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(Arenisca)
- ¿Quién es? – sonó una voz asustada y
anciana al otro lado de la puerta.
- Soy Lucas Barrios, señora. Detective
paranormal – dijo Lucas desde su lado de la puerta. – Sus hijos me han llamado
para que me encargue de su problema....
- ¡¡Ay, madre!! ¡¡Un sorcista de esos en mi casa!! – dijo la
anciana desde dentro del apartamento.
- No, señora, no soy un exorcista.... –
repuso Lucas. Después recapacitó y dijo para sí mismo – Al menos no siempre....
- ¡¿Cómo dice?!
- ¡Déjeme pasar, por favor! ¡Veré si puedo
ayudarla!
Lucas Barrios esperó unos segundos, al
lado de la puerta. Al final sonaron tres cerrojos antes de que se abriera,
dejándole ver a una anciana de cabellos blancos, falda marrón, blusa blanca y
cara de susto y de desorientación.
- ¿Así que le han llamado mis hijos? –
preguntó, con un tono desamparado que a Lucas le hizo dudar durante un
instante.
- En realidad su nuera, Carmen Higuera –
explicó. La anciana arrugó la cara al oír el nombre. – Estaba preocupada por
usted y mi número le llegó muy oportunamente....
- Ésa.... – dijo la anciana. Sin más.
- ¿Me puede decir su nombre, por favor?
– dijo Lucas, con amabilidad.
- Soy Higinia López Conesa.
- Encantado, doña Higinia, yo soy Lucas
Barrios, como ya le he dicho – agachó la cabeza, en un saludo caduco que sin
embargo satisfizo a la anciana. – Su nuera me llamó y sus hijos se encargan de
la factura, usted no se preocupe. Simplemente explíqueme cuál es el problema y
dónde se localiza....
La anciana miró un instante más a Lucas,
sin fiarse. Después pareció convencerse porque se puso a hablar mientras
caminaba por el piso. Lucas Barrios la siguió.
- Verá, oigo un montón de ruidos cuando
estoy en el salón viendo la tele, sobre todo por las noches – explicó la
anciana, precediéndole por el pasillo. – No me dejan oír nada: son como
quejidos o suspiros. Los tengo dentro del oído, ¿sabe? Me resuenan en la
cabeza....
- Ya veo....
- ¿Ve? Me siento en el sillón, pongo la
tele y no oigo nada, si empiezan los ruidos – dijo la señora Higinia López
Conesa, señalando el sillón y la tele, que estaba en un pequeño soporte con
ruedas, con una rejilla debajo en la que había media docena de revistas de
patrones y punto de cruz. – Ya le digo, sobre todo por la noche....
- Ya. ¿Por el día no le pasa? – preguntó
Lucas, acercándose a la tele y
acuclillándose delante de ella, para verla bien de cerca.
- No, hijo, como no veo la tele en toda
la mañana.... – dijo Higinia López Conesa, encogiéndose de hombros. Lucas se
aguantó una carcajada.
- Bien. Y esos sonidos o ruidos, ¿dice
que son como suspiros que tiene dentro del oído? – preguntó, volviéndose a la
anciana. Se había fijado antes, en el pasillo, y ahora lo volvió a mirar: doña
Higinia López llevaba audífono en los dos lados.
- Sí, me suenan por dentro.
- Ya veo.... – Lucas se pasó las yemas
de los dedos por la barba de tres días que solía cubrirle las mejillas y la
barbilla. Imaginaba que el TDT de la señora se acoplaba con los audífonos y los
ruidos que éstos generaban no le dejaban ver la tele. Una situación que podía
arreglarse fácilmente con un pequeño inhibidor de ondas enchufado al TDT: su
amigo Héctor Mazos, de Valladolid, podía conseguirle uno.
Allí no había nada paranormal, pero los
hijos de la señora pagaban y no le discutirían el precio si su anciana madre
podía volver a ver la tele y dejaba de quejarse. No les interesaría el
problema, mientras creyeran que era paranormal.
Por eso Lucas Barrios tenía dos tarifas:
una para casos reales y otra para los incautos que confundían los problemas del
hogar con fantasmas y ecos.
- Bueno, pues no creo que sea difícil de
arreglar.... – le dijo Lucas Barrios a la anciana Higinia.
- ¿Es cosa de fantasmas? ¿De sorcismos? – preguntó la anciana, con
los ojos abiertos llenos de susto.
- No lo creo.... Pero puede ser un eco
ectoplasmático recurrente.... – dijo Lucas, sin sentido, aguantándose la risa.
– Nada grave, no se preocupe....
- ¡Ay, Virgen santísima! Que no me
preocupe, me dice. Con un ecoplasma
en casa y dice que no me preocupe....
- Tranquila, en un día lo tendré
solucionado – explicó Lucas, mordiéndose el labio para no estallar en
carcajadas. – Tengo que pedir una pieza a un compañero de Valladolid y estará
todo arreglado para mañana....
- ¿Y se acabarán los ruidos? – preguntó
Higinia López Conesa.
- Así es.
- ¿Y dejarán de moverse las cosas?
Lucas Barrios dejó de sonreír de golpe y
la miró con más atención.
- ¿Se mueven las cosas?
- ¡¡Uy, sí!! Se me caen los cuadros que
están colgados encima del sofá, los ovillos de costura corren por el suelo, se
me caen los vasos y platos que tengo a escurrir en la cocina.... ¡¡Un no
parar!! ¿Eso también se solucionará con la pieza ésa que se va a cargar al ecoplasma?
Lucas no supo qué contestar. Una cosa
era que una anciana con dos audífonos escuchara ruidos cuando tenía la tele puesta y otra que las cosas de la
casa se movieran solas.
- ¿Y siempre se mueven las mismas cosas?
- Sí señor. Yo cuelgo los cuadros todos
los días y todas las noches se me vuelven a caer. Y si dejo platos y vasos a
secar al lado del fregadero, se me vuelcan todos: a veces acaban en el suelo. Y
las zapatillas de felpa se me mueven de sitio, corriendo por el pasillo. ¡¡Y
los ovillos rodando por el suelo, de aquí para allá!!
Lucas no contestó: se descolgó la
mochila de la espalda y sacó un aparato alargado, como una linterna de las de
tubo. Tenía dos luces grandes en un extremo y en el otro un visor redondo, de
color rosa, con una escala con una flecha y una pantalla rectangular, ahora en
negro. Lo encendió y lo pasó a su alrededor, por todo el salón. Las luces
amarilla y verde se encendían alternativamente, como los intermitentes de un
coche parado en el arcén de la autovía.
- ¿Ese chisme para qué es? – preguntó
Higinia López, pero Lucas no la contestó. Estaba atento a la pantalla del pistón
y a la flecha negra, que empezó a temblar, llegando hasta el quince.
Cuando pasó el pistón por delante y encima del sofá la
flecha se movió hasta el doscientos, a mitad de la regla curvada y empezaron a
aparecer letras y números en la pequeña pantalla de debajo, en rápida sucesión:
aparecían desde la derecha y salían por la izquierda.
- No me jodas.... –murmuró, asombrado.
Allí no iba a tener que cobrar la tarifa
reducida para incautos.
Sonaron unos chasquidos del interior del
pistón y las luces del otro extremo se quedaron fijas. La flecha llegó al
doscientos cincuenta cuando Lucas pasó por delante del balcón, cerrado.
Entonces todo se volvió una locura en el
piso de la señora Higinia López Conesa.
Los cuadros de la pared que estaban
encima del sofá se cayeron, por orden, aterrizando entre los cojines. Media
docena de ovillos de lana y carretes de hilo para hacer punto de cruz saltaron
de la cesta de labores y rodaron por el suelo, creando una telaraña muy
colorida. Se escuchó ruido de cristalería golpeándose en la cocina y las cristaleras
del balcón resonaron, como si alguien estuviese zarandeando toda la puerta.
- ¡¡Ay, Dios mío!! ¡¡Que ya vuelve a
empezar!! ¡¡Y no es de noche!! – gritó doña Higinia. Lucas miraba a su
alrededor, asombrado pero analizándolo todo.
Las zapatillas de felpa de la anciana
salieron despedidas de una puerta entreabierta, que Lucas supuso que era el
dormitorio de Higinia López Conesa. Volaban a unos centímetros del suelo, como
si estuvieran colgadas de algún sitio, y acabaron cayendo en mitad del pasillo,
cada una por su lado. Lucas tuvo una corazonada en aquel instante.
- Señora Higinia, ¿tiene usted perro o
lo ha tenido?
- No – respondió la anciana, asustada,
mientras las cosas seguían moviéndose en toda la casa. – Tuve un gato.
- ¿Ya no lo tiene?
- No, se me murió hace unos meses –
Lucas, que agarraba a la anciana por los hombros, la hizo agacharse: una
zapatilla salió despedida desde el pasillo y cruzó el salón, aterrizando entre
los ovillos y carretes, que seguían desenrollándose y botando por el suelo.
- ¿Y dónde está enterrado?
- ¿Dónde va a estar enterrado? – repuso
la anciana, con cierto toque de sorpresa. – En los tiestos del balcón,
claro....
- ¿Ha enterrado su gato en los tiestos
del balcón?
- ¡¡Pues claro!! Era mi gato, no lo iba
a enterrar en el campo o dárselo a los del ayuntamiento, que lo quemarían....
– argumentó la anciana, con personal lógica.
- ¿Tiene coñac? ¿O brandy?
- Sí, tengo coñac y anís.... ¿Pero a
usted le parece un buen momento para ponerse a beber? – le preguntó la anciana,
con aire censor.
- Depende a quien le pregunte, este es
el mejor momento para darse a la bebida – un ovillo de lana, casi desenrollado
ya, le dio en plena cara cuando terminó la frase.
- ¿Se lo traigo? – preguntó la anciana.
- Tráigame las dos cosas, sí, por favor....
– Lucas soltó a la anciana y se dirigió al balcón. Las puertas seguían
zarandeándose en los marcos, pero pudo abrirlas haciendo fuerza. Miró en las
dos pequeñas y alargadas jardineras que la anciana Higinia tenía colgadas en la
barandilla de hierro del pequeño balcón y “vio” dónde había enterrado a su
gato. – El fantasma de un gato cabreado, no me jodas....
Murmurando para sí mismo metió las manos
en la tierra, desenraizando unas orquídeas y encontrando en el fondo los restos
del gato, a medio pudrirse. Venció su asco (sabía que había visto cosas mucho
peores que el cadáver de un gato, pero muchas no las había tocado) y controló
las arcadas, dejando parte del cadáver al aire.
- ¡¡Joder, qué asco!!
Sacudió las manos, para limpiárselas de
la tierra (y de los restos del gato muerto que pudiesen haberse quedado
adheridos a ellas) y después rebuscó en la mochila, que estaba en el suelo a
sus pies. Sacó un bote de plástico, lleno de sal, y la vertió sobre la tierra
de la jardinera, en el hueco que había hecho con las manos.
- Aquí está el coñac y el anís.... –
dijo la anciana, a su espalda.
- Muy bien, eche un buen chorro de cada
en la jardinera....
- ¿En la jardinera? – se sorprendió la
anciana.
- ¡¡Doña Higinia, por favor, hágame
caso!! ¡¡Si no, no se acabarán los ruidos al ver la tele ni todo ese desbarajuste!! – señaló con una mano el salón,
donde seguían volando cosas. Ahora que sabía a qué se debía todo aquello, Lucas
era capaz de escuchar los bufidos del gato cabreado.
- Vale, vale, voy, voy.... – la anciana
se hizo hueco en el pequeño balcón y echó un buen chorro sobre la tierra y los
restos del gato que estaban visibles. Lucas no perdió el tiempo y encendió un
fósforo del Teide que había sacado de su mochila, dejándolo caer sobre la
tierra. Al estar empapada con las dos bebidas alcohólicas prendió con rapidez,
ennegreciéndose y consumiendo el cadáver del gato de Higinia López Conesa.
Al instante las cosas de la casa dejaron
de moverse, cayeron al suelo y allí se quedaron. Lucas escuchó maullar de dolor
a un gato y vio pasar por su lado un jirón como de niebla o humo, con la forma
de un felino, que se perdió entre los edificios de la ciudad, desapareciendo y
desvaneciéndose.
- ¡Buff...!
- ¿Y ya está? ¿Ya se ha ido el ecoplasma ése que decía usted? – preguntó
doña Higinia, entrando de nuevo en su casa y recogiendo los cuadros, los hilos
y lanas y las zapatillas de felpa.
- Sí, esto ya está – respondió Lucas,
viendo cómo se consumía la pequeña hoguera improvisada en la jardinera. Después
se miró las manos y suspiró. – Doña Higinia, ¿dónde está el baño?
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