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(Arenisca)
¿Quién se acordaba entonces de “Métodos
cartográficos del siglo XV y su aplicación en la Geografía moderna”? Todavía
quedaban seis días para verle el careto otra vez a la “Sinhueso”.
Ahora estaba con Samantha, y eso era lo
único que importaba.
Los dos habían sido unos idiotas durante
todo el curso. Desde septiembre se había visto que los dos se gustaban, que se
atraían, pero ninguno había hecho nada porque su relación comenzase. Los amigos
de Pablo Gavira Azpilicueta le habían insistido en que diera el paso. Los
amigos de Samantha Gómez Torquemada habían hecho lo propio con ella. Pero
ninguno de los dos había tomado la iniciativa, perdiendo varios meses de una
posible relación satisfactoria.
Como estaba claro que era lo que compartían,
después del mes y medio que llevaban juntos. Habían sido amigos durante todo el
curso, mareando la perdiz, sacando de quicio a sus respectivos amigos y amigas,
hasta que a finales de mayo se habían enrollado.
Lo que no habían conseguido los intentos de ambos grupos de amigos, las miradas
que se lanzaban en clase y en la biblioteca, las frases con segundas
intenciones que se habían dedicado uno y otra durante todo el curso y las
conversaciones de WhatsApp
interminables, lo consiguieron unas buenas dosis de alcohol y una noche de
fiesta por Salamanca, previa a los exámenes y al encierro obligado de los
estudiantes universitarios.
Samantha Gómez vivía en Salamanca y
aunque otros años a esas alturas del curso ya había ido al pueblo con sus
abuelos, esta vez se había quedado allí. A Pablo Gavira le quedaban un par de
exámenes que hacer antes de irse de vuelta a casa, hasta el curso que viene, y
los dos querían aprovechar los quince días que les quedaban. Ahora se
lamentaban de haber hecho tanto el canelo
durante tanto tiempo. Ahora eso era justo lo que les faltaba: tiempo.
Habían estado cenando en una pizzería a
la que ambos habían ido mucho durante aquel curso, con sus respectivas
pandillas de amigos. Habían ingerido calorías como para dos días, habían
ingerido todavía más tomándose unas copas en un bar de marcha que les gustaba a
los dos (aunque era miércoles por la noche y no había mucha animación) y ahora
paseaban por la calle, agarrados de la mano.
Los dos habían soñado durante todo el
año con ese gesto tan simple de cariño y complicidad, deseándolo, pero sin
decidirse a hacerlo antes.
Habían sido tan idiotas....
Así se llamaban el uno a la otra y la
una al otro: idiota. Era su forma cariñosa de llamarse. Ilógica para los de
fuera, pero con mucho sentido para ellos dos.
Sus respectivos amigos les llamaban
cosas más fuertes, con mucha coña. Pero
ellos les habían sufrido durante todo el año, así que sabían bien de lo que
hablaban.
- ¿Quieres que quedemos mañana para ir
al río? Podíamos comer allí.... – propuso Samantha Gómez Torquemada, mirando al
suelo.
- Debería estudiar.... – contestó Pablo
Gavira Azpilicueta, que en realidad prefería pasar cada momento del día con
ella que estar delante de los apuntes.
- Puedes estudiar – repuso ella, con
gracia. – Hoy no es tarde, cuando llegues a la residencia puedes dormir unas
buenas horas y madrugar mañana. Te voy a buscar a la biblioteca con la compra
hecha y vamos a comer a la orilla del río, al lado del puente romano: por la
tarde te dejo libre y vuelves a la biblioteca a estudiar otras tres o cuatro
horas....
- Vale – se dejó engañar Pablo Gavira:
sabía que después de comer no volvería a la biblioteca, que se quedaría con
ella en el parque a la orilla del río Tormes.
Pero le daba igual.
Quería estar con ella.
Le quedaban seis días hasta el examen.
Tiempo suficiente para estudiar, ¿no?
Siguieron caminando por la calle,
agarrados de la mano. La noche era calurosa, pero aguantable. No soplaba la
brisa, pero tampoco era una noche bochornosa. Llegaron a la Gran Vía y la
recorrieron hasta el portal en el que vivía Samantha Gómez Torquemada. Se
miraron durante un momento, riendo, y se dieron un beso, lento y húmedo. Aquel
sería todo el contacto íntimo que tendrían aquella noche: los padres de Samanta
estaban en casa y Pablo vivía en una residencia de estudiantes, en la que no
dejaban entrar a las chicas.
- Hasta mañana – se despidió Samantha
Gómez, entrando en el portal pero sin soltar la mano de Pablo Gavira, estirando
los dos los brazos. – Que sueñes con los angelitos....
- Soñaré contigo – dijo Pablo Gavira,
con un comentario tan romántico como empalagoso. Samantha Gómez rio.
- Que duermas bien....
Ella se adentró más en el portal y sus
manos se separaron, rompiendo el contacto. La puerta se cerró lentamente
mientras ella se alejaba por el pasillo del portal. Pablo Gavira la vio
alejarse y cuando la puerta se cerró del todo la luz automática del portal se
apagó, al no reconocer movimiento ni presencia alguna.
Pablo Gavira Azpilicueta suspiró y se
dio la vuelta, echando a andar con las manos en los bolsillos del pantalón
corto, con la cabeza baja y los hombros un poco caídos. Siempre se quedaba un
poco triste, un poco vacío, cuando se separaba de ella.
Pablo Gavira caminó por las calles sin
pensar el recorrido, dejando que sus pies le llevaran solos hasta casa. Su
residencia estaba cerca del colegio del Arzobispo Fonseca, al otro lado de la
parte vieja de la ciudad, así que pasó al lado de la Plaza Mayor (por fuera),
de la iglesia de San Benito y del convento de las Agustinas. Cuando iba a girar
a la izquierda para enfilar por la calle Ramón y Cajal, escuchó un ruido que le
hizo detenerse.
Pablo Gavira Azpilicueta miró en
derredor, sin ver nada especial. No había gante por allí, tan sólo un chico con
pantalón corto, sudadera y rastas por la espalda que se alejaba en dirección a
la Plaza Mayor. Él no había hecho el ruido
Había sonado como el gorgoteo de una
tubería, pero más grave. Parecido al gruñido de un león, pero más agudo, más
elevado.
Pablo Gavira no sabía qué era. Pero
sabía que era raro.
Prestó atención, afinando el oído. Por
su espalda pasó una pareja de edad madura, enlazados por la cintura, girando
por la calle Ramón y Cajal: miraron al chico con extrañeza, pero se olvidaron
de él al girar la esquina. No había nadie más en esa zona de la calle a aquella
hora de la noche.
El sonido volvió a sonar, una vez más,
pero mucho más leve. Pablo pensó que, fuera lo que fuera lo que lo emitía, se
estaba alejando. Así que echó a andar, con paso rápido, cruzando la plaza
Monterrey (en la que estaba la pequeña estatua de Felipe IV tumbado en la
hierba) y llegando frente al convento de las Úrsulas, con su impresionante
torre. A los pies de ésta estaba la extraña (siempre le había parecido así)
estatua de Miguel de Unamuno: era Unamuno porque le habían dicho que lo era,
pero si le hubieran dicho que era Gandalf sin su enorme sombrero de mago
también lo hubiese creído.
El ruido extraño había cesado. Miró en
derredor, por las tres calles que iban a dar a aquella plaza improvisada, y no
vio nada. Al fondo de la calle Bordadores vio pasar un par de coches y algunas
personas caminando en la lejanía, pero nadie cerca. Por la calle que había
venido y la que quedaba a su izquierda no había nadie.
- Pues no sé.... qué raro.... – se dijo,
encogiéndose de hombros. Se dio la vuelta para retomar su camino a casa y
volvió a escuchar el sonido, a su izquierda.
Se volvió hacia allí, buscando el
origen. Y lo encontró. Era una sombra agazapada en el tejado de la casa que
estaba frente a la estatua de Miguel de Unamuno. La luz de la calle no
alcanzaba a iluminar el tejado de la casa, así que no supo qué era aquello de
allí arriba que hacía aquel gorgoteo.
- ¿Qué....? – empezó a preguntarse a sí
mismo.
Pero no llegó a terminar la frase. Casi
no llegó a construirse entera en su cerebro.
La sombra saltó desde el tejado, dejando
ver que era una figura antropomorfa, cubierta de pelo por todo el cuerpo. Rugió
más claramente mientras saltaba, haciendo que Pablo Gavira Azpilicueta se
quedara clavado en el sitio, repentinamente helado de miedo.
La criatura aterrizó en el suelo, se
equilibró con las piernas y los brazos, apoyándose en el suelo y corrió a
cuatro patas hacia Pablo Gavira Azpilicueta. No le dio tiempo ni a gritar del
susto.
La criatura enseguida estuvo sobre él,
mordiéndole el cuello, cortándole el grito y la respiración. Se le llenó la
boca de sangre y ya no pudo gritar ni hablar.
El monstruo le sacudió, sosteniéndole
sólo con las fauces, cerradas sobre su garganta. Al fin le arrancó un pedazo de
carne, piel y cartílagos y los mascó con deleite, mientras Pablo Gavira
Azpilicueta caía al suelo, muerto.
La criatura se dio prisa por seguir
comiendo, mordiendo a su presa en los muslos, los brazos y el vientre,
saciándose de carne.
Nadie oyó nada.
Nadie olió nada.
Nadie pasó por allí cerca.
Nadie vio la sangre ni el cadáver hasta
unas horas después.
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