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(Arenisca)
Lucas Barrios entró en casa el jueves
por la mañana con mucho sueño. Había pasado la noche en casa de Patricia, y no
había sido una noche reposada, precisamente. Hacía varios días que no estaban
juntos.
Cuando Patricia se despertó para ducharse
y desayunar, para ir al trabajo (aunque era verano y había acabado el curso, la
guardería del colegio seguía abierta), Lucas se despertó y se removió con
pereza en la cama. Una de las cosas que admiraba de Patricia era su energía, su
capacidad para haber dormido poco, haberse pasado media noche haciendo
“ejercicio” y estar completamente despierta a las siete de la mañana, activa y
con ganas de moverse. Él se hubiese quedado en la cama hasta después del
mediodía.
Como en casa de Patricia no hacía nada de
provecho (y su compañera de piso llegaría dentro de poco: era enfermera y
trabajaba de noche) se vistió y se fue en metro hasta su casa, para dormir
allí.
Dormitó en el metro durante el viaje y
caminó por la calle hasta su apartamento con los ojos medio cerrados: tuvo
suerte de que no lo atropellaran o de no golpearse contra alguna señal.
Una vez en su apartamento se quitó la
ropa, dejándola caer en el pasillo, se libró de los playeros de dos patadas
(uno acabó en el bidé del baño y otro encima de un baúl que tenía a los pies de
la cama) y se dejó caer en calzoncillos encima de la cama deshecha.
A las diez de la mañana, cuando estaba
metido de lleno en un sueño profundo, sin historias, sonó su teléfono móvil. Se
despertó la segunda vez que sonó y no hizo amago de cogerlo, pero ya se quedó
despierto encima de las sábanas revueltas, con la cara metida de lleno en la
almohada. La segunda llamada cesó. Llamaron otras dos veces y se decidió a
cogerlo, al fin, la quinta vez que llamaron: le habían desvelado.
- ¿Sí? – su voz sonó horrorosa, medio
dormida y como el papel de lija al raspar un taco de madera.
- ¡¡Lucas, tío!! ¡¡Ya era hora!! – era
una voz conocida, pero estaba medio dormido todavía y no reconoció al dueño. –
¿Dónde estás? ¿En Madrid? Tío, necesito que vengas y me ayudes, tengo un
problema....
- Llama a la policía o a los bomberos,
depende de cual sea tu problema.... – dijo, de malos modos, con la voz perdiendo
fuerza a lo largo de la frase.
- ¡¡Es un problema de los que te
encargas tú!! – replicó la voz al otro lado de la línea. – ¿Puedes venir hoy
mismo?
Se lo pensó unos diez segundos antes de
responder.
- ¿Pero quién eres?
- Que te den, tío, pensé que éramos
amigos y me habías perdonado lo de la estación de autobuses.... – dijo su
interlocutor. – Mira el registro de llamadas y si quieres ven a casa: esta vez
te pagaré....
Y colgó.
Lucas Barrios se quedó un par de minutos
inmóvil, pero después reaccionó, soltando el móvil en la mesilla y dejándose
caer de nuevo encima de la cama, rebotando: menos mal que el colchón era
resistente. Tenía que serlo, para aguantar el trote que le daban Patricia y
él....
Pero no se durmió. Seguía con la
incógnita de quién le había llamado. Era alguien conocido (la voz le sonaba y
por cómo le había hablado estaba claro que le conocía) pero su cerebro estaba
lento aquella mañana.
Así que, venciendo su natural pereza,
Lucas se levantó de la cama por segunda vez y cogió el móvil de la mesilla. En
el registro de llamadas aparecía “Darío
Desastres”.
¡Claro! Era aquel tipejo que trapicheaba
con marihuana y con otras sustancias psicotrópicas. Tenía buena clientela
entre los amigos de lo oculto, los aficionados a la ouija y a los rituales
demoníacos y espiritistas. Lucas lo había conocido hacía un par de años,
investigando una desaparición de una niña
bien que se había juntado con quien no debía y había entrado en aquel mundo
de colgados y pervertidos. Darío no
estaba relacionado, pero fue de gran ayuda para encontrar a la chica.
Desde entonces le había conseguido una
docena de casos a Lucas, pero le había metido en tantos o más problemas. El
tipejo no paraba de meterse en líos y no dejaba de ver conspiraciones y eventos
paranormales en todas partes. No siempre recurría a Lucas Barrios para solucionar
los eventos que veía, sólo le reservaba los más “gordos”.
Pero no siempre eran casos para Lucas.
La última vez le convenció para que
investigara a un ectoplasma que habitaba los servicios de hombres en la estación
sur de autobuses. Lucas se hizo cargo del tema, un poco a regañadientes,
descubriendo que había problemas en las cañerías y acabando cubierto de mierda
y sin cobrar.
Lucas decidió pasar del tema, ignorando
el tono de urgencia de la voz de Darío y se dedicó a organizar y lim-piar el
apartamento.
Su apartamento era un cuchitril pequeño pero muy luminoso. Era
barato y viejo, pero a Lucas le gustaba por la terraza que tenía.
Lucas tenía dinero de sobra para vivir
en una casa más nueva, más elegante y más grande, pero prefería aquel apartamento.
Estaba en el barrio de Lavapiés, el alquiler era bajo, no le costaba gran cosa
mantenerlo (era pequeño y la limpieza y el orden le llevaban poco tiempo) y
para el poco tiempo que pasaba en casa le bastaba y le sobraba con un
apartamento pequeño. Una casa grande, por muy lujosa que fuera, le sobraría.
Lo poco que ganaba con sus casos le
servía para vivir. No era alguien de muchos lujos, así que con poco dinero
podía sobrevivir. Aquello de detective paranormal le obligaba a ser autónomo,
pero como sus tarifas eran abultadas se mantenía bien, y si algún mes resultaba
más flojo de casos recurría a lo que quedaba ahorrado de la herencia de su
padre. Además, su madre siempre estaba dispuesta a ayudarle: el cine ahora
estaba de capa caída, pero su madre seguía ganando suficiente dinero para ella.
Además, todavía le quedaba un buen pellizco de la indemnización por lo de su
padre.
Acabó de recoger el apartamento y de
limpiar el polvo de una semana poco antes de la una de la tarde. Como tenía la
nevera vacía (vacía del todo no: había un bote de kétchup a medias, unos limones con moho y un cuarto de queso
endurecido como una piedra) bajó al supermercado a comprar comida, para
llenarlo (y la despensa también).
Cuando colocó toda la comida (leche,
cereales de desayuno, galletas, queso en lonchas, fruta y verdura frescas,
filetes de carne y de pescado, algunos congelados, huevos, jamón serrano
envasado, unos pocos yogures, garbanzos y lentejas, dos paquetes de arroz,
harina, pan de molde....) se hizo un sándwich, pensando en cuánta de aquella
comida tendría que tirar al cabo de una semana, si le llamaban de varios casos
seguidos lejos de Madrid.
Así era su vida: algunas semanas eran
tranquilas, con algún caso sencillo cerca (con las autovías consideraba cerca
incluso Burgos o Valencia) y podía pasar todas las noches en casa con Patricia,
pero había otras semanas locas, con casos complicados, largos y muy lejanos,
como en Galicia, Cataluña o Andalucía. Hacía unos ocho meses se había tirado
diez días en Melilla, ocupándose de unos demonios extraños que robaban la vista
a la gente: menos mal que los que le contrataron para aquel caso eran gente
importante y estuvo allí a gastos pagados....
Miró el móvil (tenía mensajes de su
madre, de Patricia, de José Ramón, de Carla y Pancho y también unos ochenta de
un grupo en el que le había metido Patricia, por el cumple “sorpresa” de Sofía)
y no pudo evitar entrar en el menú del registro de llamadas.
- Bueno, al fin y al cabo no tengo nada
que hacer en todo el día, hasta esta tarde.... – murmuró, para sí. Parecía que
quería convencerse, cuando ya estaba convencido. Resopló, un poco inseguro, y
marcó la rellamada.
- Así que ahora sí que quieres hablar
conmigo, ¿no? – le respondió la voz siempre cabreada de Darío. Lucas puso los
ojos en blanco antes de contestar.
- Eres tú el que necesita mi ayuda, no
al revés.
- Pero yo soy el que va a pagarte, no lo
olvides.... – dijo Darío, con retintín.
- Yo soy rico: no lo olvides....
Darío refunfuñó por lo bajo, desde el
otro lado de la línea.
- ¿Vas a tragarte tu orgullo de una vez
y a contarme que es lo que pasa o te cuelgo y te buscas otro detective? Creo
que para temas paranormales no hay muchos en España....
- ¡¡Calla la boca, joder!! Me cago en
todos tus muertos.... – Darío sabía que Lucas Barrios era el único, y eso le
cabreaba. Tenía que aguantarle sus desplantes si quería obtener su ayuda. – Perdona.
Te cuento: calla y escucha....
- Dale.
- Yo no lo he visto, me lo han contado
unos colegas que tengo en el barrio de Ciudad Lineal....
- Pues empezamos bien....
- ¿Te quieres callar? Jodé, qué brasas.... – saltó Darío,
haciendo que Lucas se riese desde su lado. – ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Mis
colegas me han contado que hay un bloque de apartamentos que está vacío, no
vive nadie desde hace años. Hay okupas de vez en cuando, pero no de continuo:
debe ser una casa de paso, nadie vive allí.
- Y no vive nadie porque....
- Igual está maldita o hay fantasmas
dentro o un vórtice de esos que conectan con no sé dónde, ¡yo qué sé....! El
detective eres tú.
- ¿Y por qué debería ir a investigar esa
casa? Si no vive nadie en ella, ¿a quién molestan los fantasmas o los ecos o lo
que sea?
- Han desaparecido niños del barrio –
Darío sonó pre
ocupado
por primera vez en toda la conversación y Lucas Barrios prestó nueva atención.
– El sobrinillo de uno de mis colegas es uno de los chavales. También ha habido
gente que ha perdido perros que jugaban por la zona. Todos los desaparecidos
vivían cerca de la casa abandonada o jugaban por allí.
Lucas guardó silencio, pensativo.
- Echa un ojo, sólo te pido eso. Van
cincuenta pavos por la molestia y si
encuentras algo y tienes que actuar, negociamos el precio.
- ¿De verdad vas a pagarme esta vez?
- Palabra, macho. No soy yo el que paga,
es la gente del barrio. Yo sólo hago de enlace.
Lucas se lo pensó un poco más, pero en
realidad ya había tomado una decisión.
* * * * * *
Poco más de una hora después Lucas
Barrios aparcó su Twingo cerca del edificio que le había indicado Darío. Aparcó
delante de un bloque de viviendas que evidentemente estaban ocupadas y salió
del coche. Hacía mucho calor.
Caminó hasta el edificio abandonado.
Podía verlo desde donde estaba porque había una manzana que era un solar, llena
de inmundicias y desperdicios, con lo cual la línea de visión estaba despejada.
También pudo ver, mientras se acercaba, que Darío lo esperaba con aspecto
nervioso delante del edificio abandonado.
- ¿Te estás meando? – dijo a modo de
saludo. Darío daba saltitos en el sitio, claramente incómodo.
- No me toques los huevos.... – repuso.
- Otras cosas tendría que hacerte en los
huevos, después de lo de la última vez....
- Joder, perdona, ya te lo dije. No era
una encerrona, creí que era verdad....
- ¿Y lo de hoy que es? – miró el
edificio que se alzaba sobre ellos, aunque sería más acertado hablar de
“esqueleto de edificio”.
- Es un caso de los tuyos, seguro. O
casi – dijo Darío. Lucas lo miró alzando una ceja y el otro se agitó un poco,
encogiéndose de hombros. – Los que me han dado el aviso son gente legal. Ya te
he dicho lo del sobrinillo de mi colega....
- Ya.... Los cincuenta euros.
Darío suspiró al ver la mano tendida de
Lucas, rebuscó en el bolsillo y le puso los cincuenta euros en ella. El
detective se los guardó en su bolsillo, se acomodó la mochila en el hombro
derecho y después entró en el edificio.
Aunque estaba a salvo de los rayos del
Sol, dentro hacía calor. La puerta del portal estaba abierta, forzada desde no
se sabía cuánto tiempo. El interior olía a moho seco y también a orines. Lucas
miró en todas direcciones, pero no encontró restos de ectoplasmas ni de
actividad paranormal.
Desde los quince años podía ver cosas.
Monstruos escondidos, fantasmas, la verdadera identidad de un ente que
estuviera camuflado.... y los restos ectoplásmicos era una de aquellas cosas
que podía ver. No tan nítidamente como un escáner o un láser de iridio, pero al
menos veía algún rastro o alguna marca.
Allí no las había.
Subió las escaleras: el calor y el olor
a meados aumentaron. Mientras subía escalón a escalón se descolgó la mochila
del hombro y sacó el pistón trifásico
fotovoltaico de dentro. Lo encendió mientras se colgaba la mochila del
hombro otra vez y seguía subiendo: el aparato emitió un zumbido y las luces
verde y amarilla empezaron a iluminarse, alternativamente. Ninguna lectura,
por ahora.
- Vamos, fantasmas bonitos. Saliiid....
Piiiitas, pitas, pitas, pitas.... – dijo, más para sí mismo que para cualquier
manifestación paranormal. El lector del pistón seguía marcando cero.
Recorrió el rellano del primer piso y
del segundo, sin encontrar nada. Caminó por el del tercer piso, esperando
encontrar algo más que nada antes de tener que subir los doce pisos del
edificio abandonado. A Lucas Barrios le gustaba el ejercicio, pero a dosis más
llevaderas.
Al final del rellano había el vano de
una ventana: los cristales estaban rotos por el suelo y los marcos de aluminio
habían desaparecido. Sólo quedaba el hueco rectangular, abierto al cielo de
Madrid. Se asomó, orientándose, sabiendo que lo haría a la fachada frontal del
edificio. Miró hacia abajo, para llamar a Darío y preguntarle si se sabía de la
presencia de algún ente en algún piso en concreto. Quizá así terminara antes.
Pero Darío no estaba.
- Genial. ¿Dónde se ha metido ese
pendejo? – dijo en voz alta. Se descolgó la mochila y guardó el pistón. Esperó,
acodado en el hueco: esperaba que Darío apareciera en algún momento. Quizá
había ido a la vuelta de la esquina o había acabado subiendo detrás de él. Lo
que Lucas lamentaba era que aquello no fuera a ninguna parte: si era así y
Darío no aparecía él se largaría a su casa. Por lo menos habría ganado
cincuenta euros.
Le servirían para invitar a Patricia y
su amiga Myriam aquella tarde. Y con lo que sobraba se irían al cine el
sábado, los dos solos. Había una nueva peli de Matt Damon que seguro que
Patricia querría ver.
Entonces un coche apareció por la calle.
Pasó por delante del Twingo de Lucas y siguió el mismo camino que había
recorrido él andando hacía unos minutos. El vehículo (muy brillante y de color
negro) se detuvo delante del edificio abandonado. Lucas lo miró con el
entrecejo fruncido.
¿Había ido Darío a buscar aquel coche?
¿Pero Darío tenía coche? Creía que no, y mucho menos aquel tipo de coche, tan
grande, brillante y bien cuidado....
Se abrieron las dos puertas delanteras
del coche, como las alas de un pájaro, y de dentro salieron dos figuras con
aspecto de hombre. No se los podía llamar humanos, porque en lugar de cabeza
tenían una caja metálica cuadrada. En la parte frontal de la caja, donde
debería estar el rostro, había un cristal redondo y grande como las luces de
los semáforos: uno de los individuos lo llevaba verde y el otro rojo.
- Mierda – dijo Lucas, mordiendo la
palabra. Le había asombrado la aparición de aquellos individuos, pero le habían
puesto nervioso las dos metralletas que llevaban de la mano. Aquello cada vez
olía más a una trampa. – Joder.
Sacó el pistón de la mochila y lo volvió
a encender. Las luces amarilla y verde se iluminaron alternativamente con un
ritmo muy acelerado y la flecha negra marcó un setenta y pico en la regla del
lector superior. Estaba claro que allí pasaba algo paranormal, pero no
precisamente lo que le había dicho Darío....
Metió el pistón otra vez en la mochila y
se la colgó al hombro, corriendo a las escaleras, de vuelta al segundo piso.
Quería haber bajado hasta el primero, pero los dos individuos con cajas en
lugar de cabezas ya estaban subiendo las escaleras, así que se quedó en el
segundo y se escondió dentro de uno de los apartamentos, que tenía la puerta
abierta.
Dentro olía a heces, no precisamente
secas, pero Lucas hizo un esfuerzo, mientras rebuscaba en su mochila, para ver
qué llevaba dentro. Se maldecía mentalmente, porque había dejado las pistolas
de aire comprimido en el coche.
- Me cago en mi calavera.... – se dijo,
mirando por la rendija entreabierta que había dejado en la puerta. Por ella
pudo ver la llegada de los dos seres al segundo piso. Dejó de buscar en la
mochila, para no hacer ruido.
Los dos seres subieron las escaleras con
movimientos muy fluidos, tranquilos, lentamente. Sus piernas y brazos se movían
realmente como los de un ser humano normal. Las metralletas que llevaban en las
manos eran cortas y compactas, de las que se recargaban por la parte de debajo
de la empuñadura. Lo realmente extraño eran sus cabezas: eran dos cajas
metálicas, con piezas redondeadas en las esquinas y escuadras metálicas en
todas las aristas, sujetas con remaches. Las cajas eran brillantes, de un color
plateado y los remaches eran de un color gris mate. Los cristales del frente
parecían los objetivos de una cámara de cine, sólo que de mayor tamaño: uno
emitía un brillo tenue de color rojo y el otro de color verde. Ambos “hombres”
vestían con pantalones de lona fuerte y llevaban chaquetas del mismo material,
con cremallera. Llevaban guantes de cuero y botas negras.
Lucas no había visto nunca una cosa así
y no era necesario tener un “don” como el que él había adquirido a los quince
años para ver que aquellos seres eran de otra dimensión.
Los dos movieron las cajas a los lados,
con movimientos mucho menos naturales que los del resto del cuerpo: a Lucas le
recordaron las cabezas de los ventiladores al moverse de un lado al otro. Las
cajas rotaban sobre los hombros de una manera mecánica, que contrastaba mucho
con el movimiento de las piernas y los brazos.
Se habían detenido en el descansillo del
segundo piso y habían mirado en las dos direcciones en las que arrancaban los
pasillos en los que se alineaban los antiguos apartamentos, pero no debieron
advertir nada digno de mención, porque siguieron su camino hacia el tercer
piso.
Lucas había encontrado por fin algo en
su mochila que le podía ayudar: era un dispositivo que había diseñado hacía
tiempo y que su amigo Héctor Mazos, de Valladolid, le había ayudado a
construir. Se trataba de un disco de material plástico, del tamaño de las
trampas de veneno para cucarachas que se vendían en cualquier supermercado.
Tenía una parte superior encajada en una inferior, como las dos partes de una
placa de Petri. Una vez se juntaban las partes el dispositivo se ponía en
marcha al cabo de unos pocos segundos, que era lo que tardaba en cargarse.
Lucas sabía que en cuanto saliera de
aquel apartamento (en el que al parecer entraban los vagabundos a hacer sus
necesidades más olorosas) la puerta emitiría un gemido y los dos seres medio mecánicos
le oirían, así que decidió lanzar el dispositivo de todas maneras, para
proporcionarse una oportunidad de huir.
Lucas Barrios salió corriendo en cuanto
estuvo seguro de que los dos seres con cabeza de metal estaban en las
escaleras. Recorrió el descansillo y pudo verles en el primer tramo de
escaleras al tercer piso: allí lanzó el dispositivo. Los dos seres se giraron y
lo “miraron”: las dos luces se pusieron de un color mucho más intenso y dentro
de las cajas metálicas sonaron ruidos de engranajes y chasquidos mecánicos.
El dispositivo, que Lucas llamaba
“trampa cuántica”, se activó al cabo de unos segundos, cuando el mecanismo
interior se cargó. Se creó una especie de red cuántica al pie de las escaleras,
que impedía el paso de cualquier ser, ya fuera orgánico o mecánico. La red
cuántica, de color azul y semejante a una malla de rombos, atrapó a medias a
uno de los seres, el de la luz verde en la “cara”: el individuo se agitó y
sacudió, presa de las descargas cuánticas. El segundo ser de cabeza de caja se
quedó detrás, comprendiendo que no podría pasar por allí.
Lucas no se quedó a ver qué les pasaba a
los dos “cabeza de caja”: bajó las escaleras corriendo como si le pagaran por
ello. Cuando llegó al final de la escalera, al bajo, miró hacia arriba, permitiéndose
un momento para ver el estado de sus perseguidores.
Así fue cómo vio el salto del “cabeza de
caja” que estaba libre, el de la luz roja. Como la red cuántica impedía el paso
por las escaleras, desde el pasamanos hasta la pared, el ser medio mecánico
había saltado por el hueco de la escalera, aterrizando al fondo con un fuerte
golpe, doblando las rodillas, manteniendo el equilibrio y rompiendo las sucias
baldosas del suelo. A menos de dos metros de Lucas.
- ¡¡Joder!! – soltó, asustado, dándose
la vuelta para correr. El ser “cabeza de caja” fue tras él, sin apuntarle con
la metralleta, agarrándole de un hombro. Lucas se giró, con ganas de
defenderse, atizándole con la mochila en un lado de la caja, logrando soltarse.
Rebuscó dentro, agarrando el pistón y golpeando con él al ente, con tan buena
suerte que le acertó en pleno cristal: éste se resquebrajo, sin llegar a
romperse ni caer trozos al suelo. La luz roja se apagó un poco, perdiendo
intensidad.
Lucas vio cómo el “cabeza de caja” se
movía haciendo círculos, desorientado. Palmeaba con las manos, tratando de
atraparle o de hacerse una idea de dónde estaba. Con un pie golpeó la
metralleta, se agachó a por ella y la agarró con las dos manos. Lucas Barrios
salió corriendo por la puerta del portal, a la ardiente calle, mientras el
“cabeza de caja” empezaba a disparar, sin apuntar, a ciegas, en todas
direcciones. Desde la calle escuchó el tableteo del arma y los impactos en el
hormigón.
- ¡¡Me voy a cargar a Darío cuando lo
encuentre!! – dijo cabreado, al llegar al Twingo. Se había gastado una pasta en
modificaciones: ahora era blindado y esperaba estar a salvo allí dentro. Lo
arrancó y salió pitando de allí, recordándose que debía llevar siempre las
pistolas de aire comprimido en la mochila.
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