Me
alegro de que por fin los conozcas.
Darío abrió la boca para replicar algo,
pero así se quedó. Resonaron de nuevo las ametralladoras y al mismo instante
repiquetearon las balas sobre la carrocería del Twingo. Darío chilló
aterrorizado.
- ¡Tranquilo! Está blindado – dijo
Lucas, enfadado, deseando interiormente que toda la pasta que se había gastado
en el Twingo sirviera para algo. Cambió de carril, tratando de despegarse de
sus perseguidores, mientras las balas seguían golpeando al coche.
Dos de los coches perseguidores les
alcanzaron, uno por cada lado. Lucas pudo darse cuenta entonces de que los
coches eran dos Nissan Juke, totalmente negros y lavados y encerados al máximo
para que brillaran como si todavía seguían en el concesionario. Tras las
ventanillas abiertas había varios “cabeza de caja”, todos con sus metralletas
cortas, tipo Uzi.
- Perfecto.... – musitó. Darío, a su
lado, no daba crédito a lo que veía.
Dispararon sobre ellos. Los cristales de
ambos lados se llenaron de telarañas de grietas, pero Lucas también había
pedido cristales blindados, así que aguantaron en su sitio. Darío volvió a
chillar, muy agudo.
- ¡¡Calla un poco, joder, que me pones
más nervioso!! – gritó Lucas, que en realidad estaba cagado de miedo, pero trataba de mantener la compostura para poder
salir de aquélla. Estaba seguro de que había estado en peores situaciones, en
India, o en Sudamérica, o cruzando Texas en los Estados Unidos, pero lo cierto
era que no lograba recordar ninguna.
Pisó el pedal del freno con ambos pies,
clavando el Twingo en mitad de la carretera: los dos Nissan Juke siguieron su
camino e intercambiaron sus disparos. De aquella manera Lucas descubrió que sus
perseguidores no llevaban coches blindados.
Aceleró de nuevo al instante, pues
todavía había un Nissan Juke detrás, que cargaba contra él. Por la frenada,
ahora iban más despacio, así que el tercer coche negro les golpeó por detrás,
sacudiéndolos. Darío se agarró al mango que había sobre la ventanilla y chilló
de nuevo, con la cara crispada. Lucas se agarró con fuerza al volante, tratando
de no perder el control del Twingo, con el juego de pedales y marchas. Volvió a
enderezarlo, redujo a una marcha más baja, pisó el acelerador, y después cambió
a quinta y luego a sexta. El Twingo volaba sobre el asfalto, esquivando al
resto de coches que nada tenían que ver con la persecución.
- Tío, como no dejes de gritar, paro y
te echo del coche – le dijo a Darío, con voz tensa. Bastante tenía con lo que tenía
como para aguantar los berridos y chillidos de su copiloto. Éste dejó de
chillar, aunque siguió gimiendo, aterrorizado.
Los tres coches negros iban detrás,
disparando ráfagas de tanto en tanto. Algún tintineo metálico dejaba claro que
acertaban de vez en cuando. Lucas alternaba miradas a los retrovisores y al
parabrisas delantero, esquivando a los coches que circulaban por la M30 y
tratando de dejar atrás a los perseguidores.
De pronto vio un cartel de una salida,
apretó el acelerador aún más y giró el volante hacia la derecha, cruzando tres
carriles de una vez. Lucas vio con el rabillo del ojo que el velocímetro
marcaba ciento cincuenta kilómetros por hora, pero no quiso mirarlo bien: ya
estaba bastante asustado. Darío volvió a soltar un grito, de susto. Al
estabilizar el coche en el carril de salida golpearon dos pivotes de plástico
de color verde con rayas blancas, arrancándolos de cuajo.
Los tres coches negros les siguieron: no
había funcionado.
Lucas trazó la enorme curva de acceso
bajando la velocidad y se incorporó a la A6 en dirección a La Coruña,
acelerando de nuevo. Había más tráfico en la autovía, lo que les sirvió para
alejarse de los tres Nissan, que los seguían, aunque ahora un poco alejados.
- ¿Qué hacemos en esta carretera? –
preguntó Darío al verse rodeado por muchos coches.
- Ahora salimos, descuida – Lucas seguía
muy serio, vigilando el retrovisor. Los Nissan Juke se acercaban cada vez más:
a pesar de los muchos coches que había en la carretera, tenían cuatro carriles
para ir ganando metros y acercarse a ellos. Lucas torció el gesto.
Cuando vio la salida Aravaca-Pozuelo salió por ella, haciendo
chirriar los neumáticos. En la primera rotonda que encontró tomó la primera
salida: los tres coches negros les seguían muy de cerca.
Lucas sabía que en medio de un pueblo le
resultaría más difícil perderlos usando la velocidad, pero allí podría usar
otras tretas. Aceleró hasta la siguiente rotonda e hizo como que iba a seguir
recto, pero en el último momento torció el volante y siguió en la rotonda,
saliendo hacia la izquierda. El Nissan que tenía más cerca se pasó y se salió
por la salida en la que había amagado Lucas, frenando al verse engañado. Los
otros dos le siguieron con facilidad.
Uno de ellos se metió en el carril
izquierdo, marchando en dirección contraria, adelantando un poco al Twingo. Un
“cabeza de caja” con la luz roja se asomó por la ventanilla y disparó a la
ventanilla de Lucas. El cristal aguantó los disparos, pero se astilló por
completo. Al cabo de unos cuantos impactos más se rompería irremediablemente.
- Vamos a tener que devolver los
disparos – musitó Lucas. – ¡Darío! Sujeta el volante.
- ¿Qué? – Darío estaba en shock, pero reaccionó en cuanto Lucas se
soltó el cinturón y giró todo el cuerpo entre los dos asientos, para rebuscar en
su mochila y en el baúl que había bajo el asiento trasero. Al ver el volante
suelto Darío se echó hacia adelante y lo sujetó con las dos manos, tratando de
moverlo. Las balas seguían chocando contra el maltrecho cristal blindado. –
¡¡¿Pero qué haces?!!
- Aguanta, que es un momento – replicó
Lucas, dándose la vuelta con varias armas en las manos. – Toma, sujeta esto....
Le lanzó un tubo de metal dorado a
Darío, que soltó el volante para cogerlo. Lucas dejó una de sus pistolas de
aire comprimido en su regazo y volvió a coger el volante.
- Ábrelo, por favor.
Darío miró atentamente el tubo, buscando
cómo y dónde se abría. Era un tubo pesado de metal dorado, del tamaño de los
tubos de plástico rígido que los arquitectos usan para llevar enrollados sus
planos y proyectos. Tenía remaches y grabados, y los extremos eran redondeados.
- ¿Cómo....?
- Apriétalo por el medio y gira cada
mano en un sentido. Separa las partes – indicó Lucas. Una nueva ráfaga de balas
impactó contra el cristal: media docena de esquirlas cayeron sobre la pierna de
Lucas.
Darío hizo lo que le habían indicado y
separó los dos extremos, que dejaron ver un palmo de un tubo más estrecho y de
color acero en el interior. Las dos mitades doradas no se habían quitado, sólo
separado, pero seguían unidas al tubo interior.
- Vale, ahora sujeta otra vez el volante
– dijo Lucas, que veía que delante llegaban a una nueva rotonda: tenía que
encargarse del Nissan que los tiroteaba antes de llegar. Soltó el volante,
cogió el tubo con la mano derecha y disparó la pistola con la izquierda,
golpeando el cristal desde dentro. Cuatro balas fueron suficientes para hacerlo
saltar. Darío, estirado para volver a agarrar el volante, lo miraba hacer con
ojos aterrados.
Lucas soltó la pistola, agarró el tubo
con las dos manos, liberó un pequeño gatillo que había en la parte interior
plateada, apuntó y disparó a través de la ventanilla reventada. Una burbuja de
color morado salió del tubo, que emitió un zumbido fuerte, pero no sonó a
disparo. La burbuja viajó hasta el otro coche y lo cubrió por completo como si
la burbuja fuera líquida. Lucas le tiró el tubo dorado a Darío, que lo cogió al
vuelo soltando el volante. Lucas volvió a coger éste y esquivó el coche negro,
que había bajado la velocidad.
Justo cuando pasaban a su lado el Nissan
Juke cubierto de la sustancia morada dio un salto, como si hubiese tropezado
con un cable de acero. En el aire explotó, aterrizando en el asfalto envuelto
en llamas, dando vueltas y resbalando por la calzada. Lucas tomó la rotonda,
salió por la izquierda y enfiló la avenida de Valdemarín, mientras el segundo
Nissan chocaba contra el que estaba en llamas.
El tercer Nissan Juke, el que habían
despistado con la maniobra de la rotonda, esquivó los coches en llamas y siguió
al Twingo de Lucas, pegándose a su costado izquierdo, chocando contra él.
- No tenemos ventanilla, Lucas – le
avisó Darío, que ya no podía asustarse ni sorprenderse más.
- Ya no la necesitamos.... – dijo Lucas,
pasando dos dedos por las aspas de un pequeño tirador que tenía en el cuadro de
mandos, entre los dos asientos. Tiró de la pequeña empuñadura hacia fuera, la
giró ciento ochenta grados y la volvió a introducir en el hueco.
- ¿Eso qué es?
- Óxido nitroso....
El motor del Twingo emitió un zumbido y
aceleró repentinamente. El Nissan Juke estaba tan pegado a él que salió lanzado
hacia la izquierda, empujado por la fuerza de aceleración del coche de Lucas.
El conductor “cabeza de caja” trató de contrarrestar el latigazo y acabó
volcando el coche de lado, dando varias vueltas de campana.
Por el tubo de escape del Twingo
salieron llamaradas azules, mientras pasaba por encima la siguiente rotonda y
seguía por la carretera que les llevaba al puente que pasaba sobre la A6. Para
entonces Lucas ya había desconectado la inyección del nitroso y el coche ya
marchaba a velocidad normal. Después de cruzar el puente tomó la incorporación
a la autovía y siguieron en movimiento, de vuelta a Madrid.
El Twingo parecía ir rebotando por la
autovía, maltrecho y golpeado, pero entero.
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