jueves, 30 de marzo de 2017

Desmembramientos a la luz de la Luna - Capítulo 9

- 9 -
(Arenisca)



Eran las nueve y media pasadas y el Sol no se había ocultado: todavía le quedaba media hora larga, antes de que llegara oficialmente la noche.
Lucas había dado una vuelta en el Twingo, recorriendo las zonas en las que podía encontrar a Darío. Habló con algunas personas que lo conocían, esperando que supieran dónde encontrarle, pero no obtuvo ninguna respuesta que le sirviese. Sabía que podía ser una espada de doble filo preguntar por Darío a la chusma como él que lo conocía, porque podían irse de la lengua y avisar al desgraciado de que le estaban buscando, pero prefirió arriesgarse.
Después de más de una hora buscando se fue derecho a casa, para sentirse un poco a salvo. Sabía que aquella tarde se había salvado por los pelos, aunque tuviese sus recursos y fuera habilidoso, así que quería encontrarse en terreno conocido, con todos sus artilugios y cachivaches.
Casi deseaba que aquellos “cabeza de caja” u otras criaturas fuesen a buscarle. Les iba a dar un recibimiento muy caluroso.
Y a rebosar de balas y destrucción.
Se preparó una ensalada, para aprovechar la verdura y la fruta que había comprado esa mañana, y se la comió frente a la tele, con el volumen bajito y las pistolas de aire comprimido a mano.
A cada ruido de la calle que le parecía sospechoso (un frenazo, un acelerón, un claxon, alguien dando voces, una pareja de borrachos cantando “Viva España” a voces, ruido de cristales rotos....) se asomaba a la ventana con discreción, con ambas pistolas, una en cada mano. Siempre volvía al salón sabiendo que había sido una falsa alarma, pero sin sentirse seguro del todo.
Mientras recogía los restos de la cena (platos y cubiertos sucios, la botella del agua de la nevera, un envase de yogur vacío) escuchó pasos en la escalera. Prestó atención, avizor, a medio camino entre la cocina y el salón. Cuando escuchó gemir el pasamanos metálico del último tramo, el que llevaba hasta su puerta (vivía en el ático), dejó todo en el fregadero de la cocina de mala manera y volvió corriendo al salón. Cogió las pistolas, se metió una en la cintura del pantalón de chándal que usaba para estar en casa y amartilló la otra, sujetándola con las dos manos, colocándola ante la cara. Se apoyó de espaldas contra la puerta, cerca de la mirilla, dudando si mirar o no: desde fuera podían ver el cambio de luz en el pequeño puntito del visor.
Aún dudaba cuando sonó el timbre. Lucas se quedó atónito, un poco descolocado: ¿acaso los matones de otros universos llamaban al timbre? Movido por la curiosidad miró por la mirilla, observando al visitante, llevándose una sorpresa, aunque ni mucho menos grata.
Resoplando bajó la pistola y descorrió los dos cerrojos antes de abrir la puerta, quedándose cara a cara con el hombre de sombrero y gabardina.
- ¿No es un poco tarde para pedir de puerta en puerta? – preguntó, a modo de saludo, con tono despectivo en lugar de bromista.
- Hola, Lucas. Veo que sigues con buen humor – contestó el hombre, elegante, sin hacer caso del sarcasmo. – ¿Puedo pasar o me vas a disparar?
Lucas se apartó e hizo un gesto con la mano de la pistola, invitando a entrar al visitante. El hombre se quitó el sombrero y lo sostuvo en las manos, entrando en el salón pero sin sentarse en el sofá o en el sillón, volviéndose a mirar a Lucas.
- Justo Díaz Prieto.... Cuánto honor. ¿A qué debo la visita? – cerró la puerta y volvió al sillón, dejándose caer en él, sin soltar la pistola de aire comprimido.
- Hacía tiempo que no nos veíamos – el hombre seguía siendo educado y sonreía con amabilidad, a pesar del desdén de su anfitrión. Siguió de pie, delante de Lucas. – Estuve la semana pasada con tu madre y hablamos de ti: no la ves demasiado a menudo y quise pasar a verte, a ver cómo estabas....
- Hablo con mi madre varias veces cada semana, por teléfono. Mi trabajo me obliga a viajar fuera de Madrid a menudo – respondió Lucas, serio. – Además, ¿quién es usted para insinuar que no cuido de mi madre?
- No he insinuado nada, hijo, tú te has dado por aludido – respondió Justo Díaz, sin dejar de sonreír. – Además, prometí que me encargaría de vosotros y os ayudaría en lo que pudiera....
- De esa promesa hace ya casi diecisiete años – replicó Lucas, con un gesto desdeñoso de la mano. – Mi hermana y yo ya somos adultos y no necesitamos que nos cuide nadie.
- Lo sé, Lucas, pero yo era muy buen amigo de tu padre.... – trató de explicarse Justo Díaz.
- Mi padre está muerto – dijo Lucas, tratando de que no se le notara lo que le dolía pronunciar esas palabras. – Lleva muerto los mismos años que hizo usted su promesa. Ya no es amigo suyo....
- Soy amigo de tu madre – repuso Justo Díaz, y ahora parecía dolido y algo enfadado. – Y creí que también era amigo tuyo cuando estuviste en la agencia....
- Estuve en la agencia lo que dura un suspiro, y además fue hace muchos años. Cuando me largué creí haber acabado con todo....
- Y yo soy de los que más se alegró de que te fueras, créeme. Si no te lo he dicho nunca te lo digo ahora – dijo Justo Díaz, sincero, y Lucas lo miró tratando de que no se notara su sorpresa ante aquella declaración. – La agencia era demasiado pequeña para ti y aprenderías mucho más por el mundo que con nosotros: así lo creía y así fue – asintió Justo. – Cuando volviste a España hace ¿cuánto? ¿cinco años? lo hiciste siendo un gran investigador paranormal. El mejor que he visto en toda mi carrera.
Lucas miró hacia la pared, enfurruñado, para no tener que ver la mirada de Justo Díaz Prieto. Si lo hacía acabaría llorando. ¡Joder!, lo peor de todo era que aquel hombre le caía bien, muy bien, pero no le gustaba lo que suponía su presencia allí.
Ni lo que le recordaba.
- Serías una gran ayuda para la agencia, para la gente de este país – Justo trataba de sonar convincente, aunque sabía que predicaba en el desierto. – Esta primavera una pareja de agentes se hizo cargo de un caso muy complicado, con cuatro demonios muy poderosos implicados: hubo varios muertos y un horrible espectáculo en una playa de Santander: si tú hubieras estado vinculado a ese caso seguro que se habría resuelto de otra forma. Contigo podríamos resolver los casos mucho antes, salvar más vidas....
- Ya lo hago ahora.
- Lo haces, lo haces muy bien, pero tú también podrías ayudarte si te unes a la agencia – siguió Justo Díaz. – Te aprovecharías de nuestras infraestructuras, de nuestros equipos y de nuestros recursos. Sería un beneficio mutuo....
- Ya tengo todo lo que necesito – Lucas se encogió de hombros. – Tengo amigos y proveedores que me lo consiguen.
- Ya, pero los cachivaches que llevan nuestros agentes son legales: si la policía te registra y encuentra los dispositivos que usas te los requisarían....
- Primero tienen que cogerme – replicó Lucas, cabezón, con la lógica de un chico de quince años. A menudo le parecía regresar justo a esa dolorosa edad cuando estaba con Justo Díaz Prieto.
- Hazlo por ti, por nadie más – gastó el último cartucho el hombre mayor, sentándose en el sofá que había al lado del sillón que ocupaba Lucas. – Dedícate a esto, pero dentro de la agencia, de forma institucional. Conseguirás más méritos y podrás hacer mejor tu trabajo. Aprovecharás ese “don” que tienes....
- ¿“Don”? Yo prefiero llamarlo “maldición”....
- Tu padre estaría orgulloso al ver cómo te sobrepones a él y cómo lo utilizas en tu beneficio – opinó Justo, con voz cariñosa y amable.
- Mi padre está muerto y no podemos saber qué opinaría de mí ni de mi “anomalía” – repuso Lucas, con rabia. No hacia Justo, sino hacia sí mismo y su situación. – Y si estuviera vivo quizá no estaría orgulloso de mis poderes, porque probablemente no los tendría: empecé a ver monstruos y fantasmas cuando él murió. Recuérdelo, yo estaba allí, lo vi morir....
- Lo recuerdo perfectamente – dijo Justo, con pena. – Yo también estaba allí cuando murió tu padre. Y a menudo desearía que ninguno de nosotros hubiera estado allí aquella fatídica noche, incluido tu padre.
Lucas se mantuvo en silencio, callado y ceñudo, con cara enfadada. Mantuvo la mirada de Justo Díaz un momento y después se cruzó de brazos en el sillón y miró hacia la pared.
- Gracias por su propuesta, pero prefiero seguir por libre – dijo, obviando el final de la conversación. – Pensaba que ya estaba jubilado, pero veo que la agencia sigue utilizándole para el trabajo sucio....
Justo Díaz Prieto suspiró, se levantó del sofá y se puso el sombrero de nuevo. Se pasó la mano por el poblado bigote antes de hablar.
- No he venido aquí por orden de la agencia, hijo. He venido porque me preocupó tu madre el otro día – explicó, acercándose con pasos tranquilos a la puerta de salida. Se dio la vuelta y miró a Lucas desde allí. – En serio, visita a tu madre. Se alegró mucho cuando volviste a España después de años de viajes. No la dejes de lado....
Lucas Barrios se tragó la respuesta grosera automática que había estado a punto de dedicarle a Justo Díaz. En realidad el hombre tenía razón.
- No la he dejado de lado, pero iré a verla más a menudo....
Justo Díaz sonrió, asintiendo, se dio la vuelta y abrió la puerta. Antes de salir se giró un poco.
- Cuídate, hijo.... – se despidió. Después se volvió hacia afuera, salió y cerró la puerta a su espalda. Lucas escuchó sus pasos en las escaleras, cada vez más sordos y alejados.
Sólo entonces, cuando estuvo completamente seguro de que ya estaba solo con sus fantasmas, se echó a llorar.
Tranquila y mansamente, dejando que las lágrimas le cayeran por las mejillas y le dibujaran surcos húmedos.

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