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(Arenisca)
El inspector Amodeo odió aquel caso
desde el primer momento, desde que el comisario se lo encargó de madrugada,
cuando le despertó llamándole a casa.
Al principio sólo lo odió porque le
sacaba de la cama a las cuatro de la madrugada. Después, una hora más tarde,
cuando llegó a la escena del brutal crimen, lo odió por lo asqueroso y
horroroso que era. Más tarde, cuando empezó a ordenar las pruebas y las
evidencias, lo odió por lo difícil que se planteaba.
Y eso que no había entendido ni la
mitad.
Si supiese lo que de verdad pasaba allí
y lo que le esperaba en tres días, lo habría odiado mucho más.
Y, quizá, se hubiese ido de Salamanca,
al pueblo.
El inspector de la Policía Nacional
Santiago Amodeo Córcovas, era un hombre de cuarenta y siete años, natural de
Linares. Llevaba veintidós años en la policía y diecinueve en Salamanca. No
tenía acento de su Andalucía natal, aunque todavía mantenía un ligero deje que
confundía un poco a los que no lo conocían.
Ya eran las once de la mañana y el juez
no había llegado a proceder al levantamiento de los cadáveres. Aquello era lo
que más le molestaba al policía: tener que esperar al juez, cuando todas las
diligencias estaban hechas. A saber en qué estaba perdiendo el tiempo aquel
carcamal del juez Gutiérrez Alarcón. El inspector Amodeo bufó para sí mismo y
pegó una patada a una piedra suelta del suelo.
Aquello parecía un circo. Había más
policías de los que hacían falta, el cuerpo se secaba al Sol, cubierto con una
sábana que poco podía hacer para ocultar la sangre y la casquería. Y, para
colmo, el grupo de curiosos no dejaba de crecer, al otro lado de la cinta
amarilla. Varios policías de uniforme los contenían detrás, pero la gente no se
iba y no dejaba de lanzar miradas, tratando de ver el cadáver.
- Qué morbosa es la gente, caramba.... –
se lamentó el inspector.
Un uniformado se acercó a él. Era
Ramírez, así que le esperó con ganas: quizá el agente le traía buenas noticias.
- Ha llamado el juez Gutiérrez Alarcón –
dijo el joven agente. – Tardará en venir: su hija se ha puesto de parto esta
misma madrugada y está con ella en el hospital. Al parecer la cosa se ha
complicado un poco y como su yerno está en Costa Rica, pues no quiere separarse
de ella....
- ¡También es casualidad, rediós! –
soltó el inspector Amodeo.
- Anoche hubo Luna llena, señor: dicen
que eso afecta....
- ¿Y qué quiere el señor juez que
hagamos? ¿Cobramos entrada? – se lamentó el inspector, señalando con un gesto
desabrido a la pequeña multitud de espectadores. – ¿O le vamos haciendo la
autopsia al cadáver aquí mismo? Sólo nos falta retransmitirlo por
televisión....
- Pues....
- ¡¡Mierda!!
El inspector miró lo que señalaba el
agente Ramírez y vio aparecer una unidad móvil de la televisión local.
- Habían tardado mucho los
periodistas.... – se lamentó el inspector. Después se dirigió al agente. – No
les deje pasar. No podemos evitar que graben desde allí, pero evite que tengan
imágenes jugosas que grabar: ponga agentes en torno al cuerpo, coloque vallas
delante de los charcos de sangre.... Lo que se le ocurra. Pero que no vean
nada.
- Sí, inspector.
- Y disculpe mi tono de antes. Usted no
tiene la culpa de nada, Ramírez. Al contrario, hace usted un buen trabajo
siempre....
- No se preocupe, inspector – dijo el
agente Ramírez. Fue a darse la vuelta y se detuvo, para volver a dirigirse a su
superior. – Una cosa: si esto sigue así no podrás venir al torneo de mus....
- Tendrás que buscarte a otro compañero,
Juan, macho, qué le voy a hacer – el inspector se encogió de hombros. – Díselo
a Pescador, que es buen tipo y no juega mal. A lo mejor acepta ser suplente....
- Se lo diré – sonrió Juan Ramírez,
antes de retirarse y encargarse de los de la prensa. El inspector lo vio
alejarse y hubiera sonreído al hacerlo, en otras circunstancias. Después
resopló, cansado.
Caminó con paso lento por la escena,
esquivando las marcas de las pruebas con los números, las manchas de sangre y
las cajas de material de los de la científica. De esa forma llegó hasta el
cuerpo inerte del muchacho que había muerto la noche pasada. Por suerte todavía
llevaba la cartera encima y sabían quién era: Pablo Gavira Azpilicueta. Una
rápida comprobación a primera hora de la mañana les había confirmado que era un
universitario que estudiaba en la facultad de Geografía. Era de Miranda de Ebro
y seguía allí porque tenía dos asignaturas pendientes para recuperar durante
ese mes. El inspector Santiago Amodeo Córcovas esperaba con desasosiego la
llamada que debía hacer dentro de nada, a la familia del chico.
Miraba el cuerpo tapado por la sábana que
había sido blanca impoluta a las seis de la mañana, cuando cubrieron los restos
del muchacho. Ahora los huecos blancos eran los menos y el resto de la tela
estaba manchada de sangre, de un color granate, ya seca.
- Pobre chaval.... ¿De dónde venías anoche?
¿Hiciste algo tan malo como para merecerte esto? – se dijo.
Con el rabillo del ojo vio pasar a uno
de los de la científica, una mujer con la que tenía buen trato. Era una agente
muy profesional y muy agradable, lo que siempre era de agradecer en un compañero.
- ¡¡Fernández!! Venga un momento, por
favor.... – llamó. La agente se acercó a él con una bolsita de pruebas en la
mano. Dentro parecía que no había nada. – Dígame algo diferente a lo que me
dijo esta mañana....
- Pueeeees.... Esta mañana no le he
dicho que tenía que ir al baño, porque no lo necesitaba, pero ahora sí lo
necesito, urgentemente....
- Gracias, Fernández, pero no me refería
precisamente a eso – sonrió con sorna el inspector. – Me interesan más los
detalles del caso que los de su tránsito intestinal....
La agente de la policía científica
Sonsoles Fernández Ruíz sonrió antes de contestar.
- No tenemos nada nuevo, salvo esto – le
mostró la bolsa de pruebas que a primera vista le había parecido vacía al
inspector Amodeo: ahora, vista de cerca, se podía apreciar un pelo grisáceo en
su interior.
- ¿Un cabello?
- Sí, aunque por el grosor y las
mordeduras que presenta el cadáver nuestra teoría es que es un pelo de animal....
- ¿Y qué animal podría hacerle esos
mordiscos a un hombre? – preguntó el inspector, retóricamente. Era lo que
llevaba preguntándose desde las cinco de la mañana, cuando llegó a la escena
del crimen. – ¿Un Pitbull? ¿Un Rottweiler? Esas razas pueden resultar
peligrosas, pero no salvajes. Y el que le haya hecho eso a este chico es un
salvaje....
- Ya ha visto usted mismo las marcas de
mordidas y las heridas – dijo Sonsoles Fernández y al inspector asintió. Las
había visto muy bien: las vería hasta en sueños durante una buena temporada. –
Eso no lo ha hecho hombre o mujer alguna. Ni siquiera Julia Roberts, con esa
bocaza que tiene....
- Fernándeeez....
- A lo que iba: a falta de comparar con
las tablas y modelos que tenemos en el laboratorio, las marcas de mordiscos en
el cuerpo del cadáver pertenecen a un animal. Es nuestra teoría.
- Pero sigue siendo una teoría....
- Respaldada por la saliva espesa que
cubría al cadáver en algunas zonas y los pelos grises que hemos encontrado
sobre el cadáver, las heridas y también por la zona.
- ¿Lo de los pelos no podría ser por
algún tipo de contaminación ambiental? – se interesó el inspector.
- Desde luego, no lo descartamos, pero
sólo hemos visto esa clase de pelos en el cadáver y por la plaza, pero nada en
las calles adyacentes.
- Bien, bien....
Los dos se quedaron juntos, un momento
en silencio, mirando todo el desbarajuste que había a su alrededor. La Muerte
provocaba esas cosas en una sociedad supuestamente civilizada: provocaba
desbarajuste, inquietud, miedo, provocaba el caos. Claro que, se dijo el
inspector, en una sociedad civilizada no sucederían muertes como la de aquel
pobre muchacho. Quizá no éramos tan civilizados como creíamos. Quizá por eso la
Muerte provocaba tanto revuelo.
- ¿Y qué animal podría provocar unas
heridas así, Fernández? – preguntó el inspector Amodeo al cabo de un rato. –
¿Tiene alguna teoría?
- Ya le digo que tenemos que comparar
las marcas y las heridas con los modelos del laboratorio y consultar las
tablas, pero no creo que haya sido un perro....
- ¿Ni siquiera uno grande?
- No, no lo creo – dijo Sonsoles Fernández,
muy segura. – Pero ya le digo que es sólo una opinión personal....
- ¿Entonces qué? – preguntó el inspector
Amodeo, al aire, quedándose sin ideas.
- Aunque parezca increíble, yo diría que
un lobo o un oso – dijo Fernández, aunque el inspector notó que bajaba la voz
al decírselo; era una confidencia sólo para él. – Repito que a falta....
- ....“a falta de consultar las tablas y
modelos del laboratorio”, ya, comprendido – aceptó el inspector. Aquello cada
vez parecía más surrealista.
Y el juez Gutiérrez Alarcón de parto.
- Menuda mañana, rediós.... – musitó el
inspector y Fernández asintió a su lado.
- Inspector, tengo que etiquetar esto y
guardarlo con seguridad....
- Claro, claro, vaya Fernández, no
quiero entretenerla. Gracias por la charla y por sus teorías.... – el inspector
se despidió de la agente, con un cariñoso toque en el hombro con la palma de la
mano. Cuando la mujer se había alejado un par de pasos añadió: – Y haga un
descanso y vaya al baño de algún bar por aquí cerca.
Fernández rio mientras se alejaba.
El inspector se giró y vio cómo los
agentes de las líneas amarillas hacían su trabajo, tratando de dispersar a los
curiosos y morbosos. También observó al agente Ramírez molestando a los
periodistas, tapando de forma pasiva el campo de visión de la cámara, de
espaldas, vigilando con el rabillo del ojo los movimientos del cámara de la
televisión.
- Buen chico – murmuró.
En las tres calles que daban acceso a la
plaza había líneas amarillas en las que no dejaba de confluir más y más gente.
A aquellas horas la gente caminaba por allí de paso y al no poder seguir su
camino se quedaban a mirar.
- Y el juez sin venir....rediós.... – se
dijo Santiago Amodeo al ver el panorama.
Se giró hacia la estatua de don Miguel
de Unamuno, a cuyos pies descansaba el cadáver. Lo miró un instante, antes de
hablarle.
- ¿Y usted no ha visto nada, don Miguel?
– dijo el inspector. En realidad no hablaba con la estatua: hablaba consigo
mismo. – ¿No tendrá usted alguna teoría razonable de lo que ha ocurrido aquí?
La estatua no le respondió, por
supuesto, pero el inspector tampoco pudo responderse a sí mismo.
Y eso fue lo que le defraudó.
Se dio la vuelta, en silencio, y frente
a la estatua vio la casa de piedra anaranjada, tan típica del centro histórico
de Salamanca, que había en aquella plaza. En la fachada de aquella casa había
un gran escudo nobiliario desgastado, así como varios rostros con las facciones
casi borradas. Además, destacaban unas reconocibles calaveras en la base de los
marcos laterales de los grandes balcones del segundo piso. No en vano, como
podía leerse en una inscripción de color rojo en el muro, aquélla era “la Casa
de las Muertes”.
››Muy
propio‹‹, pensó el inspector.
Lo que le desazonaba era aquel plural.
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