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(Arenisca)
Llegó cuando ya era noche cerrada. Hacía
por lo menos una hora que había anochecido pero, a pesar de la urgencia que
tenía, no quiso sobrepasar el límite de velocidad en la autovía: se jactaba de
ser un buen conductor (y lo era) y no quería que una posible multa le llegara a
Víctor por su culpa.
Aparcó la moto cerca del puente romano y
de la escultura al Lazarillo. Se descolgó la mochila de la espalda (ahora
pesaba mucho más que en sus misiones habituales) y rebuscó dentro. Sacó un
pequeño aparato, un cubo metálico, pintado de negro, sin brillos. Lo había
construido él mismo, a imagen de uno que había visto en Bulgaria, hacía años,
propiedad de un místico. En cada cara
del cubo metálico había una veintena de agujeros, como punzadas de alfileres,
dispuestos en espiral: aquellos agujeros daban entrada a las lecturas de los
lectores internos. Sólo había una cosa más que llamara la atención: una burbuja
de plástico en la parte superior, con una bombilla roja dentro. En la parte
inferior del cubo había un botón de caucho, que Lucas apretó. La bombilla roja
se encendió, latiendo con una cadencia muy lenta: si se aceleraba o se quedaba
fija habría problemas.
Lucas dejó el cubo al lado de la rueda
de la moto de Víctor Molero y se dio la vuelta, de cara a la ciudad vieja.
Estaba a tiro de piedra de la casa Lis (donde había estado hacía tan sólo cinco
horas, lo que se le hacía muy raro después de todo lo que le había pasado) y
también veía el cruceiro de piedra y la entrada al centro histórico.
Trataba de ver algo con su “poder”, pero
no había nada. El monstruo había matado las dos noches anteriores y Lucas
estaba convencido de que iba a seguir matando. Tenía que encontrarlo y tratar
de neutralizarlo antes de que hubiera más víctimas.
Esperaba no haber llegado tarde.
* * * * * *
El monstruo saltó por los tejados,
buscando una presa que le complaciera. Había muchos humanos que olían muy bien
y en varias ocasiones estuvo tentado de atacar de una vez, pero se contuvo.
Quería una presa perfecta, que le entrase por los ojos y por la nariz, todo a
la vez. Prefería seguir buscando durante un rato: si al final no daba con
ninguna que le satisficiera, podría volver atrás y buscar mediante el olfato
alguna de las que le habían gustado pero había descartado, con la esperanza de
algo mejor.
Lo genial de ser un lobo eran los
sentidos tan afinados que tenía, sobre todo el olfato y el oído. Era una
experiencia extraordinaria hacerse un mapa mental gracias a los olores y los
sonidos de la ciudad.
Por los tejados llegó hasta la iglesia
de la Clerecía, trepando con sus manos con garras por la fachada, hasta lo alto
de sus torres. Desde allí olfateó más ansiosamente y aulló al no encontrar un
aroma que lo sedujera. En el suelo los humanos miraron con miedo a su
alrededor: todos tenían algo de miedo por los recientes asesinatos que habían
ocurrido en la ciudad, pero el monstruo no se fijó en eso ni en ellos. Siguió
su camino, de cacería, buscando a una presa adecuada.
Saltó del tejado de la iglesia y cruzó
corriendo el tejado de la Facultad de Geografía e Historia, saltando hasta el
tejado del Palacio de Congresos y Exposiciones. Aprovechando la altura del
edificio miró en derredor, acechando.
Desde allí se veía la fachada de la
Universidad y el monstruo sintió una agitación en su interior. No era aquel
edificio en concreto, era su entorno, pero había allí algo que lo repelía, que
lo asustaba y que le agitaba. No se acercaría allí si no estaba desesperado.
El monstruo se dio la vuelta y miró en
la otra dirección, deteniéndose de pronto. Sus fosas nasales habían registrado
un olor que le gustaba, que le seducía.
Salivó, anticipando el sabor de la
sangre del propietario de aquel olor.
Saltó del tejado y fue en su busca. No
estaba lejos.
* * * * * *
Lucas subía a la ciudad al lado del cruceiro,
con el pistón en la mano. El lector estaba loco. El sensor de fabricación
casera seguía en marcha, al lado de la moto: la bombilla roja se había puesto a
parpadear con pausas menos breves entre destello y destello. Lucas lo había
dejado allí, pues ya tenía la información que deseaba: el monstruo estaba en la
ciudad y estaba allí cerca.
No encima de él, pero por la zona.
Con el pistón y su propio “poder”
esperaba encontrarle con rapidez, antes de que hubiese atacado a nadie. No
quería más muertos y menos sobre su conciencia.
Entonces escuchó un aullido.
Un aullido bestial, nada de un grito
humano.
Lucas miró el pistón, analizando las
lecturas, y echó a correr, adentrándose en la parte vieja de Salamanca.
* * * * * *
El monstruo llegó hasta una elevación
del terreno, de tierra con algunos arbustos. Había una gran edificación, en
escuadra, alargada y con tejado rojo. Estaba vallado y no se podía acceder al
complejo.
Era el cerro de San Vicente, el lugar
donde se situaba el origen de la ciudad de Salamanca, durante la Edad del
Hierro. Había un yacimiento al aire, con los restos del poblado original, una
exposición en el edificio alargado de tejado rojo y otros restos del yacimiento
estaban protegidos por una edificación detrás de la construcción alargada. A
esas horas de la noche estaba todo cerrado.
El monstruo no sabía nada de todo eso,
ni tampoco le importaba. Había ido hasta allí atraído por el olor de un humano.
Había dos, en un coche, al lado de un
bloque de apartamentos de tres pisos que había junto al yacimiento. Los dos
humanos parecían forcejear, unidos por la boca y peleando el uno con el otro
por arrancarse la ropa cuanto antes. El monstruo se acercó a ellos corriendo a
dos patas, husmeando, tratando de discriminar el olor que le parecía apetitoso.
Era el de la hembra humana.
Se plantó en el lado derecho del
vehículo y rompió la ventanilla de un solo golpe de la garra. Los dos humanos
gritaron del susto, separándose. El monstruo agarró por el cuello a la hembra y
tiró de ella, sacándola del coche por la ventanilla. Ella pataleaba y gritaba,
pero no pudo hacer nada para contrarrestar la fuerza bestial del lobo.
Cuando la tuvo fuera la zarandeó y tiró
de ella, para separarla del coche. Detrás del vehículo había más espacio y la
llevó hasta allí. La tiró al suelo sin consideración, preparado para hincarle
el diente.
- ¡¡Eh!! – escuchó detrás de él,
sorprendiéndole. Se giró y vio al macho humano, que salía del coche armado con
una barra de hierro. Quería parecer valiente y decidido, pero el lobo podía
oler su miedo. – ¡Déjala!
El monstruo se giró del todo y se puso a
cuatro patas sobre los adoquines del suelo, gruñendo. El macho humano no tuvo
tiempo de prepararse para el ataque, porque inmediatamente el monstruo se lanzó
hacia delante, corriendo a cuatro patas, salvando la distancia que lo separaba
del humano con cuatro zancadas de brazos y piernas, cayendo sobre él,
lanzándolo al suelo y desgarrándole la garganta.
- ¡¡Aaaaaahh!! – gritaba el humano,
sorprendentemente: tenía las fauces del monstruo atrapando su garganta. Con la
mano armada con la barra le golpeaba la espalda peluda, entre los dos
musculosos hombros. El monstruo soltó la garganta y le mordió la muñeca,
sacudiendo y retorciendo la cabeza: acabó por arrancarle la mano. La barra de
metal repiqueteó sobre la piedra del suelo, con la mano todavía rodeándola. –
¡¡Aaaaahhh!!
- ¡¡Ay, Dios mío!! – chilló la hembra
detrás de él. El monstruo miró por encima del hombro, para controlarla: seguía
congelada en el mismo sitio en que la había tirado hacia un instante: a pesar
del miedo y del espectáculo que estaba contemplando, la humana no se movía.
Mucho mejor para él.
Sin apresurarse se giró hacia el humano,
que sangraba y gritaba. Volvió a morderle en el cuello, en el otro lado,
haciendo sonar los huesos, cortando sus gritos y dejando la cabeza unida al
cuerpo sólo por un manojo de tendones y piel.
Cuando el macho humano dejó de moverse y
de gritar lo soltó y se giró hacia la hembra humana.
Aquel bocado sí iba a ser apetitoso.
* * * * * *
Lucas Barrios seguía las indicaciones
del pistón y las lecturas no engañaban: el monstruo estaba por allí cerca y él
se estaba aproximando.
El problema era que en aquella parte de
Salamanca surgía una colina o cerro, con pendientes bastante empinadas. Los
datos del pistón trifásico indicaban que el monstruo estaba en lo alto de
aquella colina.
Lucas no sabía muy bien por dónde se
subía a la cima del cerro, pero estaba al pie de la ladera y pensó en subir
campo a través, aunque fuese costoso.
En el último momento vio una especie de
pasillo que había allí al lado, una cuesta empinada situada entre las primeras
casas de aquella calle y un muro de piedra que rodeaba la colina, también en su
ascensión. El pasillo aquel estaba lleno de maleza, pero Lucas creyó que podría
subir bastante mejor por él, ayudándose con el muro de la izquierda y con las
paredes de las casas que había a la derecha. No se lo pensó más y empezó a
ascender, apoyándose con la palma en el muro de la izquierda. Se había metido
el pistón en un bolsillo del pecho del mono granate, para tenerlo a mano pero
así tener libre la mano derecha, que así podía apoyarse y tomar impulso en los
costados de las casas que no dejaba de haber en ese lado.
Llegó arriba jadeando, con el mono lleno
de trocitos de hierbas y las perneras sucias, pero llegó con rapidez, que era
lo que quería. Trotando, para ir rápido pero sin agotarse y recuperar el
aliento, rodeó lo que parecía un yacimiento arqueológico que había en la cima
del cerro, siguiendo una valla metálica que lo rodeaba. Al girar a la izquierda
en un recodo de la valla, vio al monstruo al final de esa calle adoquinada.
- Me cago en mi calavera.... – musitó,
atónito. – Es un lobo, un hombre-lobo.
Alrededor del yacimiento de lo alto del
cerro no había mucha luz, tan sólo las farolas de las calles que había
alrededor, que terminaban antes de llegar al espacio despejado de la cima. El
hombre-lobo se distinguía ligeramente gracias a ellas. Pero a Lucas no le hacía
falta aquella luz. Tenía aquella “capacidad”, aquella “anomalía” (“don” lo
había llamado Justo Díaz) por el que podía distinguir a los seres paranormales,
a los entes de otras dimensiones.
Gracias a él Lucas Barrios vio al
hombre-lobo con toda claridad, a pesar de estar en penumbra a unos setenta
metros.
Estaba inclinado sobre el cuerpo de una
mujer, tendida en el suelo. Le había arrancado la blusa y le había mordisqueado
en los pechos y en el vientre, pero ahora estaba alimentándose de la carne de
los muslos y las pantorrillas, muy afanado en eso. Se ve que tenía hambre, la
criatura....
Trotó hacia él, mientras se quitaba la
mochila y se la colocaba por delante, en el pecho y el vientre. Sin dejar de
correr, Lucas metió las manos dentro de la mochila y sacó las dos pistolas de
aire comprimido. Eran pistolas normales y corrientes de competición, aunque
Lucas había conseguido aumentarles la potencia y la velocidad de disparo. Eran
muy delgadas y ligeras, con una empuñadura por la que se metía el cargador y un
cañón recto y estrecho.
Los cargadores de Lucas Barrios estaban
llenos de bolas de plata.
Cuando estuvo a cuarenta metros del
monstruo, éste le escuchó llegar, se le movieron las orejas y levantó el hocico
de su “cena”, fijando su mirada en el recién llegado intruso. Lucas no esperó a
los saludos: empezó a disparar, muy seguido, bala tras bala, sin dejar de
correr.
Estaba oscuro y además estaba en
movimiento, corriendo para acercarse al objetivo, pero Lucas Barrios estaba
entrenado: había aprendido a disparar en la agencia, hacía muchos años, y había
mejorado su técnica en Egipto e India. Además, había disparado con un vaquero
de verdad en las llanuras de Wyoming, que le había enseñado a mejorar la
postura y la puntería.
La mayoría de las balas dieron en el
torso del monstruo, medio erguido como estaba sobre la mujer. Aulló de dolor y
también de rabia: era la primera vez que un humano lograba hacerle aquel daño.
Por suerte (para él) ninguna de las balas de plata le dieron en el corazón: si
hubiera sido así, sus aventuras habrían acabado en ese momento.
El hombre-lobo, dolorido y aturdido por
aquella reciente y nueva sensación, se separó de la mujer y saltó hacia atrás:
en dos saltos de sus patas traseras se subió al tejado del coche,
acuclillándose allí, girándose a mirar al pistolero y gruñéndole desde allí
arriba.
Lucas no había dejado de acercarse,
aunque ahora lo hacía con paso seguido y firme: recargó las dos pistolas sobre
la marcha sacando otros dos cargadores de la mochila que llevaba delante y
volvió a disparar al monstruo. Las balas de plata zumbaron a su alrededor,
dieron contra la carrocería del coche y se incrustaron en su carne, haciéndole
sangrar.
El monstruo aulló de nuevo. Le habían
pillado desprevenido y ahora todas las heridas del pecho y del vientre le
dolían muchísimo, como si las balas le quemaran dentro de la carne. Tenía que
irse de allí. Aquel humano no era como la mayoría y en aquellas circunstancias
podía vencerle.
Le miró con el ceño fruncido y le rugió.
A continuación saltó desde el techo del coche hasta el tejado de una de las
casa unifamiliares que había en la calle de al lado y se alejó corriendo a toda
prisa por los tejados. Aquella vez el humano vestido de rojo le había vencido.
Pero en el próximo encuentro estaría
preparado.
Lucas vio cómo se alejaba el monstruo,
corriendo por los tejados, aullando como un lobo.
Al fin y al cabo eso era, aunque sólo
fuera en parte. Lucas se giró sobre sí mismo y buscó la Luna en el cielo negro.
Desde lo alto del cerro no había edificios que le taparan el cielo y la
encontró sin problemas: blanquísima y completamente redonda.
Luna llena.
- Joder, un hombre-lobo.... Genial.
A continuación rebuscó en la mochila
(que iba anormalmente llena, debido a todas las armas y suministros que había
cogido de más del baúl secreto de su coche) hasta encontrar una caja de bastoncillos
de agarosa, recubiertos con una capucha protectora de plástico, con cierre
hermético. Sacó uno, le retiró la capucha protectora y mojó el hisopo en la
sangre del lobo, la que había caído sobre el techo del coche. Cerró
herméticamente la tapa y guardó el bastoncillo de agarosa en una bolsita de
plástico, dentro de la mochila.
Se dio la vuelta y volvió hacia la mujer
asesinada. Al lado del coche vio a un hombre, al que le había arrancado una
mano y casi la cabeza. La mujer estaba llena de mordiscos, sobre un charco de
sangre que cubría los adoquines. Lucas se quitó la mochila, la dejó en terreno
seco y se acuclilló al lado de la mujer muerta.
- Menuda carnicería.... – musitó.
Recordaba la última vez que había visto un hombre-lobo y los estragos que causó.
Había sido en Venezuela, hacía ocho años. Allí se les escapó, cuando acabó su
ciclo, pero lo siguieron durante el siguiente mes y cuando volvió la Luna llena
lo encontraron en otro pueblo en la frontera con Panamá: allí le dieron caza.
Pero ya había matado a casi cuarenta personas.
Revisó el cuerpo, en busca de signos
vitales, pero estaba caro que la mujer había muerto. Había que asegurarse,
porque si el hombre-lobo mordía a alguien y le dejaba con vida, le traspasaba
su maldición.
Y ya tenían bastante con un hombre-lobo
en Salamanca.
Escuchó motores de coches detrás de él y
ráfagas de luz azul bañaron de repente aquella parte oscura de la ciudad. Se
puso en pie y se giró hacia los dos coches de la policía que acababan de
llegar. Algún vecino habría oído los gritos, habría visto algo (con suerte) y
habría llamado a la policía. Lucas se separó del cuerpo de la mujer un par de
pasos y metió la mano en el bolsillo del mono, para sacar su cartera y la
identificación.
- ¡¡No se mueva!! – dijo uno de los policías,
uniformado, nada más salir del coche. Empuñaba su arma reglamentaria y la
apuntaba hacia Lucas.
- ¡¡Eh!! ¡¡Tranquilos!! ¡¡Soy de los
buenos....!!
- ¡¡Quieto!!
- ¡¡No se mueva!!
- ¡¡Saque despacio la mano del bolsillo,
señor!!
- ¿O no me muevo o saco la mano del
bolsillo? – aquella situación no era para bromear, pero la actitud de los
policías le había puesto un poco nervioso.
- ¡¡¡Saca la mano lentamente y ponte de
rodillas en el suelo!!!
Había cuatro policías apuntándole,
protegidos por las puertas de los coches, así que Lucas obedeció. Se puso de
rodillas sobre los adoquines y sacó la cartera del bolsillo, sujeta con dos
dedos. La dejó con cuidado en el suelo, sin hacer movimientos bruscos. Levantó
las manos, por si acaso.
- Soy detective profesional, tengo
licencia – explicó, mientras los policías se acercaban con cuidado a él. – Está
en la cartera, podéis comprobarlo.
- ¿Y los detectives os dedicáis a matar
gente? – le preguntó el policía que cogió su cartera, revisándola.
- Yo no he hecho nada, me los he
encontrado así – replicó, sabiendo que no podía dar muchas explicaciones: la
gente se resistía mucho a aceptar los eventos paranormales....
- Ya, ya.... – decía el policía que
revisaba su cartera, distraído. No le hizo más caso.
Otros dos policías le esposaron a la
espalda y le ayudaron a levantarse del suelo. El cuarto policía cogió la
mochila de Lucas, que estaba allí cerca.
- Tengo licencia de armas.... – dijo,
tratando de justificarse, sabiendo que no lo había conseguido. Los policías le
habían encontrado al lado de los dos cuerpos destrozados y habían encontrado
una mochila con un montón de armas y utensilios raros. Le iban a detener sí o
sí. – Yo no soy al que buscáis, yo no he hecho esto....
- Ya lo veremos – dijo el policía que
tenía su cartera, guardándola y volviendo a los coches. Metieron a Lucas en la
parte trasera de uno y se lo llevaron, mientras los otros dos policías se
quedaban en la escena del crimen.
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